Vicente Verdú
Entre el oscuro tiempo que hace y el desabrido repertorio de noticias personales, domésticas e internacionales, este día de las postrimerías de enero se convierte en un eslabón que o bien se desanuda y sucumbe o bien, alcanzado el nivel de lo peor, reflota como un don.
Esta es la virtud intrínseca a cualquier narración. La narración no puede sostenerse monótonamente por su misma naturaleza biológica y la existencia también. Pero ¿y si ha decidido una y otra abandonar la biología? ¿Y si derivan fatalmente en una asíntota que seguirá el desfallecimiento en una baja cota sin término ni variación?
En este supuesto de vuelo rasante, tarde o temprano, la deriva conducirá a una vana ataraxia, sueño plano o acomodación inútil propensa a generar un confort en la indiferencia, un placer en la indolencia o la rendición.
No todas las rendiciones, de hecho, segregan un jugo áspero. En la salmuera de la rendición se macera a veces una energía que no habiendo podido sostener su dignidad tiende a metamorfosearse en duro detritus primero pero en extraño abono después.
Las historias maltrechas han proporcionado mucho estiércol de primera clase al porvenir de la Humanidad. Pero también, individualmente, la cobardía no tiene por qué estigmatizar al cobarde de por vida.
Esta brecha interior de color agrio abre su espacio a una provisión de pensamientos y compasiones que la valentía expele como efecto de su pulimento y de su tensión.
El valiente se estira mientras el cobarde, semánticamente, “se arruga” y en sus muchos intersticios recibe con facilidad escorias y materias raídas en el dolor de demás.
El cobarde no siempre huye y escapa definitivamente. La rendición mal digerida destruye, pero bien metabolizada regresará acaso transformada en piedad por sí y por los demás. Una hipótesis.