Xavier Velasco
Seguramente por la dureza de sus personajes, algunos de ellos de pútrida entraña, Élmer Mendoza se ha hecho con una extraña imagen de forajido. Pero es exactamente lo opuesto. Soy incapaz de imaginar a uno solo de sus personajes duros mostrando una sonrisa en tal extremo franca. Vamos, que yo le compraría un carro usado con los ojos cerrados, y no dudo que me lo entregaría con el tanque lleno.
Hace algo menos de un par de semanas vi a Elmer en Los Mochis, Sinaloa, y me dejó una mosca en la oreja. Había sometido, me contó, su novela al premio Tusquets, que se fallaría aquí, en Guadalajara. Y ahora hace un par de días que me enteré de la noticia: la novela Quién quiere vivir para siempre, de Elmer Mendoza, se había llevado el premio. Por la noche, cuando por fin pude felicitarlo, la sonrisa le había crecido inusitadamente. Se le veía flotar cual si, más que la Virgen, le hablara Janis Joplin al oído.
Habrá quien crea que es precisa mucha ingenuidad para meter una novela negra a concursar a un premio literario, pero la ingenuidad de Elmer cuenta a su vez con un músculo narrativo macizo y poderoso. He llegado a pensar que no se da cuenta, o que no quiere dársela, pero como lector suyo que soy no me queda sino suponerle un colmillo cuando menos equivalente al de mi favorito entre sus personajes, que es el matón de Un asesino solitario. No es que Elmer sea ingenuo, es que es buena persona y no lo oculta, ni le preocupa. Sabe su juego, y la prueba es que allá, en su Sinaloa, los mismos tipos duros lo respetan. Acaso porque tiene en sus manos su memoria.
Celebro que Elmer me haya hecho su cómplice, pues ello me permite hacer mía la ingenuidad de creer que acabo de ganarme el premio junto a sus detectives, que según me ha contado son un hombre y una mujer… Ladies & Gentlemen, creo que huele a zaga.