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HAY UN CAMINO A LA DERECHA

Estuve en la concesión del Premio Biblioteca Breve que sigue siendo uno de los históricos y queridos premios supervivientes de nuestra literatura. Aunque sus premiados de los últimos tiempos ya no sean jóvenes valores a los que descubrir, a los que premiar. Ahora es otra cosa, es otro del universo de Planeta pero sigue siendo el premio de la editorial Seix Barral. Los que seguimos leyendo desde hace ya unas décadas, los que seguimos buscando y leyendo novelas, aunque tengamos más de 40 años -algo que ya no se debe hacer según el novelista, periodista y unas cuántas cosas más, Fernando Sánchez Dragó-  sin duda tenemos viejas deudas lectoras y cariños antiguos con la editorial que crearan Seix y Barral.

Por eso, y por muchas cosas más, volvía este año a la concesión del premio. Le tocaba a Juan Manuel de Prada. Los premios se filtran, no hay casi ninguno que mantenga su secreto, su emoción, y hace ya algún tiempo que conocíamos quién sería el ganador.  Por tanto, ninguna sorpresa. Allí estuve sabiendo muy bien a quién tendría que felicitar. Al menos felicitar por el dinero y el prestigio del premio, por la novela ya veremos después de leída. Pero antes de eso felicité al ganador y lo hice con gusto. Me quedé con las ganas de saber cuánto se cobra por el premio. Quiero decir, cuánto en dinero que no está en las bases del premio. No era el momento. Tocaba escuchar a Prada y lo hice con atención. Mantengo un profundo desacuerdo con muchas de sus columnas del ABC, me sorprende su punto de vista sobre muchos de los asuntos políticos, sociales y otros muchos de los que trata. Generalmente  no comparto su  punto de vista tan católico y conservador. No soy así. Me parece que estoy leyendo a un periodista, un escritor de otra época, ese es el lado más “freaki” de un escritor bastante raro. Un conservador en la corte de Leticia.

En otras preocupaciones, sobre todo culturales y cinéfilas, tenemos bastantes curiosidades, bastantes intereses que podemos compartir, aunque mucho discrepemos. No  me gusta, e intento no hacerlo, negar la posibilidad de que una buena narración, un poema o una película vengan de un lado ideológico con el que discrepo. Dicho esto, aunque sea con dudas razonables, espero con interés la próxima novela de Prada. Una historia, por lo que desveló el otro día, que también nos llevará a los años de la posguerra española, de la resistencia francesa y de los españoles que lucharon por o contra la República. Una más. Y sea bienvenida. En ese espacio, aunque también en muchos más, está la próxima de Almudena Grandes, El corazón helado,  que ya he tenido la suerte de leer. Es una  emocionante historia que recorre casi un siglo. Escrita desde una trinchera muy diferente a la de Prada, excelentemente escrita para mi alegría. Pero prometo que si no lo estuviera aunque Almudena sea, que lo es, mi amiga, no estaría diciendo lo que no pienso. Al menos se me notaria la sinceridad o la falta de ella.

Pensando en cómo será la novela de Prada, me asalta el recuerdo de una película que él  conoce muy bien, una de aquellas que rescatamos en nuestras pasiones cinéfilas, yo en años de filmoteca y Prada no sé cómo. Hablo de  una película de Rovira Veleta, se llamaba Hay un camino a la derecha, un neorrealismo a la española. La recuerdo buena aunque muy folletinesca. El actor principal era Paco Rabal. Y la actriz Julita Martínez, aquella madre tan encantadora de la televisión cuando éramos tan jóvenes. Recuperé la memoria de ese título al escuchar  hablar a  Juan Manuel de Prada de su novela, de su memoria y de su visión de aquellos años, de aquellas vidas. Es verdad, siempre hay un camino a la derecha. Incluso hubo demasiados. Lo que no hubo, lo que no dejaron que hubiera es un camino a la izquierda. Ahora, la verdad, cuando hablo de derechas o izquierdas, me parece que estoy hablando de los pisos de mi escalera. O estamos a la derecha o a la izquierda. No tenemos centro. Tampoco tenemos extremos.  En fin, leeremos la novela de Prada. Lo haremos aunque sea un camino a la derecha. Es verdad que lo hay. Incluso a veces puede estar bien escrito. Ya veremos. Ya leeremos.

