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El lenguaje del filósofo

Recuperar la disposición filosófica es obviamente tanto más urgente cuanto más alejado se encuentra uno de ella. Este presupuesto tiene una consecuencia inmediata sobre el instrumento de la filosofía, que no es otro que el lenguaje inmediato e inevitablemente equívoco del que se nutre la vida cotidiana. En el hablar ajeno a la jerga filosófica ha de encontrar la filosofía no sólo arranque, sino tensión e impulso para sus objetivos. Mas precisamente por lo ambicioso de éstos, la filosofía acaba exigiendo un  grado de tecnicidad y hasta de erudición que incluye, por supuesto, la historia misma de la filosofía.

Los filósofos suelen a veces decir que los textos fundamentales de la historia de la filosofía son para ellos el análogo de lo que el laboratorio es para el científico. Aunque esto es desde luego exagerado, no hay duda de que en tales textos se fraguan las interrogaciones filosóficas elementales. Cuando las mismas son vivificadas por los elementos de información que aporta la ciencia contemporánea y por las interrogaciones de los grandes artistas de nuestro tiempo, entonces... la reflexión  filosófica acerca al ser humano simplemente a lo que Aristóteles definía como su condición, a saber: la de un animal que busca satisfacción en el saber.

Pero ha de insistirse en que la complejidad técnica no puede aparecer desde el origen, y menos aun cabe empezar con esos guiños que se hacen mutuamente los eruditos. El filósofo arranca hablando en términos profundamente cargados de sentido y lo hace combinándolos de manera simplemente razonable, es decir, evitando en lo posible la niebla conceptual y la interferencia de sentidos. Y aunque toda la historia de la ciencia y toda la carga de espiritualidad concentrada en la historia del arte son instrumentos tan imprescindibles como insuficientes para responder a una sola de las elementales interrogaciones abiertas por Aristóteles, cada ingrediente técnico o erudito ha de ser introducido en el momento realmente  útil y desplegado en términos que sólo progresivamente adquieren complejidad.

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21 de noviembre de 2007
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Conversaciones. El lenguaje del insomnio IV

Delfín Agudelo: En esa medida podríamos afirmar que estar insomne es entrar en un laberinto. Hay movimiento pero no hay ninguna lógica que te permita tomar una decisión. Entras a un espacio en apariencia desordenado, tienes la conciencia de estar habitando ese espacio, pero careces de herramientas para poder establecer tu Norte o Sur. 

Rafael Argullol: Pienso que si hacemos esta comparación, si el tiempo del estado de vigilia es un tiempo lineal, basado en el presente, pasado, futuro y en las coordenadas espacio-temporales que habitualmente aceptamos, lo que sería un tiempo completamente laberíntico sería el tiempo del sueño. El tiempo del sueño rompe por completo nuestras coordenadas de espacio, de tiempo y de causalidad y nos introduce en un laberinto lógico y lingüístico. En un sueño no solamente no sabemos por qué suceden las cosas, sino que tampoco sabemos por qué se producen o presentan determinados paisajes, y por qué se mezclan de esa manera tan desaforada los tiempos históricos de nuestra experiencia. Por lo tanto, diría que hay un tiempo lineal que es el de vigilia; un tiempo laberíntico que es el del sueño; y el del insomnio sería un estado del cual se ha debatido muy poco, que sería estar en la puerta del laberinto. Es decir, cuando estamos en el insomnio es como si tuviéramos un pie fuera del laberinto, y un pie dentro. Estamos en una situación intermedia y en parte participamos de las leyes del estado de vigilia y en parte participamos de las leyes del estado laberíntico, del estado del sueño. Eso es lo que ha convertido de alguna manera el insomnio en un tabú. No es algo de lo que guste mucho hablar. Se habla en cierto lenguaje médico, se habla por parte de algunos escritores, de algunos artistas, pero el hombre en su vida cotidiana habla relativamente poco del insomnio. Nos hemos comunicado muy poco acerca de lo que sucede en el estado del insomnio. En teoría nos comunicamos en la vigilia, a veces nos hemos explicado sueños, pero en cambio nos hemos intercomunicado muy poco acerca de lo que nos sucede en el estado del insomnio, de lo que nos sucede cuando tenemos un pie dentro y un pie fuera del laberinto.

