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NOMBRES DE LA DESNUDEZ

Leyendo el libro Dios es peruano de Daniel Titinger, me he vuelto a encontrar con la palabra calato, que en la tierra de la Inca Cola significa hallarse desnudo. El perro mudo y pelón que los conquistadores encontraron al llegar a América, y que era comestible, existe aún en el Perú, y como carece de pelambre, es decir, es un perro desnudo, se le llama perro calato, como sería un calato quien va por las calles con sus vergüenzas al aire, por el gusto, por el afán de comodidad, o a lo mejor por efectos de la embriaguez.

En Nicaragua, donde desapareció hace siglos víctima de la codicia culinaria, el perro sin pelo se llamaba xoloitzcuintle, conocido mejor como xulo. Es una palabra del náhuatl, que fue la lingua franca en toda Mesoamérica bajo el imperio azteca, y que ahora se pronuncia chulo. En El Salvador, parte del mismo territorio lingüístico, estar desnudo es estar chulón. Si un desnudo es el retrato de una mujer desnuda, un chulón o un calato sería, por tanto, el retrato de una mujer chulona o una mujer calata.

  Para que vean las maravillas que puede hacer contra los nefandos nacionalismos excluyentes y sectarios un perro despelado, o sea, un perro en bolas, o en pelotas, en traje de Adán, o como su madre lo echó al mundo. Ser calato en el Perú y chulo en Nicaragua, pero siempre el mismo perro mudo y desnudo.

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10 de agosto de 2007
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El observador en el laberinto

Si eres un narrador peruano de menos de cuarenta años, Alonso Cueto simplemente siempre ha estado ahí. Después del premio Herralde y del finalista del Planeta, editores y periodistas en América Latina y Europa vienen y te preguntan por él. Y tú respondes: “¿Qué? ¿No lo conocían ya? Yo tengo libros suyos desde que aprendí a leer.” No exagero. La batalla del pasado apareció en 1983.

En parte, su tardío reconocimiento internacional responde a un cambio de registro del propio Alonso. Hasta 1999, cuando publicó Demonio del mediodía, casi toda su obra estaba formada por novelas cortas y cuentos, lo que lo confinaba a un núcleo de público muy reducido. Sus grandes éxitos han llegado de la mano Grandes miradas y La hora azul, obras más extensas.

El éxito de Cueto también refleja la importancia editorial de España. Aún recuerdo una edición de Deseo de noche en la pequeña pero prestigiosa editorial española Pretextos, el año 2003. Al año siguiente, Mario Vargas Llosa dedicaba su columna del diario El País a destacar Grandes miradas, que entonces sólo había aparecido en el Perú. El 2005, Anagrama publicó esa novela. Y casi de inmediato la siguiente, ya con la faja de ganadora del Premio Herralde. La caja de resonancia española fue más efectiva que dos décadas de trabajo para dar a conocer la obra de Alonso. 

Ahora, más allá de los detalles empresariales, creo que Alonso escribía desde los años 80 para el público de 2000. A diferencia del exuberante Alfredo Bryce, capaz de narrar un capítulo entero sin poner un punto, Alonso escribía con austeridad, ahorrando cada palabra como si fuera la última. A diferencia del monumental Vargas Llosa, que escenificaba la guerra de Canudos, la caída de Trujillo o los burdeles de la selva, Alonso exponía las pequeñas epopeyas cotidianas. Sus historias no bebían de la Historia con mayúsculas, sino de los detalles psicológicos con que se dibuja la clase media. Incluso sus novelas políticas están tejidas con estas pequeñas miserias, no con el blanco y negro de la ideología sino con el gris de la realidad.

En una época sin grandes verdades, ésas son las historias que nos tocan más de cerca. Los escritores hemos dejado de ser los severos jueces del mundo y nos hemos convertido en pacientes observadores que toman notas, como los científicos con las ratas en un laboratorio. Alonso estuvo desde el principio observándonos dar vueltas en el laberinto, indiferente a lo que ocurriera luego con sus cuadernos de notas. Y lo que ocurrió fue que todo el mundo aprendió a mirar como él. Algunos incluso aprendimos a mirar con él.

Artículo publicado en: Diario La Tercera, julio 2007.            

