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EROTISMO DEL PODER

Acusada de antifeminista por su deriva biologista, Helen Fisher ha tenido que responder una vez y otra que el erotismo del  poder es muy cierto si se habla de mujeres. “Existe un estudio realizado en treinta y tres culturas diferentes –dice en Anatomía del amor- que demuestra la atracción que despierta en las mujeres el alto estatus, cargo o fortuna material del varón desde hace al menos cuatro millones de años. “Cuando descendimos de los árboles  y empezamos a andar sobre los dos pies -comenta la antropóloga- las mujeres acarreaban a sus niños en los brazos en lugar de cargarlos sobre la espalda. Entonces empezaron a necesitar un hombre fijo que las ayudara en la alimentación y cuidado de los hijos y fue un proceso adaptativo para ellas avenirse con un hombre que les ofreciera protección. Este fue el principio real de la revolución sexual. Antes las hembras eran promiscuas y los hombres hacían fila para copular con ellas. Que los jóvenes conduzcan coches atractivos y los adultos trabajen muchas horas para ganar dinero es debido a la atracción sexual que el poder despierta en las mujeres.” El poder resultaría así  sexy por pura adaptación biológica. ¿Una provocación? ¿Una evidencia? ¿Una extravagancia más?

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27 de agosto de 2007
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Finales desprovistos de principios

Cuando Lord Byron estaba escribiendo su célebre poema Don Juan, el más hermoso canto jamás dedicado a la figura del diabólico libertino, había cumplido ya los 30 años. Era, para su época, un hombre en el umbral de la vejez. Además, su aspecto era lamentable: había engordado, se estaba quedando calvo, la cojera era más conspicua que nunca y él mismo se consideraba físicamente acabado. No obstante, en Venecia perseguía cualquier cosa que tuviera el aspecto aproximado de una hembra y tras poseerla se dedicaba a divulgar por toda la ciudad los caracteres internos de su conquista.

Entonces conoció a Teresa Guiccioli, condesita provinciana de 19 años destacadamente tonta, según todos los biógrafos, de una vanidad y una testarudez colosales, pero graciosa de cara. A los ojos de Byron tenía un atractivo peculiar: estaba casada con el conde Guiccioli, tipo riquísimo, sin escrúpulos, de izquierdas (o sea, enemigo del Papa), posible asesino y con un robusto físico de 60 años. La joya del viejo conde era una presa irresistible. Sería la última.

La historia de Lord Byron y Teresa no tiene nada de romántico, aunque los personajes se empeñaran en creerlo. El marido se dejó poner los cuernos porque el dinero y los contactos de Byron le gustaban más que su esposa. A la niña le chiflaba que la vieran con el célebre lord a sus pies. Los burgueses de Ravena y de Venecia se morían de risa. De modo que fue el pobre Byron quien hubo de poner sensatez en aquella cabeza de chorlito, el que limitara la codicia del marido, el que mantuviera una actitud convencional y prudente para evitar la difamación, y quien, tras producirse la separación, propusiera el matrimonio. En aquella historia, todos menos el poeta actuaron como diabólicos personajes byronianos.

Quizá asqueado por el papelón, Byron no tuvo más remedio que convertirse en un héroe. Salió huyendo de la condesa hacia el Egeo para ayudar en su lucha por la independencia a los nacionalistas griegos (que le robaron ipso facto), y al poco murió decentemente en Missolonghi. De enfermedad.

Artículo publicado en: El Periódico, 25 de agosto de 2007.

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27 de agosto de 2007
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Yo no fui, fue Camus

  —¿Qué dices que hice yo, Queridito? ¡Besarte! —siempre he tenido miedo a enloquecer, y eso seguro que ella lo sabe. A menudo me viene la duda de qué haría si un día despertara y ya no distinguiera instinto de paranoia, realidad de invención, Minerva de Afrodita. ¿Seguiría escribiendo con la única intención de convencer a los demás de que estoy bien y me doy cuenta de todo? ¿Como sé que algo así no ha sucedido ya?

