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Clase II. Breve apunte sobre la descripción

Antes que nada, recordarles a quienes entran por primera vez al blog que lean el «aviso importante» situado en la esquina superior derecha de esta página, porque ahí indicamos la mejor manera de participar en este espacio y así aten-der la gran cantidad de mails que recibimos todas las semanas. Recordarles también a todos que los textos correspondientes a esta clase (y a ninguna otra) se recibirán hasta el próximo día jueves 20 de diciembre...

Y ahora, a lo nuestro. La descripción: He aquí la verdadera esencia del hecho narrativo, pues gracias a ella el escritor crea la magia necesaria para que el lector se entregue sin condiciones a la historia que se alza ante sus ojos. No podemos olvidar que lo importante nunca es lo que se cuenta sino cómo se cuenta. Ese es un desliz que pueden pagar caro quienes se dedican a escribir y no se preocupan del lenguaje que utilizan, de la solvencia de sus frases, de la prosodia y el ritmo narrativo. Y aquí, en este espacio, nunca nos cansaremos de insistir en ello. Al fin y al cabo, una ficción literaria esta hecha exclusivamen-te de palabras...¿cómo no prestarles todo el cuidado necesario a la hora de usarlas?

La descripción es la representación de la imagen que percibimos a través de las palabras. Es pues un dibujo que supuestamente procura ser fiel a la reali-dad y que logra su cometido cuando construye frente a los ojos del lector una imagen potente, sin la obstrucción de lo abstracto. Un dibujo, sí, pero un dibujo que no sólo recrea lo que vemos, sino todo lo que experimentamos a través de nuestros cinco sentidos. Ahora bien, la buena descripción es una poderosa ar-ma persuasiva, pues el narrador elige los elementos que desea destacar y dilu-ye aquellos que no le interesan o que le interesan menos. Dicho de otra mane-ra, es el narrador quien jerarquiza los elementos visuales y decide qué es lo que el lector verá a través de su descripción pues, como comentábamos en la consigna anterior, la realidad es un terreno resbaladizo en literatura...

Describir algo no es hacerlo de forma vaga e indiscriminada, sino más bien de manera exacta y persuasiva, entendiendo por lo primero la cuidadosa elección que hace el narrador de los elementos que componen el cuadro, y por lo se-gundo, la manera en que utiliza el lenguaje para componer el texto. Las frases abstractas y generales están reñidas con la buena descripción. Por el contra-rio, los detalles específicos insuflan realismo al hecho narrativo, toda vez que describir es proponer una imagen nítida de un objeto, de un personaje o de un espacio. Vamos a ver cómo Gabriel García Márquez logra este efecto en el cuento El avión de la bella durmiente, de sus Doce cuentos peregrinos: «Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almen-dras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los An-des. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las bugambilias...» Es ciertamente difícil crear en la mente del lector una imagen más seductora y potente. La maestría de GGM estriba en el detalle singular y el acierto con que elige los elementos de la com-posición: la piel "tierna del color del pan", el aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes... son detalles novedosos, que reve-lan con inusitada intensidad al personaje. Somos conscientes de que este es un tema amplio y seguro nos dejamos muchas cosas en el tintero, de manera que en una próxima consigan volveremos sobre ello.

La propuesta de la semana:

Mientras tanto, vamos ahora nosotros a intentar un ejercicio similar. Como hemos visto en la descripción de García Márquez, lo novedoso del cuadro es la mirada, la acertada forma en que elige los adjetivos, la preocupación por evitar tópicos o generalizaciones que sólo dejan un horizonte brumoso frente al lec-tor.¿Y si intentamos también recrear a nuestra particular belleza? Sea hombre o mujer, compongamos una breve historia en que aparezca la descripción de una persona realmente bella...pero sobre todo, evitemos alejarnos de las gene-ralidades y de los tópicos. ¡Nada de "su cálida sonrisa" o "sus bien torneadas piernas"!.. alejarse de los tópicos como de la peste es una de las consignas del escritor.

Frases abstractas y generales:

Nos referimos a aquellas frases de contenido más bien gaseoso y tan amplio que apenas si sirven para hacer ver con precisión lo que queremos describir. Decir de un personaje que es "alto y corpulento", por ejemplo, no nos permite verlo sino más bien advertir un concepto muy general de un tipo de persona, más no a la persona. Pero si decimos, citando a Antonio Muñoz Molina, que nuestro personaje tenía un "tamaño de boxeador" estamos creando una ima-gen más poderosa y nítida, que da cuenta de más detalles, todos estos forma-dos de inmediato en la mente del lector.