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10 de agosto de 2007
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Mi blog cumple 20 años / V

El Karate Geek.

Cuando el juego se hace verdadero, bienvenido al laberinto eterno, me perseguía a todas horas la canción. La traía incrustada en la conciencia, como los ecos de un terapeuta con cuernos que blasfema en hip-hop sus profecías. Tras unos cuantos cientos de noches entregadas al solo quehacer de poner los cimientos de mi laberinto, la experimentación periférica seguía creciendo en proporción inversa al proyecto central. A ese paso, primero iba a llegar al castillo el agrimensor K que yo a empezar al fin a pergeñar aquella historia, de la cual no tenía sino un mapa de meandros sin destino. Mi sitio web, en tanto, iba albergando los resultados de esos experimentos, que por lo general consistían en resucitar textos previamente publicados, ahora con formatos y mecanismos que sospechosamente remitían al vetusto Nintendo Entertainment System. El mismo sitio, al principio cargado de animaciones, iba detrás de dos conceptos básicos: The Legend of Zelda y SuperMario Bros. Nada que ya en 1999 no fuese una antigualla; o, como preferí verlo, un clásico.

—Ya que habla de los clásicos, ¿no cree que nos caería bien una notita de pie de página donde se informe que el título de hoy es una cita de la eminente Ph.D. A. del C. Martínez-Goebbels?

—Me he robado palabras de Sor Juana, también llamada "la décima musa", para ponerle nombre a una novela, y le he pagado apenas con un epígrafe. A ti, en cambio, te cito varias veces al día, con tu nombre. ¿Qué número de musa eres, a todo esto? ¿Traes ahí tu credencial del sindicato?

—Pues sí, pero Sor Juana no vivía con usted. Además ya le he dicho, las mujeres son musas de sí mismas. Condición que a menudo las transforma en autogestivas trágicas.

Sor Afrodita. Podría ser el título de una novela erótica. Habría que practicar mucho, eso sí.

—No sé cómo planeaba hacer una novela de sepetecientos capítulos, que sería como encerrarse a tejer una colcha para tapar una alberca olímpica, con tamaña capacidad de dispersión. ¿Qué decía de Zelda y SuperMario?

El proyecto, en el fondo, contenía una sola ambición desmedida: trabajar simultáneamente con ambos hemisferios del cerebro. Un empeño probablemente tan ingrato como forzar a un zurdo a copiar todo un libro con la mano derecha. Y tal vez, por qué no, una quimera necia, como la compulsión que tuerce el sentido común de los cautivos de un videojuego, hasta el punto de hacerles asumir que nada hay en el mundo más importante que continuar jugando. ¿Cómo hacer para conectar en un solo circuito la parte más sensata de sí mismo con la más arbitraria e irracional y hacerlas funcionar en armonía? ¿Estaba procesando las enseñanzas de Borges o bebiendo las pócimas de Borgia? ¿Por qué los pasos dados hacia el proyecto no servían sino para alejarme de él?

—¿Usted habría leído una historia así, colega? ¿Cuánto habría cobrado por llegar al final, si es que había final?

—No había ninguna historia. Llevaba tiempo ya planeándolo todo en el orden inverso, como si pretendiera sabotearlo. Pensaba día y noche en la estructura del laberinto, dibujaba los nodogramas en mi cuaderno, recordando unas veces los mapas del Zelda y otras los infinitos destinos del Dungeons & Dragons. Me había ido construyendo en la cabeza una estructura rígida y simétrica, y ahora pretendía que palabras y personajes se adaptaran a eso. Me entusiasmaba solo calculando el efecto que sufrirían unos y otras al quedar a merced de una cadena de prótesis aleatorias, y hasta ingeniaba guapos eufemismos para añadir ornato a la obsesión. "Forzar al español a copular con los lenguajes electrónicos", escribí por entonces sobre aquel quehacer, sin reparar aún en el disparate: por más que en un principio los cibercódigos deslumbren al recién llegado, hay que ir escandalosamente lejos para atreverse a equiparar un lenguaje de programación con una lengua, y además pretender que se reproduzcan.

—Borges decía que a una isla desierta sería mejor llevarse un libro de matemáticas. ¿Quería usted someter a las simpáticas variables al imperio de las odiosas constantes?

