Javier Rioyo
Hace unos días en la Real Academia de la Lengua Enrique Vila-Matas recibía un premio de los académicos. Antes, el más veterano de nuestros escritores y académicos, Francisco Ayala, también era homenajeado por la histórica institución. Llegué tarde. Había intentado ser puntual, metí prisa al taxista y, la verdad, el hombre hizo lo que pudo, incluso a riesgo de ser multado. Cuando le dije que me llevara a la Academia, me preguntó cuál era la dirección, me pareció lógico que no la conociera, además era bastante joven. Me confesó que le hacía mucha ilusión conocer la Academia, que desde hace tiempo estaba deseando que alguien le llevara. Me extrañó. Le avisé que era con invitación. Aún así, me confesó que lo intentaría, que al menos quería mirar por fuera. Llegamos tarde. Me bajé deprisa. El taxista me dijo que dejaba el coche en doble fila un momento y pensaba colarse conmigo. Algo le extrañó de la puerta, del edificio. Me preguntó: “pero es esto la Academia de la tele, es la Academia de “Operación triunfo”. Sintiéndolo mucho, le saqué de su error, le tuve que confesar que era solamente la de la Lengua. Y que allí no cantaban, sino que leían, Francisco Ayala y Enrique Vila-Matas. Pues nada, no le interesaron. No le sonaban de nada. Y eso que todos nos llamamos Vila-Matas, hasta Erik Satie.
Yo tampoco pude ver la actuación. Por haber llegado unos minutos tarde no querían ni dejarnos pasar al hall a esperar el vino de celebración y saludar a los homenajeados. Me costó una dura pelea con varios guardias de seguridad y con una funcionaria encargada, o algo así, de la seguridad de la noble institución. Al final, apelando a la caridad y ante los dos grados bajo cero de la calle nos dejaron pasar al hall central. Un detalle.
Se lo conté a Vila-Matas, me disculpé de la tardanza, sentí no haber escuchado su texto que tanto me alabaron. Me lo regaló. Después seguí charlando con algunos académicos, incluso con algunos que no lo eran. El muy simpático director de la Academia, Víctor García de la Concha, también se sumó a los piropos por el texto de Vila-Matas, algo que extrañó a más de un escritor poco académico que a mi lado estaba.
La reunión era distendida, tanto que incluso saltándose las normas, algunos académicos se estaban fumando unos cigarros en el espacio de los percheros. Fumaba Francisco Rico y fumaba Ángel González. Siento chivarme, pero creo que les vendría bien dejarlo. No fumaba, ni bebía vino o whisky como nosotros, Claudio Guillén, que se acercó tan amable y distinguido como siempre para decirnos lo bueno de beber refrescos, de cuidarse. Lo decía como broma, de esa manera relajada y amable que tenían sus formas. Sin duda Claudio Guillén seguía con su famoso excelente aspecto que estaba muy alejado de su edad real. Dos días después moría repentina y dulcemente frente al televisor de su casa viendo La reina de África. Me pareció de un realismo cruel. No supe a quién ni a qué compararlo. Sí recordé algo que recogía Vila-Matas en su texto, esas absurdas pretensiones que algunos escritores tienen. Ese escritor anónimo que una semana antes de la Segunda Guerra Mundial escribió una nota que decía: “Ya no hay nada que hacer. Pero si de verdad fuera escritor, debería poder impedir la guerra”. No podemos impedir la guerra. Ni siquiera podemos impedir la muerte. Ni aunque nos llamemos Vila-Matas, como todo el mundo.