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Del artista como pavo real

Me divirtió mucho un fragmento del reportaje a Andrés Calamaro que le realizó Oscar Jalil para la última Rolling Stone. Hablando del programa de Peter Capusotto -un disparatado VJ que interpreta en TV el comediante Diego Capusotto-, Calamaro dice: "Reírse de los músicos no es difícil, porque nos morimos ahogados en nuestro propio vómito, nos deprimimos incluso siendo ricos y famosos, nos creemos más importantes de lo que somos... o menos importantes". 

Se me ocurrió que harían falta variantes de Peter Capusotto para reírse asimismo de los actores, directores y escritores, toda gente a la que le (nos) vendría bien un baño de humildad. Por lo general estamos convencidos de haber salido del cerebro de Zeus junto con Venus. Y aunque a alguno le pueda parecer que los escritores conservamos la dignidad mejor que los rockeros (después de todo no solemos salir a la calle con calzas ni noviamos con Britney Spears), es tan sólo porque no nos da el cuero para solventar ciertos excesos. Si hubiera más dinero en danza en el mundo de los escritores -lo cual equivale a más difusión masiva, y por ende a mayor glamour- no tardaríamos en caernos por las fiestas con los ojos delineados, collares de oro y starlets colgadas de los brazos.

Ah, si se pudiese medir el grado de egolatría y de envidia que existe en el gremio... Créanme, más de una vez he sentido que dos escritores estaban a punto de agarrarse de los pelos en público como Kid Rock y Tommy Lee, y por razones mucho menos valederas que Pamela Anderson.

Andamos por la vida dándonos más humos que Botnia, aun cuando ninguno ha escrito Moby Dick o cosa que se le compare. ¡No me digan que no haríamos un magnífico personaje cómico, digno de Dickens o de Rostand! (Ya me estoy poniendo pretencioso otra vez: creo que con suerte daríamos para personaje de Adam Sandler.) 

Pretendemos ser juzgados por parámetros distintos, que muchas veces pasan por intenciones nunca concretadas o por obras ‘incomprendidas'. Pero a fin de cuentas merecemos ser juzgados por la misma vara que mide al resto de la humanidad. Ya lo dijo el evangelista: Por sus frutos los conoceréis. 

No hay nada más agotador que la vanidad.

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3 de diciembre de 2007
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I. El grano de arroz

Para que la imaginación no quede mal, la realidad viene en su ayuda. La empresa VeriChip de Palm Beach, Florida,  fabricante de equipos electrónicos de seguridad, ha empezado a ofrecer a sus clientes un chip de silicón, del tamaño de un grano de arroz, que se coloca debajo de la piel y contiene información relacionada con la persona del portador.

Hasta ahora sirve para entrar a espacios reservados donde se manejan documentos o materiales sensitivos, de manera que al pasar frente a un escáner colocado a la entrada de esos espacios,  la persona que ha sido objeto de la implantación recibe el visto bueno, y la puerta se abre. Se ha empezado a usar, así mismo, para controlar las entradas y salidas de los empleados en una oficina o en una empresa, tarea que antes hacían los viejos relojes marcadores de tarjeta, y para identificar clientes VIP y socios de clubes de acceso exclusivo.

Los pacientes podrán cargar en el grano de arroz toda la información que el médico necesita conocer a la hora de una consulta, o de una emergencia, es decir, su epicrisis, esa larga lista de datos que hasta ahora hay que anotar a mano en un formulario; y además de la historia familiar,  el tipo de sangre, alergias que sufrimos, enfermedades que hemos padecido, medicamentos que tomamos, asuntos que generalmente sabemos de memoria, el grano de arroz sabrá el record de nuestros exámenes de laboratorio, y guardará tomografías y estudios de resonancia magnética, y por supuesto, nuestro ADN.

Pero hay muchas otras aplicaciones para el grano de arroz.