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21 de noviembre de 2007
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The sound of music

Por esas vueltas de la vida me reencontré con mis viejos discos de vinilo. Los cargué en el baúl del auto y me los traje a casa. Me quedé un rato largo estudiándolos al derecho y al revés, manchándome los dedos con su mugre, reconociendo aquellos rasgos que tan de memoria me sabía en su tiempo y que -comprobarlo me puso la piel de gallina- jamás había olvidado.  

La intensidad de los recuerdos. Me arrollaron como un tren.

Allí estaban los viejos discos de mi madre. (Hoy soñé con ella. Paseábamos juntos. Me pedía que le sacase fotos con mi teléfono móvil. Se ve que me quedó en la cabeza el comentario de Leonardo Favio en la entrevista del otro día. Decía que le había dedicado su última película a su madre y al ver el texto en la pantalla pensó: ¡Mi mamá ya no está! Leyendo sus palabras se me arrugó el corazón. Mi sueño debe haber nacido allí, en la intención de mi madre de demostrarme que aunque no parezca, sigue estando.) Los LPs de Mercedes Sosa, de Sinatra, de Iva Zanicchi, de Liza Minnelli, de Serrat, de Les Luthiers. Todavía me acuerdo de la tarde que fuimos con mi padre a comprar el primer tocadiscos. Era una bandeja bastante convencional, pero embutida en un mueble precioso que parecía un arcón. Cuántas veces habré levantado esa tapa que crujía, cuántas horas habré pasado ahí sentado, aprendiéndome letras de memoria -que todavía puedo cantar. 

También estaban mis primeros discos. Las colecciones de Los Beatles, 1962-1966 (lo que llamábamos ‘el doble rojo') y 1967-1970 (‘el doble azul'). Albumes de Sui Generis y La Máquina de Hacer Pájaros y Serú Girán, de Charly solista, de Spinetta, el primero de Los Redonditos de Ricota, cosas de Yes, de Queen, The Wall. Los brasileños que me trajo mi abuela de uno de sus viajes: varios de Caetano Veloso, el Clube da Esquina de Milton Nascimento. Los importados que me traje de mi primer viaje a Europa: War y October de los jovencísimos U2, la discografía completa de The Smiths, The River y Nebraska de Bruce Springsteen. Y tantos otros que nunca pude o supe conseguir en su variante CD: todo Weather Report, una banda instrumental que me encantaba llamada Oregon, los discos de Gentle Giant... 

Strangers In The Night, de Frank SinatraSi tuviesen que contarme sus propias historias a través de música, ¿qué me harían escuchar? 

Mientras lo piensan voy a conectar mi vieja bandeja. Ya estoy anticipando el placer del sonido a fritura, preguntándome por dónde empezar. Strangers in the Night, imagino. En homenaje a mi madre.

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21 de noviembre de 2007
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El futuro del libro

Llegando de Perú, no sé si debo empezar por Lima (vitalidad, tensiones sociales, explosión económica) o por París (spleen a la Beaudelaire en una ciudad perdida en sus lluvias y la huelga del transporte público para mantener un derecho de sus empleados a jubilarse dos años y medio antes que el resto de la población).

Prosas apátridas, de Julio Ramón RibeyroEn el avión, descubrí Prosas apátridas (Seix Barral) de Julio Ramón Ribeyro, mezcla de dos cientos apuntes, aforismos y recuerdos con una fuerte base parisiense. La nota 69 describe el paso de una camioneta por las calles de la capital francesa con un anuncio publicitario "café fort décaféïné pour actifs décontractés" (café fuerte descafeinado para activos relajados). En París, en este momento, faltan ambos: tanto el café fuerte como el relajamiento.

Pero en el fondo, no importa. El mundo no cambia. Y de cambiar nos parecería igual. Ribeyro (nota 2): "Vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada, las ideas son cheques, son provisión, los valores carecen de valor, las personas son impenetrables, los hechos amasijos de contradicciones, la verdad una quimera y la realidad un fenómeno tan difuso que es difícil distinguirla del sueño, la fantasía o la alucinación."

