Marcelo Figueras
Al ver su tapa en el estante de mi DVD club, me abalancé sobre Youth Without Youth con la avidez de un chico. Después de todo, Youth es la primera película de Francis Ford Coppola en diez años. Y para muchos, entre los que obviamente me incluyo, Coppola es más que un director de cine: es Merlín, el capitán Ahab y Orson Welles al mismo tiempo.
La película es desconcertante. Basada en una nouvelle de Mircea Eliade que desconozco, y deudora en efecto de muchos de los conceptos que Eliade desarrolló durante su carrera como filósofo e historiador de religiones -suyo es El mito del eterno retorno, noción que viene bien al caso-, Youth Without Youth narra en esencia un viaje místico. Dominic Matei (Tim Roth) es un profesor rumano septuagenario al que la descarga de un rayo somete a una extraordinaria transformación. Su cuerpo vuelve a la condición que tenía en la flor de la edad. La pérdida de todos sus dientes es la antesala de una nueva dentición: en el sentido más estricto, Matei ha vuelto a nacer. La presencia de Bruno Ganz en este segmento, encarnando al médico que cuida de Matei durante su reestablecimiento, hace mucho por remitir Youth Without Youth a visionarios como Werner Herzog y Wim Wenders, que en los 70 empleaban el cine como un instrumento privilegiado para estudiar la condición humana.
Mientras trata de habituarse a su nueva situación -la capacidad de absorber todo el conocimiento humano, la compañía de un doble al mejor estilo del dáimon griego-, Matei escapa del creciente poder de los nazis sin cejar nunca en su investigación en pos de los orígenes del lenguaje humano. La película asume un carácter episódico y concatena hechos con la lógica propia de los sueños -o mejor: del cine. Obsesionado desde siempre por la naturaleza del tiempo, sobre la que experimentó con éxito en Rumble Fish y torpemente en Jack, Coppola se monta sobre Eliade para escapar de las constricciones del tiempo lineal. ¿Por qué debería atenerse a ellas dentro del relato, cuando el cine le permite aquello que los humanos modernos tememos hacer con un temor casi atávico: desplazarnos en el tiempo, aun cuando sólo podamos leerlo en una sola dirección? ¿O acaso no re-experimentamos el pasado en presencia de un determinado perfume? ¿Y no sufrimos visitaciones del futuro, bajo forma de intuiciones que al concretarse llamamos destino?
En algún sentido Coppola hace lo de Matei: liberado de algunas de las constricciones de lo humano -que, dicho sea de paso, incluyen los condicionamientos de Hollywood- por obra y gracia de un rayo -esto es un haz de luz, como el que hiende la tiniebla de la sala de cine-, Coppola se lanza con avidez a hablar de lo que considera verdaderamente importante. La forma en que experimentamos el tiempo, los límites en nuestra capacidad de saber. Por supuesto, esas otras características de lo humano -la presión del mundo exterior encarnada por los nazis, la naturaleza inasible del amor- llenan su viaje de tribulaciones. En algún sentido la escena clave ocurre al comienzo, cuando Matei es abandonado por su primer amor, que le reprocha el hecho de no estar nunca del todo ‘allí’. Como la mayor parte de los artistas, como Coppola sin dudas, Matei nunca está del todo en el mismo sitio que su cuerpo. La gente puede verlo, incluso puede hablarle, pero Matei no está: su mente está visitando otro plano en simultáneo, una realidad hecha de elucubraciones, de otros tiempos, de fantasías que resultan tan elocuentes, tan atractivas, como el plano de lo real. Siempre es difícil convivir con un artista, que por definición lleva una doble vida aun cuando no salga a menudo de su casa. Youth Without Youth se convierte así en un paseo por aquellos escenarios mentales que Coppola visita cuando su cabeza está lejos de su cuerpo; en este sentido, su film merece ser releído como una (far from) home movie.
Película rara e inquietante, con momentos de enorme lucidez y otros que funcionan como callejón sin salida, Youth Without Youth es Francis Ford Coppola buscando el origen del lenguaje cinematográfico: aquel momento en que se hizo imprescindible crear el signo además de la cosa, aquel umbral que abrió a lo profano las puertas de lo sagrado.