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II. De los múltiples usos de un pequeño artilugio

No es difícil hacer la lista de las muchas aplicaciones que el grano de arroz habrá de tener pronto, además de las dichas. Para encender el vehículo y entrar uno a su casa, a manera de llave. Como tarjeta de crédito. Para llenar el tanque de gasolina, entrar al cine, o hacer las compras del supermercado, pagar en el restaurante, o la colegiatura,  sacar dinero en el cajero automático, sólo será necesario acercar la palma de la mano al escáner, porque la palma de la mano, o la muñeca, resultan lugares convenientes para implantar el dispositivo.

Pero todo eso es lo de menos. Se podrá utilizar como cédula de identidad para votar en elecciones presidenciales y plebiscitos, pues el chip tendrá registrada la fotografía de cada quien, y las huellas digitales, y así a lo mejor se hacen más difíciles los fraudes electorales en aquellos lugares donde se practican, aunque ya sabemos que para siete virtudes, hay siete vicios.

Los reos en libertad bajo palabra, en lugar de ese molesto grillete electrónico que ahora cargan en algunos países, disimularán su ominosa condición gracias al mínimo grano de arroz. Y no sólo eso, aflijámonos. Cada quien llevará escrito en el grano de arroz su record de policía, y ya se sabrá por parte de las autoridades policiales, quién es peligroso o no es peligroso, algo que tendrá terribles bemoles sin si se trate de un régimen autoritario, como cada vez más amenaza haberlos en nuestras tierras.

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4 de diciembre de 2007
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II. 4. La plegaria ilimitada

Rafael Argullol: Ese carácter de sombra, de espectro; este carácter fantasmático que rodea al arte me interesa mucho, porque es el que está relacionado con la propia esencia del arte: que dos y dos no son exactamente cuatro, y  la distancia más corta entre dos puntos no es necesariamente la recta.

Delfín Agudelo: También en esos factores espectrales-la condición de la obra que se piensa y nunca se ejecuta, o la que se ejecuta y olvida- están rodeados de cierta fatalidad, cierto aire trágico: hay algo que se olvida y hay algo que perdura.

/upload/fotos/blogs_entradas/piedadrondaninimiguelangelbuonarroti.jpgR. A.: Es que la elección de contornos en lo que llamamos arte siempre tiene algo de fatal. Es decir, siempre tiene algo de una elección única que tiene que eliminar todas las opciones. El ejemplo más claro es el marco de una pintura. En realidad, para el gran amante de la pintura, el marco siempre molesta, porque la pintura debería ser un punto en expansión ilimitada. Desde esta perspectiva, Leonardo Da Vinci decía que el punto era una especie de elemento que contenía toda la pintura potencial del mundo. Y de hecho creo que es así: cuando recortamos, estamos incurriendo en una cierta fatalidad. Lo mismo ocurre con una partitura o en la construcción de un poema o de un texto. Estamos eligiendo cuando en realidad el arte debería ser un work in progress; cuando decimos obra estamos poniendo ya un límite a la propia obra. Es muy atractiva por ejemplo la posición de los pintores de íconos griegos o rusos porque el pintarlos lo llaman "escribir íconos", y esa escritura es como una plegaria, como un rezo, por demás ilimitado. El pintor de íconos en el sentido puro no concibe que haya un final para su obra. Siempre es una fatalidad poner la última línea de un poema, poner la última línea de un texto; me imagino que todavía lo es más para un pintor decir "Esta pincelada cierra la pintura" o para un escultor "Este golpe cierra la escultura." Miguel Ángel se rebeló contra eso y al final de su vida sólo hacía esculturas inacabadas, atrapadas en la piedra, porque de esa manera, aparte de la repercusión de otros tormentos suyos, se ahorraba la necesidad de decir "Éste es el último golpe que cierra la escultura." Lo que queda en la piedra que no es escultura, lo que queda en el caso del pintor de íconos, en la pintura no realizada, en el poema que nunca se escribió-los poemas que hay enroscados en el poema-, es para mí extraordinariamente importante e interesante: nos muestra por un lado la fatalidad del arte, a la vez que su potencialidad.