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3 de diciembre de 2007
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Clase I. Cuentos realistas y no realistas

Ya desde el principio se plantea la arbitrariedad de la propuesta: ¿qué cosa es real y qué cosa no lo es? Como explica Anderson Imbert en su Teoría y técnica del cuento, una cosa es la realidad que advertimos a través de nuestros órganos sensoriales y otra, muy distinta, aquella a la que accedemos gracias a la imaginación de un narrador. El narrador filtra esa realidad digamos «real» que observa y de la que nutre su texto a través de las palabras para devolvernos una versión cargada de subjetividad o en todo caso matizada por su observación, pero sobre todo por las palabras que usa (y por cómo las usa). Quiere decir entonces que el escritor, desde el momento en que se apodera de la realidad cotidiana para componer su historia está adulterándola con su participación. A esto, como es de conocimiento de muchos, Mario Vargas Llosa le llama «el elemento añadido».

Pero por lo pronto, y al margen de estas disquisiciones, lo que nos interesa es saber a qué llamamos cuentos realistas y cuentos no realistas, puesto que obviamente la pregunta inicial nos llevaría a planteamientos filosóficos sobre la cualidad primera de lo real y no queremos meternos en tamañas honduras. Digamos que la diferencia entre uno y otro está en el carácter natural o sobrenatural de la historia. Un cuento de gnomos y elfos puede resultar estupendo como alegoría de las relaciones humanas, por ejemplo, pero mal haríamos en interpretarlo al pie de la letra. En cambio un cuento como Algo de comer de Manuel Rivas, encaja bastante bien en las coordenadas de lo real, aún cuando la historia nos resulte algo rara, casi al borde mismo de lo fantástico.

Y es que a veces la frontera entre lo que consideramos literatura realista y aquello que consideramos literatura fantástica puede parecer bastante difusa y a menudo esa sutilidad fronteriza ha ocasionado verdaderas pugnas entre los estudiosos de la literatura. Por ejemplo, ¿han leído Otra vuelta de tuerca, de Henry James? O El ramo azul, De Octavio Paz? Por todo ello, creemos necesario que un escritor advierta dónde se mete, porque para lograr el efecto deseado en un cuento, es imprescindible calibrar muy bien nuestras intenciones...

La Propuesta:

Pero como muchos de ustedes conocen ya esa diferencia - a veces no tan obvia...- entre cuentos realistas y cuentos no realistas, no sería mala idea proponernos establecer dicho contraste en un texto que se quede un poco en la frontera entre lo real y lo fantástico, no decididamente ni lo uno ni lo otro. Además lo escribiremos a partir de las siguientes palabras: "taladro", "mueble", "pañuelo", "bocado", "seda", "portátil" , "fantasmal", "rutilante" y "camino". Estas palabras tendrán que ser usadas rigurosamente en el orden en que se han dado, respetando además género y número, y procurando que entre una y otra haya por lo menos un par de líneas de distancia. Así por ejemplo, puedo empezar diciendo: "Recuerdo que en casa de mi tío Pepe había un taladro..." y continuaremos contando esa improvisada historia hasta la siguiente palabra, que es mueble.

Importante: Los textos no deben exceder dos páginas en interlineado sencillo y se aceptarán sólo hasta el próximo jueves, pues de lo contrario, como ya saben muchos, nos vemos desbordados para revisarlos todos de la mejor manera posible, tal y como queremos. Que tengan un fructífero fin de semana...

El elemento añadido

La verdad de las mentirasVargas Llosa ha planteado una ambiciosa teoría literaria para explicar el proceso del creador, utilizada en sus estudios sobre Flaubert Madame Bovary y la orgía perpetua y sobre Gabriel García Márquez, Gabriel García Márquez, historia de un deicidio, en los que explica mejor y más profundamente lo que él considera «el elemento añadido» «Al traducirse en palabras, los hechos sufren una modificación. El hecho real -la sangrienta batalla en la que tomé parte, el perfil gótico de la muchacha que amé- es uno, en tanto que los signos que podrían describirlos son innumerables. Al elegir unos y descartar otros, el novelista privilegia una y asesina otras mil posibilidades o versiones de aquello que describe...» (La verdad de las mentiras, Seix Barral, 1990)