Esta afirmación definitiva de la imposible percepción de un cambio me parecía excelente hasta estudiar más a fondo Kindle, el libro electrónico creado por Amazon. En realidad, no se trata de un libro electrónico sino de una plataforma electrónica para textos. Puede cargar libros, y en esto se parece mucho a otro intento de creación de un libro electrónico para un mercado amplio (como el de Sony). Pero Kindle permite también crear textos para ponerlos en venta a través de un vendedor como Amazon. En esto es muy novedoso: de verdad, da a cada persona la posibilidad de ser su propio editor. Lo que pasó en Internet con los vídeos, el sonido, las fotografías, ocurre ahora con el libro. Kindle es más que el i-pod de los libros como lo describe El País. Funciona en ambas direcciones, desde y hacia el lector.

KindleEn el sitio de Le Monde, un periodista que vive en California (y que escribe también en castellano), Francis Pisani, ya cuenta sus primeros momentos de vida con Kindle. Vivimos quizás un momento nuevo que nos cuenta el futuro del libro.

PS: para los que leen en inglés, un excelente testimonio del escritor americano/guatemalteco David Unger, sobre una estancia de Gabriel García Márquez en Nueva York (en la revista Guernica).

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21 de noviembre de 2007
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III. Cetro y corona para el rey

Vuelve Alí a su esquina y su second, que parece más bien un barbero de manos bien lavadas, lo aconseja al oído, el otro asistente con gorro musulmán le baña la cara de agua, le mete en la boca el protector, la muchacha en traje de baño se pasea por el cuadrilátero enseñando el cartel, round 14, el referee camisa celeste, corbata de pajarita de pintas marrón, pelo largo, patillas anticuadas como las que un día llevamos en aquellos años, se acerca a Frazier a preguntarle  algo con toda educación, es un susurro que ningún micrófono alcanza, pero todos sabemos lo que está preguntándole: ¿va a continuar?

Dice que sí. Frazier va a continuar a pesar de todo, a pesar de todos los pesares, suena la campana, tambaleándose se acerca al centro del entarimado y desde las sombras del pasado ya no puede más, lo vemos y sabemos que ya no puede más, el ojo monstruoso, desde su esquina su second tira por fin la toalla, esto se acabó, Alí alza las manos en triunfo, brinca desaforado, grita fanfarronadas, la gran bocaza abierta, traen el cinturón dorado para ceñírselo otra vez al rey, cetro y corona en la cabeza, pero se apagan las luces sobre el cuadrilátero, la arena va quedando desierta, la pantalla de cuarzo brilla ahora con resplandor opaco y sólo el idiota permanece en la eternidad riéndose con risa indescifrable.

 

 

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21 de noviembre de 2007
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El estreno de la campaña electoral

Ha empezado la campaña electoral y la entusiasta oferta de los candidatos a presidir el Gobierno de España se impondrá con elocuencia. Aunque su presencia en los paisajes urbanos se parezca a la de cualquier anuncio comercial: el mismo intruso y la misma afabilidad.

La prometedora sonrisa, el gesto complaciente, la amigable cercanía, la insólita confianza que se nos ofrece a cambio de tan poca cosa.

¿Qué puede ser más fácil: meter la mano en el bolsillo y sacar un euro -o un voto?

Al fin y al cabo, la publicidad ha sofisticado el milagro: dirige deseos insaciables hacia artefactos perecederos. Una técnica que los expertos admiran, cultivan y perfeccionan. Una vez localizada la fuente de la credulidad, los reclamos actúan sin cesar. Zapatos, relojes, bufandas o vestidos de alta costura prestan a la personalidad un poderoso fetiche. Con este amuleto -no importa lo barato que llegue a ser- se conoce la felicidad, aunque la pulsión del deseo no se agote y, sorprendentemente, nunca sienta decepción. La fusión del deseo con el objeto es perfecta: se satisface la ilusión, se sacia la insatisfacción. ¿Cuánto dura el efecto? Apenas un instante, pero su valor es supremo.