Nadie sabe qué clase de novela va a escribir, ni lo que necesitará en el camino para sobrevivir a la corriente adversa de la realidad. Quien consigue saberlo pasa sin advertirlo de navegante a remero, pues ni la historia ni él pueden ser libres ya. Pero es allí, remando en la penumbra de la galera infame, donde mejor entiende uno que algo tuvo que haber salido mal. Era el año 2000, llevaba desde fines del '98 haciendo sitios web por encargo, tenía un asistente y pensaba en fundar una compañía de multimedia. Despropósitos todos, me temía en el fondo, hasta que una mañana mandé todo al demonio: sentía unos deseos desbocados de echarme bajo de un árbol del jardín y escribir finalmente en mi libreta, con mi pluma fuente. Quería hacer una novela, de las de papel.

—...y descubrió que había perdido tres años.

—Había perdido mucho más que eso, llevaba media vida en busca de la persistencia elemental para un día pasar de las ochenta páginas, pero la golfería siempre me ganaba. Hasta el día en que el HTML y sus secuelas me calzaron el hábito de monje. Sin él, ni tú ni yo estaríamos aquí.

—¿No echó de menos el mecanismo aleatorio?

—Me hizo casi tanta falta como una tabla de logaritmos. Uno puede contar los senderos probables de una historia con miles de nodos y múltiples enlaces, pues al final ese número existe; lo que no puede hacerse es sacar esas cuentas con una novela, natural soberana de las ambigüedades cuyos senderos necesitan ser, desde el mismo lenguaje, infinitos. Tenía ya el principio de una historia. No me quedaba claro hacia dónde iría, pero sabía bien de lo que me escapaba. Tenía que volar del reino de las constantes a la república de las variables, que era como saltar del laberinto hacia el infinito.

—Lo cantaba tal cual Celia Cruz: Los pelos que tiene un buey nadie los puede contar, porque todos los que han muerto no han podido regresar.

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9 de agosto de 2007
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EL VAGO ESTÍO

En el cruce de lecturas del verano me reencuentro con un viejo, hermoso, libro de Ortega y Gasset. Es el quinto tomo de El Espectador. Hablamos de un libro del año 29 del pasado siglo. Aunque ahora reeditado, fácil de encontrar. Su primer contenido se llama “Notas del vago estío”. Es una suave delicia vagar por él. Se parece, quizá, a viajar en un viejo coche, en un “Hispano-Suiza” a ser posible, por las carreteras de Castilla en los días del verano. Pasar y parar de vez en cuando por esos caminos que entonces estaban en cueros, por aquellos caminos amarillos de amplios paisajes, donde nos sorprenden las torres de las iglesias, algún castillo, alguna catedral. El viajero Ortega, despierto a todo, al paisaje y al paisanaje, a “la caza de paisajes que es la excursión”.El viajero como cazador. Las piezas mayores de la caza son los castillos y las catedrales. Son como apariciones descomunales, monstruosas….o lo eran en aquellos años del viajero Ortega. Ya es más difícil ver la desnuda silueta de los castillos, de las catedrales. Todavía existen, hay que tener paciencia, tiempo y ganas de pasear casi sin rumbo por Castilla.

O el que quiera puede viajar por el libro, por el vago estío de Ortega. Se encontrará, por ejemplo, el regalo de recordar que en un pueblo de Segovia, Martín Muñoz de las Posadas, entre otras cosas interesantes y un casi secreto Greco, veneran a una virgen con una peculiar advocación: Nuestra Señora del Desprecio. Yo que no tengo fe, estoy deseando acudir para expresar mis desprecios. No eran demasiados, pero han aumentado en este verano. Tampoco perderé mucho el tiempo. Pero la verdad, ni viene mal saber que existe una “virgen” del Desprecio.

Ortega sigue su viaje por soportales. Por esas plazas y calles con soportales que resguardan de la lluvia y del calor. Ya no se hacen soportales. Era una construcción saliente, cara, dificultosa y se renunciaba al más caro de los terrenos para convertirlo en vía pública. En servicio para todos. Ya no se construía en los tiempos de Ortega. Que dice que esa idea genial, tan poco económica, pertenece a “suavidades del alma hoy imposibles”.