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1 de febrero de 2007
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LA COBARDÍA

Entre el oscuro tiempo que hace y el desabrido repertorio de noticias personales, domésticas e internacionales, este día de las postrimerías de enero se convierte en un eslabón que o bien se desanuda y sucumbe o bien, alcanzado el nivel de lo peor, reflota como un don.

Esta es la virtud intrínseca a cualquier narración. La narración no puede sostenerse monótonamente por su misma naturaleza biológica y la existencia también. Pero ¿y si ha decidido una y otra abandonar la biología? ¿Y si derivan fatalmente en una asíntota que seguirá el desfallecimiento en una baja cota sin término ni variación?

En este supuesto de vuelo rasante, tarde o temprano, la deriva conducirá  a una vana ataraxia, sueño plano o acomodación inútil propensa a generar un confort en la indiferencia, un placer en la indolencia o la rendición.

No todas las rendiciones, de hecho, segregan un jugo áspero. En la salmuera de la rendición se macera a veces una energía que no habiendo podido sostener su dignidad tiende a metamorfosearse en duro detritus primero pero en extraño abono después.

Las historias maltrechas han proporcionado mucho estiércol de primera clase al porvenir de la Humanidad. Pero también, individualmente, la cobardía no tiene por qué estigmatizar al cobarde de por vida.

Esta brecha interior de color agrio abre su espacio a una provisión de pensamientos y compasiones que la valentía expele como efecto de su pulimento y de su tensión.

El valiente se estira mientras el cobarde, semánticamente, “se arruga” y en sus muchos intersticios recibe con facilidad escorias y materias raídas en el dolor de demás.

El cobarde no siempre huye y escapa definitivamente. La rendición mal digerida destruye, pero bien metabolizada regresará acaso transformada en piedad por sí y por los demás. Una hipótesis.      

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1 de febrero de 2007
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Diez años sin Soriano

El domingo pasado el diario Página 12 dedicó todo su suplemento cultural, llamado Radar, al escritor Osvaldo Soriano, al cumplirse diez años de su temprana muerte. Todavía recuerdo dónde estaba cuando terminé de leer su primera novela, Triste, solitario y final: siendo apenas un adolescente, sentado en la escalera que comunicaba el patio de mi casa con mi habitación del altillo. Es muy raro que uno recuerde la sensación física de estar leyendo determinado libro, algo que sólo ocurre con los relatos excepcionales, o con los libros que nos han descorrido determinados velos. Creo que la operación que Soriano realizó con su novela debut fue una de esas que me ayudaron a ver más claro: Soriano mezclaba a sus propios (anti) héroes -Stan Laurel y Oliver Hardy, o sea el Gordo y el Flaco, por una parte; y Philip Marlowe, el detective creado por su ídolo Raymond Chandler, por la otra- con su propia persona, la de Osvaldo Soriano, metido en una trama detectivesca en la que los perdedores, como corresponde, no podían sino volver a perder. Con Triste, solitario y final, Soriano me decía lo que yo necesitaba oír: que era posible evadir la trampa de escribir lo que la academia y los medios pretenden que uno escriba, y en cambio escribir tan sólo lo que uno desea de todo corazón -¡aunque esto signifique arrebatarle a Chandler su mejor personaje! Esta es una lección que nunca olvidé; no siempre estuve a su altura, pero espero haber retomado la buena senda.

El suplemento Radar está lleno de artículos que recuerdan al Gordo Soriano en todas sus facetas: hay textos de Ariel Dorfman, Eduardo Galeano, Rodrigo Fresán, Angélica Gorodischer, Osvaldo Bayer y Guillermo Saccomano, entre otros muchos. Además hay un maravilloso artículo de Soriano sobre Mohammad Alí (otro de los ídolos que comparto con el Gordo, que además tuvo la buena fortuna de entrevistarlo), y la reproducción de algunas de las contratapas que solía escribir para Página 12 y hasta de las cartas que enviaba desde el exilio al que lo forzó la dictadura militar. De algún modo, todos estos materiales forman un perfecto retrato del último de los escritores populares que tuvo la Argentina. (Porque la gente esperaba ansiosa la salida del "nuevo de Soriano", y desde que murió ya no espera nada más; tarde o temprano estábamos destinados a pagar el precio que la dictadura primero y la década menemista después se cobraron sobre la cultura argentina.) Envidio sinceramente la relación que Soriano tenía con su público, porque me parece el mejor de los destinos posibles para un escritor: el del pacto tácito entre el narrador y el público que no deja de serle fiel, en la medida en que sabe que el narrador escribe para sí mismo y para ellos -y para nadie más.