La economía de consumo en el torbellino productivo del mundo es un pacto entre el individuo y la más escéptica de sus numerosas almas: se propone colmar placeres y conoce la inutilidad del trueque. Todo es falso y ¡tan placentero!

Los candidatos que utilizan las técnicas publicitarias para implicar a los ciudadanos en la gobernanza del país cometen un terrible error. Convocan y movilizan los mismos impulsos, las ilusiones que yerran entre fugaces objetos de placer. Y reproducen el mismo pacto: todo es falso ¡y tan fácil!

En lugar de convocar la inspección sumaria del ciudadano, la publicidad electoral prefiere excitar sus emociones: ¡ensalzar al individuo sentimental!

Mejor sería aleccionar al ciudadano en la gravedad de su responsabilidad, en vez de empujarle a creer en el futuro. Mejor sería prescindir del consumidor de ilusiones y restaurar al adulto que llevamos dentro.

Vamos a seguir el rastro a esta campaña electoral. A ver qué nos depara.

Clinton y Zapatero

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20 de noviembre de 2007
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El primer culo

Dicen que es el primer culo de nuestra pintura. No estoy seguro pero sí es uno de los más hermosos. El culo que disfrutó Diego de Velázquez, ya mayor, muy mayor para aquellos tiempos, y solazándose, entreteniendo sus días con una joven y hermosa modelo de Venus algo más para el pintor. Es una de las recompensas de los artistas, de los buscadores o de los muy aficionados.

Gran culo inicial de nuestra pintura, sublimado culo que no está solo. Viaja en compañía de sus rotundas nalgas y de una espalda femenina difícil de superar en la pintura y en la vida. Modernidad de formas, perfección que traspasa el tiempo y las modas.  

Nada que ver la Venus del espejo de Velázquez con los desnudos de Rubens. Cuando éramos pequeños, como esa Venus velazqueña estaba en Londres, los cuerpos de mujeres desnudas que podíamos mirar, los que nos hacían excitarnos pensando en las hermosas desnudas, eran casi siempre muy pasados de kilos y de michelines. Después llegaron las flacas con culo -léase Jane Birkin- y las de poco culo, el mayor ejemplo es Audrey Hepburn. 

El culo de Velázquez, el culo y el resto, que pudimos admirar en la National Gallery de Londres, ahora lo tenemos a tiro de cola y en Madrid. Es una hermosura, lo digo con conocimiento de causa, de mirada, de muchas miradas. Ningún tocamiento está permitido. 

Creo que habrá que guardar un sitio a uno de los más sabios en cuestión de culos y de otros desnudos. De la desnudez y sus miserias, de los desnudos y sus bellezas, como es Oscar Tusquets Blanca. Su mirada tan libre, su inteligencia tan peculiar, su admiración por el desnudo y su rechazo de algunos desnudos, los cuenta admirablemente en su libro último e imprescindible llamado Contra la desnudez. Un placer de texto, además acompañado de los mejores desnudos del arte de todos los tiempos. No todos los desnudos son hermosos. Ni todos los cuadros. Ni todos los libros. Y yo sólo les he hablado de los hermosos desnudos. El que no esté de acuerdo que pague su prenda.

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20 de noviembre de 2007
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Estar juntos

En el amor, todo intento de penetrar hasta el fondo del otro conduce a la precipitación y al abismo. A primera vista parece una contradicción puesto que el apetito del amado no hallará modo de saciarse sin lamer los últimos entresijos, pero este impulso voraz, idealizado por el romanticismo, es la razón fundamental de que la pareja quede pronto desventrada y hecha pedazos.  

La diferencia entre los amantes, esa diferencia que en otros tiempos trataba de anularse mediante la fundición en una misma sustancia, constituye hoy, en tiempos más independientes, dinámicos y menos institucionalizados, la básica riqueza de la relación. La unidad productiva no ha de basarse en rehacerse como un solo guiso sino en la continua diferencia del menú, cuanto más surtido más sabroso.

Gracias a la diferencia de uno y otro yo, la tensión persiste y  mediante el respeto recíproco de las peculiaridades se amenizan los argumentos de estar cerca.  

