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En el zoológico disecado

-¿Es un dinosaurio, mamá?

-No, es un camello –responde la madre.

-Pero tiene pinchos en la espalda, como los dinosaurios.

-Son para la joroba –explica el hombre que va con la madre-. ¿Has visto las jorobas de los camellos?
El niño examina de nuevo los huesos en el escaparate y niega con la cabeza.

-Es un dinosaurio –afirma con seguridad.

En realidad, el esqueleto parece el de un pequeño brontosaurio. Pero da igual. Rápidamente algo más llama la atención del niño. El museo de Zoología parece un castillo embrujado con torres, almenas y huesos de animales en las paredes. Y la voz de ese hombre carece de la autoridad de los padres. Más bien, parece un jugador estrenándose en la primera división, entusiasta pero inseguro.

La exposición temporal está dedicada a los orígenes del universo. Entramos en una sala oscura. En una pantalla circular se proyecta el Big Bang. Estrellas y sistemas galácticos flotan a nuestro alrededor. En una esquina hay un pequeño marciano verde de plástico y una molécula de agua del tamaño de una licuadora. El pequeño lee alguno de los carteles y pregunta:

-¿Qué es “energía oscura”?

La mamá mira a su amigo. Supongo que es biólogo o físico, porque intenta explicar.

-Es la energía que mueve el universo.

-¿Cómo la gasolina de los planetas?

-Algo así, pero invisible.

-No entiendo.

El hombre trata de explicárselo, pero el niño lo ignora. Ahora le interesa un simulador de tsunamis: en una especie de gran pecera, una ola se eleva y cae, arrasando la maqueta de un pueblecito y el amor propio del hombre.

Apenas son las diez de la mañana, y aún no hay nadie más en el museo. Se me hace difícil disimular que los estoy mirando, pero la pareja está muy concentrada en el niño, y en su propio sistema planetario íntimo. Cuando el pequeño se queda mirando el esqueleto de la ballena, o cuando se pone a corretear entre los escaparates, rozan sus manos. En una ocasión, al amparo de una columna, ella le estampa a él un beso furtivo en la mejilla, como para darle ánimos. A su lado, un cartel advierte: “no somos el centro del universo”.

Subimos al segundo piso por unas escaleras decoradas con cabezas de ciervos. El niño quiere colgarse de una cornamenta, pero su madre logra impedirlo. Cuando paso a su lado, ella le está diciendo en voz baja pero con firmeza:

-Quiero que te tranquilices un poco ¿vale?

Arriba nos recibe un armario lleno de tarántulas, escorpiones y otras alimañas. Hay un cangrejo japonés de un metro de largo. El niño está completamente excitado ante estos bichos:

-¿Podemos tener un escorpión en casa? ¿Podemos?

La mamá se ríe.

-¿No te vale ya con un gato?

-El gato es aburrido.   

Hemos entrado en un mundo disecado. A nuestro alrededor, una jauría de leopardos, osos polares, puerco espines, y víboras nos muestra los dientes, huye de nosotros, se esconde bajo una piedra u olfatea el aire en busca de alimento. Tienen escaparates en vez de jaulas, y sus vidas están hechas de aserrín. 

Al niño le llama la atención el cerdo hormiguero. Arriba de él, un cartel explica que tiene una cría por parto. El niño pregunta:

-¿Los cerdos hormigueros quieren a sus hijos?

-Sí –responde la madre-. Todos los animales quieren a sus hijos.

-No. La profe Natalia dice que las boas se comen a sus hijos.

-Nosotros no te vamos a comer a ti –dice el hombre tratando de ser divertido.

-Tú no eres mi padre –le responde el niño de inmediato. 

Supongo que es la frase que el hombre temía escuchar, porque sin decir nada retrocede quedamente hasta el escaparate de los monos. Ahí, el mandril lo amenaza con los colmillos al aire, pero el chimpancé parece querer consolarlo. Frente a él, como un espejo, hay un esqueleto humano.

La madre se arrodilla frente al niño y le dice algo, pero yo prefiero no escuchar. Me fijo en la hiena y el lobo. Sus lenguas están hechas de un material parecido a la cera de las velas, como si se estuviesen derritiendo.

Después de un rato, mis tres observados se reúnen frente a las aves de presa. No se dicen nada en especial. De pie entre el buitre y el halcón, el niño le da un beso al hombre. Al principio, se resiste. Pero luego, incluso parece un beso espontáneo.