Soriano era honesto consigo mismo, que es la primera forma de la honestidad, y por ende la que hace posible a todas las demás. Escribía tratando de entender el tiempo y el lugar que le habían tocado en suerte, y lo hacía con una humanidad desde entonces ausente en las letras argentinas: al igual que él, sus personajes trataban de ser felices en el lugar y en el momento equivocados -esto es, en su mismo momento-, fracasando de la más bella de las maneras. El homenaje de Página 12 no hace otra cosa que recordarnos cuán vivas están sus historias en nosotros, y cuánto extrañamos su presencia todos los que buscamos en la literatura historias que nos salven la vida, o que por lo menos estallen en el intento.

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1 de febrero de 2007
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BUEN PROVECHO

La fotografía de prensa que tengo frente a mis ojos parece convencional. Es la de un personaje que posa en traje ejecutivo, serio y atento a la cámara. Ya empieza a perder el pelo, y frente a él tiene abierto un ordenador portátil con el emblema del fabricante en la tapa, de modo que podría tratarse aún de un anuncio comercial de esos que vemos todos los días en diarios y revistas.

¿Pero saben qué? El pie de foto nos explica que el personaje del traje de casimir a rayas y corbata Guchy, se llama Salvatore Mancuso, cabecilla de las llamadas Autodefensas Unidas de Colombia, y esa foto corresponde al momento en que declara frente a un fiscal penal en Medellín. No da cuenta del éxito financiero de sus empresas, sino de que personalmente ordenó el asesinato de 336 personas —seguramente sus nombres y filiaciones personales están inscritos en el ordenador portátil del que se auxilia, pues identificó a cada una con su propio nombre. 

Admitió masacres de campesinos, atentados contra dirigentes sindicales, alcaldes, universitarios, y líderes de organismos de derechos humanos. No sé si en su cuenta estará el padre del escritor Héctor Abad Fascolini. Asesinado a tiros en las calles de Medellín.

También confiesa, con aplomo y serenidad, que influenció con dinero y apoyo logístico la elección de los dos últimos presidentes de Colombia, y que infiltró, además, los altos rangos del Ejército, de la Policía, y de la propia Fiscalía ante la que rinde su declaración.

Gracias a su dadivosa cooperación al declarar, de acuerdo con la Ley de Justicia y Paz que promueve la desmovilización de los paramilitares, Mancuso no podrá recibir una pena mayor de ocho años en prisión. Buen provecho.

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1 de febrero de 2007
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EJES DE CRECIMIENTO

Dos noticias hoy. Dos ejes de crecimiento para los autores.

Primera noticia: crecimiento en el tiempo.

En París, una decisión de la Cour de Cassation (el más alto tribunal francés en asuntos extra-constitucionales) trae una etapa decisiva en un maratón judicial. En dos palabras, según los jueces: se puede. Se puede escribir otro volumen para prolongar la historia de Los miserables de Víctor Hugo. Los herederos del escritor han perdido, por el momento, pero parece una derrota muy seria, una pelea contra la casa Plon que publicó dos novelas utilizando tanto a los personajes como al argumento imaginado por Víctor Hugo.

Cosette ou le temps des illusions (Cosette o el tiempo de las ilusiones) y Marius ou le fugitif (Marius o el fugitivo) provocaron la ira de Pierre Hugo, el tataranieto del genial poeta. Ver al policía Javert salvado de las aguas del Sena como un Moisés le parecía el colmo del ultraje a la obra de su antepasado. En el derecho francés después de la desaparición del «derecho de autor» se mantiene un «derecho moral» a la integridad de una obra. Los herederos no pueden cobrar dinero pero tienen derecho a impedir una modificación de la creación. O por lo menos tenían hasta la decisión que pone tanto una vieja obra como sus personajes disponibles para todos. Le Figaro reporta la decisión sin comentarla. El diario The Guardian, se moviliza más y recuerda la promesa de los herederos: si seguimos en este camino, pronto tendremos la décima sinfonía de Beethoven.

Para todos los autores, claro, es tremenda oportunidad. Por el momento se mueven entre el presente y el futuro. Deben ahora pensar en utilizar la marcha atrás. Unas posibilidades: después de Ulysses, las vacaciones de Leopold Bloom en los pubs de Torremolinos; más allá de la Odisea, Ulises en el Club Méditerranée; claro, una buena opción es el tercer volumen de la Biblia (Jesús Cristo vuelve a la Tierra al enterarse que olvido sus gafas).

