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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Rara avis (3)

Señalaré dos últimas osadías.
    El viajero del siglo es una novela que habla, y donde se habla, de cosas que para Neuman importan de verdad. Lo cual resulta inusual en una cultura que privilegia las bajas calorías.
Puede que Europa como posibilidad, la filosofía y los pros y contras de la traducción no sean temas esenciales para el común de sus lectores. Pero lo que no podemos negarle a Neuman es que ha sido fiel a preocupaciones que encuentra esenciales.
Como argentino que vive en Europa, y más precisamente en Granada, desde hace tantos años, Neuman es lo que la novela define como un poeta viajero, esto es un poeta que no está del todo en ninguna parte –como Hans, como la misma Wandernburgo.  
    Por eso mismo, la conversación sobre el alma del migrante que la novela pinta en una tertulia resulta conmovedora. Porque al poner puntos de vista contradictorios en voces variopintas, Neuman revela que no precede desde la complacencia, sino que por el contrario, se cuestiona su circunstancia.
    Un escritor que se cuestiona. He aquí una expresión que en otros tiempos era natural y últimamente se parece cada vez más al anacronismo.
    El hecho de que Neuman no se proponga como el reservorio máximo de la sabiduría sino que la busque, y hasta la encuentre en otro, también resulta sorprendente. Neuman no tiene prurito alguno en zanjar esa discusión citando a otro escritor, Chretien de Troyes, que dijo lo siguiente. Los que creen que el lugar donde nacieron es su patria, sufren. Los que creen que cualquier lugar podría ser su patria, sufren menos. Y los que saben que ningún lugar será su patria, esos son invulnerables.
    Finalmente, El viajero del siglo es una historia de amor. No insistiré aquí en la falta de propiedad que entraña el afecto en los escritores de hoy y sus obras. Sin embargo Neuman insiste con el tema, y deja que Hans y Sophie creen un romance que aunque transcurre entre libros tiene poco de libresco. Un amor que se cuestiona a sí mismo, del mismo modo en que los traductores se cuestionan si su menester es traición o recreación, y que emerge de todas las pruebas lleno de salud, abrazando lo humano con todas sus imperfecciones. (Esta es una novela que deja claro en sus primeras páginas que los peditos pueden ser encantadores.)
    Como tiene la manía de sentir, a Neuman le consta que el amor es una efusión original, pero que amar al otro significa traducir, recrear para el amado con signos nuevos aquello que nuestro corazón tiene por claro y evidente. Es decir que entiende no sólo que el amor entraña un viaje, sino que además ese viaje es imprescindible para definirnos como personas.
    Los hombres respetables le temen más a una revolución en la cama que a la anarquía política, dice Sophie. Y ella, como su nombre lo indica, sabe de lo que habla.
    El viajero del siglo es, por último, una novela que se niega a terminar sin plantearse aquello que todas las novelas deberían plantear. ‘¿De dónde sale la belleza?’, pregunta Sophie en una carta. Y Hans le responde: ‘De la fugacidad y la alegría’.
    Esta novela pasa fugaz a pesar de su extensión, y se lee tal como fue escrita: con alegría.
    Como lector, le estoy profundamente agradecido a este escritor que logró el objetivo de parecerse en algo a Goethe: ser como él ‘un lector eterno, hablar un montón de idiomas, conocer todos los países, estudiar todas las épocas’.
    Hay algo de invulnerable en Andrés Neuman.



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7 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Dentro del bosque

La agenda de Obama es una tremenda fábrica de noticias. Aunque sus viajes y actos públicos estén perfectamente programados y sus sherpas hayan preparado el terreno con cuidado extremo, todos sabemos que los siete días de viaje en el Air Force One empezando por Moscú, siguiendo por Roma y terminando en Accra, la capital de Gana, producirán imágenes y anuncios de esos que con más frivolidad que reflexión solemos llamar históricos: y en este caso lo son si se comparan con las jornadas que la actualidad de los deportes y de los espectáculos nos depara cada día bajo el marchamo de la historia.