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30 de noviembre de 2007
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El solitario que somos todos

http://www.elperiodico.com/EDICION/ED071129/CAS/FOTOS/EPP_ND/CARP01/f012bh01.jpgCien años después de descubierto el continente americano, el mundo comenzó a temblar sacudido por un terremoto. Una violencia huracanada se apoderó de Europa, pero la más destructiva era interior y afectaba al espíritu de los humanos. Habían vivido miles de años confiados en que los Inmortales (fueran los dioses clásicos o el Dios cristiano) intervenían en los asuntos terrestres, pero ahora se estaban despidiendo. Los habitantes del planeta iban a comenzar una experiencia agobiante: la de su soledad cósmica. Soledad tanto más insoportable cuanto que el cosmos crecía de forma desmesurada. Cuanto mayor era el universo astronómico, más cruda nuestra soledad.

Uno de los mejores presagios de que debíamos apañarnos sin ayuda externa fueron los Ensayos de Michel de Montaigne, el diario de alguien que, recluido en la soledad de un castillo, escribe sobre sus temores y temblores persuadido de que todo fluye hacia la nada. Mucho antes de que Marx lo dijera, todo lo sólido parecía diluirse en el aire. La consternación de que no pudiéramos conocer nada estable, permanente o duradero, así como la inconstancia de la verdad, se convertía en asunto de estudio.

Montaigne era experto en asuntos humanos: había sido parlamentario y luego alcalde de Burdeos, ciudad donde las matanzas entre católicos y protestantes, así como la peste negra, habían sido feroces y causado espantosa zozobra. La locura abundaba más que la razón; la crueldad más que la caridad; la ira, la vesania reinaban por doquier. Montaigne decidió retirarse a su castillo para tratar de poner por escrito algunos juicios seguros, algo que pudiera mantenerse a flote en el oleaje de aquella tormenta mundial. Sus Ensayos son, hoy más que nunca, una isla de sensatez a la que acudir cuando el crimen, la imbecilidad y el cinismo se nos hacen insoportables.

Sin embargo, todo está en constante fluir y desvanecerse, así que tampoco los Ensayos se libraron de verse sumidos en un torrente de lava. Desde sus primeras publicaciones, entre 1580 y 1595, lo que había nacido con deseo de permanencia se convirtió en otro fluido cambiante e inseguro. Tras la muerte del autor se editó el texto de su hija adoptiva, Marie de Gournay, pero en 1906 los eruditos prefirieron el llamado "manuscrito de Burdeos" con abundante anotación de Montaigne. Las diferencias eran considerables. Y hace diez años los mismos eruditos, con nombres nuevos, decidieron regresar al texto de Marie de Gournay, convencidos de que el viejo Montaigne había intervenido en aquel último y definitivo escrito. Ahora por fin aparece en El Acantilado la edición española del texto completo.

Como muy bien dice su prologuista, Antoine Compagnon, la paradoja es que será más fácil de leer y entender en español que en francés. La lengua de Montaigne, como él mismo había reconocido, estaba en un momento tan fluyente y convulso como la entera sociedad, de modo que los jóvenes franceses sudan tinta para leerlo. La traducción, en cambio, pone a Montaigne en el siglo XXI. Puede parecer una traición, pero también Borges recomendaba a los jóvenes leer Don Quijote en inglés y luego, ya adultos, si habían logrado hacerse con una cultura lin- güística suficiente, podían acudir al original. La traducción de Jordi Bayod Brau es una delicia y, si queda algo de vida en el cadáver de la cultura oficial, deberían otorgarle el Premio Nacional de Traducción por una tarea gigantesca que ocupa casi 1.800 páginas.