Segunda noticia: crecimiento en el espacio (para castellanohablantes).

Hablo del espacio de difusión de los libros, claro, al leer que la Casa de América (en España) crea con el grupo Planeta un premio de novela con una dotación colosal: 200.000 dólares para un texto inédito en castellano.

Tengo dos reacciones frente a la noticia: una es que se trata del punto de llegada del boom literario empezado en los años 60. Otra es recordar el texto que publicó el escritor Enrique Vila-Matas el domingo pasado en el diario chileno El Mercurio. «El gran problema que tienen los escritores españoles de hoy, escribe Vila-Matas,  es su visibilidad internacional.» El titulo del texto habla de una «narrativa invisible». América Latina desconoce a los escritores españoles y además es más fácil entrar al mercado español siendo mexicano que catalán o madrileño, afirma Vila-Matas. La impresión que da un premio tan bien dotado por una casa editorial española es que ahora no toman riesgo, en España, en el momento de controlar al lugar donde todo se pone en marcha, América Latina.

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31 de enero de 2007
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Mujeres

Voy a meterme en problemas con este texto. Por una parte necesito ser breve (esta es una batalla que siempre pierdo), porque estoy a un rato nomás de subirme a un avión para volar rumbo a Holanda, donde se acaba de editar mi novela anterior, Kamchatka. Por la otra, siento la necesidad de hablar de una cuestión que surgió anoche, en la sobremesa de la cena de mi cumpleaños, que ocurrió en Madrid. A partir de una pregunta que ya he oído varias veces  (¿cómo es posible que no haya autoras mujeres en El Boomeran(g)?), se disparó el tema en su aspecto más grande y más trascendente: la cuestión sobre el lugar de la mujer en esta sociedad. En este país (todavía estoy en España, insisto) donde casi cada día se difunde la noticia sobre un marido, novio o ex que golpea o asesina a su pareja, no se trata de una cuestión menor. Y en la Argentina el machismo tampoco es débil, por supuesto. Allí todavía sigue considerándose que el hombre que engaña a su mujer con muchas otras es un tipo listo, y que la mujer que engaña es simplemente una mala mujer.

No voy a negar lo obvio; esto es, las dificultades que enfrentan a diario las mujeres en un universo laboral mayoritariamente (y ante todo: jerárquicamente) masculino. (Todos sabemos que deben trabajar el doble para ser consideradas iguales que sus colegas varones. Y todos sabemos, dice la broma, que esto no es nada difícil para ellas.) Y tampoco quiero entrar a demostrar que no soy machista, porque seguramente existe algún resabio en mí aunque más no sea por el hecho de haber respirado el aire que me tocó en suerte; por lo demás, nací de madre, amo a las mujeres y tengo hijas que son mi cielo y mi esperanza para el futuro mejor de esta tierra. Lo que me pregunto es, como ha dicho alguna vez Harold Bloom, si debo obligarme a leer determinadas autoras por el simple hecho de ser mujeres. Lejos de ponerme a defender la política editorial de este blog, que yo no establezco ni dirimo, hablo ante todo como lector: por cada Lorrie Moore hay centenares de Murakamis, Irvings, McEwans... ¿Por qué no existen más escritoras que me vuelen la cabeza? ¿Es porque la conspiración masculina les está vedando el acceso, como pretendió alguien en la mesa? A mí que me disculpen, pero los hombres estamos cada vez más de capa caída; y particularmente, creo que escribimos cada vez peor y con ambición decreciente -por no decir casi nula.

Por lo tanto, no creo que las escritoras mujeres lo estén teniendo mucho más difícil (dije MUCHO, insisto) que los hombres que están tratando de publicar y de hacerse un nombre. De hecho, existen nichos literarios que tienen prácticamente copados, y con las mejores artes. Los escritores hombres de hoy temen expresar sus sentimientos (qué hato de pusilánimes, aquí también han perdido el norte), cuando las mujeres saben que el asunto es tan natural como necesario, y además lo hacen todos los días. Y aquellas escritoras que pasan de los sentimientos son más cultas y mejores estilistas que el más dotado de sus colegas. Pero se me hace que si todavía no conocemos a una versión femenina de Shakespeare no es porque un editor varón le ha negado acceso, sino simplemente porque aún no existe; en estos tiempos democratizados por Internet, si existiese ya se habría hecho notar de alguna forma.

