Basilio Baltasar
Se ha puesto de moda pedir perdón. El gobernador, el obispo y el alcalde participan de buen grado en una ceremonia que cada día tiene más adeptos. Por lo visto se considera un gesto de buen gusto con el auditorio y una prueba de humildaz que certifica la calidad del hombre público.
Si el AVE no llega a Barcelona, si la Iglesia bendijo a los pelotones de fusilamiento, si el funcionario mete mano en la caja, alguien debe salir al estrado a pedir perdón.
Pero los que se apresuran a reclamar y festejar esta presunta demostración de honradez, considerándola un decisivo alarde de integridad moral, contribuyen a sostener imperdonables imposturas.
Conviene recordar que el perdón es una operación del alma que beneficia al que lo otorga. Decir "te perdono" es un acto del carácter en su suprema manifestación de libertad y soberanía. Sea cual sea la afrenta padecida, el que perdona se libra de sus peores efectos: la sensación de haber sido humillado y vilipendiado, y el agobio de vivir sometido por el rencor.
Poco importa que alguien quiera pedir perdón. Pero en el caso de darse, el gesto debe ir precedido de una muy ajustada conciencia sobre el significado de la falta cometida contra la integridad ajena y al impulso compungido de confesar la afrenta debe sucederle una inmediata voluntad de retribución. Es decir, pedir perdón sin ofrecer a cambio la correspondiente rehabilitación es una irritante e inútil patraña.
De hecho, lo correcto es omitir el pegajoso gemido y ofrecer directamente la prenda que compense el agravio cometido.
Sin tales requisitos, pedir perdón será una más de las estúpidas modas de nuestro tiempo. La hipócrita ceremonia del que evita con palabrería cumplir sus obligaciones y sus ineludibles citas con la verdad.