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Volver a las dudas

Me cuestan las certezas. No voto convencido. Voto a la contra. No hago cejas, ni canto alegrías, tampoco soy un voluntarista de izquierda utópica, desunida y ex comunista. Y no me gustan los partidos confesionales, ni los de derechas, ni los nacionalistas. No me creo a Rosa Díez, aunque me gusten Savater y Pombo, escribiendo. Es decir: he votado caballo ganador. Sí, pero en mi descarga diré que he votado sin pasión. Aunque no me faltaron las ganas porque me pasé el fin de semana en Bilbao. Y eso del País Vasco, y algunas de sus enfermedades, nos hacen ser ciudadanos más conscientes de lo que es y no es la democracia.

Después de esa certeza que significa el acto de votar. De poner la confianza en unos y negársela a otros, quiero volver a mis dudas. A mis queridas dudas en la vida, la política, las gentes, el amor y otras soledades.

Antes de seguir con mis dudas, dar la razón al listo y sensato Adrián Vogel. Es listo. No pierde el tiempo con algunos artistas. No se entretuvo escuchando durante una hora y en directo a Mike Oldfield. Claro, que también se perdió el escenario, las voces y los coros que estaban muy por encima de los aburrimientos melódicos del británico. Concierto en el Guggenheim. Demasiado lugar para música tan olvidable.  Y es listo porque me recrimina, con mucha razón, mi comparación entre Arturo Fernández y Almodóvar. Retiro lo dicho. Y mantengo mis dudas. Lo dudo.

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10 de marzo de 2008
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El delicado equilibrio de la fe

Todos creemos en algo. Hasta el más recalcitrante de los escépticos, hasta el más desmelenado de los ateos. El sólo hecho de vivir nos conmina a creer -aunque más no sea creer que estamos vivos: todos y cada uno de nosotros otorgamos el beneficio de la duda al extraño percance de la propia existencia.

Subsistir en este mundo supone creer en una serie de convenciones -o mejor: de relatos- a los que nos sometemos (casi) sin cuestionamientos. Creemos en el derecho del Estado a la existencia, y en consecuencia en su poder sobre nuestras vidas. Creemos en el dinero. (Y en consecuencia en su poder sobre nuestras vidas.) Creemos en la ley. Creemos que el verde del semáforo nos habilita a pisar el acelerador, que las declaraciones de impuestos son inevitables, que la gravedad existe. (Aunque en realidad no exista como tal: no hay fuerza alguna a la que pueda llamarse ‘gravedad', se trata de una consecuencia en la distorsión del espaciotiempo.)

Esta disposición natural de nuestra especie a creer, esta práctica de consensuar relatos -empezando por el mismo lenguaje- que facilita que nos entendamos y que funcionemos en sociedad, nos predispone a cometer ciertos errores. Creemos demasiado. Juan Cruz lo sugería ayer en su columna del diario El País, citando a su vez al psiquiatra Vicente Mira. Nuestra tendencia a creer, a depositar la fe en algo (por lo general en un discurso o noción cuyo efecto principal es el de tranquilizarnos), puede teñir toda nuestra percepción y así predisponernos al tropezón, a la caída.

En estos días, sin ir más lejos, oí al presidente de un país latinoamericano sostener que una intervención militar en un país ajeno que no lo había agredido equivalía a una defensa de la soberanía de su propio pueblo. En un eco malsano, el presidente de un país de América del Norte utilizó su poder de veto para preservar el derecho de sus agentes a practicar la tortura. Esta gente está llevando su relato demasiado lejos. Nuestra fe en el sistema democrático -el aval de las mayorías a sus representantes, la confianza depositada en los instrumentos de la ley- no puede, no debe ser utilizada para avalar lo contrario del sistema, a saber, el vale todo, el poder omnímodo del Estado por sobre los ciudadanos, la violencia sin control. El sistema se ha dado límites a sí mismo, en la certeza de que los necesita. No se enfrenta la ilegalidad con más ilegalidad. Lo que un presidente democrático decide no es necesariamente democrático por carácter transitivo. No todo lo que hace un presidente, por más popular que lo certifiquen las encuestas, es necesariamente legal. De otra manera deberíamos concluir que todo lo actuado por Adolf Hitler, en su carácter de representante electo en las urnas, debería ser justificado en tanto complimiento de un mandato certificado por los votantes alemanes.