De lo que estoy seguro es de que esa Shakespeare mujer, esa Proust, esa Joyce, ¡esa Cervantes!, está en camino. Lo sé con certeza, tanto como sé que -seamos honestos- tampoco existen hoy escritores hombres a la altura de Shakespeare, ni perspectivas de que los haya en un tiempo cercano. Nuestro tiempo ha pasado, el tiempo de las mujeres es hoy, con cuota obligatoria o sin ella.

En fin, hasta aquí llego. El avión me espera. La seguimos mañana.

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31 de enero de 2007
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LA EXPLICACIÓN

Muy expresivo de lo que son los seres humanos es el motín de los aeropuertos en que la masa, ante el retraso de los vuelos, no se queja sólo del retraso sino, especialmente, de no recibir explicaciones.  La explicación sería como la primera pomada para calmar la irritación.

También, en los desacuerdos amorosos, en las disputas vecinales, en los mandatos de orden distinto, el público reclama las correspondientes explicaciones.

Sin la explicación el hecho se convierte en fatalidad y las víctimas en criaturas despreciadas. La explicación rescata la imposición del efecto opresor y le confiere un posible sentido que la ingresa en el ámbito de la humanidad.

Con las explicaciones puede llegarse a entender y en el entendimiento se amortiguan las quejas y los insultos sin cuento.

La gente necesita, por el contrario, cuentos, relatos racionales sobre el acontecimiento, racionalizaciones para soportar la adversidad, razones para hacer frente a la dureza de un suceso.

Gracias a cuentos y cuentos sucesivos se construye el relato general de la existencia y mediante cuyo recurso se hace más soportable el peor destino. En cada ocasión en que, tras un dolor sin cuento, resulta posible contarlo o contárnoslo, aparece el alivio.

El alivio es, a su vez, como un alibí.

El cuento proporciona un alibí o una coartada al mal  oscuro porque desde el momento en que podemos contarlo nos convertimos en  autores de la  narración y, por tanto, hemos logrado salir del suceso. Somos entonces testigos en vez de mártires.

La explicación nos saca de la dolorosa confusión y, simultáneamente de nosotros como materia doliente.

Im-plicarse es hallarse dentro de la plica, del enredo.

Ex-plicarse significa escapar de la plica, de la oscuridad, del tormento.   

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31 de enero de 2007
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Hola, la soledad al habla

He perdido a un amigo. Y lo he perdido en manos de la competencia más desleal: su teléfono.

La trampa la tendió Telefónica, que le regaló el aparato por su cambio de contrato. Desde que vi a mi amigo llegar con él en brazos, supe que todo cambiaría entre nosotros. Mi amigo siempre había sido un poco zarrapastroso: el tipo de chico que se baña apenas lo estrictamente necesario. No se afeitaba con regularidad y toda su ropa parecía heredada de su padre. En cambio, el teléfono era luminoso, vibrátil, moderno, y tenía Ipod, bluetooth y cámara de fotos. El teclado era fluorescente. Cuando alguien llamaba, su nombre se encendía en el auricular y transitaba de un lado a otro, como una banda sin fin hacia el futuro. Era tan hermoso que dolía.

Definitivamente, mi amigo no combinaba con su teléfono. Cuando lo sacaba del bolsillo, el contraste entre los dos lo dejaba muy mal parado. El aparato se veía reluciente, pero mi amigo parecía reducirse hasta el tamaño de una cucaracha. Una mugrecilla le nacía en el bigote, y la suela de sus zapatos se abría. Uno percibía que el aparato se avergonzaba de su dueño y trataba de disimularlo, o de cortar la llamada rápido para que no los viesen juntos. Y no me extraña. Cada vez que mi amigo empuñaba esa maquinita, más que su propietario parecía su limpiabotas.

Consciente de que se había establecido una pugna entre él y su teléfono, mi amigo cambió de guardarropa. Empezó a comprar trajes Hugo Boss y Armani, y a usar lociones después de afeitar. El cambio emparejó un poco las cosas, pero aún no era suficiente. Cuando otra gente le veía sacarlo del bolsillo, le preguntaba: “¿por qué llevas el teléfono de tu jefe?”. Y eso era aún más humillante, porque mi amigo era desempleado por vocación.

