Basilio Baltasar
La abolición de la pena de muerte en algunos estados norteamericanos ha sido festejada a bombo y platillo por unos pletóricos congresistas. Por lo visto han comprendido, después de tantas sentadas a la intemperie y de los airados libelos que han clamado justicia al cielo, la conveniencia de acabar con la bárbara costumbre de ajusticiar al reo.
Sin embargo no ha sido la convicción moral el motor de su nuevo rumbo político ni la sensibilidad por el sufrimiento ajeno el que les ha llevado a avergonzarse por las vidas truncadas en la silla eléctrica. Tampoco ha sido el temor a incurrir en el mismo delito que dicen perseguir, ni el remordimiento por tanta dureza de corazón.
Al parecer, la súbita compasión por los condenados a muerte y la alarma por los errores judiciales que las pruebas de ADN dejan al descubierto, procede del sencillo balance que han hecho los contables. El gasto del proceso legal al que todo condenado tiene derecho -una pléyade de abogados, fiscales, forenses y funcionarios enredados en apelaciones y peticiones de indulto- empezaba a salir muy caro a las arcas del Estado.