El pueblo español entendió bien la diferencia, al acudir ayer mayoritariamente a las urnas. A la muerte no hay que responderle con más muerte, sino con votos -o sea: con la práctica de la ley.

Yo no quiero que nadie mate a nadie con la excusa de que me está defendiendo. No pienso ser cómplice de esa violencia.

Creamos, sí. Pero sin ser crédulos.

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10 de marzo de 2008
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Quebrada matriz común

En una conferencia que pronuncié hace unas semanas en Colombia tuve que responder a la pregunta de una persona extraordinariamente perspicaz, afectada por la enfermedad de Down. Se trataba de un joven estudiante (de ingeniería creo recordar) que, al parecer, juega un papel muy activo en las movilizaciones estudiantiles, tanto estrictamente universitarias como referentes a problemas generales de un país a la vez tan fascinante y traumatizado como Colombia. Pues bien, la objeción a mi discurso que esta persona me hizo fue grosso modo la siguiente: "Usted ha vinculado, desde todos los ángulos posibles, la dignidad humana y la asunción de la discapacidad, refiriéndose siempre a ésta desde la vertiente de la debilidad. Pero...¿que hay de la discapacidad como fortaleza?"

Obviamente antes de esbozar una respuesta, era necesario sopesar la auténtica dimensión de la pregunta. El diálogo (durante y tras la conferencia) se deslizó hacia el problema de un sentimiento no contingente de incapacidad, mutilación e impotencia, que sería inherente a todo ser humano (quizás ya determinado por la fragilidad que conlleva nuestro nacimiento prematuro). Sentimiento que algunos tendrían la fortuna de superar, mientras que para otros, cualesquiera que fueran las condiciones físicas e intelectivas, sería traza que ensombrecería la entera vida.

El alma se apaga, creo recordar que es el título en español de un relato de Faulkner. Y cuando tal cosa ocurre, no sólo anda por los suelos la subjetiva moral necesaria para enfrentarse a los asuntos propios, si no también la objetiva moralidad que habría de regir la relación con cada uno de los demás y el sujeto colectivo que formamos.

El sentimiento de intrínseca e insuperable debilidad, difícilmente es fuente de confrontación verídica y sí lo es de búsqueda de consuelo. En una matriz quebrada se forja todo destino humano, pero sólo aquellos que tienen la suerte de experimentar que superan tal origen (condición-no suficiente-de lo cual es asumirlo plenamente) son susceptibles de responder a esa exigencia de veracidad que más arriba designaba con el término aristotélico de andreia.

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10 de marzo de 2008
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La víspera del día antes del después

Ustedes van a votar mañana al candidato menos peor. Yo no voy a poder hacerlo, ay de mí, porque me encuentro en ese lugar llamado "el extranjero". Pero mejor que no vote porque confundo a la gente y no quiero hacerle un feo a nadie.

Que la confundo quedó demostrado ayer. Estaba yo leyendo hacia la una de la madrugada cuando oí turbadores ruidos en el tejado de la casa. Mi actual refugio es un ático bajo viejas vigas, de modo que distingo hasta el paso de un gato. No era un gato. Me asomé al rellano y vi, no sin emoción, que un sujeto se estaba descolgando desde la claraboya de la cubierta. Alarmado, inquirí sobre los motivos de semejante conducta a tan altas horas de la noche. El individuo, que llevaba un saco en la mano, me miró sin recelo y pude advertir que era un árabe delgado y extremadamente educado. "Acabo de arreglar la antena de la televisión, monsieur, le deseo un prolongado descanso", dijo cortés y salió disparado escaleras abajo. Sosegado, regresé a casa en donde mi mujer se moría de la risa. En ese momento comenzaron los gritos del vecino de abajo que gritaba "¡al ladrón, al ladrón!", pero en francés, que impresiona más porque se les dice "cambrioleurs", palabra imponente y difícil de pronunciar. En efecto, supe luego que el malhechor iba huyendo de la policía por los tejados, tras haber asaltado la casa paredaña. Sólo entonces me percaté del ulular de sirenas. Luego me dijeron que había logrado huir, pero como son educados nadie añadió: "gracias a usted, pedazo de merluzo".