Caja para guardar cartas de amor. Anónimo. Origen alemán, siglo XIX

Sólo la falta de consideración personal puede inducir al allanamiento del otro y, un paso más allá, a su pulverización.  De hecho, la renuencia a casarse entre tantas parejas actuales se basa en la intención de rehuir la conformación de una unidad más solidificada y, en consecuencia, más próxima a la petrificación y su friabilidad siguiente.  

La holgura entre uno y otro, la preservación de historias, pensamientos y secretos, de asuntos y palabras nunca pronunciadas, no perjudica la unión: acrecientan el interés de perseguirse y reunirse. No tan reunidos, apilados o juntos como para mezclar los tufos personales, juntos, sin embargo, para procurarse calor sin necesidad de ahogarse con sus vaharadas.

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20 de noviembre de 2007
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En defensa del principio del placer

Todavía no lo puedo creer. ¡Descubrí a Silver Kane!  

Me explico. En la contratapa de El País del domingo había una entrevista a un señor llamado Francisco González Ledesma, a quien se presentaba como un escritor premiadísimo -un Planeta, un RBA de Novela Negra, etcétera- del que yo, lo admito, no había oído hablar nunca. (Mea culpa.) Tratando de acotar mi ignorancia me puse a leer y terminé descubriendo que en realidad yo había sido devoto de ese señor, cuando escribía novelitas del Oeste -tiene como cuatrocientas en su haber- y firmaba como Silver Kane. 

Mi abuelo compraba de esas novelitas a montones. (Lo de novelitas va por su tamaño, no por su dimensión.) Primero las leía él y después yo. De aquel entonces recuerdo sólo tres nombres: Marcial Lafuente Estefanía, Clark Carrados (que si mal no recuerdo escribía más bien historias de guerra) y el señor Silver Kane.  

Así que ahora estoy en condiciones de agradecerle al señor González Ledesma por los maravillosos ratos que nos hizo pasar a mi abuelo y a mí. Me alegra que la vida haya sido generosa con él, por lo menos desde que el franquismo dejó de maltratarlo. (Lo acusaron de rojo, por ser hijo de un republicano, y de pornógrafo porque en una novela suya un hombre tocaba la rodilla de una mujer. Vaya descaro el suyo.) 

¿Cuántos momentos felices les debemos a obras y autores a los que el establishment cultural considera, o consideró en algún momento, menores y livianos? Al menos en mi caso, tengo una mochila llena de buenos recuerdos debidos a películas, series, libros y canciones a los que muchos definirían como ‘pasatistas' y gracias. Pienso en las primeras novelas de Stephen King, en los discos de los Bee Gees antes de que se les aflautara la voz, en Ferris Bueller's Day Off y en Ladyhawke (dos películas que debo haber asociado por la presencia de Matthew Broderick), en tantas historietas de aventuras.  

A veces hace falta que aparezca alguien que ‘redima' esas obras y les otorgue el valor que hasta entonces nadie les daba; por ejemplo Café Tacuba versionando una vieja canción que en la Argentina popularizó un tal Leo Dan, o los rockeros argentinos reivindicando a Sandro. Pero a menudo tenemos que poner el pecho por nosotros mismos, y tolerar los dardos con que la gente ‘seria' se mofa de nuestros gustos. Si habré soportado escarnio en su momento porque me gustaban The Police y The Smiths, de parte de un amigo periodista cultural que sostenía que "eso no era música"... 

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20 de noviembre de 2007
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El afán de ser fan

Es un hecho: el fan justifica las mierdas. Lo sé porque lo he sido media vida, y con cierta frecuencia me da por reincidir con desenfreno de recién llegado, afortunadamente por poco tiempo. Hay quienes se lo toman tan en serio que hacen de su existencia un apostolado y de su viejo gusto cruzada vitalicia, de forma que se obligan a cumplir setenta años ensalzando la misma inmundicia; que es en lo que una idea se convierte luego de congelarla indefinidamente. Por más que esas costumbres las haya contraído durante la temprana adolescencia, cuando la admiración degeneraba en culto por estricta exigencia hormonal, creo aún que el idilio con un libro, una canción, una película, o hasta una colección de baratijas, es prueba irrefutable de una vida interior desmesurada. 