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4 de diciembre de 2007
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Crónicas del metro (2)

...me di cuenta del extraño comportamiento de uno de los viajeros. Iba a mi lado de pie y no porque el resto de asientos estuviera ocupado, sino porque le gustaba moverse de un lado para otro sin parar. En lo primero que me fijé fue en sus pantalones a la altura de las rodillas, con grandes bolsillos cosidos a los lados, y en las zapatillas de deporte. De vez en cuando se ponía de puntillas como para divisar algo al final del vagón. Otras veces se alejaba unos pasos para abarcar más con la vista, sobre todo cuando nos aproximábamos a una estación y las puertas se abrían; luego en cuanto emprendíamos la marcha el sujeto en cuestión volvía incomprensiblemente a situarse a mi lado aunque sin perder la tensión, su tensión dominaba todo mi lado izquierdo, así que llegó un momento en que no pude por menos que levantar la cabeza y mirarle, que como dije ayer es algo que ya jamás se debe hacer en un vagón de metro.

Sobre los pantalones con grandes bolsillos a los lados llevaba una cazadora color beis de un tejido que no supe descifrar. Tenía una cara angulosa, nariz grande y algo aguileña, pelo casi rubio y un semblante muy duro, daba toda la impresión de que podría matar a alguien sin pestañear. Habría jurado que procedía de algún país del Este. Y era evidente que estaba controlando a alguien porque en algunos momentos se medio escondía detrás de la barra para que no lo descubriesen. Y desde luego era tan teatral que era casi imposible no reparar en él. Por lo menos yo reparé y también el chico que iba enfrente de mí, a pesar de su equipamiento aislante de cascos en las orejas y libro. Los demás iban cada uno a lo suyo, el de mi lado dándole a los videojuegos y los otros pensando en sus cosas. Pero a mí el matón, como instintivamente comencé a considerarlo, me inquietaba más y más. También el del libro lo vigilaba aunque mucho más de soslayo que yo, levantando ligeramente la vista de las páginas, de forma casi imperceptible como seguramente estaría acostumbrado a mirar a las chicas. Entonces el del libro y yo cruzamos nuestras miradas preguntándonos, ¿tú también te has dado cuenta? ¿Qué estará haciendo éste? Al menos tenía un aliado en el vagón...

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4 de diciembre de 2007
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Y llegó La Policía

Cuando The Police sacó su primer disco, los que nos creíamos listos estábamos en otra: escuchando jazz rock a lo pavo, memorizando solos de Chick Corea y John McLaughlin, oyendo cantar a Keith Jarrett en el fondo de la mezcla, babeándonos con los arreglos de Weather Report y el sonido de bajo de Jaco Pastorius. Todavía recuerdo la alegría que me produjeron aquellas primeras canciones que llegaron a mi oído. The Police conectaba con una dimensión mía de la que todos aquellos monstruos del jazz no podían hacerse cargo: la felicidad infecciosa que me producía el fin de la dictadura, el deseo de bailar ‘hasta que se vaya la noche', como cantaba Fito Páez. Desde su primera visita a la Argentina, durante la cual Andy Summers se atrevió a patear desde el escenario a un policía que le estaba pegando a un pibe (y eso que estábamos en pleno gobierno militar), The Police se metió mi alma de la mejor manera.

Volver a escucharlos en vivo después de tantos años fue puro disfrute. Estuvieron tocando en Buenos Aires durante el fin de semana. Me gustó que hayan salido de gira tan sólo los tres (Summers, Sting y Stewart Copeland) en lugar de haber recurrido a los ardides tradicionales para inflar un sonido: caños, teclados, coristas... The Police no necesita a nadie más, ellos suenan de maravilla como trío aun en canciones que conocimos a través de grabaciones complejas. Como Spirits in the Material World y Wrapped Around Your Finger, recreadas en vivo en versiones maravillosas. Algunos de los arreglos nuevos perjudicaron a los originales -al menos a mí, Don't Stand So Close To Me me sonó demasiado blanda-, pero en su mayoría le hicieron justicia al material: la versión de Walking In Your Footsteps fue incluso mejor que la del disco.

La sucesión de canciones -Roxanne, Message In A Bottle, Invisible Sun, King of Pain- hizo inevitable apreciar la dimensión de la obra que estos tres construyeron en apenas cinco discos. Mezcla interesantísima de reggae, la propulsión del punk y la elegancia casi jazzera de sus músicos, con la voz inconfundible de Sting bien al frente (si algo probó este fin de semana es que sigue siendo uno de los mejores cantantes del mundo), The Police fue un claro producto de su época y no le costó nada devenir universal. Más allá de algunas rimas predecibles, las letras de Sting también colaboraron con su perdurabilidad. Aquellos que sentimos debilidad por lo literario disfrutamos en su momento con las alusiones a Paul Bowles que formaban parte de Tea in the Sahara y con ese relato expresamente nabokoviano que es Don't Stand So Close to Me.