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15 de diciembre de 2007
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Han caído en la cuenta

 

La abolición de la pena de muerte en algunos estados norteamericanos ha sido festejada a bombo y platillo por unos pletóricos congresistas. Por lo visto han comprendido, después de tantas sentadas a la intemperie y de los airados libelos que han clamado justicia al cielo, la conveniencia de acabar con la bárbara costumbre de ajusticiar al reo.

Sin embargo no ha sido la convicción moral el motor de su nuevo rumbo político ni la sensibilidad por el sufrimiento ajeno el que les ha llevado a avergonzarse por las vidas truncadas en la silla eléctrica. Tampoco ha sido el temor a incurrir en el mismo delito que dicen perseguir, ni el remordimiento por tanta dureza de corazón.

Al parecer, la súbita compasión por los condenados a muerte y la alarma por los errores judiciales que las pruebas de ADN dejan al descubierto, procede del sencillo balance que han hecho los contables. El gasto del proceso legal al que todo condenado tiene derecho -una pléyade de abogados, fiscales, forenses y funcionarios enredados en apelaciones y peticiones de indulto- empezaba a salir muy caro a las arcas del Estado.

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14 de diciembre de 2007
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Lo superficial no es substancial

Al decidir el título que precede tenía intención de soslayar toda jerga filosófica. No obstante, el asunto remite a algunas de las páginas más comentadas de la historia del pensamiento. Implícitamente está en juego lo apuntado en el mito platónico de la caverna (la necesidad de no confundir lo real con un reino de sombras) pero directamente remite a la distinción aristotélica entre aquello que cabalmente es o subsiste (designado en griego por la palabra ousìa, sustancia) y aquello  que sólo  tiene entidad por una suerte de vampirizaciòn de lo anterior. Por ejemplo: la mesa sobre la que escribo es cabalmente, mientras que la superficie de la mesa no puede darse sin la mesa, sólo tiene el ser que la mesa le confiere por su condición de atributo de la misma.

La cosa parece una obviedad, pero como ya he indicado la filosofía se nutre de obviedades que, en algún momento dejan atónito. De ahí que Aristóteles se volcara en este asunto, intentando encontrar un criterio que le permitiera discernir con claridad entre estas dos modalidades: por un lado lo que cabalmente es;  por otro lado lo que se limita a participar del ser de otro. Y lo extraordinario es que dio con el criterio, criterio tan simple que nunca fue puesto en tela de juicio  (aunque fuera desplegado en términos más complejos) a lo largo de la historia del pensamiento. Para ser más precisos, no fue puesto en tela de juicio hasta esa subversión radical en nuestro concepto de lo que es la naturaleza que supuso la Mecánica Quántica. Pero vayamos poco a poco:

Que la mesa es cabalmente, mientras que la superficie de la mesa sólo tiene el ser que le confiere la anterior se muestra en el simple hecho de que la primera puede hallarse en movimiento, mientras que la segunda sólo  alcanza movimiento cuando la mesa se mueve. Pues es obvio que no cabe lanzarle la superficie de la mesa a un potencial enemigo...

Cabría, sin duda, objetar que esto también le ocurre a la pata de la mesa, que ésta no se mueve si la mesa misma no lo hace. Nótese, sin embargo, que arrancando la pata de la mesa ya cabe moverla por sí misma,  mientras que no hay manera de separar la superficie, ni la de la mesa ni la de la pata. En suma: una parte de algo substancial es potencialmente sustancial, mientras que una mera dimensión de algo substancial nunca podrá llegar a serlo. Cabe decir que ahí reside la intrínseca deficiencia de lo superficial respecto de lo substancial.

Aceptando(cosa quizás algo más costosa) que la superficie de la mesa tampoco está  nunca realmente por ella misma en reposo, sino que participa del reposo de la mesa, podemos ya ampliar el criterio de la diferencia aristotélica entre lo sustancial y lo superficial en un sentido que sonará  extraordinariamente familiar a los que hayan tenido trato con un libro de física de bachillerato: sustancial es aquello que tiene cantidad de movimiento, es decir, tiene una masa y tiene una velocidad.(entendiendo que el reposo constituye el caso límite del movimiento, o sea, velocidad nula).