Cuando Mitterrand se sometió al fotógrafo para fijar el retrato oficial del presidente, tomó en sus manos el volumen de Montaigne. Uno se pregunta qué autor clásico podrían sostener en sus manos nuestros representantes. Da miedo pensarlo. Es cierto que Cervantes podría cumplir una función similar, pero eso se debe a la edulcoración de una novela que en realidad es la denuncia más salvaje que se haya hecho sobre la locura de los poderosos y el gregarismo de los súbditos. La narración más corrosiva que se conoce ha sido convertida en un cuento infantil para uso de funcionarios. Y, además, Montaigne no es Cervantes. El primero era todavía un humanista que trataba de salvar algo, aunque fuera mediante aquel escepticismo radical que tanto influyó en Josep Pla, su mejor discípulo moderno. El segundo, un profundo nihilista, persuadido de que la insensatez del mundo no tiene remedio. Por eso, en una de las escenas más conmovedoras de toda la literatura, Don Quijote muere en la cama admitiendo su locura como algo inexorable. En cerrado contraste, los Ensayos concluyen con el espléndido tratado sobre la Experiencia, que comienza así: "Ningún deseo es más natural que el deseo de conocimiento", y se cierra con la inscripción que dedicaron los atenienses a Pompeyo: "Eres dios en la medida en que te reconoces humano".

Nuestra naturaleza (el programa genético, dirían los clérigos) nos obliga a conocer porque nos angustia la ignorancia. No obstante, es esa misma naturaleza la que nos convierte en petulantes endiosados que se ponen por encima de los demás en cuanto creen saber alguna cosa. Contra la jactancia solo hay un remedio: aceptar que somos insignificantes, efímeros, fugaces. Razón por la que es imperioso leer los Ensayos.

Artículo publicado en: El Periódico, 29 de noviembre de 2007

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30 de noviembre de 2007
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Una de tipos duros

Seguramente por la dureza de sus personajes, algunos de ellos de pútrida entraña, Élmer Mendoza se ha hecho con una extraña imagen de forajido. Pero es exactamente lo opuesto. Soy incapaz de imaginar a uno solo de sus personajes duros mostrando una sonrisa en tal extremo franca. Vamos, que yo le compraría un carro usado con los ojos cerrados, y no dudo que me lo entregaría con el tanque lleno. 

Hace algo menos de un par de semanas vi a Elmer en Los Mochis, Sinaloa, y me dejó una mosca en la oreja. Había sometido, me contó, su novela al premio Tusquets, que se fallaría aquí, en Guadalajara. Y ahora hace un par de días que me enteré de la noticia: la novela Quién quiere vivir para siempre, de Elmer Mendoza, se había llevado el premio. Por la noche, cuando por fin pude felicitarlo, la sonrisa le había crecido inusitadamente. Se le veía flotar cual si, más que la Virgen, le hablara Janis Joplin al oído. 

Habrá quien crea que es precisa mucha ingenuidad para meter una novela negra a concursar a un premio literario, pero la ingenuidad de Elmer cuenta a su vez con un músculo narrativo macizo y poderoso. He llegado a pensar que no se da cuenta, o que no quiere dársela, pero como lector suyo que soy no me queda sino suponerle un colmillo cuando menos equivalente al de mi favorito entre sus personajes, que es el matón de Un asesino solitario. No es que Elmer sea ingenuo, es que es buena persona y no lo oculta, ni le preocupa. Sabe su juego, y la prueba es que allá, en su Sinaloa, los mismos tipos duros lo respetan. Acaso porque tiene en sus manos su memoria. 

Celebro que Elmer me haya hecho su cómplice, pues ello me permite hacer mía la ingenuidad de creer que acabo de ganarme el premio junto a sus detectives, que según me ha contado son un hombre y una mujer... Ladies & Gentlemen, creo que huele a zaga.

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30 de noviembre de 2007
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Un poco de lujuria

Mi recordado, y lujurioso, amigo Xavier Domingo unía la lujuria a los otros placeres. Beber, comer, etc. Y le gustaba acercarlos a las lecturas y las músicas. Los que quieran saber algo más de éste peculiar gozador a la española, nacido en Barcelona y bien vivido en París, que busquen su libro sobre la erótica ibérica. O sus libros de cocina, Cuando sólo nos queda la comida o De la olla al mole. Pero no era de él de quien quería hablar, se me bifurcan los caminos. No, hoy quería hablar de un escritor que admiraba Domingo y por eso se me cruzan los nombres. Hablo de Pietro Aretino. 