  —¿No te das cuenta, Afro, que tú eres uno de los últimos seres sobre la Tierra capaces de dar fe de mi salud mental? ¿Qué hablaría peor de mí, que me juzgaras totalmente loco o que rindieras culto a mi persona? Si te acomoda más jurar que no pasó lo que pasó, no seré yo quien falte a las leyes de la caballería para reivindicar una salud mental que a tu lado me hace tan poca falta…

  —¿Qué quieres que te diga, Dolorcito de Muelas? ¿Que con esas sentidas palabras me vas a hacer llorar? Ya me hiciste chillar, pero de la vergüenza. ¿Quién te crees que eres tú para trapear el piso de este blog con mi reputación profesional? Alberto nunca me habría hecho una cosa de esas. Él sí era un caballero, para que veas.

  —¿Alberto? ¿Cuál Alberto?

  —No sé si alguna vez leíste nuestro difunto contrato, cuya cláusula 247 establece, en la segunda parte del inciso 6, que me toca atender a los nacidos en noviembre 7, justo en medio del signo de Escorpión. Debería estar con Joni, pero es mujer y no me necesita. Desde el día del accidente de Alberto he andado rebotando de un autor a otro, y ahora mira hasta dónde vine a caer.

  —¿”Hasta dónde” soy yo? ¿Quién es Alberto? —sé de quién habla y no le creo nada, por eso necesito que lo diga, para que quede claro que es una embustera.

  —¿Olvidas, Tumor Mío, que te puedo leer el pensamiento como un anuncio a media carretera? ¿Piensas que soy como uno de esos pelmazos que encuentran su lugar en esta vida disparando nombres de pila presuntamente célebres? A Alberto lo has leído con la misma fruición que ingenuamente achacas a mis besos, sólo que para ti no es “Alberto”, sino ya sabes quién.

  —Mira, Afrodita, es mucho más sencillo que me crean que tú me diste un beso a que te crean que un día gobernaste las obsesiones de Albert Camus. ¿Le corregiste El extranjero, por casualidad?

  —Estábamos peleados, en esa época. Le ayudé más con El hombre rebelde.

  —¿Qué es una musa rebelde? Una musa que dice “Yo no fui”...

  —Por menos que eso, uno como Jean-Paul te habría excomulgado, Leprita. Además, tus ironías fáciles distan de cotizar en mi mercado accionario.

  —Ahora dime que fuiste a hacerle la vida imposible a Juan Pablo por puro amor a Alberto.

  —No seas name-dropper, Baby, para ti no se llaman de ese modo. Y para hacerle la vida imposible ya tenía a su mujer, que todas las mañanas le espantaba las musas a escobazos. Ya sabes, las sacerdotisas son peores que las brujas. Por lo menos las brujas se asumen malvadas.

  —¿Y todo esto lo dices sólo para desviar la discusión en torno a tu dudosa honestidad y mi salud mental en tela de juicio?

  —Todo esto lo digo para poner en claro la distancia astronómica entre nuestros conceptos de caballerosidad. El mío se desprende de tu existencialista favorito, el tuyo por lo visto lo aprendiste con la pandilla de Jean Genet.

  —Ya que me faltan sus grandes virtudes, ¿tenía cuando menos monsieur Camus algún defecto que no tenga yo?

  —Uno: era futbolero. Las musas detestamos esa afición tan pinche y tan corriente. Perdona que me enoje, pero no la soporto. Ahora que si me pones a escoger prefiero soportar a once futboleros que a un solo calumniador.

Si ganarle una discusión a un amigo equivale a ganarse un enemigo, derrotar verbalmente a la musa es como enemistarse con uno mismo, y arriesgarse aún más a acabar como Pedro Camacho, el escribidor de Mario Vargas Llosa cuyas radionovelas pierden junto a él la congruencia y al final lo acompañan hasta el reino de los electrochoques. Que es justo el sitio al que, como ya he dicho, tanto temo ir a dar. Caballerosidades aparte, la única locura inaceptable consiste en descreer de las propias ficciones, que sería como entregarse a criar purasangres y apostar en su contra en la carrera. De muy poco me sirve contradecirla, me siento como Sísifo recién llegado a un club de boy scouts. Lástima que los besos de las musas no dejen huella clara sobre la cancha. Pero ello no me impide cada mañana verme llegar al espejo y reconocer ahí al calumniador que la besó. Que me agarren los justos de Camus si miento.