Durante unas horas anduve cavilante porque si me ponían en una rueda de reconocimiento iba a ser de escasa ayuda. Al haber advertido tan nítidamente el origen africano del salteador, no pude fijar ningún detalle, ni si tenía la nariz gorda, los ojos pequeños o el pelo cano. Deduje que a veces una identidad fuerte impide la identificación mejor que cualquier disfraz. De modo que lo más identitario es lo menos identificable. Imaginen ustedes si voy a poder votar entre dos candidatos tan idénticos. Me deberían retirar el derecho de voto. 

Artículo publicado en: El Periódico, 8 de marzo de 2008.

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10 de marzo de 2008
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Novelas después de Dumas

La semana pasada hablé de un trueque cubano: entrega de una computadora (o un computador, no hay un única manera de nombrar a esta máquina en el mundo hispanohablante) para conseguir la madera de una balsa y viajar por mar a Miami. Zoe Valdés, que es gran novelista, lo notó enseguida y puso en su blog la fotografía de la computadora. Me moría de la risa al ver en su documento un personaje que vive esta novela. Con la mano en la plancha en lugar de un ratón el hombre parece estar en la red y entonces ya, ya va navegando en la red.

Comenté el tema con varios amigos, discutiendo si se podía utilizar en una novela, hasta leer lo que para mí es una noticia casi filosófica, de las que obligan a entender nuestra época. Se trata de la noticia de la muerte de Iván Ríos, miembro del secretariado de las Farc a manos de su propio jefe de escolta, apodado "Rojas". El diario El Tiempo de Bogotá hizo una excelente cobertura periodística y se debe leer en detalle para enterarse de cómo Rojas se entregó a hombres del Batallón Ayacucho de Manizales (en el departamento de Caldas) con la mano derecha de Iván Ríos envuelta en un pedazo de tela camuflada y metida en una bolsa negra puesta en una cajita de icopor, llena de hielo y sellada con cinta transparente".

Es donde, a mi juicio, la noticia cobra una dimensión fenomenal. Claro, tal como lo dice El Tiempo, este asesinato constituye algo novedoso en las Farc, una traición que antes era de los paramilitares, pero lo que me interesa es esta mano derecha y el resto de la parafernalia traída por Rojas. Mató a su jefe por muchas razones pero no podía traer su cuerpo al ejército aunque era imprescindible la prueba de la muerte de Iván Ríos. En otros términos debía demostrar que su víctima era Iván Ríos y no otra persona.

Por eso, en el momento de entregarse a los soldados, Rojos tenía según El Tiempo cuatro "cosas" de Iván Ríos:

1.       Su mano derecha

2.       Su computadora portátil

3.       Su cédula de ciudadanía

4.       Su pasaporte

¿Qué es un hombre hoy en día?

1.       Una identidad genética única y huellas dactilares (mano derecha)

2.       Una memoria con capacidad para procesar información (computadora)

3.       Un estado civil en su país (cédula)

4.       La pertenencia a un estado reconocido al nivel internacional (pasaporte)

En las novelas de Alexandre Dumas, eran manchas y cicatrices en la piel, a veces una joya escondida en un vestido, que servían para establecer una identidad. Lo siento pero hay que reconocer la lucidez de Rojas: se terminó la época de Dumas. Hoy un hombre no se define por rasgos físicos sino por una acumulación de códigos (biológicos, informáticos o de referencia en una base de datos). Cada día será más difícil sacar una novela de la vida de un bandolero.

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10 de marzo de 2008
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Vivir para ver

Todos los amantes consiguen estimular su relación mediante las oportunas sorpresas, siendo la sorpresa -en el regalo, en el beso, en el encuentro, en el viaje- el mole del buen amor. El mole que mola en la relación picante y que la adoba hasta el apetitoso punto de su reinauguración.

Como un paño que saca brillo a la superficie de un objeto, la sorpresa realiza sobre lo conocido la función de devolverle luz. Cuando la relación se alarga y las sorpresas decaen, una humedad melancólica (una algia del corazón) se posa en la bandeja donde hasta momentos antes se servían acontecimientos impronosticados y conmovedores.