Recatado por la gracia de Luis Antonio de Villena, autor de la traducción, el prólogo y las notas de esta edición hermosamente verde que acaba de aparecer de sus Sonetos lujuriosos. No los dejen cerca de los niños.  

Este libertino que para muchos -dice Villena- fue tenido como un hombre piadoso, bondadoso, jovial y para otros era un chantajista, libelista, pornógrafo y vividor. Admirado o repudiado, tenido por culto y por todo lo contrario, fue un buen representante de un siglo, de una cultura y un tiempo -1492-1556- donde todavía no se habían expulsado ni la vitalidad ni cierto paganismo que no le sientan mal a esa Italia divertida y desvergonzada. 

Vida apasionante de un poeta libertino que cuenta con la excelencia de Villena en el prólogo. Sus sonetos no son de hombres y mujeres en el momento del sexo, son el sexo mismo. Como dice el prologuista son "coños y pichas que se imbrican en goce feliz y natural". 

Me callo y les regalo un soneto de Aretino. Perdón y que se aparten mojigatos y menores: 

"Jodamos, alma mía, jodamos enseguida,

pues todos para joder hemos nacido;

que la polla te gusta y amo el chocho

y el mundo sin eso ni una figa valdría.

Y si post morten joder fuese aún honesto,

diría: De tanto joder nos moriríamos;

y además Adán y Eva aún joderían,

que hallaron un morir tan deshonesto.

-Verdad es lo que dices, que si los bribones

no comieran de aquél fruto traicionero

ardencia los amantes no tendrían.

Más basten ya palabrerías, y hasta el corazón

clava la polla, y haz que el alma se

me parta, que por la polla muere o está viva;

y si posible fuera,

guárdame en el chocho los cojones

que del placer son testigos de primera."

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30 de noviembre de 2007
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La tentación de la introspección

En un párrafo anterior insistía en la necesidad de que el filósofo revise periódicamente sus alforjas a fin de verificar que dispone de los utensilios necesarios para su tarea. Pues bien: una actitud habitual en el filósofo es estimar que los instrumentos en cuestión son generados por la reflexión misma, la cual, a su vez no exigiría otra cosa que las estructuras básicas del lenguaje, algo que cabría llamar bagaje elemental de la humanidad.

En esta perspectiva, el contenido tanto interrogativo como instrumental de la filosofía surgiría en cascada a partir de una Asunción suficientemente radical de la propia condición del ser lingüístico. Así, por ejemplo, la mera lucidez respecto a lo que supone la condición biológica llevaría al problema de nuestra finitud, de ahí al de la finitud del universo (discusión sobre la entropía incluida) y correlativamente al problema del infinito, en sus múltiples vertientes. Este último problema se concretizaría inevitablemente en forma matemática, pero para alcanzar la disponibilidad de los instrumentos matemáticos necesarios bastaría una inserción en sí mismo apuntando a una suerte de platónica reminiscencia.

El diálogo de Platón titulado Menon ha sido siempre considerado un paradigma de este tipo de abordaje. La confianza en que la matemática se encuentra inscrita en lo que constituye la naturaleza misma del ser humano, en aquello que le diferencia de los demás animales, ha constituido desde Pitágoras una suerte de promesa de plenitud espiritual. Pues además de conjeturar que las estructuras matemáticas serían innatas, el filósofo pitagórico-platónico barrunta que, sin ayuda de la matemática, quedan fuera de él las armas conceptuales que permiten enfrentarse a problemas esenciales de lo que intuye ser su profesión. Mas aquí es donde la tentación de limitarse a un método introspectivo adquiere mayor relieve:

Pues aun teniendo clara la exigencia de instrumentos técnicos en el abordaje de su tarea, el refugio en la introspección permite al filósofo soslayar la molesta pregunta sobre la exigencia de informaciones procedentes del exterior, es decir, soslayar la cuestión del aprendizaje, de lo prescindible o imprescindible de la mediación por la cultura científica o artística. Por decirlo brutalmente:

Si al bagaje esencial se accede a través de una suerte de reminiscencia platónica, entonces, a la hora de enfrentarse por ejemplo al problema del espacio, el filósofo se libra de una incursión en la Teoría de la Relatividad, a través quizás de la convencional inscripción en un primer curso de Física. O bien, en otro registro: el problema de la dicción clara, al que se refería Wagner, que puede llegar a sugerir una primacía del lenguaje sobre la música, ¿es o no mediación necesaria para el filósofo que se enfrenta a la interrogación sobre el modo originario del lenguaje?

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30 de noviembre de 2007
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II. Libros que arden

En la plaza de la Ópera en Berlín, donde los nazis encendieron el 10 de mayo de 1933 una pira de libros prohibidos, como manera de querer pegarle fuego a la razón y a la imaginación, existe ahora un bello monumento que no se ve desde ningún ángulo de la plaza. Uno tiene que acercarse a un panel de vidrio en el suelo, debajo del cual hay una habitación desierta rodeada de estantes de libros, pero sin libros.

¿Y quiénes son los pirómanos de la inteligencia, los que no quieren dejar ver, ni oír, ni leer, ni aprender, ni sentir? Generalmente los que prohíben sin haber visto ni leído ni oído lo que quieren prohibir, sólo porque una película, un libro, un objeto de arte, calza en los moldes de lo que su mente rechaza por adelantado. Una mente donde no entran ni el aire, ni la luz.

Cuando el Vaticano puso en la lista de películas prohibidas la Dolce Vita de Federico Fellini, el cardenal del Santo Oficio que había dado aquella orden, cuando se le preguntó si había visto la película respondió que no, que él no veía basura. Y cuando en Cuba fue prohibida Guantanamera,  la película de Tomás Gutiérrez Alea, el Comandante en Jefe, que la había atacado por la televisión, a la misma pregunta respondió lo mismo, que no veía basura.

Las listas de lo prohibido son siempre medievales. Es decir, son retrógradas, y oscurantistas.

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30 de noviembre de 2007
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II. 2. La montaña sumergida

Rafael Argullol: ¿Qué sucedería en caso de rasgar el velo de Isis, es decir, que accedamos al centro del laberinto? ¿Qué veríamos? Una respuesta mayoritaria es que nos vemos a nosotros mismos.

Delfín Agudelo: Entramos, posiblemente, bajo el hechizo del espejo. Una vez no me reconocí a mí mismo en un espejo, y me supuse otro. Implicó la separación absoluta de mi realidad. Buscamos el descentramiento, pero cuando lo vislumbramos, resulta tenebroso. Forma parte de la búsqueda. Siempre hay algo misterioso en la percepción de nuestra imagen frente a nuestra propia mirada.

R. A.: Esta podría ser una aproximación: nos vemos a nosotros mismos pero nos vemos de una manera completamente distinta a como generalmente nos podemos mirar en la vida cotidiana. Si nos vemos es a través de un profundo descentramiento; si nos vemos es después de un larguísimo peregrinaje; si nos vemos es viéndonos desde otro mirador completamente distinto que el de la vida cotidiana. Por tanto, creo que siempre estamos dando vueltas alrededor de ese centro. Podemos establecer una hipótesis acerca del habitante que sin duda somos nosotros mismos. Pero somos nosotros mismos descolocados, descentrados por completo con respecto a nuestra situación cotidiana, o lo que llamamos generalmente nuestra vida habitual. Por eso el arte es una punta del iceberg, tiene una cabecita que sobresale; pero lo que potencialmente pueda ser el arte -que siempre gira alrededor de esa pregunta, el centro del laberinto- es una montaña sumergida y espectral.  