Vídeos de pie de página.

Sobre Albert Camus.

Camus en el fútbol.

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27 de agosto de 2007
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V. EL BOTÍN DEL PATRIARCA ABRAHAM

Dejo las temas bíblicos, a los que entré inducido por mis lectores, recordando la historia del patriarca Abraham y de su esposa Sara, que nos cuenta el libro del Génesis, el mismo donde se halla escrita la historia de Lot y sus hijas. Abraham y Lot, que eran hermanos.

Como Abraham era un pastor nómada, acampaba en distintos lugares. Y donde iba llegando, concebía la estratagema de proclamar que Sara, su mujer, era más bien su hermana, manera solapada de ofrecerla carnalmente a algún rico y poderoso varón, a cambio de lo cual lograba un rico botín de “ovejas, y vacas, y asnos, y siervos, y criadas, y asnas y camellos”.

Así lo hizo cuando llegaron a los dominios del Faraón, y sus razonamientos vienen a ser bastante cínicos: como tú eres hermosa, le dice a Sara, van a querer matarme para tenerte a ti, si saben que eres mi esposa, así que mejor digamos que eres mi hermana. Y el truco le sale bien por todos lados: preserva su vida, y se hace rico a costilla de los favores que Sara le prodiga al Faraón.

Pero Sara no se andaba tampoco con remilgos. Como resulta que era ella estéril, mete a su esclava Agar en la tienda del marido, para que pueda tener descendencia. Pero después le coge celos a Agar, y la manda al destierro junto con el hijo que ha tenido.

¿Y el rey David? Se enamoró de Betsabé, la bella esposa de su general Urías, y no le bastó el adulterio. Para quedarse con ella provocó que Urías pereciera en batalla.

Historias que estremecen por su terrible belleza. Leer la Biblia como novelista, es mucho mejor que leerla como teólogo.

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27 de agosto de 2007
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ADIÓS RÍAS

Adiós montes, adiós ribazos pequeños, adiós chiringuitos, adiós atardeceres mirando a las Cíes, adiós noches de jazz en Cangas, adiós bichos de las rías, adiós vinos de blancos varios, adiós suavidades del clima, adiós tantas suavidades del clima, de los sentidos que uno tiene en este hermoso, caótico e imprevisible lugar del mundo que es Galicia. Confeso amor de todos los veranos, y de otros tiempos del año que yo me sé.

Me voy para soñar con volver cuanto antes. Y me voy con una polémica de fin de verano. Las opiniones de Rajoy sobre el himno gallego de Eduardo Pondal. La verdad es que hace tiempo no hago mucho caso a lo que diga Rajoy. Tampoco voy a cambiar a estas alturas del partido. No le gusta el himno. Al menos no le gusta mucho.

A mí tampoco me gustan los himnos. No tengo himno. Se encargaron de ello algunos políticos que todavía sobreviven, qué casualidad, en las cercanías del partido de Rajoy.

Solo me emociona la Marsellesa cuando la cantan en Casablanca. Y el himno de Riego por razones de nostalgia de lo no vivido. Pero puedo vivir sin himnos. Ahora los niños gallegos desde los ¿tres meses? aprenderán el himno en sus “galescolas”. Bueno, eso será un poco exagerado. Lo de “galescolas” suena un poco pasado de nacionalismo. Y tampoco somos nacionalistas. Ni siquiera españolistas.