La previsibilidad es la madre de la descomposición. La rutina siempre actúa como un eficaz roedor de casi cualquier cosa y sólo cuando la edad no desea saber más, cambiar nada más, no conocer a más gente, lo rutinario cumple un papel feliz. La felicidad consistente en la conclusión o el acabamiento en un perfil personal y circunstancial que define y cerca la seguridad del territorio.

La edad avanzada halla en la rutina una confiada forma de protección porque un más allá desconocido se hace temible y un trastorno, cualquiera que sea, no conllevará sino algo peor. Antes, sin embargo, de ese último intervalo biográfico, la sorpresa es adrenalina, composición de color y sabor. Con la sorpresa, aumenta el nivel de deseo y degustación puesto que en el sistema general de la comunicación, la noticia es su máxima materia prima. Noticia y sorpresa se cruzan en su búsqueda de impacto. Es tanto más valiosa y emotiva una noticia cuanto más sorprendente es. En la prensa, en la televisión, en la publicidad, en la ciencia o en la religión, la noticia, el milagro, la hecatombe, la serendipity forman una comunidad de la misma naturaleza. Gracias a lo sorprendente creemos que el mundo no ha revelado todavía la totalidad de sus secretos, ni el amor o la película ha dado todo de sí. En consecuencia merece la pena permanecer aún en la sala. Vivir para ver.

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10 de marzo de 2008
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(Un paréntesis)

Imre Kertész y Péter Esterházy relatan su accidental encuentro con una popular figura literaria. Hoy parece inevitable que la alusión nos remita al modelo que sólo Kafka supo llevar a su más alta perfección teológica e ineludible que leyendo a los escritores húngaros nos resulte fácil imaginar al autoritario y sombrío funcionario. Cuando los autores reconstruyen el miedo que impone el aduanero, nos impresiona la vigencia de esta maquinaria de humillación espiritual. (Una historia: dos relatos. Galaxia Gutenberg).

/upload/fotos/blogs_entradas/diario_de_un_genio_med.jpgAntes de su desagradable tropiezo con el revisor, sentado en el vagón del tren que lo conduce a Viena, Kertész lee el Diario de un genio y medita el vínculo que Salvador Dalí dice haber descubierto entre el oro y las heces. Kertész sigue con dificultad el razonamiento del artista ampurdanés pero cree intuir el alcance de su hallazgo. Y es justo en el preciso momento en que el autor menciona a Dalí cuando siento un desagradable malestar, como si el nombre del pintor removiera antiguas aprensiones.

Y es en verdad muy extraño pues siempre he sentido simpatía por la avezada familia de los surrealistas. ¿A qué debo atribuir un rechazo que va en aumento hasta aflorar como declarada hostilidad? Lo cierto es que la inesperada reacción de mi organismo me produce al mismo tiempo un placentero alivio. Como si me hubiera quitado de encima un estorbo insufrible.

Molesto por haber ignorado durante quién sabe cuánto tiempo mi secreta aversión por Dalí, no me queda más remedio que averiguar de dónde procede tan furiosa manía. Aunque hace años organicé una exposición con grabados y pinturas de Dalí, no recuerdo haberlo hecho a regañadientes. ¿Tan hábil puede llegar a ser nuestra diligencia profesional?

Siguiendo la pista de mi animosidad me remonto, ¡nada menos!, a mis lejanos tiempos de estudiante en la universidad de Barcelona, cuando además de empeñarme en mil tareas me ganaba unas pesetas dando clases a obreros en paro. No necesariamente debía entusiasmarles escuchar mis disertaciones pero era un requisito de obligado cumplimiento que asistieran pues de otro modo no cobraban el exiguo subsidio que el Ministerio de turno les proporcionaba.

Entre los aburridos alumnos, todos ellos emigrantes procedentes de Andalucía, camareros y albañiles sometidos al capricho de la contratación temporal, había un catalán malcarado con gafas de aumento y cristales oscuros, un tipo alto de mejillas rosadas, un pagés del Pirineo.

Aquellos hombres curtidos, ridículamente sentados en pupitres de escuela primaria, me contemplaban con una sonrisa sardónica mientras yo me devanaba los sesos haciendo interesantes unas estúpidas lecciones de alfabetización obligatoria.