Si pasan por sus ciudades durante la gira, les recomiendo que no se los pierdan. Al menos en mi país son la única clase de policías que me ha dado gusto ver.

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4 de diciembre de 2007
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El analfabeto condecorado

La auditoria se cierra con lacónicas calificaciones y nos deja a  merced de un penoso ejercicio de lamentación. Nuevamente, España entera debe resignarse a padecer con sonrojo el bajo nivel de sus estudiantes, de sus profesores y de unos planes de estudio fallidos.

El análisis llevado a cabo por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico constata el balance de tres décadas de entusiasmo: hemos criado una multitud de analfabetos funcionales.

Se cita el dictamen de un experto: "el alumno español no soporta leer tres líneas sin perderse". Aunque los habitualmente consultados no se deben sentir concernidos pues se apresuran a proponer programas educativos y métodos alternativos que, probablemente, acaben igual: con el desguace de la capacidad cognitiva de los alumnos.

Siendo de agradecer el esfuerzo que hace la OCDE para ofrecer una fuente fiable de información crítica, lo cierto es que no nos hacía falta su autoridad para confirmar lo que ya sabíamos. Cuando las cámaras de la televisión salen a la calle a entrevistar transeúntes el espectáculo no deja lugar a dudas: jóvenes desarbolados balbucean las impresiones confusas que bullen en su mente caótica.

Luego nos vendrán con campañas publicitarias de promoción de la lectura y exhortaciones a cumplir el deber de leer, como si la difusión masiva del complejo de culpa entre la ciudadanía les eximiera a ellos, los responsables del Ministerio de Educación y de las competencias transferidas a las autonomías, de no haber hecho lo que no saben hacer.

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3 de diciembre de 2007
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Al inicio de un lunes abstinente

Paso los días posteriores a la FIL entre la catatonia y la catalepsia. Duele verse de vuelta en la rutina, sin el tremendo lobby por escenario y aquel guión divertido que tomaba lo excepcional por cotidiano. Bajo, pues, hasta la cocina, como quien hace un esfuerzo titánico, bendiciendo a los canes porque sin ellos no tendría a quién saludar. Los saludo de beso, además, como corresponde a las familias plenamente funcionales. Afortunadamente no vamos a misa. 

Conozco dos maneras de salir de este estado lamentable. Una es vivir activamente un gran romance, la otra consiste en sentarse a escribir. Y en fin, que aquí estoy ya, cuesta arriba del limbo hacia la realidad de las palabras. Ante los numerosos problemas técnicos que suponía declarar al Hilton de Guadalajara república independiente y soberana, me exilio de regreso en la recámara por cuyo balcón entra ese sol invernal que suele quemar más de lo que calienta. ¿Quién dijo que un huraño regular no podía sufrir los rigores del síndrome de abstinencia social? 

Vivo en un espacio del más puro desinterés social, e incluso de interés antisocial. Mi ventana mira hacia una barranca de la cual sólo suelen venir el canto de los pájaros, el zumbido del viento y los ladridos de los perros vecinos, que noche a noche se confabulan con los de aquí para brindar cantatas destempladas y entrañables. La calle está detrás de una doble reja, por la que sólo pasan vecinos, invitados y repartidores. Equivale a vivir escondido, agazapado en una orilla de la realidad desde la cual parece aún más necesario reinventarla. Que es lo que estoy tratando de hacer aquí, en Tetelpan, San Ángel, ciudad de México, al comienzo de un lunes sin tequilas ni piñas coladas ni carcajadas largas a deshoras. 

/upload/fotos/blogs_entradas/voto_chavez.jpgCinco de la mañana del lunes. Según parece, Chávez y su SS-XXI perdieron en las urnas una suerte de intento de fujimorazo. Con todo ese armamento a su disposición, bien podría despertarse tentado a dar el fidelazo final. De repente, los lunes se parecen a una emisión de ocho horas de Aló Presidente. Largos, huecos, tiránicos, imponen el imperio del cuartel sobre la libertad de los instintos. Si un jueves cualquier cosa puede pasar, el lunes sólo importa lo que debe pasar. Ahora mismo, no pocos infelices prenden la luz y dejan las sábanas calientes con el humor del presidente Chávez luego del referendo perdido. Quién tuviera una fábrica de Kaláshnikovs... 

