Sergio Ramírez
Tuve una infancia feliz, y al mismo tiempo atormentada, en cuanto a los santos se refiere. Volvamos a ellos. Me aterraban los cristos lívidos y ensangrentados que pasaban en la penumbra de sus nichos de cristal en las naves de las iglesias, en espera de ser sacados en procesión el viernes santo, y gozaba, a la vez, de que existieran, por otro lado, los santos invisibles que hacían visitas a domicilio. Era el caso de San Caralampio, al que mi abuela Petrona recibía cuando le tocaba la devoción, según la estricta lista de anfitriones que llevaba la beata patrona del santo.
Cuando llegaba el turno, la casa se alistaba como se hace en espera de los huéspedes distinguidos, y cuando mi abuela veía venir por la calle, a la patrona, salía a la puerta a rendir a San Caralampio los honores de la bienvenida, llena de zalemas: “¿Cómo está usted, San Caralampio?” “Pase adelante, por favor, siéntese”. “¿Se siente cansado?” “¿No le apetece un refresco? ¿No tiene calor?”.
El santo invisible tomaba asiento, la patrona también, y tras unos minutos de plática cordial, la beata despedía, confiando a mi abuela el cuido y trato del huésped, al que pasaría trayendo al cabo de una semana, cuando lo conduciría a casa de otra devota. Y ese día, el de la despedida, yo estaba también allí, muy cerca de mi abuela, atento a los pasos del santo invisible que, agradecido y contento por la hospitalidad recibida, abandonaba la casa.