Nunca sé si realmente vale tanto la pena el objeto del nuevo fanatismo, pero esa precisión ningún fan se la exige con rigor verdadero. Diría incluso que la gracia del caso está en hacer la apuesta por el caballo flaco, pues evidentemente lo que tanto me gusta parecerá más mío si los otros lo encuentran intolerable. "He ahí una causa", dice para sí mismo el fan en ciernes cuando se sabe a solas con su preferencia y resuelve que es tiempo de extenderla, invadido por una mística oficiosa que cada día tendrá menos que ver con el objeto y enredará al sujeto en un largo romance con su ombligo. 

Un legítimo fan es aquel que se atreve a enamorarse a muerte de una hija de vecino sin más información que un par de coincidencias musicales -o literarias, cinematográficas, religiosas, televisivas, políticas- que para él por supuesto lo son todo en la vida. Por eso, entre otras cosas, hallo más disfrutable ser un fan ilegítimo y traidor que un temible cruzado vitalicio. He sido fan de músicos, cineastas, poetas, novelistas, aunque también de actrices, tenistas y vecinas, así como de personajes de ficción y variedad de objetos inanimados, cual sería el caso del par de calcetines que trato de no usar para que no se gasten. Nada que dure más allá de un par de horas, días o semanas de feliz autocomplacencia irreflexiva. Se es fan también, a veces, para pagarse el lujo de habitar una cierta ficción donde hay menos razones que artículos de fe. 

Cuando un fan le confiesa a un famoso cantante que posee todos sus discos y sigue puntillosamente sus huellas por el mundo, encuentra razonable que el interpelado se mire un poco en deuda con él, igual que el niño enamorado de su maestra supone que aprenderse la lección de memoria es el mero comienzo de una gesta romántica inminente. Pues poca cosa son las cuitas solitarias del fanático si se comparan con sus expectativas, nunca menos extensas que la vida misma. ¿Cómo entender que quien ha recibido nuestra vida en ofrenda prefiera sin embargo continuar a solas con la suya? ¿Cómo se hace para considerar desconocido a quien hemos seguido durante años, aunque no nos conozca, ni se entere de nada, ni le importe? 

Ser fan de alguien o algo es todo lo contrario de haberlo sido. Se experimenta un hondo pudor retrospectivo cuando alguien tiene la crueldad (envidiosa, tal vez) de recordarle todo lo que un día hizo (en vano, para colmo) por alcanzar lo que hoy parece una abstracción. Alguna vez, durante un concierto de no me acuerdo quién, el baterista echó las baquetas al aire, y una de ellas vino a dar a mi mano, aunque no sólo a ella. Diez segundos más tarde, forcejeaba sobre el piso enlodado con el dueño de la otra mano, empeñados los dos en dejar ahí la vida por una baqueta. Cuando miré hacia arriba, una mujer muy guapa me miraba perpleja, no sin un dejo de piedad indulgente. Solté ya la baqueta, me recompuse a medias y esquivé la mirada de la chica, que con toda justicia me consideraría un tremendo pelmazo. ¿Qué diablos habría hecho con el souvenir, de habérselo ganado al otro zopenco? Hasta hoy no tengo idea, ni la tendré, pero sigo encontrando sustitutos para aquella baqueta que muy probablemente ya dejó de existir. 

¿A dónde van las fotos, los carteles, las libretas de autógrafos, los álbumes? Van adentro, se entiende. Están conmigo ahora, como ayer y mañana. Son míos solamente, igual que los orgullos olvidados y la vergüenza que los reemplazó. Son causa y consecuencia, memoria y desapego, infancia traicionada y adolescencia viva, pero ya no me obligo a justificarlos, toda vez que ellos me justifican a mí, pues de ellos estoy hecho, y a la distancia no parecen mucho más insensatos que un puñado de amores mal correspondidos. Sin los cuales, por cierto, no estaríamos aquí.

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20 de noviembre de 2007
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