Me parece que los himnos, cuando de verdad tienen sentido, es cuando son expresión poética de un sentir común. Seguro que el de Pondal está muy bien, pero no creo que sea muy importante que todos los niños gallegos vengan al mundo con un himno bajo el brazo. A mí también me gustan las canciones de Siniestro Total, de Julián Hernández, como modelos de otra manera de ser gallego. Quiero decir que tenemos muchos himnos en la vida. Conozco cantantes de Úbeda que han sido capaces de hacer himnos para varias generaciones y para varios pueblos. Los himnos no se deberían imponer. Deberían ser como Negra sombra o como Asturias patria querida, los hacemos nuestros porque nos emocionan. A mí me gusta Suspiros de España, es casi un himno. Quizá sea el himno español, muy español, que más me gusta. ¡Y yo que pensaba que no tenía himno! Y, además, no me pensaba tan español. En fin. Que cantaré, sin imposiciones, el himno de Condal si dentro de unos años ya está en las emociones de las fiestas y en las versiones libres de las noches de jazz y vino blanco. Cualquier cosa para volver a Galicia.

Soy gallego de Tirso de Molina, como Valle Inclán, con perdón y sin permiso. Gallego del callejón del Gato. Y gallego de las invenciones de Cunqueiro, con más perdón. Hasta gallego de la capacidad escéptica de Camba, con mucho perdón de estos tres gallegos que no están en las prioridades de los mandatarios nacionalistas. Que recuerden que grandes gallegos pudieron ser, fueron, personalidades tan poco nacionalistas como Maruja Mallo o José María Castroviejo. Pero éstas son otras músicas y ahora no tengo la gaita adecuada. Pues eso, que me voy pero ya estoy pensando en la vuelta.

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24 de agosto de 2007
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Retomando la conversación

Pasaron más de veinte años desde que vi The Conversation. Acababa de ser editada en video, recuerdo que escribí al respecto para la revista Humor. Allí sugerí que algo en la película me remitía al Diario de la guerra del cerdo de Adolfo Bioy Casares, un enfrentamiento entre las generaciones que surgen y las que están en el poder, en el cual los viejos –o los de mediana edad, como el Harry Caul que interpreta Gene Hackman- tienen todas las de perder. Recuerdo que un amigo leyó el artículo y se burló un poco, alegando que yo había visto en The Conversation cosas que no estaban ahí. Así que enfrenté esta revisión en DVD con el secreto temor de que hubiese estado en lo cierto.

The Conversation cuenta la crisis de Caul, un experto en escuchas. (No deja de tener gracia ver hoy lo que en 1974 pasaba por tecnología de punta: todos los aparatitos con que Caul graba y espía se ven primitivísimos.) Hasta no hace mucho Caul era considerado el número uno. Pero el producto de su trabajo provocó la muerte de una familia: al revelar un secreto puso en marcha una cadena de acciones que culminó en violencia. A pesar de que se vanagloria de no involucrarse en el contenido de sus escuchas, Caul huye de la escena del crimen y abandona New York para instalarse en San Francisco. Allí sigue trabajando y llevando una vida de anacoreta: soltero, reservado hasta el solipsismo, mantiene a una mujer a la que dice amar con la condición de que no le pregunte nada respecto de su vida –y se sorprende cuando ella acaba con el arreglo.

El encargo de escuchar la conversación de un par de jóvenes amantes hace que rompa sus códigos y se involucre en la historia de la que es testigo. En un mundo que propicia la ceguera de la especialización –el fabricante de tornillos cierra los ojos y no pregunta si se utilizarán para armar bombas-, Caul se hace responsable de su trabajo por primera vez en su vida. (En esto tiene mucho que ver su fe católica, la sombra de la culpa por la masacre de New York oscurece sus días.)

Para alivio mío, lo que creí ver veinte años atrás en The Conversation sigue estando allí; me impresionó todavía más esta vez, dado que ya he superado a Caul en edad. El pobre Harry ha vivido hasta entonces consagrado a una profesión que tiene mucho de infantil: anda por ahí escuchando detrás de puertas y paredes, confiando en que no será descubierto. El uso de las gafas y del bigote suena a intento deliberado de parecer mayor; sin esos aditamentos Caul podría pasar perfectamente por un bebé grande. La noción del pecado cometido –aunque no lo admita, se siente responsable por la muerte de la familia de New York- hace que Caul se asuma adulto por primera vez, en la medida en que ha perdido la inocencia. Y desde su culpa no se le ocurre nada mejor que tratar de proteger a los que todavía son inocentes: los jóvenes amantes que estarían a punto de convertirse en víctimas del esposo de ella, un hombre de la edad de Caul (Robert Duvall).