Hay un cierto placer voluntarioso en la manía de escribir a deshoras. Es como darle un golpe de estado al lunes, subvirtiendo de entrada la rutina con la que pretendía extorsionarme. "La columna diaria es la tumba del novelista", me advirtió hace unos días Arturo Pérez-Reverte, y le he dicho que me defiendo de eso habitando esta especie de doble vida que me tiene de noche en un hogar y de mañana en otro, sin llegar más allá del balcón (cuando ya pega el sol y al fin trabajo a mano, como en los días de escuela). 

No es fácil, sin embargo, despertar al novelista, que encuentra toda suerte de pretextos para tenderse tieso, la pluma en una mano y el cuaderno en la otra, frente al sol. Entre la catatonia y la catalepsia. Supongo que así me veían los profesores cada vez que me daba por fugarme virtualmente del aula sin siquiera el pretexto de estar escribiendo. El novelista no despierta; resucita. Y eso cuesta trabajo, finalmente. 

Lo resucité el sábado, a empujones. Contaba ya con el poder corruptor de Guadalajara, de modo que empujé con todas mis fuerzas para pasar de la segunda página. Y tal vez todo esto no sea sino el manifiesto del novelista, que desde su trinchera matinal reafirma a gritos la resurrección de su carne. Sé que este blog sería más alegre si me entregara a la vida social, pero he aquí que el narrador ha vuelto de la tumba para imponer el putsch que le devuelve poderes especiales sobre mis actos por tiempo indefinido. Las seis de la mañana: de aquí al próximo ocaso, el inquilino transilvano reclama su sarcófago. Blog out.

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3 de diciembre de 2007
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En el nombre de Hemingway

Hace años que no queremos tanto a Hemingway. Quiero decir tanto como lo quisimos. La culpa, además de la parte que tenga el escritor, la tiene el uso comercial, banal que muchas veces se hace  de su vida, su imagen, sus obras y sus pasos por la tierra. Sobre todo por la tierra española. También en Europa, en París, Roma, Venecia, se usa como reclamo -sobre todo de famosos bares- la conocida figura del escritor vividor, bebedor y fotogénico que fue ese ser tan complicado llamado Ernesto.

También rebajamos nuestra admiración cuando supimos sobre su mirada a otro lado, a ninguna parte, su manera de cerrar los ojos ante algunas cosas que pasaron a su lado en plena Guerra Civil. No nos gusta su indiferencia ante la desaparición de José Robles, el amigo y traductor de Dos Passos. O ante la de Andréu Nin.

Algunos relatos, sobre todo Los asesinos, siguen siendo aquella obra conmovedora, maestra, que nos deslumbró. Otras de sus obras no han sido tan vigorosas para soportar el paso del tiempo. No por aquello que decía Faulkner de su obra: "con Hemingway no hay que molestarse en buscar ninguna palabra en el diccionario". En esa descalificación, el gran escritor americano, el mejor de su tiempo, se equivocó. Así se lo señaló su contrincante, Hemingway dijo que le daba pena Faulkner si pensaba que para transmitir  emociones había que buscar en el diccionario palabras desconocidas o usar términos poco comunes. Hemingway tenía razón. No es por eso que nos guste más Faulkner. Y no es que despreciemos a Hemingway, pero quizá su personalidad, su demasiada fama, demasiada presencia, nos hace tomar distancia, desconfianza, del escritor. Y además, también cambiamos con las lecturas, con los años. Aquello que nos pareció lleno de garra y fuerza al cabo de los años se nos aparece como algo más tramposo. Como si hubiéramos descubierto el truco. Seguimos pidiendo deslumbramiento. No dominio.

