Vicente Verdú
Tantos años hablando de una prosperidad en ascenso convierten las actuales noticias de crisis económica en un oscuro regreso del pasado. La sensación es doblemente confusa. De una parte cuesta creer que unas hipotecas concedidas con ligereza o temeridad en Estados Unidos lleven a este contagio casi mundial de la insolvencia, pero, de otra parte, ¿cómo no aceptar que la experiencia de largos años de orgía fuera a desembocar en alguna clase de castigo?
La economía se comporta todavía como una categoría telúrica, tan imprevisible o más de prevenir que los fenómenos naturales, tan necesitada de tratamientos extraordinarios públicos, nacionales e internacionales, como requeriría una epidemia global cuya orientación excede a todo cálculo.
¿Será, sin embargo, así? ¿Cabe confiar en que la provecta edad del capitalismo y el fuerte interés del poder deje escapar de sus manos el rumbo de los acontecimientos tal como si se tratara "de una yola que cingla" y gambetea a su antojo?
De una parte desearíamos creer que no pero, de otra, nos conviene y conforta creer que sí porque de este modo la catástrofe se democratiza, pasa de las manos de la gigantesca multinacional o del potente fondo de inversiones al dominio del azar y ¿qué hay más consolador y desconsolador, genuinamente divino y profundamente humano, que la suerte de la suerte y la fatalidad de la fatalidad?