Esto es realmente lo que hay que entender en el complejo deambular de las reflexiones aristotélicas relativas a la sustancia.

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14 de diciembre de 2007
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II. Poetas de multitudes

¿Cómo es que los poetas atraen multitudes, y sobre todo, multitudes de jóvenes? Ningún otro poeta más popular en nuestra historia que Pablo Neruda, como antes Rubén Darío, hasta el momento en que la poesía empezó a pasar de moda debido a un fenómeno apenas explicable de extinción del gusto. Popular Neruda entre los enamorados, en los internados escolares, y en las barberías. Un poeta que triunfa es el que pasa a la memoria, y es recitado en las mesas de cantina, sin equivocaciones,  o como  los jóvenes repiten los Epigramas de Ernesto Cardenal, agregándolos también a sus declaraciones de amor.

Un poeta triunfa más, todavía, cuando es plagiado, no por otros poetas de segunda, que es lo menos notable, sino por el enamorado ansioso de hacer creer a su dueña que el amor lo ha elevado a las cumbres de la inspiración más seductora, y toma prestado lo que le parece más efectivo, y convincente.

Ahora, un poeta que triunfa, como Benedetti, es el que puede ocupar con holgura el lugar de los baladistas en el corazón de los adolescentes, y robárselo entero.  O como Cardenal que puede llenar también, de jóvenes, la estación de Mapocho, en Santiago de Chile, convertida en centro cultural, a la hora de sus recitales. O como Jaime Sabines, que arrastraba también a los auditorios a los jóvenes que aún manosean sus libros hasta descuadernarlos, y compran sus discos.

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14 de diciembre de 2007
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Peluquerías (2)

Esos grande secadores por lo general estaban colocados en fila y en algún momento del proceso de lavar, teñir, cortar, marcar (término en desuso) y peinarte daban una revista y metías allí la cabeza sin rechistar. El resto del cuerpo permanecía fuera sentado en una silla. Cuando los humanos del futuro vean estas imágenes les parecerá que acostumbrábamos a entretenernos con una revista mientras nos hacían un electroencefalograma o un escáner o nos lavaban el cerebro. Para esos seres nosotros seremos casi tan primitivos como en realidad somos.

A favor del secador, con su aire muy caliente y ensordecedor, habría que decir que conseguía un aislamiento perfecto. Ni a solas en la habitación más silenciosa de la casa, ni en plan meditación, se ha llegado a tanto. Quienes hemos pasado por eso enseguida comprendimos que el cerebro lo era todo. /upload/fotos/blogs_entradas/secador.jpgEn cuanto la peluquera cerraba la escafandra y regulaba la temperatura y programaba el tiempo parecía que una iba a salir disparada a la luna, y todo lo de fuera se hacía más lejano. Desde la cápsula veías a la gente mover los labios y alguien te hacía señas que no comprendías ni querías comprender. La cabeza ardía y dentro la materia gris y blanca se ponía de todos los colores. Por un rato podías hacerte la loca y no contestar si no querías, podías no pensar en nada. Y jamás nos cuestionamos, ni creo que se haya estudiado, si era perjudicial o no someter las neuronas a semejante centrifugado, porque tampoco nos preocupábamos tanto como ahora por lo que tenemos dentro de la cabeza. Todo era más simple. En el burdo mundo de mi infancia, por ejemplo, a los hijos se los dividía en los que valían para estudiar y los que no, en débiles y fuertes, en retraídos y simpáticos. El mundo en general estaba dividido en tontos y listos, pobres y ricos, pies planos y pies normales. En resumidas cuentas, el mundo era más o menos una versión del Gordo y el Flaco. Es ahora cuando nos empezamos a cuestionar qué es la inteligencia y qué es el cerebro y la mente, y se ha pasado del complejo polivitamínico a lanzar al mercado esas maquinitas de bolsillo para entrenar la mente en todo momento y lugar. Lo ideal sería incorporarlas a los aparatos del gimnasio y así acabaríamos por no pensar absolutamente en nada, que es la mejor manera de no angustiarse, de no obsesionarse, de no odiar y de no fantasear con amores imposibles.