Todo esto viene a cuento porque el otro día en Pamplona, después de soportar en bares su presencia iconográfica. De tropezarnos con Hemingway en el hotel, el café, las calles, la plaza de toros y en casi cualquier rincón del centro de la ciudad, abrumados y entregados, decidimos hacer un homenaje al escritor. Beber en uno de esos bares que llevan su nombre. Un hermoso bar, una barra clásica, un tamaño adecuado, unas cuántas mesas y unos taburetes a su medida. Un pequeño bar anejo al famoso Café Iruña. Un bar con estilo, aunque el nombre de Hemingway estuviera puesto como reclamo para turistas.  Con buen ánimo, pedimos un "dry martini". La amable y  muy dispuesta camarera, una mujer de mediana edad que se mueve por una barra con la perenne presencia en un horroroso bronce que quiere parecerse a Hemingway, no sabía de qué le hablábamos. Dudaba si aquello que queríamos era un coñac, un dulce o un seco martini, con hielo, con agua, combinado o solo. Cambiamos el deseo, nos conformamos con un gin tonic, que también era propio del escritor. Desde luego no era como aquellos que recuerda en un relato que le servían en Chicote. La literatura todo lo transforma, lo deforma, incluso lo mejora. Era, una vez más, una de esas bebidas servidas con la desgana y la falta de información de la mayoría de los camareros de nuestro tiempo. Bares y camareros que no quieren enterarse que beber también es cultura. O al menos que es un arte menor y divertido.

Tengo un bar cerca de casa, en Madrid, que se llama "Aquí nunca estuvo Hemingway". Esta tarde haré la prueba. No quiero pensar que todo lo que toca Hemingway se convierte en un producto banal para el consumo de turistas poco exigentes y mitómanos de bajo perfil. 

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3 de diciembre de 2007
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Crónicas del metro (1)

Un vagón de metro es como un cubito concentrado de Avecrem. En un momento te pone al día de muchas cosas, de lo que se lee, de las tribus urbanas, de la ropa que llevan las tribus. Ahora, por ejemplo, parece que se ha puesto de moda que aparezca un energúmeno y empiece a sacudirle patadas a alguien para ser grabado por las cámaras de seguridad y luego salir en la tele. Por favor, no les deis cancha a estos tarados violentos, lo mejor es silenciarlos. Por su culpa, ya nadie mira a nadie con naturalidad, todo es de reojo, sibilino, como si fuésemos espías de John Le Carré. Se me dirá que también ocurre en el autobús. Pues no, porque en el autobús todos vamos mirando hacia el frente, como en el cine, mientras que en el vagón estamos situados unos frente a otros y en hilera, con posibilidad de observarnos al milímetro sin que haya nada más que mirar. No hay cielo, ni árboles, ni edificios, ningún paisaje que nos distraiga de nosotros mismos. Por cierto, rogaría a todos esos machos que se sientan escandalosamente espatarrados, como si tuvieran un animal entre las piernas, que no invadan mi asiento con su muslazo.

Por fortuna, cada vez se ve menos esa vulgaridad de entrar corriendo y dando codazos para coger sitio. Más aún, a veces una entra en un vagón lleno, con bastante viajero de pie y un asiento vacío en que no se sienta nadie. El primer impulso es ir hacia él, pero las miradas de soslayo de los demás me hacen sospechar que hay gato encerrado. A saber qué ha ocurrido en ese asiento. Quizá alguien haya vomitado y lo haya limpiado con unos clínex. Lo escudriño buscando alguna huella, pero no descubro nada. Todos los que vamos agarrados a las barras de acero aguantamos de pie derecho sin ceder a la tentación. Aunque la barra también tiene lo suyo, si hay algo que me dé asco de la barra es cuando otra mano la ha dejado caliente y a veces sudada. Es como tocarle la mano a alguien que no conoces ni ves. Lo mismo ocurre en verano. En verano casi es preferible no sentarse o sentarse lo que es en el borde para no entrar en contacto con las nalgas del que se acaba de levantar, ese otro ser que ha dejado en asiento y respaldo dos litros de sí mismo. Por lo menos en invierno el abrigo protege bastante. Son ya dos capas de tela, tres incluido el forro del abrigo, separándome de mis semejantes. Bien, pues iba pensando en estas cosas cuando....

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3 de diciembre de 2007
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II. 3. Las sombras de una forma

Rafael Argullol: El arte es la punta del iceberg; pero lo que potencialmente pueda ser el arte es una montaña sumergida y espectral.

Delfín Agudelo: Es interesante pensar en un espectro sumergido: aparenta cierta invisibilidad. ¿Es lo espectral lo que se ve? ¿Lo oculto?