-¿Quieres un helado? –dice el hombre. El niño quiere.

Para salir del museo hay que pasar entre un elefante disecado y un esqueleto de bisonte. El niño intenta treparse al elefante, pero esta vez, su madre consigue disuadirlo sin mucho trabajo. Afuera, en el parque de la Ciudadela, un grupo de gente hace tai chi. Una madre lleva a su bebé en un carrito. Un anciano pasea con una enfermera del brazo. Desde la puerta del museo, un domingo por la mañana, la luz se ve más clara, y los seres humanos parecen unos animalitos inofensivos. 

Artículo publicado en: El País, octubre 2007.

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12 de noviembre de 2007
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I. Fortunas que te están esperando

Cuando abro mi correo cada mañana, en cualquier confín donde me encuentre, me hallo siempre con una larga carta que viene de manos de uno de mis novelistas preferidos. Son los que me ofrecen fortunas millonarias bajo diversos disfraces, y con una persistencia que sólo tienen los buenos farsantes. ¿Farsantes? En esa categoría de mentirosos consumados estamos, por supuesto, los escritores. ¿Te los has encontrado también?

Esta vez es D.L. Martins, un holandés errante que ha desaparecido en la Patagonia sin dejar huella, y su fortuna de treinta millones de dólares ha quedado consignada en una cuenta cifrada de un banco de Suiza. No tiene herederos. Su abogado es el que te escribe desde Hamburgo, y consigna en la carta su dirección y demás datos pertinentes, para que no te queden dudas.

Una firma de abogados en Rabat, Marruecos, no menos seria y prestigiosa, te ofrece compartir una tajada suculenta de la fortuna de Mariam Seseko, la antigua primera dama de Zaire, viuda del sanguinario dictador Mobuto Seseko; ella lo que necesita es un samaritano,  alguien que le preste su nombre para sacar 40 millones de dólares que se encuentran congelados en alguna parte, porque, perseguida por la justicia fiscal del mundo, no puede hacerlo por sí sola…

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12 de noviembre de 2007
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El recuerdo

Aseguraba Freud que nuestra infelicidad está especialmente provocada por los recuerdos. Parece una simplificación, no cabe duda, pero teniendo en cuenta que el remedio prescrito por el psicoanálisis consiste en recordar y recordar, todo su procedimiento no es sino una catarsis, admisible desde el principio de los tiempos.

Ser más infeliz para superar la infelicidad, acentuar el dolor para llegar a través de su exasperación a la liberación de su acoso conlleva la fe en que los límites del ser humano acotan por sí mismo el dolor y, en consecuencia, pueden cercarlo y vencerlo. Agudizando voluntariamente el dolor no sólo el dolor alcanzaría un punto que, sin remedio, lo haría volver hacia atrás y debilitarse, sino que la fatiga empleada en su rescate y sobrexperimentación reduce las fuerzas para sentir, ya sea el gozo o el padecimiento derivado y  en los labios brotará una tierna  sonrisa, a la manera de las que se dibujan en quienes han dado a luz entre tormentos.

El hijo nacido de la memoria tormentosa sería, aquí, la lucidez del conocimiento; el fruto del dolor consistiría en la nueva capacidad para planear sobre él y distanciarse de su veneno puesto que lo peor de un sufrimiento radica, además de su objetiva laceración, en la subjetiva creencia de que recae sobre nosotros con el perverso propósito de hacernos particularmente daño. Cuando a un determinado sufrimiento lo vemos distribuido socialmente o grupalmente y no tanto personalmente su intensidad decrece. De este modo, en lugar de sentirlo como una desgracia personal, enviscada en nuestra vida, lo descubrimos como elemento de la existencia humana y, en consecuencia, como una fatalidad ciega, sin un ojo aciago dirigido particularmente a perjudicarnos.

Recordar en el psicoanálisis comporta un esfuerzo destinado a despegar de nuestro subconsciente la garra que nos ahoga y, al extraerla, contemplarla como un suceso que, a la luz solar, se revela parte de la existencia nuestra y de la condición humana general.