Pero en The Conversation, un relato sobre lo engañoso de las apariencias, nada es exactamente como se ve… o se oye. La excelencia de Francis Ford Coppola como director es directamente proporcional a su excelencia como guionista. Al final los viejos Saturnos que encarnan Hackman y Duvall resultan víctimas de sus sentimientos, mientras que los jóvenes liderados por Frederic Forrest, Cindy Williams y Harrison Ford se devoran el mundo, precisamente porque no sienten nada –o en todo caso, nada que no sea su ambición.

A más de treinta años de su estreno The Conversation sigue siendo una película genial, en el sentido más oscuro y terrible del término.

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24 de agosto de 2007
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En las pestañas del huracán / y II

Querido Dean,

Antes de que me juzgues el alunado que temo parecer, déjame que a manera de coartada te dé mis coordenadas sentimentales: recién vuelvo de un concierto de Caetano Veloso. No quiero, pues, distraer esta carta en paparruchas sobre verosimilitud y otras frivolidades racionalistas que por ahora poco nos afectan. Peor, para el caso, hizo quien tuvo la ocurrencia de dar nombre de pila a un huracán, como quien busca vestir al desamparo de despecho. Mas ese no es mi caso, pues he aquí que lejos de albergar inquinas en tu contra, experimento alguna díscola gratitud, como sucede a los que contra todo pronóstico se topan con el sol en medio del chubasco; los que brindan y bailan en la antesala del juicio final; los que se aman a oscuras a espaldas del sepelio. Quiero decir que mientras tú te entretenías jodiéndole la vida a mis semejantes, yo encontraba refugio ventajoso a la sombra de ciertas pestañas, y desde allí pedía que la lluvia siguiera, por favor. Nada que no le hubiera rogado a Caetano.

Amar es desnudarse de los nombres, dice el poema. Tal vez debí empezar por suplicarte que ignorases el nombre por el cual te llamo, así como la personalidad ciclónica que he debido achacarte para poder hablar de estos asuntos, sin tener el mal gusto de abundar en detalles y con ellos romper el hechizo que me tiene escribiendo para ti, que en apariencia no eres más que un nombre sembrador de trastornos y desgracias. Pero si no hay felicidad completa, tampoco a la desdicha se le da el perfeccionismo. Se puede ser inenarrablemente feliz aun en medio de un bombardeo, y hasta diría que en la antesala del patíbulo si pudiera ahora mismo imaginármelo. Quiero decir, ciclón, que así como te ensañas destruyendo casas, ciudades y cosechas, no puedes evitar que al propio tiempo cunda un descontrol capaz de redimirte, así sea por los pocos anchísimos segundos que dura un primer beso bajo la tormenta.

Decía Caetano hace un rato que la expresión “te odio” es la más amorosa que existe, y al final del concierto flotaba un sentimiento decididamente romántico en el coro del público que con cierta dulzura salmodiaba odeio você… odeio você… odeio você. ¿Ahora entiendes por qué te elegí como destinatario? Medio mundo te odia, huracán Dean, pero algunos lo hacemos con dulzura, por eso mientras a otros nunca les hablaría de estas cosas —pues tendría que hacerlo empecinadamente y de cualquier manera sin el menor provecho—, contigo soy capaz de explayarme como quien canta a solas en un peñasco. No sé, pues, si en verdad me dirijo a un huracán o mi interlocutor es la desgracia, la fatalidad, el destino, el demonio o el Dios con el que todos querrían negociar, más de uno airadamente. Pero me has sobornado, quienquiera que seas; o en todo caso depositaste el bálsamo de las caricias allí donde tendrías que haber dejado cicatrices. Sólo podría, al fin, odiarte con cariño.

