Sergio Ramírez
A cualquiera le puede parecer bochornoso el acto de Lot, un viejo beato dispuesto a salvar a dos desconocidos a los que había invitado a pasar la noche bajo su techo, a costillas de la virtud de sus propias hijas. Pero esos dos desconocidos no eran otros que enviados celestiales, que lo buscaban a él precisamente por justo. Llegaban a anunciarle que se salvaría él, y se salvaría toda su familia, su mujer, sus hijos, sus yernos. Los únicos entre miles que se librarían de perecer calcinados apenas amaneciera.
¿Y que pasaba si entregaba a aquellos dos mancebos a la codicia sexual de los corrompidos sodomitas? ¿Qué pasaba si los ponía en la calle, cerraba tras ellos las puertas, y los dejaba en manos de la turba que estaba afuera reclamándolos a gritos? Hubiera ocurrido un linchamiento del que los dos varones se hubieran seguramente librado, porque para eso eran divinos, como lo demostraron al dejar ciegos a los hechores. Pero se habrían convencido seguramente de que Lot, al entregarlos, no era digno de ser salvado, y lo habrían condenado también a la lluvia de fuego y azufre junto con toda su familia.
Estaba, pues en la desesperada, el pobre Lot. Y digamos en abono suyo que su conducta, decidido a entregar a sus hijas a una turba de violadores, entra en la lógica, ya en boga desde entonces, de que el fin justifica los medios.