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30 de noviembre de 2007
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Seis mujeres creadoras

Voy a terminar esta semana no sé si con una taza de té en la mano, en plan Virginia Woolf, o con un whisky, en plan Carson MacCullers, pero de lo que estoy segura es de abrir con verdadera ilusión un libro titulado Seis manifestaciones artísticas. Seis creadoras actuales (Francisco Gutiérrez Carbajo, UNED), que puede servir de colofón a una semana en que en este blog sólo han aparecido nombres de mujeres, todas dignas de tenerse en cuenta y algunas geniales. 

Pues bien, cada una de las integrantes del libro aporta reflexiones y su experiencia personal en la tarea artística a la que se ha dedicado. Sólo pondré unas líneas de cada una para abrir boca: 

/upload/fotos/blogs_entradas/te_doy_mis_ojos_med.jpgCine. Icíar Bollaín (sobre Te doy mis ojos): "A veces ocurre en un restaurante, a veces es en la cola de un banco o en plena calle. Una voz masculina que se alza, un mal gesto, un comentario despectivo, un empujón, una mujer que esconde la cara avergonzada. Lo hemos visto todos, de cerca o de lejos, y sabemos que eso que vemos es solo la punta del iceberg. ¿Qué pasa luego, cuando llegan a casa?" 

Poesía. Almudena Guzmán (El Jardín): "Érase una vez una niña que, sin saber cómo, se vio de repente ante una verja y la abrió también sin saber por qué: sólo la abrió y ya está y se encontró con un inmenso jardín. Lo primero que vio fue el manzano, el árbol del Bien y del Mal del Génesis, ese libro de la Biblia que tanto ella como sus compañeras de clase, por riguroso turno, leían durante la clase de costura mientras las otras bordaban con más o menos pericia sus "tuiyós". 

Teatro. Angélica Liddell (Poética teatral (¿Y si nada les puede conmover?): "¿Y si nada les puede conmover? Ese es el ganglio ardiente que no deja de estrangular la garganta del autor que, como un filósofo decepcionado, se siente incapaz de resolver la paradoja entre el lenguaje y la catástrofe humana, entre el lenguaje y la necedad. El autor se plantea el acto teatral como un esfuerzo de comunicación moral, un desafío a la sensibilidad del espectador, una llamada al conocimiento."

Música. Carmen Linares (Declaraciones): "Mi padre tenía un amigo guitarrista que se llamaba Flores y fue este señor quien me propuso trabajar en un ballet flamenco para actuar en un tablao de Biarritz. Aunque yo era muy joven -tenía entonces 17 años- acepté el reto y me fui de gira, siempre avalada por el amigo de mi padre y su mujer que eran muy buenas personas e iban en la compañía. También venía el guitarrista de Pepe de la Matrona que se llamaba artísticamente Manolo el Sevillano y la bailarina Laura Toledo que fue muy importante para mí porque "se las sabía todas", como dicen los castizos." 

Literatura. Clara Sánchez (El aliento de la literatura): "En el fondo se escribe por miedo a que se nos escape todo, a que el tiempo nos arrastre, a no poder decir quiénes somos entre los demás". 

Fotografía. Ana Torralba (La austeridad de la mirada): "Llevo casi tres décadas investigando en el retrato profesional y artístico. Empecé de jovencilla, en 2º curso de facultad a trabajar en el Diario de Valencia y dos años después en el periódico El País. He hecho todo tipo de retratos, unos en los que lo importante era contextualizar al personaje en su ambiente, esto es lo que más gusta en la prensa, al estilo Cartier Bresson, Walter Evans, Robert Frank. Y otros, que son los que prefiero ahora, en que el fondo, el background no existe, son neutros para que nada distraiga de la caracterología del personaje: Irving Penn, Richard Avedon, Thomas Rufy." 

Para mí ha sido un placer compartir espacio con estas inteligentes y talentosas mujeres de quienes aprendo tanto. Y estoy segura de que no seré la única. 

Hasta el lunes. 

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30 de noviembre de 2007
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