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12 de noviembre de 2007
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Un entrenamiento mortal

Ayer leí un buen perfil de Daniel Day Lewis en el dominical del New York Times. Day Lewis es uno de mis actores favoritos. Dueño de una intensidad que perfora la pantalla, se parece cada vez más a un anacronismo dado que el cine no deja de achicarse en torno suyo: ya no se hacen películas capaces de contenerlo. (Gangs of New York es un perfecto ejemplo de filme demasiado pequeño para contener a Bill the Butcher/Daniel Day Lewis: una vez que termina, no recordamos otra cosa que las escenas en las que su personaje está presente.) Por suerte parece que ahora encontró un vehículo que está a su altura en There Will Be Blood, la nueva película de Paul Thomas Anderson, un cineasta que venía coqueteando con la grandeza en filmes como Boogie Nights y Magnolia. Hay gente que ya habla de un nuevo Citizen Kane, lo cual supone poner el listón a alturas demenciales. Lo indiscutible es que tanto Anderson como Day Lewis son de esa gente que lejos de temerle a sus propias ambiciones (de hecho el filme cuenta la historia de un hombre que se consagra a la construcción de un imperio petrolífero), las persigue hasta el final -aunque eso los conduzca al corazón de las tinieblas.

Hablando de una de las películas que hizo con Jim Sheridan, llamada The Boxer, Day Lewis cuenta que empezó a practicar boxeo mientras consideraba la idea de aceptar el papel. Necesitaba entender si podía relacionarse con ese deporte, si su práctica le abriría una puerta al corazón de su personaje... o si lo dejaría afuera. Como es más que obvio, le tomó el gustito. Day Lewis dice: "Es una disciplina cuyo simple entrenamiento te mata. Esto es, aun antes de que te peguen el primer golpe".

Me quedé colgado de esa idea. Por supuesto, todos tenemos maneras distintas de hacer las cosas. Empezando por los actores, ya que estamos con Day Lewis: están los que tratan de 'ser' su personaje a todas horas, están los que se conectan con el grito de acción y se desconectan apenas suena el corte, están los que se contentan con parecer naturales y gracias. Del mismo modo, hay miles de maneras de ser maestro, economista, deportista -o escritor, sin ir más lejos.

Me siento plenamente identificado con el Método Day Lewis. Llevo meses viajando, estudiando y leyendo para construir mejor mi novela. Acostándome con ella en la cabeza, dedicándole sueños y desvelos, levantándome con sus frases en mis labios. Un entrenamiento mortal, en efecto, que lo convierte a uno en una obsesión que late y respira. Y todo para jugarse la vida en los segundos que dura un round, en los minutos que dura una escena o en el tiempo diario que se dedica a escribir. Uno se prepara al límite de sus resistencias porque sabe que llegado el momento, sólo tendrá un tiempo acotado para hacer las cosas bien, o fracasar en el intento.

No hay métodos mejores que otros, eso está claro. Hay gente a la que le funciona relacionarse con lo que hace con la ligereza de quien juega una partida de canasta. Otros, mal que nos pese, no sabemos hacerlo sino a la manera de un deporte extremo -como si nos fuese la vida en ello.

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12 de noviembre de 2007
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Remedios, la bella pintora

La cazadora de astros (Plaza Janés), la última novela de Zoé Valdés, rescata la figura de una artista menospreciada: Remedios Varo (1908-1963), una pintora surrealista que nació en Cataluña y murió en México. La verdad: apenas conocía su nombre. Sabía que sus pinturas se parecían a las de Leonor Fini con una diferencia: son mejores.

Más allá, tuve que leer la novela para entender el papel de esta mujer en un despliegue creativo imposible de confundir con la organización revolucionaria vigilada por André Breton. Como todos los surrealistas de verdad, Remedios tiene una trayectoria que no se parece a ninguna otra. Cuando se dedica a escribir cartas comprometidas a desconocidos, entendemos los límites del “arte” de Sophie Calle hoy en día. Remedios es una artista y una pionera del “discurso erótico como cuestionamiento político”.

Aparece en las vanguardias españolas de los años 20 (con la ineludible estancia en la Residencia de Estudiantes de Madrid), vive el surrealismo y las fiebres vanguardistas de Montparnasse en París, comparte los exilios de artistas huyendo del nazismo a través del Atlántico, coincide con la gran creatividad de los años 40 y 50 en México. Una epopeya.