Por fin  llega Nikos, el peluquero fashion, arrastrando los pies con unos vaqueros de Dolce & Gabbana y se saca el jersey por la cabeza sin arreglarse luego el pelo con la mano. Lleva un corte tan genial que ha de quedar así, tal como lo deje el jersey, como si no le diera ninguna importancia a la pelambrera. Llevamos esperándole una hora, pero él nos mira sin prisa. Es un artista. Besa a algunas. A las demás nos sonríe como diciendo, la próxima vez será. Escoge a una. Yo estoy antes pero no quiero protestar y caerle mal. Quiero ser una de los suyos.

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14 de diciembre de 2007
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Lou Reed y la meditación

Nunca he sido muy drogadicto. Sí he conocido, probado y frecuentado muchas de las más conocidas. O casi todas, nunca me atreví con los pinchazos. Pero nunca demasiado. Nunca me sentí obligado a comprar, tener, aspirar, digerir o aspirar drogas. Lo hice porque sí, algunas veces me gustaron, otras me complicaron. Me retiré de las ilegales y seguí frecuentando las legales. Seguí fumando hasta hace un poco más de un año. He seguido bebiendo, y creo que seguiré, si la salud o la enfermedad no lo remedian.

Yo también he visto caer a muchos de mi generación. Uno de los emblemas de la droga como relación vital, artística, emocional, como hermana más o menos querida, fue Lou Reed. Él, y todos los de su pandilla de la Velvet y alrededores malditos. Él caminó, e invitó a muchos, a que le siguieran por el camino salvaje. Se retiró a tiempo. No se perdió en el camino. Pero las cosas que hizo entonces, su voz canalla, sus letras poéticas, unas veces más alucinadas, otras más lúcidas. Sus canciones tristes y sus temas irónicos, muchos de ellos fueron en el tiempo de sus adicciones.

Hace tiempo que está "limpio". Al menos eso es lo que dice. En Madrid, no hace muchos años, nos prohibió que fumáramos en su presencia. Pudimos beber güisqui con agua, pero tampoco era partidario.

Han pasado otros años. Ha vuelto, le hemos vuelto a ver. Está bien, pero como repitiéndose en sus temas de una vida, unas cosas que ya no son las suyas.

Ahora termina de sacar un nuevo disco. Un amigo me aconsejó que no lo comprara. Me aseguró que era el disco más aburrido de los últimos años. Yo, que no me fío ni de mí mismo, me hice con el disco... y no me aburrí. Pero no lo hice porque me gusta el sonido industrial del agua cuando pasa un canalón. Me gusta el viento artificial y el de verdad. Me gusta la música de la vida, con sus ruidos. Me gusta Cage. Pero este producto de Lou Reed, estas meditaciones en el río Hudson, pasadas por el Tai Chi, el relax del cuerpo y la mente, es una cagadita al lado de todo eso. Y de verdad no es nada de lo que identificamos con Lou Reed. Aviso para seguidores.

¿Qué pasa con su capacidad para acercarse a la música? ¿El hombre limpio ya no puede hacer canciones como las que hizo? ¿Las drogas no estaban tan mal para ser el Lou Reed que nos gusta? Quizá es que ha cambiado de drogas. Ahora se droga con espiritualidad, con vida sana, cuerpo sano, cabeza sana...y la música, y sus letras, se han ido a otra parte.

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14 de diciembre de 2007
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La crisis o el azar

Tantos años hablando de una prosperidad en ascenso convierten las actuales noticias de crisis económica en un oscuro regreso del pasado. La sensación es doblemente confusa. De una parte cuesta creer que unas hipotecas concedidas con ligereza o temeridad en Estados Unidos lleven a este contagio casi mundial de la insolvencia, pero, de otra parte, ¿cómo no aceptar que la experiencia de largos años de orgía fuera a desembocar en alguna clase de castigo?

La economía se comporta todavía como una categoría telúrica, tan imprevisible o más de prevenir que los fenómenos naturales, tan necesitada de tratamientos extraordinarios públicos, nacionales e internacionales, como requeriría una epidemia global cuya orientación  excede a todo cálculo.

¿Será, sin embargo, así? ¿Cabe confiar en que la provecta edad del capitalismo y el fuerte interés del poder deje escapar de sus manos el rumbo de los acontecimientos tal como si se tratara "de una yola que cingla" y gambetea a su antojo?