El viaje en el vago estío sigue por pueblos, por ciudades, por mundos que ya casi sólo se reconocen en las lecturas. Pero, si se sabe mirar, todavía se encuentra ese mundo. Todavía quedan señales de ese vagar. Yo las he visto. Ahora las recuerdo desde mi verano gallego.

P.D.: Buñuel sí escribió sus memorias. Lo hizo con la ayuda del guionista Jean Claude Carriere, que se limitó a ser el amanuense de la memoria, las opiniones y los recuerdos de Luis Buñuel. Es un extraordinario libro de memorias, creo que tiene edición de bolsillo. Estaba editado en Plaza y Janés. Y se llama “Mi último suspiro”. Me lo agradecerán los buñuelescos y los que no lo sean. 

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9 de agosto de 2007
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EL GÉNERO

“No hay que darle vueltas –me decía Basilio Baltasar- la cosa se reduce a sota, caballo y rey”. O se escribe novela o poesía o ensayo. Quien no se atiene al régimen de estos géneros se convierte en un escritor extraviado o desaliñado. No se reconocerá perdido –sino todo lo contrario- el escritor  pero para la recepción de los lectores comunes será errática y refluirá sobre su propia determinación.

Los escritores sin género no son, de ningún modo, escritores malditos pero vendrán a ser, en la práctica, marginados. Y no porque encripten su escritura o retuerzan sus temas sino porque, simplemente, no responden a las expectativas trazadas en el catálogo común. Incluso el lector más alejado de los libros, se tiene por un sujeto leído y tiende a aprobar aquello que coincide con su burda idea de lo aceptable y lo que no lo es, por su presunción de lo que es o no literatura reglamentaria. Los escritores sin género no es que sean difíciles de entender sino incómodos de tratar debido a la imprevisión de sus cánones. Porque lo primero, según aseguraba Basilio Baltasar, es la clasificación y el arquetipo. Después viene todo lo demás. Sin etiqueta, las obras valen menos o no valen nada a juicio del desconfiado e ignorante comprador.

El mayor sufrimiento de Proust –y de tantos otros genios de la literatura- se lo provocaba su incompetencia para definirse como poeta, como ensayista  o como novelista. Escribir pero ¿escribir qué? Le decía su padre con las mismas palabras desperadas que clamaba el mío. Hay que escribir un prototipo para ganarse el rancho de la confianza vulgar. El modelo reconocible que se sigue otorga respetabilidad mientras puede parecer perdulario o inconsistente aquél cuya tarea no sucumbe al patrón común y su texto se propone llegar más lejos.

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9 de agosto de 2007
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Sol de invierno

El 7 de agosto se celebra el día de San Cayetano. Como todos los años, la gente empieza a congregarse varios días antes en la puerta de la iglesia de Liniers que le está consagrada. Este invierno ha sido el más frío en mucho tiempo, sin embargo fueron miles los que toleraron las temperaturas bajo cero de la madrugada, conservando su lugar en la fila para poder entrar en el templo cuanto antes. El promedio de la espera fue de doce horas. En su mejor momento, la fila de gente se extendió a lo largo de treinta cuadras.

Las estimaciones oficiales dicen que este año hubo un millón de peregrinos. Gente humildísima en su mayoría, que sin embargo porta ofrendas para aquellos que todavía están peor. Según el párroco Gerardo Castellano, regalan el equivalente de 1300 dólares diarios en comida.

Cayetano es el santo al que se le pide por trabajo que haga posible el pan del alimento de cada día. Pero el hecho de que la oferta laboral haya mejorado sensiblemente en los últimos años no significó merma alguna en el fluir de peregrinos. Es mucha la gente que no olvida la gracia y acude para agradecer el trabajo obtenido. Yo no tengo una pista clara sobre las razones que identifican a Cayetano con el trabajo y la dignidad que acarrea, más allá del hecho que se consagró a los pobres a pesar de provenir de familia de alcurnia y co-fundó los Montes de Piedad, que habilitaba al común de la gente a empeñar bienes a cambio de dinero. El dato curioso es que Cayetano fue secretario privado de Julio II, lo cual le habrá permitido cruzarse con Miguel Angel en algún pasillo; dichoso él, que habrá conocido la Sixtina cuando la pintura estaba todavía fresca.