La lista de sus amores abarca un sinfín de personajes del arte: Gerardo Lizarraga, fue su primer marido, el escritor francés Benjamin Péret el gran compañero sentimental. Hubo de todo: ménage à trois, un amante rumano que perdió un ojo en una pelea, un “aviador que le voló como un querubín en el corazón”, hombres escandalosamente jóvenes y hombres muy maduros hasta, en el final, una boda con un austriaco propietario de la mejor tienda de discos en México.

¿Cómo se cuenta una historia como ésta sin tropezar en la monotonía de la cronología? Empujándola en otra novela, responde Zoé Valdés con una eficiente meta-ficción. La novela de Remedios la escribe una cubana, esposa y amante de diplomáticos cubanos en París. Así se consigue como tela de fondo el machismo, la voluntad de control político sobre la vida individual y, como en todas las embajadas cubanas, el combate del embajador con el jefe de la contra-inteligencia.

Entre la autora y la pintora, a 40 años de distancia, se percibe el eco de la misma lucha de una mujer para crear y ser reconocida. No voy a esconder que Zoé Valdés, más que una amiga es una hermana para mí, pero tampoco puedo negar que después de quince años de actividad como novelista muestra ahora un dominio muy sofisticado de la estructura de una novela. Por lo demás, sigue siendo lo que siempre fue: una poeta. En este caso, se nota tanto en su lenguaje como en la capacidad de conectarse con el arte y específicamente la pintura de Remedios Varo que da su título al libro: la cazadora de astros. Aquella cazadora consiguió poner la luna en una jaula y Zoé Valdés lee este cuadro con una fuerza que ilumina su libro. Como decía Pablo Picasso: “los cuadros viven sólo para quienes lo miran.”

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12 de noviembre de 2007
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Buen escritor / peor persona

El interés por el escritor, y por la personalidad, de César González Ruano se despertó en el también escritor- y poeta- José Carlos LLop en un viaje en ten a una ciudad andaluza. Los trenes eran más lentos, permitían terminar una novela en un trayecto Madrid-Granada. Lo que el lector LLop leía no era una novela, eran las memorias de uno de los más agudos estilistas de la escritura en la prensa, las memorias- llenas de sus fantasías de hombre de mundo- del escritor, y también poeta, César González Ruano. Un apasionante libro/ensayo narrativo sobre CGR que yo también he leído en una viaje en tren al sur. A pesar de la rapidez del AVE casi pude terminar sus apasionantes ciento cincuenta páginas en el trayecto hasta Sevilla. El resto lo leí en el hotel al caer una calurosa de noche de Noviembre sevillano. Otra vez tuve la impresión de estar acercándome a la vida de un ser lleno de defectos. Un tipo arrogante, mentiroso, traidor, falsificador, tramposo, cínico, farsante y toda una serie de defectos que irían construyendo una vida, sin duda, llena de complejidades, de sombras, de miserias morales y otras cualidades que hacen de CGR un ser realmente apasionante. Un mal tipo y un gran escritor. ¿Alguien dijo que para escribir bien haga falta ser buen tipo? ¿O buena persona? No hace falta nada más que estilo, y tener algo que contar. Incluso poco que contar y gran estilo. Eso lo tenía el farsante ser humano que fue CGR. Hizo Llop con su libro algo que no nos viene mal, crearnos el deseo de volver a leer a ese vanidoso que supo escribir con tanto interés. Estoy deseando volver a casa para abrir, otra vez, las memorias de un tipo al que no me hubiera importado conocer. Me gustan los malos. Al menos para algunos momentos. Me gustan inteligentes y no me importa su amoralidad. Estamos hablando de literatura. No de amistad. Gracias otra vez a Llop, por un César que merece la pena leer. Y por otros de su isla que también un día me supo hacer revisitar. Los hermanos Vilallonga. Y también gracias por algunos poemas de su libro “La avenida de la luz”. De ese libro un pequeño poema escrito entre oriente y occidente: “In the mood for love: L’amor mai no canvia, Pero el temps sí: Stendhal plorava a l’òpera. Jo ho faig al cinema.”

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8 de noviembre de 2007
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III. Sopas Campbell y un terremoto

Mientras permaneció en el hotel, la comida única de Hughes fue la sopa Campbell en latas, la misma que Andy Warhol inmortalizó en sus cuadros, el gran símbolo del arte pop. Hughes tenía un buen cargamento de sopas a su disposición, y el único trabajo del chef que viajaba con él a todas partes, era calentar cada vez la sopa. Y la pasaba no con vino, sino con agua mineral, de la que también tenía cargamentos.