Es la segunda vez que veo a Caetano, y ha sido cuando menos igual de luminosa que la anterior. Sale uno del Auditorio Nacional con cara de cliente de San Juan Bautista, la sonrisa pintada, los párpados extrañamente húmedos y los dedos tamborileando la canción del leoncito que ha permeado hasta el último ventrículo. Sale uno repentinamente listo para hacerse escuchar por tormentas, tifones, tornados y huracanes, un quehacer que en tamañas circunstancias no es más estrafalario ni menos cotidiano que darle un beso a un perro en la nariz. Que es otra de las cosas que quiere uno hacer al salir de un concierto de Caetano. Puede que el mundo entero se esté cayendo y uno de todas formas insiste en sonreír, se supone que estúpidamente porque nadie más puede ver detrás el pestañeo súbito de la musa que olvida su calidad de musa y fugazmente se hace mujer. ¿Sabes, ciclón furioso, lo que queda de tanta furibundia luego de recibir un beso intempestivo de labios de Afrodita del Carmen Martínez-Goebbels? ¿Te imaginas el ruido que hacen cuando estallan un millón de miedos y contratos atascados de cláusulas e incisos? Entonces no preguntes, que no hablo con ciclones. Perdona la rudeza y la ingratitud, pero estoy demasiado ocupado con la luna para portarme como cualquier lunático.

Videos de pie de página

Caetano Veloso: Odeio.

Caetano Veloso: O Leãozinho.

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24 de agosto de 2007
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Escombros

Cuando hay una catástrofe en tu país, y tu estás en una playa a quince mil kilómetros de distancia, te sientes culpable. Es absurdo, porque tampoco podrías hacer nada si estuvieses ahí, pero es inevitable. Llamas y escribes a la gente que conoces sólo para saber cómo están. En el fondo, sabes que están bien. Pero quieres escucharlo. Algo te dice que estabas en el lugar equivocado, y te sientes mal por haber sido feliz mientras todo se venía abajo. Literalmente.

Durante el terremoto peruano de la semana pasada, la mayoría de mis amigos y parientes estaban en Lima, a unos cuatrocientos kilómetros del epicentro. Aún a esa distancia, los edificios se sacudieron y algunas casas viejas se vinieron abajo. Los limeños estamos habituados a los movimientos sísmicos. Sabemos que hay que guardar la calma, evitar los ascensores y colocarse al aire libre o bajo los dinteles de las puertas. Pero por lo general, para cuando llegamos a ellas, todo ha terminado. Esta vez, en cambio, el movimiento continuó. Parecía que nunca acabaría. 

Los primeros días, cuando llamaba, me daban un reporte de muertos. Van trescientos. Van cuatrocientos cincuenta. A partir de los quinientos, han dejado de contar. No sé si se han cansado o es que ya nadie espera encontrar los restos que faltan.

La zona afectada es litoral desértico. Casi no llueve. Por eso, las casas de los pobres son de adobe, incluso de estera. Y hay muchos pobres. En Chincha, por ejemplo, se concentra la mayor población negra del país, porque ahí estaban las antiguas haciendas azucareras en que trabajaban los esclavos.

Pero cuando veo las noticias y hablo con los peruanos, percibo que lo más precario no eran las viviendas, sino los vínculos sociales. Los tenderos han empezado a vender el agua y los víveres al doble del precio. Los transportistas cobran el triple por llevar a la gente a la zona. Los asaltantes campean a sus anchas aprovechando la falta de luz eléctrica. Muchos pobladores perciben que su supervivencia sólo es posible a costa de los demás. El producto de la miseria material es la miseria moral. Es difícil ser solidario cuando te estás muriendo.

Cuando llegue el momento de reconstruir, habrá que empezar a repartir dinero y recursos. Habrá que decidir quién recibe y quién no. Para entonces, será necesario tener un proyecto común en la región que permita rescatar la economía sin descuidar a los damnificados. A mediano plazo, ese es el reto más difícil del Estado: rescatar de los escombros un tejido social.

Artículo publicado en Tiempo, el 24 de agosto de 2007.

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24 de agosto de 2007
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LA MONOGAMIA ¿ES ANTINATURAL?

