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Las cuerdas inmarcesibles

Por 13 de marzo de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

Envidio esas iglesias donde la gente canta y hasta baila gospel, tanto como me habría avergonzado unirme al coro de buenos muchachos que cantaban en misa cada domingo De qué color es la piel de Dios. Aunque también es cierto que aquellas ñoñerías eran preferibles a la liturgia en seco. Me recuerdo llegando a misa de once a lomos de una moto roja marca Islo-Honda, con el motor rugiendo a la altura del Yo pecador, y un minuto después ya en la iglesia, con el casco estudiadamente bajo el brazo. Me veía como uno de esos pandilleros de utilería que al fin de la película resultaban presos, muertos o descalificados por la leyenda que en ciertas ocasiones la censura imponía: Los culpables fueron castigados de acuerdo a las leyes vigentes, o algo así de barato. Espectador escéptico, yo sabía que los malos de moto difícilmente pierden, como no sea por apetito épico.

     Cuatro motocicletas y otros tantos chilazos más tarde, mi asquerosa tendencia a sobrevivir subraya desde entonces hasta hoy un muy dudoso apetito épico. Si he de decir verdad, habíamos entonces algunos repentinos ex niños cuya más honda motivación para poseer una moto era cumplirnos finalmente el sueño de ir por la vida a ciento veinte por hora con una chica guapa pescada del abdomen. Cierto es que casi todas, por decir lo menos, apreciaban primero al aparato que a su dueño, y que de no tenerlo vibrando entre las piernas jamás le habrían dirigido el saludo, pero quince minutos con la ninfa detrás eran ya por sí mismos un largometraje.

     Con el paso de algunos desengaños penosamente idénticos, entendí que esa imagen de malviviente light ya no era suficiente. Comenzaba a sentirme una caricatura de una caricatura, urgía dar un salto cualitativo. Luego de varios meses de ahorrar pesitos escrupulosamente, reuní lo necesario para comprarme una guitarra eléctrica. Roja, como la moto. La experiencia, en principio, fue tan emocionante como gastarme tardes enteras con la guitarra colgada del hombro, sin mejores propósitos que el de irme acostumbrando, y con ese pretexto pasar lista obstinada delante del espejo del baño; o tan frustrante como descubrir que para hacer sonar ese aparato necesitaba de un amplificador.

     -Ya compramos el piano, ¿qué más quieres? Aprende a tocar piano y luego sigues con la guitarra -¿cómo explicar que aquella cariñosa propuesta de mis padres me parecía equivalente a convertirme primero en Richard Clayderman y después en Keith Richards? Una metamorfosis por demás dilatoria e incierta, pues ya sentía fuertes comezones por deslumbrar a las chicas veloces con mi pinta de malo enguitarrado. Armar mi banda, escribir las canciones y lanzar besos largos desde el escenario: tales eran las grandes prioridades, ya después habría tiempo para aprender a tocar la guitarra. Y por qué no, berrear en el micrófono, asumiendo con cierto orgullo punky que es uno más desentonado que el taladro del dentista.

     Mal podría intentar, con menos de quince años, bajarme de la moto para tocar el piano. Se sabe que las chicas veloces no suelen ser sensibles a la delicadeza del tecladista, como al estilo rudo del guarro del requinto. Lo pensé muchas veces, mientras acariciaba trastos y cuerdas y aguardaba el momento de encontrar a los otros prospectos músicos. Nadie, por otra parte, parecía dispuesto a darme clases de guitarra eléctrica. ¿Y si aprendía con una acústica? Ni hablar: iba a sentirme como los monigotes que cantaban en misa. Y yo quería hacer ruido, antes que méritos. Sólo que me seguía faltando el amplificador.

 

     La vendí años después, aceptando por fin que jamás tocaría una nota con ella. Y hoy que miro hacia atrás entiendo que si hubiera buscado un lugar al lado de los ñoños de la iglesia no sólo habría tenido pronto y vibrante acceso al sexo opuesto, sino seguramente me sabría unas cuantas pisadas de guitarra, tal vez no muchas más de las que precisó Sid Vicious en el bajo para hacerse leyenda. Finalmente, para estar en el bando de Sid Vicious no había siquiera que tener guitarra. Y si ahora prefiero envidiar a los fieles del gospel antes que rendir culto al pelmazo de Vicious es porque escucho La Divina Sassy y celebro en mitad de un rapto místico que aquel aprendiz de rufián nunca se haya comprado el amplificador, tanto como lamento su estúpido desdén por el piano. Con su permiso, pues, vuelvo a los cielos: I get misty just holding your hand.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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