Lo cierto es que la gente lo venera aquí, y que su figura resulta inescapable. Mi auto está lleno de las estampitas con su imagen, que me han ofrecido en mil esquinas a cambio de unas monedas.

Yo respeto el fervor de esta gente, aun cuando no lo comparta del todo. En un mundo cada vez más salvaje y egoísta, la generosidad del que regala lo poco que tiene y desafía al frío y la intemperie para abrir su corazón a lo inefable constituye, al menos para mí, una buena noticia.

Somos la única especie que masacra a sus congéneres porque sí, con cualquier excusa. (En general todas las excusas pueden ser reducidas al miedo y a la codicia.) Quizás no compense del todo, pero por fortuna también somos la única especie que conoce y practica la esperanza.

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9 de agosto de 2007
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DIOS ES PERUANO, Y TAMBIÉN EL CEVICHE

El nacionalismo latinoamericano se alimenta de símbolos irreductibles. Daniel Titinger lo documenta bien en su libro Dios es peruano (Planeta, 2006), a través de tres símbolos peruanísimos, en cuya defensa se puede derramar hasta la sangre patriota: el pisco (que los malevos dicen que es chileno), el ceviche (que los falsarios dicen que es veracruzano, entre otras muchas procedencias), y la Inca Cola (que es mejor mil veces que la vil Coca Cola, a la que en la lejana juventud hervorosa solíamos llamar las aguas negras del imperialismo).

Si leen Dios es peruano de Titinger, cronista agudo de humor y lleno de gracia, director de la ejemplar revista Etiqueta Negra, se darán cuenta del mar proceloso de nacionalismos en que navegamos, y los del Perú son un divertido y sabio ejemplo, pero de esos tesoros abundamos en todas las latitudes de nuestra América. Dios también es argentino, y ya lo era antes de ser peruano.

El ceviche es peruano en exclusiva. Y el gallopinto, una mezcla de arroz y frijoles fritos, es nicaragüense en exclusiva, y el que lo discuta puede recibir una cuchillada desprevenida, aunque este plato improvisado por la necesidad y la imaginación, hijo de las cocinas de esclavos, se coma de la misma manera en diversas partes del Caribe y Centroamérica, empezando por Costa Rica. Pero que el gallopinto sea reclamado como costarricense, agrava el litigio, como lo agrava el que el pisco reciba el alegato de ser chileno.

Dime lo que comes, y te diré quien no eres.

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9 de agosto de 2007
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LEER UNA NOVELA

Leo Cien años de soledad. Cuarta lectura. Segunda en castellano. Tomo el metro en París, estoy en un despacho, participo en reuniones sobre un nuevo sitio en Internet de información: todo me sale igual, estoy en Macondo. En otro Macondo, claro, pues a cada lectura cambia el libro que leemos. En mi caso, lo que más me sorprende es cómo la novela se parece también a Rabelais por su manera de crear una realidad enorme. Lo percibí al leer el retorno de José Arcadio, transformado en un «hombre descomunal». Me acordaba de su herramienta maravillosa para el amor, no de un hecho más íntimo: sus «ventosidades marchitaban las flores». Esto es puro Rabelais.

Lo que no puedo explicar es mi deseo espontáneo de abrir la «edición conmemorativa» de la Asociación de academias de lengua española. Tengo una edición de editorial Sudamericana con la portada en rojo y las nueve viñetas. No sé cómo empecé. “Muchos años después…” ya el Gabo me tenía acorralado en su prosa.

En el sitio de The Guardian hay una nueva introducción de John Sutherland a su libro How to read a novel (Cómo leer una novela). Tuvo mucho éxito en el momento de su publicación aunque el título es tramposo, no dice tanto cómo se debe leer, más bien explica el estado de ánimo del lector en el momento de emprender el camino de la lectura.

Es la vieja pregunta: ¿qué animal es este hombre que necesita de cuentos para vivir? El 100% de lo que se ve en el cine es ficción, el 50% de lo que se ve en TV es ficción, nota Sutherland antes de entregar sus dos categorías básicas de lecturas: la lectura para huir de la realidad y la lectura para involucrarse en ella. Es donde mi discrepancia es total con el autor inglés: al vivir ahora como lector en Macondo, hago ambas cosas. Estoy y no estoy en el mundo de los hombres. Con amores, muertes, celo, locuras y hasta ventosidades de la especie humana que no se llama homo sapiens sino homo cuéntame.