Las virtudes monogámicas promovidas en varios libros norteamericanos recientes como The Couple’s Comfort Book (Harper San Francisco) hasta The Erotic Edge (Dutton) y Hot Monogamy (Dutton), han recibido el contraataque de Helen Fisher, quien desde su libro Anatomy of Love (Norton & Company) se ha convertido en un martillo de fieles.

Helen Fisher, una antropóloga sexual y televisiva al estilo de Elena Ochoa, con varios galardones profesionales, que ha estudiado durante diez años la vida de las aves, las abejas y los seres humanos, llegó a la conclusión de que vivir con una sola pareja de por vida no es sólo insólito sino antinatural.

Fisher define la infidelidad como una consecuencia necesaria de los procesos químicos cerebrales. Según ella, la fase de atracción y enamoramiento desencadena un chorro de anfetaminas naturales que pasan a convertirse, con el entrañamiento, en un baño de endorfinas y, después, a veces, siendo sobre todo joven, en simples detritus.

¿Cuánto puede durar una pasión? Según un par de estudios científicos sobre esta alquimia no más de dos o tres años. Que en algunos casos dure más y se hable de enamoramientos crónicos se debe, según Helen Fisher, a que esas relaciones han encontrado dificultades para vivirse plenamente -matrimonio de alguno de los dos, distancias insalvables, prohibiciones raciales, presidios- y han impedido la saturación de los niveles neuronales.

Pero ¿si la pasión tiende inevitablemente a marchitarse a qué viene seguir idealizándola? La contestación de la investigadora es que somos animales y nos hallamos atados por el amor para cumplir con las funciones de reproducción y cría de la prole.

El amor actúa como un instinto de supervivencia de la especie. Pero esto no conlleva que sea necesario casarse o seguir casados siempre. Hace apenas 150 años -recuerda Fisher- el matrimonio, aparte de que duraba menos por la muerte prematura de algún cónyuge, no tenía por qué relacionarse con el amor.

En sus conclusiones, pues, la monogamia es antinatural. En algunas especies de aves- ocas y cisnes- la pareja debe permanecer avecinada para seguir cuidando crías que tardan mucho en independizarse. Pero en los mamíferos, el 97% no siguen juntos; la especie humana es parte del otro 3% que debe cohabitar por razones paternales pero más allá de ese periodo no hay inducciones biológicas para conservar la unidad. Primero fue el pecado, luego la censura social, después la consideración de las rupturas como una desgracia lo que mantiene la vigencia monogámica, dice la antropóloga que se manifiesta esperanzada de que cambien las cosas.

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24 de agosto de 2007
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III. EL FIN JUSTIFICA LOS MEDIOS

A cualquiera le puede parecer bochornoso el acto de Lot, un viejo beato dispuesto a salvar a dos  desconocidos a los que había invitado a pasar la noche bajo su techo, a costillas de la virtud de sus propias hijas. Pero esos dos desconocidos no eran otros que enviados celestiales, que lo buscaban a él precisamente por justo. Llegaban a anunciarle que se salvaría él, y se salvaría toda su familia, su mujer, sus hijos, sus yernos. Los únicos entre miles que se librarían de perecer calcinados apenas amaneciera.

¿Y que pasaba si entregaba a aquellos dos mancebos a  la codicia sexual de los corrompidos sodomitas? ¿Qué pasaba si los ponía en la calle, cerraba tras ellos las puertas, y los dejaba en manos de la turba que estaba afuera reclamándolos a gritos? Hubiera ocurrido un linchamiento del que los dos varones se hubieran seguramente librado, porque para eso eran divinos, como lo demostraron al dejar ciegos a los hechores. Pero se habrían convencido seguramente de que Lot, al entregarlos, no era digno de ser salvado, y lo habrían condenado también a la lluvia de fuego y azufre junto con toda su familia.

Estaba, pues en la desesperada, el pobre Lot. Y digamos en abono suyo que su conducta, decidido a entregar a sus hijas a una turba de violadores, entra en la lógica, ya en boga desde entonces, de que el fin justifica los medios.

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24 de agosto de 2007
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