Marcelo Figueras
El domingo pasado el diario Página 12 dedicó todo su suplemento cultural, llamado Radar, al escritor Osvaldo Soriano, al cumplirse diez años de su temprana muerte. Todavía recuerdo dónde estaba cuando terminé de leer su primera novela, Triste, solitario y final: siendo apenas un adolescente, sentado en la escalera que comunicaba el patio de mi casa con mi habitación del altillo. Es muy raro que uno recuerde la sensación física de estar leyendo determinado libro, algo que sólo ocurre con los relatos excepcionales, o con los libros que nos han descorrido determinados velos. Creo que la operación que Soriano realizó con su novela debut fue una de esas que me ayudaron a ver más claro: Soriano mezclaba a sus propios (anti) héroes -Stan Laurel y Oliver Hardy, o sea el Gordo y el Flaco, por una parte; y Philip Marlowe, el detective creado por su ídolo Raymond Chandler, por la otra- con su propia persona, la de Osvaldo Soriano, metido en una trama detectivesca en la que los perdedores, como corresponde, no podían sino volver a perder. Con Triste, solitario y final, Soriano me decía lo que yo necesitaba oír: que era posible evadir la trampa de escribir lo que la academia y los medios pretenden que uno escriba, y en cambio escribir tan sólo lo que uno desea de todo corazón -¡aunque esto signifique arrebatarle a Chandler su mejor personaje! Esta es una lección que nunca olvidé; no siempre estuve a su altura, pero espero haber retomado la buena senda.
El suplemento Radar está lleno de artículos que recuerdan al Gordo Soriano en todas sus facetas: hay textos de Ariel Dorfman, Eduardo Galeano, Rodrigo Fresán, Angélica Gorodischer, Osvaldo Bayer y Guillermo Saccomano, entre otros muchos. Además hay un maravilloso artículo de Soriano sobre Mohammad Alí (otro de los ídolos que comparto con el Gordo, que además tuvo la buena fortuna de entrevistarlo), y la reproducción de algunas de las contratapas que solía escribir para Página 12 y hasta de las cartas que enviaba desde el exilio al que lo forzó la dictadura militar. De algún modo, todos estos materiales forman un perfecto retrato del último de los escritores populares que tuvo la Argentina. (Porque la gente esperaba ansiosa la salida del "nuevo de Soriano", y desde que murió ya no espera nada más; tarde o temprano estábamos destinados a pagar el precio que la dictadura primero y la década menemista después se cobraron sobre la cultura argentina.) Envidio sinceramente la relación que Soriano tenía con su público, porque me parece el mejor de los destinos posibles para un escritor: el del pacto tácito entre el narrador y el público que no deja de serle fiel, en la medida en que sabe que el narrador escribe para sí mismo y para ellos -y para nadie más.
Soriano era honesto consigo mismo, que es la primera forma de la honestidad, y por ende la que hace posible a todas las demás. Escribía tratando de entender el tiempo y el lugar que le habían tocado en suerte, y lo hacía con una humanidad desde entonces ausente en las letras argentinas: al igual que él, sus personajes trataban de ser felices en el lugar y en el momento equivocados -esto es, en su mismo momento-, fracasando de la más bella de las maneras. El homenaje de Página 12 no hace otra cosa que recordarnos cuán vivas están sus historias en nosotros, y cuánto extrañamos su presencia todos los que buscamos en la literatura historias que nos salven la vida, o que por lo menos estallen en el intento.