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8 de agosto de 2007
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BUÑUEL ESPECTADOR

Estoy muy cerca de uno de los lugares en que a Buñuel le gustaba refugiarse. Muy cerca de su refugio gallego. Muy cerca de esa casa de su amigo José Luis Barros, el mayor seductor que hemos conocido, el médico ilustrado, el inolvidable amigo de tantos españoles que merecen la pena. Aquí venía Buñuel para escribir, pero sobre todo para beber, comer, charlar y alargar las bromas entre vinos, ginebras y populares comidas. Se hablaba del misterio y de la vida. De sus contradicciones. Muy poco de cine. Prefería hablar seriamente en broma. Lo que dijo en sus películas, en sus escritos, sigue siendo tan válido, tan liberador que, estoy de acuerdo con mi desconocida amiga Enea, nos sirve para los complejos caminos de la vida. Una aventura más complicada que el Camino de Santiago, una vía no precisamente láctea.

Desde aquí, por mi lento correo en Internet, veo que los amigos de Calanda vuelven a programar las películas que le hubiera gustado ver al espectador Buñuel. Es un pequeño festival durante unos días de agosto, entre el 18 y el 25, en el pueblo ahora silencioso, caluroso y apacible de ese lugar de Teruel donde nació un genio que creció libre, provocadoramente libre. No  estoy tan seguro que las películas, al menos no todas, que se programan fueran de su agrado. No era un gran cinéfilo. Lo fue en su juventud. Después dejó de ver casi todo el cine contemporáneo. Por no querer, no quiso salir en una película de Woody Allen, porque no conocía su cine. Allen sustituyó la parición de Buñuel por la de Marshall McLuhan, no es lo mismo, pero tenía gracia la presencia del estructuralista en aquella cola para una película de Bergman o algo así.

De Buñuel sabemos sus primeros gustos clásicos por la programación del Cine Club madrileño que durante un tiempo codirigió, en compañía del fascista y vanguardista, Ernesto Gimenez Caballero. Después dejó pocas pistas sobre sus películas preferidas. Le gustaba Fellini. También le gustó la de los “conejos” de su alumno Saura, se refería a La caza. Le gustaron muchas del cine negro. De algunos otros europeos, de aquellos contemporáneos suyos que ya sólo existen en nuestras filmotecas.

No le gustarían muchas de las que se programen en Calanda. Pero cualquier excusa en buena para escaparse a su pueblo. Para ver el museo que le han dedicado. Para visitar las que fueron sus casas. Su campo. El lugar de tantos veranos. Donde fue niño y libre. Donde conoció insectos, milagros, mujeres, hombres y otros animales.

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8 de agosto de 2007
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VI. LA OLA DE BELLEZA DEVASTADORA

Cuando decía que tengo a Bergman entre mis primera preferencias porque fue capaz de convertir el cine en lo más parecido a la literatura, anoto también su pasión por la originalidad, esa terca determinación de no caer nunca en los lugares comunes, de convertir cada vez  el acto de la creación artística en una aventura que siempre comienza de nuevo, desde cero.

Recuerda en sus memorias las palabras de la pianista Ana Corelli, que utilizaba el ejemplo de Beethoven para hablar del rigor artístico sin concesiones frente a aquellos que quieren aprender. Ejecutar el piano, escribir un libro, hacer una película. Es lo mismo: “en Beethoven no hay fragmentos de relleno, faltos de interés, porque se expresa siempre con pasión, con furia, con tristeza, con alegría, nunca murmura, tú no tienes que murmurar, ¡no caigas nunca en la banalidad ni en el tópico! Tienes que saber siempre lo que quieres…”

Saber siempre lo que se quiere. Es la única manera de sumergirse en esa “ola de belleza devastadora y repulsiva” por la que sintió inundado cuando escuchó a Von Karajan dirigir El caballero de la Rosa en el Festival de Salzburgo en1983.

La ola perfecta, el tumulto desbordante que nos inunda en cada de sus películas. Fuerza y sosiego. Porque también de su mano brota la suave luz de la linterna mágica que arde para siempre sin apagarse.

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8 de agosto de 2007
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