A punta de sopas Campbell se había quedado en los puros huesos,  poseído por la locura, que es a lo que lleva el hastío del dinero a quienes lo tienen todo. Recuerden mientras tanto el uso que se le dio a esta gruesa y verdosa sopa enlatada en la película El Exorcista.

De aquel encierro lo sacaron con gran prisa cuando el edificio empezó a ser sacudido por el terremoto de la madrugada del 23 de diciembre de 1972, de vuelta a la camilla, de vuelta a la ambulancia,  y a su avión que no tardó en despegar, mientras abajo la ciudad despanzurrada empezaba a incendiarse y miles de muertos quedaban enterrados bajo los escombros.

Nunca más volvió a Nicaragua, a la que debió recordar con horror hasta el fin de sus días.  Anoto que en el restaurante del viejo hotel se ofrecen a veces suntuosos menús a la Howard Hughes. Triste ironía, un festival gastronómico en memoria de un maniático sin paladar.

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8 de noviembre de 2007
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Pagaría por tiritar

Todo viaje supone un acto violento, acaso más aun cuando interviene la higiene chapucera de los aeropuertos, donde rara vez hace frío o calor y a nadie importa mucho si es de día o de noche. Adoraría poder ir y volver entre París y Praga sobre cuatro ruedas, pero las compañías arrendadoras no permiten cruzar en sus vehículos las antiguas fronteras de la cortina de hierro, con excepción tal vez de lo que fue la Alemania soviética. “El oriente comienza en Polonia”, solía decir Hitler con su enjundia palurda, y por lo visto no hemos terminado de contradecirlo. Ahí están los neonazis checos, programando una marcha para el próximo domingo y resueltos a recorrer el barrio judío, no exactamente para pedir perdón de rodillas, como esos pordioseros praguenses que se tumban a la mitad de la calle con la cara mirando hacia el piso y ambas manos alzando un bote con monedas.

Nadie ha pujado tanto como los checos por conservarse occidental. Si Kundera acabó escribiendo en francés, sus compatriotas jóvenes se han aferrado al inglés como a una ventana con vista al universo. Todavía hace cuatro años sentí que descubría una joya escondida, y ahora no tengo duda de que vengo saliendo de una ciudad enteramente cosmopolita. Pero extraño las ruedas, y hasta lamento haberme dejado vencer por el frío, quebrantando con ello la decisión romántica de rentar una bicicleta, aunque hallando consuelo en la ilusión de volver otra vez durante algún verano. No quiere uno acabar de dejar Praga, pues por más que se le hayan hinchado los pies recorriéndola le queda la impresión de que mucho ha faltado. Nada que no suceda en Londres, París o Nueva York, aunque el punto es que salgo de Praga hacia París con tan poco entusiasmo que sería feliz de pedirle al taxista que diera marcha atrás y me librara de la Ciudad Luz para dejarme en esta capital de sombras a seguir viendo descender el nivel de mercurio en el termómetro.

Otros, más previsores, llaman al aeropuerto para saber si el vuelo saldrá a tiempo, pero a uno lo domina la inquietud de la puntualidad, que en su caso es batalla perdida de antemano. El resultado es que sigo tendido en el piso, sin frío ni calor pero aún tenso, rodeado por una cuarteta de bultos que aún no sé si podré subir al avión, mirando la pantalla donde se anuncia una hora de retraso que bien pude pasar con guantes, orejeras y gorro, en una deliciosa última caminata por los meandros en torno a San Wenceslao. Lo dicho: dejar Praga parece nada menos que una atrocidad. Debe de haber adentro del cerebro un hooligan decidido a sacarme a empujones de aquí. Y lo peor es que va a conseguirlo. Sin frío, sin calor, aunque no sin Kundera y su Jaromil: “La ternura es un intento de crear un ámbito artificial en el que pueda tener validez el compromiso de comportarnos con nuestro prójimo como si fuera un niño”.