Para estar a la altura del nuevo enemigo, eran necesarios cambios más radicales. Mi amigo abandonó su cómoda situación y se vio obligado a conseguir un trabajo como gerente en una transnacional. Y como su Lada de los años 60 no tenía un lugar para conectarlo, adquirió un Mercedes del año. Pero los problemas sólo se agravaban: su casa no combinaba con el carro, así que se vio obligado a comprar un penthouse con piscina.

Al final, todas sus cosas armonizaban: su menú, su gimnasio, la vista desde su oficina. Pero su vida no combinaba con ellas. Cambió a su esposa por una rubia del gimnasio, y se compró una mamá en un barrio más próspero. Por sus hijos más una cuota mensual, le dieron un par de vástagos del colegio inglés. Finalmente, nos abandonó a sus amigos, que ya no calzábamos con el decorado de su existencia.

A veces, echamos de menos a nuestro antiguo amigo. Pero todos sabemos que la verdadera amistad no tiene precio. Por eso, hemos ido a Telefónica a cambiar nuestros teléfonos gratis. El mío tiene Internet.      

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31 de enero de 2007
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SANTOS INVISIBLES

Tuve una infancia feliz, y al mismo tiempo atormentada, en cuanto a los santos se refiere. Volvamos a ellos. Me aterraban los cristos lívidos y ensangrentados que pasaban en la penumbra de sus nichos de cristal en las naves de las iglesias, en espera de ser sacados en procesión el viernes santo, y gozaba, a la vez, de que existieran, por otro lado, los santos invisibles que hacían visitas a domicilio. Era el caso de San Caralampio, al que mi abuela Petrona recibía cuando le tocaba la devoción, según la estricta lista de anfitriones que llevaba la beata patrona del santo.

Cuando llegaba el turno, la casa se alistaba como se hace en espera de los huéspedes distinguidos, y cuando mi abuela veía venir por la calle, a la patrona, salía a la puerta a rendir a San Caralampio los honores de la bienvenida, llena de zalemas: “¿Cómo está usted, San Caralampio?” “Pase adelante, por favor, siéntese”. “¿Se siente cansado?” “¿No le apetece un refresco? ¿No tiene calor?”.

El santo invisible tomaba asiento, la patrona también, y tras unos minutos de plática cordial, la beata despedía, confiando a mi abuela el cuido y trato del huésped, al que pasaría trayendo al cabo de una semana, cuando lo conduciría a casa de otra devota. Y ese día, el de la despedida, yo estaba también allí, muy cerca de mi abuela, atento a los pasos del santo invisible que, agradecido y contento por la hospitalidad recibida, abandonaba la casa.

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31 de enero de 2007
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El hombre ridículo

Agachándose con dificultad la madre se arrodilla en el suelo del estudio y abraza las piernas de su hija adolescente. Su rostro empañado en lágrimas ocupa la pantalla. Balbucea una frase confusa entre sollozos pero se adivina lo que implora con desesperación. La muchacha lleva un piercing en el labio y mira a la madre con fastidio. Cuando la pobre mujer insiste, el público aplaude. Cuando la niña arruga el morrito con desdén, el público abuchea.

La semana anterior un pastor entró en el estudio con sus ovejas. Analfabeto y desdentado, el hombrecito afirma entender el balido de sus animales aunque no pueda traducir lo que dicen. “Es muy complicado”, dice. Divertida, la presentadora anima la conversación y celebra las ocurrentes respuestas del anciano. Con sus manos huesudas el pastor levanta una oveja y se la pone en las rodillas. Acerca su oreja al hocico y frunce el ceño con preocupación. Cuando la oveja suelta por el culo un racimo de excrementos, el público también suelta sonoras carcajadas.

El productor del programa recuerda sus comienzos profesionales y le maravilla el modo en que la gente ha ido perdiendo poco a poco el sentido del pudor. Al principio, cuando los espectadores sentían vergüenza ajena y protegían su vida privada de miradas extrañas, cualquier ocurrencia entretenía a un público celoso de su intimidad. Pero al desbocarse, el afán de notoriedad moviliza a gente dispuesta a todo con tal de darse a conocer.

Hace poco parecía sencillo dar con ellos y llevarlos al programa. Pero hoy, el hombre ridículo es insaciable y cada día es mayor su exigencia de escarnio. Tanto le da darlo como recibirlo.

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31 de enero de 2007
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