Marcelo Figueras
Pasaron más de veinte años desde que vi The Conversation. Acababa de ser editada en video, recuerdo que escribí al respecto para la revista Humor. Allí sugerí que algo en la película me remitía al Diario de la guerra del cerdo de Adolfo Bioy Casares, un enfrentamiento entre las generaciones que surgen y las que están en el poder, en el cual los viejos –o los de mediana edad, como el Harry Caul que interpreta Gene Hackman- tienen todas las de perder. Recuerdo que un amigo leyó el artículo y se burló un poco, alegando que yo había visto en The Conversation cosas que no estaban ahí. Así que enfrenté esta revisión en DVD con el secreto temor de que hubiese estado en lo cierto.
The Conversation cuenta la crisis de Caul, un experto en escuchas. (No deja de tener gracia ver hoy lo que en 1974 pasaba por tecnología de punta: todos los aparatitos con que Caul graba y espía se ven primitivísimos.) Hasta no hace mucho Caul era considerado el número uno. Pero el producto de su trabajo provocó la muerte de una familia: al revelar un secreto puso en marcha una cadena de acciones que culminó en violencia. A pesar de que se vanagloria de no involucrarse en el contenido de sus escuchas, Caul huye de la escena del crimen y abandona New York para instalarse en San Francisco. Allí sigue trabajando y llevando una vida de anacoreta: soltero, reservado hasta el solipsismo, mantiene a una mujer a la que dice amar con la condición de que no le pregunte nada respecto de su vida –y se sorprende cuando ella acaba con el arreglo.
El encargo de escuchar la conversación de un par de jóvenes amantes hace que rompa sus códigos y se involucre en la historia de la que es testigo. En un mundo que propicia la ceguera de la especialización –el fabricante de tornillos cierra los ojos y no pregunta si se utilizarán para armar bombas-, Caul se hace responsable de su trabajo por primera vez en su vida. (En esto tiene mucho que ver su fe católica, la sombra de la culpa por la masacre de New York oscurece sus días.)
Para alivio mío, lo que creí ver veinte años atrás en The Conversation sigue estando allí; me impresionó todavía más esta vez, dado que ya he superado a Caul en edad. El pobre Harry ha vivido hasta entonces consagrado a una profesión que tiene mucho de infantil: anda por ahí escuchando detrás de puertas y paredes, confiando en que no será descubierto. El uso de las gafas y del bigote suena a intento deliberado de parecer mayor; sin esos aditamentos Caul podría pasar perfectamente por un bebé grande. La noción del pecado cometido –aunque no lo admita, se siente responsable por la muerte de la familia de New York- hace que Caul se asuma adulto por primera vez, en la medida en que ha perdido la inocencia. Y desde su culpa no se le ocurre nada mejor que tratar de proteger a los que todavía son inocentes: los jóvenes amantes que estarían a punto de convertirse en víctimas del esposo de ella, un hombre de la edad de Caul (Robert Duvall).
Pero en The Conversation, un relato sobre lo engañoso de las apariencias, nada es exactamente como se ve… o se oye. La excelencia de Francis Ford Coppola como director es directamente proporcional a su excelencia como guionista. Al final los viejos Saturnos que encarnan Hackman y Duvall resultan víctimas de sus sentimientos, mientras que los jóvenes liderados por Frederic Forrest, Cindy Williams y Harrison Ford se devoran el mundo, precisamente porque no sienten nada –o en todo caso, nada que no sea su ambición.
A más de treinta años de su estreno The Conversation sigue siendo una película genial, en el sentido más oscuro y terrible del término.