De una parte desearíamos creer que no pero, de otra, nos conviene y conforta creer que sí porque de este modo la catástrofe se democratiza, pasa de las manos de la gigantesca multinacional o del potente fondo de inversiones al dominio del azar y ¿qué hay más consolador y desconsolador, genuinamente divino y profundamente humano, que la suerte de la suerte y la fatalidad de la fatalidad?

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14 de diciembre de 2007
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El Topógrafo y el Cirujano

Rafael Argullol: Pienso que las dos figuras deberían integrarse.


Delfín Agudelo: En esa medida, ¿abogarías por la figura del artista como el paisajista que sale al campo a retratar, o como el paisajista que desde su estudio logra descifrar la vida?

Rafael Argullol: No soy muy partidario del escritor auto-consagrado como escritor, del que cree que la literatura es exclusivamente un mundo de letras, o del mundo de los letrados, o del mundo de los letratenientes. La literatura tiene que ser un campo completamente abierto, involucrado en los otros ámbitos de la experiencia humana y del conocimiento humano. Muchas veces me han preguntado cómo veo la función del escritor; aplicada a mi caso, en lugar de recurrir a figuras de la teoría literaria -que me aburren mucho-, he recurrido a dos figuras simbólicas de las que me siento muy cercano: por un lado a la figura del Viajero, o más específicamente del Topógrafo, del que hace mapas, el que mide los grandes espacios del mundo; y por otro lado la figura del Cirujano, que es aquél que va hurgando y entrando en la piel, adentrándose en las entrañas. Quizá por eso nunca me he sentido muy cómodo encerrándome en tertulias literarias o en el gremialismo de escritores, y he tenido entre mis amigos e interlocutores generalmente gente de otros campos. Creo que es propio del escritor moverse continuamente en una suerte de gimnasia entre lo microcósmico y lo macrocósmico, entre el telescopio y el microscopio, y en este sentido, al igual que el Viajero o el Topógrafo, el escritor tiene en cuenta las grandes perspectivas, y al igual que el Cirujano, tiene en cuenta también lo que es la piel interior de las palabras. En mi caso estas categorías son evidentes por formación personal: en un momento determinado estudié medicina, y aunque nunca la he ejercido, siempre he incorporado muchas metáforas médicas a la escritura. Esto, si aceptamos que la escritura no es solo cosa de letras, sino que es una experiencia personal del mundo.
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14 de diciembre de 2007
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Canción de inocencia

En este mismo sitio, hace pocos días, alguien me acusó de inocente. Me sorprendió, porque yo suelo enojarme con cierta gente por corrupta, necia, egoísta o violenta, ¿pero inocente? ¿Desde cuándo la inocencia se ha convertido en un rasgo negativo?

Ya lo sé: la pregunta es retórica. Hasta donde puedo ver, la inocencia está mal vista por lo menos desde que la Iglesia católica se consagró como poder mundial. El dogma sostiene que ninguno de nosotros es inocente ni siquiera en el primer día de nacidos, porque venimos a este mundo con algo llamado Pecado Original. O sea: manchados de origen. Por supuesto, existe la posibilidad de que nos quitemos de encima esa mácula, pero para ello necesitamos de los oficios de -adivinen quién- la Iglesia misma, sí. El Papa viene a ser el gerente de una tintorería espiritual, y por eso le conviene que todos estemos, nos sintamos, sucios: ¡más clientes para él!

Es verdad que la legislación moderna tiende a consagrar el principio inverso, según el cual todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario. Pero un legado cultural de siglos no se borra de un día para el otro. En el fondo, todos nos tenemos por pecadores. Y eso le conviene a la Iglesia, sí, pero muy especialmente a los pecadores de verdad: los corruptos, necios, egoístas y violentos de los que hablaba al comienzo, porque de esa manera diluyen responsabilidad en el mar generalizado de la culpa.

Es verdad que vamos perdiendo la inocencia con el tiempo: al reconocer en nuestro interior las pulsiones que criticábamos en otros, al vernos obligados a sobrevivir en la jungla social y económica. El error es considerar que la inocencia se pierde tan sólo una vez, por completo y sin vuelta atrás. Dejamos jirones, eso es cierto. Pero no por ello debemos asumir que perdimos la esencia de aquel sentimiento, de aquella manera de mirarnos y de mirar el mundo. Las cosas son más difíciles de lo que creíamos, mala leche. Todos recibimos más golpes de los que esperábamos.

