Entre los dones que también procura la edad, al lado de los menoscabos, uno algo insólito consiste en el nuevo interés por atender a los demás en lugar de enviscarse obsesivamente en las repetidas cuestiones propias. Uno mismo llega a ser ya demasiado lo mismo, mientras los numerosos argumentos de los seres queridos de alrededor se revelan como versiones tan cercanas como diferentes del repertorio humano. Sin este don que ayuda a poner atención en los problemas del prójimo se perdería una larga experiencia de historias y meditaciones, visiones del mundo y prejuicios sobre las cosas que, en conjunto, componen un amenísimo programa para la tercera edad. Ni se trata ya de caridad ni de curiosidad tan sólo. Se obtiene un placer sabroso y fácil a partir de la felicidad del otro y crece un buen confort para la vida personal del confort que conseguimos en los demás prestándoles oído. Los otros son un profundo patrimonio. Sin ellos nos arruinamos en nuestras crecientes ruinas. Continuar, tras una edad, cultivando el yo resulta feo pero además nocivo. El narcisismo, como fumar o beber mucho, son inconsecuentes después de la juventud con la voluntad de vivir en armonía con el cuerpo y el mundo.
Y la armonía significa mucho más que un orden. Nada se hace más valioso en una edad avanzada que sentirse a bien consigo y contigo. Toda lámina de serenidad conquistada en este tiempo equivale a un gozoso recostamiento con la naturaleza a la que combatimos, colonizamos, excluimos o cabalgamos en otras épocas. Ser como la naturaleza, ni más ni menos, consiste en hallarse entretejido, no ser nada como individuo ni como proyecto aislado. Interesarse por los demás no significa otra cosa que adentrarse en otros espacios humanos por los senderos más naturales y así culmina el círculo de este don amoroso. Somos más felices aproximando nuestro curso al curso de los otros e induciendo también a que ellos asuman una actitud similar y, en el aumento total de las interconexiones, el texto humano nos lea y nos eternice.
