Basilio Baltasar
Agachándose con dificultad la madre se arrodilla en el suelo del estudio y abraza las piernas de su hija adolescente. Su rostro empañado en lágrimas ocupa la pantalla. Balbucea una frase confusa entre sollozos pero se adivina lo que implora con desesperación. La muchacha lleva un piercing en el labio y mira a la madre con fastidio. Cuando la pobre mujer insiste, el público aplaude. Cuando la niña arruga el morrito con desdén, el público abuchea.
La semana anterior un pastor entró en el estudio con sus ovejas. Analfabeto y desdentado, el hombrecito afirma entender el balido de sus animales aunque no pueda traducir lo que dicen. “Es muy complicado”, dice. Divertida, la presentadora anima la conversación y celebra las ocurrentes respuestas del anciano. Con sus manos huesudas el pastor levanta una oveja y se la pone en las rodillas. Acerca su oreja al hocico y frunce el ceño con preocupación. Cuando la oveja suelta por el culo un racimo de excrementos, el público también suelta sonoras carcajadas.
El productor del programa recuerda sus comienzos profesionales y le maravilla el modo en que la gente ha ido perdiendo poco a poco el sentido del pudor. Al principio, cuando los espectadores sentían vergüenza ajena y protegían su vida privada de miradas extrañas, cualquier ocurrencia entretenía a un público celoso de su intimidad. Pero al desbocarse, el afán de notoriedad moviliza a gente dispuesta a todo con tal de darse a conocer.
Hace poco parecía sencillo dar con ellos y llevarlos al programa. Pero hoy, el hombre ridículo es insaciable y cada día es mayor su exigencia de escarnio. Tanto le da darlo como recibirlo.