Marcelo Figueras
En este mismo sitio, hace pocos días, alguien me acusó de inocente. Me sorprendió, porque yo suelo enojarme con cierta gente por corrupta, necia, egoísta o violenta, ¿pero inocente? ¿Desde cuándo la inocencia se ha convertido en un rasgo negativo?
Ya lo sé: la pregunta es retórica. Hasta donde puedo ver, la inocencia está mal vista por lo menos desde que la Iglesia católica se consagró como poder mundial. El dogma sostiene que ninguno de nosotros es inocente ni siquiera en el primer día de nacidos, porque venimos a este mundo con algo llamado Pecado Original. O sea: manchados de origen. Por supuesto, existe la posibilidad de que nos quitemos de encima esa mácula, pero para ello necesitamos de los oficios de -adivinen quién- la Iglesia misma, sí. El Papa viene a ser el gerente de una tintorería espiritual, y por eso le conviene que todos estemos, nos sintamos, sucios: ¡más clientes para él!
Es verdad que la legislación moderna tiende a consagrar el principio inverso, según el cual todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario. Pero un legado cultural de siglos no se borra de un día para el otro. En el fondo, todos nos tenemos por pecadores. Y eso le conviene a la Iglesia, sí, pero muy especialmente a los pecadores de verdad: los corruptos, necios, egoístas y violentos de los que hablaba al comienzo, porque de esa manera diluyen responsabilidad en el mar generalizado de la culpa.
Es verdad que vamos perdiendo la inocencia con el tiempo: al reconocer en nuestro interior las pulsiones que criticábamos en otros, al vernos obligados a sobrevivir en la jungla social y económica. El error es considerar que la inocencia se pierde tan sólo una vez, por completo y sin vuelta atrás. Dejamos jirones, eso es cierto. Pero no por ello debemos asumir que perdimos la esencia de aquel sentimiento, de aquella manera de mirarnos y de mirar el mundo. Las cosas son más difíciles de lo que creíamos, mala leche. Todos recibimos más golpes de los que esperábamos.
Pero si la experiencia nos sirve tan sólo para justificar nuestra desconfianza, apaguemos la luz y vámonos de aquí. Desconfiar de todo y de todos pasa por inteligencia en muchos bares. A mí me sigue sonando a maravillosa excusa para no hacer nada, ni jugarse por nadie.
Hoy más que nunca necesitamos inocentes. No ingenuos: inocentes. Gandhi no era ingenuo, tenía la inocencia necesaria para creer que la no violencia era la mejor de las herramientas y el coraje para sostenerla. "Todos debemos amar la forma humana / En pagano, turco o judío; / Donde habita la Misericordia, el Amor & la Piedad / También habita Dios", decía William Blake en una de sus Canciones de Inocencia y Experiencia. Por favor no me digan que no debo creer, que no debo confiar, que no debo apostar por el otro. Este sentimiento insensato es lo único que me mantiene vivo.