Yo firmaba las cartillas que cada semana los alumnos entregaban en la oficina de empleo, por irregular que hubiera sido su asistencia o escaso su interés por la cultura general. Pero mi buena disposición a engañar a los burócratas del Sindicato Vertical -causa de mi posterior despido- no fomentaba la complicidad que un joven lector de Gorki consideraba inherente a la condición humana. En realidad, a los contratados eventuales les parecía muy bien que yo cumpliera mi verdadera obligación. Algo que no merecía ningún comentario.

El único que demostró tener suficiente sentido del humor para detectar mi desconcierto fue el corpulento campesino pirenaico. Mientras tomamos una cerveza en el bar de la esquina, me contó afablemente su vida y los enrevesados episodios de un lamentable drama familiar. Revivió con lánguida resignación la pérdida de sus tierras de labranza y la apenada subsistencia que desde entonces llevaban él y su hermano gemelo. Iban tirando mientras se ganaban los garbanzos trabajando en la industria hotelera de la costa catalana.

En cierta ocasión, durante una de sus frecuentes temporadas sin empleo, se encontraron junto a la casa de Dalí en Figueras y decidieron probar suerte y entrar a pedir limosna. Tocaron la puerta y le explicaron al mayordomo su intención. Dalí les hizo pasar al salón y escuchó la desdichada historia de los gemelos haciendo divertidos comentarios sobre la precisión geométrica de sus rostros. Expresaba su admiración con entusiasmo y le maravillaba la sincronía cósmica que creía reconocer en la accidental aparición de los dos mendigos, a los que consideró como la encarnación de los extraviados Cástor y Pólux. Con fruición les explicó el significado del origen onírico del dinero que imploraban y la razón por la que no merecían recibir pura mierda. Esto es lo que dijo Dalí mientras los sacaba a la calle sin darles un duro.

El encuentro había tenido lugar un par de días antes. Los gemelos hacían auto stop por las carreteras de la comarca catalana cuando un coche atropelló por despiste al hermano y lo mató.

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9 de marzo de 2008
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Odio de perdedor

Dice el proverbio que a los amigos se les conoce en la cárcel y en la cama, pero la sola idea tiene un tufo de chantaje evangélico. Porque estuve en la lona y no me levantásteis. Lo cierto es que uno puede perdonarle al amigo que lo deje a su suerte en el pabellón o la crujía, pero no que le enseñe su lado más oscuro por quítame estas pajas. Me explico: antes que en la desgracia suya o mía, he conocido a mis peores amigos en la mesa de juego. Frecuentemente los ajedrecistas se jactan de ser especialmente inteligentes, pero vale la pena preguntarse si es siquiera prudente, ya no digamos hábil, dar tanta información sobre uno mismo. El que lee al jugador lee a la persona. Uno juega y devela su estrategia vital, además de sus fobias, caprichos y complejos menos presentables.

     De niño nunca me interesó ganar, me bastaba con que me hicieran caso. Afortunadamente, no puede uno perder todos los días y seguir lamentándose como si fuera la primera vez, o como si no fuera la constante. Uno va acostumbrándose, hasta desarrollar algún cinismo redentor que le permite sobrellevar derrotas grandes y pequeñas con la resignación del niño acorralado. Después, cuando aprendí a ganar en ciertos juegos propios de los vagos -el poker, la ruleta, el billar, el boliche-, lo hice de todas formas protegido por la cachaza de perdedor indiferente que había desarrollado desde la infancia. Casi diría que perder me divierte tanto como ganar, acaso porque mientras algunos de los otros sacan su lado oscuro, uso mi despreocupación como una atalaya desde la cual me asomo a esos abismos con la fascinación de un entomólogo y el pasmo de un ex amigo en ciernes.

     Los he visto gritar, amenazar y dar patadas al aire por una pinchurrienta mano de poker. Lanzar tablero y piezas al suelo después de un jaque mate. Agujerar la mesa a raquetazos y romper la raqueta contra la pared para vengar un punto de ping-pong. Y ojo: sólo en el primer caso se jugaba dinero, casi siempre poco. Uno empieza a sacar el lado oscuro cuando planta en la mesa una apuesta privada y secreta. El amor propio, por ejemplo. A la gente le gusta poner el amor propio en los dados. Juran que los controlan, mentalmente. Lo echan en cara del perdedor, como parte del pitorreo fanfarrón del que gana y precisa proclamarlo. Insisto en que la gente da mucha información de sí misma cuando juega y apuesta lo que no debe.