R. A.: Siempre me ha interesado esa espectralidad en varios sentidos. Porque el arte, lo que llamamos arte, es lo que se ha conservado, que es un fragmento mínimo de lo que hubiera podido ser. Todos sabemos que la vida no es solamente la realidad pragmática y empírica, sino también es el mundo de los deseos, el mundo de las devociones, el mundo del poder ser, de lo que hubiera podido ser. El famoso pensamiento mítico que está en tantas tradiciones, en tantos poemas, según el cual en el último segundo de nuestra vida hacemos un tipo de examen vertiginoso en el que entra todo, implica naturalmente que ese balance nunca podría ser exclusivamente sobre los gestos empíricos sino sobre todo lo que potencialmente ha podido ser nuestra vida. El arte ha podido dar unas mínimas respuestas a sus propias posibilidades, y a mí me interesa mucho el arte que ha sido concebido y no se ha podido realizar; el arte que ha sido pensamiento pero no acabado de concretarse en nuestra estructura lógica o lingüística; aquello que se ha hecho y ha sido destruido; aquello que uno mismo, después de hacerlo, ha destruido. Me interesa el arte como distintas sombras de una forma; es decir, cuando uno está pintando una forma, tiene que elegir entre distintas formas; y lo mismo sucede en la literatura: al elegir una estructura se hace entre distintas opciones. Pero potencialmente hay otras formas, otras derivaciones, tanto en la escritura de un texto corto, de un poema o de una narración larga. Es un continuo sucederse de encrucijadas en la que uno va tomando caminos y luego puede estar seguro o no de ese camino; pero una vez ha ido trazando las distintas elecciones advierte que siempre habría otra posibilidad. Ese carácter de sombra, ese carácter de espectro, este carácter fantasmático que rodea al arte me interesa mucho, porque es el que está relacionado con la propia esencia del arte: que dos y dos no son exactamente cuatro, y  la distancia más corta entre dos puntos no es necesariamente la recta.

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3 de diciembre de 2007
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Carlos Marx y los trileros

La verdad es que ha merecido la pena. He tenido que esperar no pocos años, pero por fin un gobierno de izquierdas en España y otro mucho más de izquierdas en Cataluña se pasan el día hablando de negocios. Ningún otro asunto les emociona, no hay cosa alguna que les despierte, sólo la pasta. Una izquierda dice que va a soltar tres millones, la otra izquierda se lo mira de reojo y ríe con sarcasmo mientras marea los cubiletes. ¿Tres millones? ¡Ya serán doce! La izquierda primera abre las palmas, "Hombre por Dios, que sean ocho". Uno se hurga el uñero con la navaja. El otro vigila a los maderos. Así todos los días, insuflando ilusión y entusiasmo.

Esta mañana, por ejemplo, a cambio de salvar el sillón de una ministra que a duras penas sabe hablar, mil billones para los gallegos, un banco para los vascos. En fin, ya digo, me siento solidario. Esa palabra tristemente desacreditada, ahora se llena de sentido gracias a los socialistas y sus socios. El Estado le debe dos mil euros a cada madrileño, dice la prensa de Madrid, mil euros a cada catalán dice la de Barcelona. Ni madrileños ni barceloneses forman parte del Estado, son metafísicos, pero pasan grande necesidad de millones.

Yo, la verdad, me alegro. Sólo cuando los socialistas y sus socios superan en ardor capitalista a los conservadores tenemos la seguridad de que los ricos van a estar contentos. Y eso siempre es bueno. En este país, cuando los ricos se amostazan es mejor hacer las maletas. Que la izquierda sólo hable de dinero, por favor, que se pase el día entero regando millones ora en este saco, ora en aquel pocillo, calculando cuánto vale un voto del Senado o uno de Las Cortes, pero que no se distraiga con soserías como el apocalipsis educativo, las mafias criminales, la gloriosa inepcia de la justicia, la barbarie juvenil, el embrutecimiento publicitario, la malignidad de la televisión, los rapiñadores de Telefónica o los estibadores de ganado de RENFE. Que se dediquen al negocio y nos dejen morir de hambre, si es posible. Al fin y al cabo los salarios no han subido desde 1997. Mata, Nerón, incendia Roma, pero, por favor, no cantes...

Artículo publicado en: El Periódico, 1 de diciembre de 2007.

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3 de diciembre de 2007
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