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8 de noviembre de 2007
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La gripe

Que todos tengamos a la vez una gripe convierte al malestar personal en una subespecie sin el menor carácter. Con el entorno poblacional engripado no hay espacio exclusivo para ser tenido en consideración y, en consecuencia, sin importar los grados de fiebre, el acoso del quebranto o los dolores de cabeza, el cuadro queda asumido en un estar general donde más que una enfermedad propia se asiste a un pasaje de la  colectividad.

De este modo se hace imposible transmitir una queja individualizada puesto que la queja se encuentra estereotipada, acuñada y anticipada en el diagnóstico tradicional, homologado y común. De esta manera, en fin, no merece en absoluto la pena estar enfermo ni sentirse como enfermo ni dar cuenta de la propia enfermedad. La enfermedad, en cuanto circunstancia personal, ha sido arrollada por la enfermedad en cuanto acontecimiento y borrada también como excepción patológica o contingencia sobre la identidad.

Lo propio de la temporada coincide con esta situación donde emergen, como si se tratara de una cosecha tradicional, la colección de síntomas que nos afligen en masa. ¿Nos afligen? Nos abrazan como miembros del grupo indiferenciado, partícipes de una época transitoria y personajes de una pequeña época anual.

La gripe nos designa grupalmente. Designa ligeramente el fragmento de historia donde habitamos y en la que transitamos envasados, encamados, enfebrecidos, emitiendo vanas lamentaciones redundantes con la consabida naturaleza de la afección.

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8 de noviembre de 2007
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Próximamente en esta sala

Con ánimo positivo, la gente de The Onion ofreció una lista de buenos libros que merecerían una (buena) adaptación al cine. Algunas de las elecciones eran cantadas, como The Hobbitt, de J. R. R. Tolkien, cuya traslación depende de que Peter Jackson resuelva el juicio que tiene pendiente con New Line por dinero adeudado de la época de The Lord of the Rings. Otros ya están en camino de ser adaptados. Por ejemplo dos que me gustaron mucho: The Road de Cormac McCarthy y The Time Traveler's Wife, de Audrey Niffenegger. (¡Ojalá no los arruinen!) También incluyeron dos novelas de las que todo el mundo habló bien en su momento pero que yo no pude terminar: Jonathan Strange and Mr. Norrell, de Susanna Clarke -una historia de magos con trasfondo de época, que siempre rinde en la pantalla- y Middlesex, de Jeffrey Eugenides.

La lista incluye algunos clásicos que se vienen salvando, como Ubik, de Philip K. Dick, y A Conspiracy of Dunces, de John Kennedy Toole. También libros recientes que están en el limbo de desarrollo hollywoodense, como A Heartbreaking Work of Staggering Genius, de Dave Eggers. Lo poco de Stephen King que se viene salvando: The Long Walk, una de las historias que firmó con el alias de Richard Bachman. Un tiro de largo alcance como Cloud Atlas, que según los muchachos de The Onion sólo podría ser adaptada en dos partes. Y un montón de libros más de los que, lo admito, nunca había oído hablar.

¿Qué libros les han gustado mucho y nunca han llegado al cine, por lo menos hasta hoy? Un título obvio es El Eternauta, la historieta de Oesterheld y Solano López. Otro que se me ocurre es Nostromo, de Joseph Conrad, que David Lean quiso filmar y nunca pudo. Un Moby Dick que sobrepase al de John Huston, cuya ballena se ve hoy un tanto plástica. (Ya sé, Moby Dick tendría que haber figurado en la lista de ayer, pero en fin... Con el mismo criterio, aunque existe una vieja película con Kirk Douglas yo no le haría ascos a una versión moderna de La Odisea.)

Watchmen, la historieta de Alan Moore y Dave Gibbons, ya está en camino por obra y gracia de Zach Snyder, el director de 300. Y aunque existen versiones animadas del Corto Maltés que se defienden, me encantaría ver una buena adaptación con actores de carne y hueso. (Tengo una sugerencia para el intérprete del Corto y todo: Romain Duris, uno de los buenos actores franceses del momento.)

Uno de mis sueños más delirantes es llegar a filmar una versión con actores reales -y CGI, por supuesto, dado que los personajes se transforman en animales- de The Sword in the Stone, que sólo se hizo como largometraje de Disney.

Tampoco se han adaptado hasta hoy ninguna de las novelas de Murakami. Ni American Pastoral, de Philip Roth.

En fin, ¿qué dicen ustedes? Soy todo oídos...

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8 de noviembre de 2007
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