     A nadie simpatizan las recriminaciones fáciles de los acomplejados con piel de seda, pero de ellas se aprende lo que ninguna escuela nos enseña. El juego tiene la dudosa virtud de exponer las entrañas de la envidia, el rencor, la desconfianza, el narcisismo y las múltiples clases de mala leche de quienes no lo saben pero juegan a perder, aun si ganan. Pues cada vez lo que está en juego es tanto que no hay manera de cobrar las ganancias. Basta un juego de trivia entre ignorantes fatuos para que el ganador sea en adelante despreciado tanto como los perdedores menospreciados. Por nada, se diría, si al jugar no se hubieran delatado como pastores de tantos demonios.

     Hay un resabio de niñez podrida en esa propensión a tomarse los juegos de mesa o de salón como un indicador de las capacidades personales de cada cual. Hay, también, grandes oportunidades para dar nuevo aliento a las viejas antipatías que resucitan al calor de unos dados adversos. "Siempre me cayó mal el estúpido ése", dirá uno al salir. "Te dije que no sabe ni jugar, el pobre idiota", dirá el otro, a su vez. Y eso lo sé muy bien porque mi juego íntimo, que ahora y aquí ejerzo, suele acarrearme toda suerte de frustraciones, pues como tantos en este oficio temo que si no puedo escribir la novela no sirvo para nada en esta vida. Me odio entonces, como aborrecería uno al tramposo que le quita su casa con cartas marcadas. Me odio tanto que compro un nuevo lote de fichas y pido cartas, listo para perder quinientas veces antes de la primera victoria (igual que perdí un año escolar por jugar al billar, sin por ello aprender bien a bien cómo hacer una carambola de tres bandas).

     Me consuelo pensando que nadie va a enterarse.

 

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7 de marzo de 2008
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A Isaías, que en el 2009 no cumplirá los 43 años

El pistolero vasco que campa ejecutando las órdenes recibidas vive bajo la protección de una autoridad ancestral.

El pistolero no teme por su piel y no le afecta la incertidumbre del futuro. Por duras que sean las condenas recibidas en el caso de ser detenido y juzgado, y por larga que parezca la pena de reclusión, las tiene todas consigo: es miembro de una comunidad solidaria que le ofrece calor humano y reconocimiento social.

Al pistolero vasco no sólo se le garantiza el salario de subsistencia que lo exime de preocupaciones mundanas, sino que recibe algo muchísimo más importante: la absolución. Una absolución religiosa y civil.

Al caer en acto de servicio, la comunidad patriótica sacraliza al pistolero en el panteón de los héroes nacionales.

De ahí procede la osadía criminal del pistolero, pues para la comunidad patriótica religiosamente unida por el yugo sacramental del más antiguo de los mandamientos, matar no es pecado.

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7 de marzo de 2008
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Viejos, ancianos, abuelos (2)

Un poco de respeto para todos, en primer lugar para quienes han perdido la fuerza y ahora son vulnerables y se sienten indefensos. Sus personas, sus profundas arrugas y sus limitaciones físicas son dignas y no tienen por qué estar sujetos a la compasión, sino en todo caso a la comprensión. Nadie está obligado a quererles. No todos son unos viejecitos simpáticos y bonachones, algunos son tan insoportables como eran de jóvenes. Sencillamente tienen derecho a ser atendidos y protegidos por nuestro sistema, que para eso está. Más inversión en buenas residencias y en atención del tipo que sea para que la pérdida de facultades sea lo menos trágica posible para él y su entorno. Porque según están las cosas, ya no se trata de ahorrar para las vacaciones o para hacer un máster en el extranjero, sino para la vejez, para esa residencia privada que nos costará un ojo de la cara si no queremos dejarles el marrón a los hijos. Ahora entiendo a mi abuela cuando decía refiriéndose al dinero, "esto para la vejez", como si la vejez fuera el monstruo de las galletas.

Lamentablemente estos días hemos asistido al "ahorro" que el director de una residencia de la tercera edad de la Comunidad de Madrid quería imponer sobre los productos de primera calidad de los ancianos. Ha sido destituido, como correspondía. Lo que ya es más difícil de destituir es la indiferencia general hacia ellos. 

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7 de marzo de 2008
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El Boomeran(g)
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