Marcelo Figueras
La semana pasada fui a un acto escolar en que mis sobrinos mellizos y sus compañeros de tercer grado homenajeaban a sus abuelos. Me sorprendió que el homenaje adoptase la forma de un popurrí televisivo, con los niños recreando viejos programas; y pensé entonces que, en efecto, la generación de sus abuelos era la primera que no había construido recuerdos comunes de la forma más tradicional -a partir de los hechos de su época, de los usos y costumbres sociales, de los titulares de la Historia- sino con la ayuda de esa invención tecnológica que se aplicó desde su nacimiento a fabricar recuerdos a escala masiva: la televisión.
Ahora, además de los recuerdos personales, todos nosotros tenemos recuerdos compartidos por el hecho de haber disfrutado de los mismos programas. Gente que no se cruzó nunca ni tuvo relación alguna produce una empatía instantánea apenas encuentra coincidencia en la visión de tal o cual show: de repente, somos casi como hermanos. ‘¿Te acordás de Sábados circulares de Mancera? ¿De El club del clan? ¿De Tato Bores?’ Y eso porque todavía tenemos la experiencia de una época en la que primaba la producción nacional. Aquellos que ya contamos más de cuarenta cambiaremos sin duda de repertorio no bien cruzamos la frontera: en la Argentina, yo crecí disfrutando de cómicos como Balá y Marrone y Dringue Farías y los uruguayos de Hupumorpo, de telenovelas como Rolando Rivas, taxista y de programas infantiles como el del Capitán Piluso -ah, Alberto Olmedo… Imagino que cada uno de ustedes en sus países podría recitar su propia lista sin esforzarse demasiado. Pero en el futuro las listas se harán todavía más comunes, más compartidas. Siempre habrá un programa de éxito local, pero será la excepción. Las preguntas serán las mismas aunque seamos japoneses, turcos o chilenos: ‘¿Te acordás de Lost? ¿De E.R.? ¿De Los Soprano?’
Habrá quien sienta inquietud ante esta novedad, la de millones de personas desconocidas compartiendo los mismos recuerdos. ¿Supone esto homogeneización, una pérdida en materia de idiosincracias? Yo no lo creo necesariamente, pero después de todo soy de los que tiende a ver el vaso medio lleno. Es cierto que la televisión es vehículo de entretenimientos vacuos (ese programa imbécil que alguna vez mencioné, con participantes que deben atravesar orificios en un muro de telgopor, es un formato japonés que ya tiene sus versiones en Europa y también en USA), puro escapismo, control social en formato electrónico. Pero también es cierto que la comunidad de intereses, de imaginación y de deseos que a la literatura le llevaba siglos construir (‘¿Leíste Moby Dick? ¿Y Crimen y castigo?’) y que el cine acortó a tan sólo años (‘¿Viste El Padrino?’), se arma en tan sólo una temporada cuando la televisión hace algo bien, cosa que, seamos sinceros, ocurre cada vez más seguido. Quizás en un futuro no tan lejano, el hecho de haber vibrado con las mismas historias en la India, en Bolivia y en Sudáfrica nos ayude a entendernos mejor y a compartir ya no recuerdos y sueños sino también realidades: más justicia social, menos discriminaciones, igualdad entre los sexos (todos ellos) -en suma, un mundo mejor.