Pero si la experiencia nos sirve tan sólo para justificar nuestra desconfianza, apaguemos la luz y vámonos de aquí. Desconfiar de todo y de todos pasa por inteligencia en muchos bares. A mí me sigue sonando a maravillosa excusa para no hacer nada, ni jugarse por nadie.

Hoy más que nunca necesitamos inocentes. No ingenuos: inocentes. Gandhi no era ingenuo, tenía la inocencia necesaria para creer que la no violencia era la mejor de las herramientas y el coraje para sostenerla. "Todos debemos amar la forma humana / En pagano, turco o judío; / Donde habita la Misericordia, el Amor & la Piedad / También habita Dios", decía William Blake en una de sus Canciones de Inocencia y Experiencia. Por favor no me digan que no debo creer, que no debo confiar, que no debo apostar por el otro. Este sentimiento insensato es lo único que me mantiene vivo. 

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13 de diciembre de 2007
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Atentados entintados

Escribir textos cortos en un procesador se parece a nadar en una alberca olímpica. Sabe uno cuánto avanza, cuál es el camino y en dónde termina. Se nada en línea recta a lo largo de cualquier múltiplo de cincuenta metros. Habrá quien se ahogue, pero no quien se pierda. Incluso leo al pie del archivo que recién he llegado a la palabra número sesenta y ocho, y de antemano sé que muy difícilmente pasaré de ochocientas. Y ya. Me iré a dormir con el trabajo terminado y cierta paz de espíritu, que ya no estará ahí cuando despierte, presa de un cosquilla matinal similar a la que sentía cuando niño durante las vacaciones en la playa. Por la mañana se abren los ojos ya con cierta premura por correr a la playa y meterse en el mar.

Si he de dar mi versión personal del mar, creo que nadar en él se parece a escribir un texto de dimensión incierta con pluma fuente y meses o años por delante. Se avanza lerdamente, o así parece. Hasta donde recuerdo, podía dar decenas de brazadas y patalear rabiosamente hacia adelante, que al detenerme y sacar la cabeza observaba con fatigado desconsuelo que el hotel no se había movido. Nadaba entonces ya sin mirar a la playa, asumiendo que me iba la vida en ello, hasta que un chico rato después llegaba a mi destino con las piernas temblonas por el esfuerzo. En la mañana, cuando me levante, lo haré creyendo que la historia se me ahoga y tengo que nadar para salvarla.

Cuando ese arduo texto que se perpetra durante meses o años pertenece al dominio de la ficción, la sensación es similar a un naufragio. No se sabe hacia dónde nadar, ni hasta cuándo, ni si servirá de algo. La pluma fuente que más me acompaña tiene forma de submarino y en el punto el dibujo de una escafandra. Una carga completa de tinta suele durarle en torno a las seis páginas, tras lo cual es preciso ir en busca del tintero y probar el deleite inenarrable de llenar el depósito hasta el tope. Reconocer el olor de la tinta. Limpiar el punto a mano limpia, mancharse por capricho redentor. Se puede teorizar por una vida en torno a una novela en proceso, que lo único que cuenta son las cuartillas emborronadas. Las manchas, las ampollas, la tinta en la botella, bajando de nivel.

El nivel de la fe no suele subir solo. Por eso, cuando salto de clavado hacia el cuaderno constelado de garrapatas negras, pienso en la pluma como en una máquina de la más alta precisión, y así me aferro a ella como al timón del último Nautilus. No es por casualidad que en las lenguas romance precisamente el término romance sirve como sinónimo de novela, si ya su confección supone la aventura total de lanzarse a salvar lo insalvable. Romance, aventura, lenguaje, travesía: leemos o escribimos novelas para que estas palabras se nos hagan sinónimos. Para creer y, a veces, ser creídos.

Ciertos días, cuando llega la hora de sacar la herramienta de su estuche, recuerdo esas películas donde la cámara se recrea en los preparativos rituales del francotirador. Aunque luego ya el juego se haga más parecido al del cirujano -rompe uno mucho menos de lo que remienda- me divierte pensar en la pluma fuente como un fusil de tinta con mira telescópica. O quizás un arpón submarino a la caza de páginas en blanco. Intentar, atentar, entintar: en este juego, son los tres sinónimos.

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13 de diciembre de 2007
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El Boomeran(g)
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