Las nuevas relaciones con Moscú, reseteadas como se hace con un ordenador, ya han producido el primer efecto-anuncio en forma de drástica reducción de armas estratégicas. Se espera que produzcan más: la obligación de este orador excelente que es Obama y de su eficaz equipo de escritores es fabricar un discurso que reivindique el Estado de derecho, anime a los ciudadanos rusos a exigir seguridad y libertades y a la vez no moleste a las autoritarias autoridades del Kremlin. Toda una contorsión, que Obama ya ha realizado en otros pagos, como en El Cairo al dirigirse al mundo musulmán. Veremos si la conseguirá en su viaje a la Rusia eterna. La faena que deberá realizar en L?Aquila, la localidad devastada por los terremotos no lejos de Roma, es más sencilla. Pero la reunión del G8 en todos sus múltiples y adaptables formatos le proporcionará conferencias de prensa, fotos y situaciones también difíciles con Hu Jintao o Silvio Berlusconi, cada cual con su incómoda especialidad, o con Benedicto XVI, que tiene también la suya. ¿Saldrá con Hu la represión terrible que se abate sobre los uigures? ¿Conseguirá esquivar los gestos de incómoda complicidad de Berlusconi? ¿Cómo se enfrentará a las exigencias del Papa sobre células madre, aborto y matrimonio homosexual? La sustancia de la agenda no permite despistes. Tiene muy poco tiempo para avanzar en el compromiso contra el cambio climático, si quiere que la Cumbre de Copenhague de diciembre sea un éxito. No puede resbalar en la política de no proliferación nuclear, que afecta de una forma u otra a todos los grandes conflictos abiertos, incluidos los de carácter bélico, como son Irak y Afganistán. No debiera dejar que la Ronda de Doha siguiera pudriéndose en un mundo en crisis y sometido por tanto a una nefasta presión renacionalizadora y proteccionista. La crisis financiera y la recesión, con sus exigencias de coordinación, están todavía ahí. Le queda el último capítulo, probablemente el más agradecido, que es su viaje oficial a Gana, donde pronunciará otro discurso dirigido al mundo en desarrollo. El presidente de orígenes africanos se dirigirá desde Africa a los países que pugnan por salir de la miseria y la pobreza y que en muchos casos no han conseguido escapar de una estéril culpabilización de Estados Unidos. Obama se halla ya muy adentro del bosque de su presidencia, donde los problemas se agolpan como árboles gigantescos y los caminos se cruzan y confunden como las disyuntivas que se plantea cada día antes de tomar una decisión. Este viaje, el tercero en el que cruza el Atlántico como presidente, es una demostración de la complejidad de una escena internacional que se mueve muy lentamente mientras las dificultades se amontonan. En la superficie, apenas nada ha cambiado, y aunque se han producido ya muchos pequeños movimientos esta nueva presidencia está acuciada por la urgencia de obtener resultados tangibles y bien pronto, a riesgo de empezar a perderse en otro bosque, el de las palabras y los discursos.



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7 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Del sujeto sobre sí mismo

Como escritor, creo que no me he separado jamás de mi conciencia de ciudadano. Considero que donde va uno, debe ir otro. No recuerdo haber escrito una sola palabra que estuviera en contradicción con las convicciones políticas que defiendo, pero eso no significa que haya puesto alguna vez la literatura al servicio directo de la ideología que es la mía. Por supuesto, eso sí, al escribir procuro, en cada palabra, expresar la totalidad del hombre que soy. Repito: no separo la condición de escritor de la de ciudadano, aunque no confundo la condición de escritor con la de militante político. Es cierto que la gente me conoce más como escritor, pero también están quienes, con independencia de la mayor o menor relevancia que reconozcan en las obras que escribo, piensen que lo que digo como ciudadano común les interesa y les importa. Aunque sea el escritor, y solo él, quien lleva sobre los hombros la responsabilidad de ser esa voz. El escritor, si es persona de su tiempo, si no se quedó anclado en el pasado, tiene que conocer los problemas de tiempo en que le tocó vivir. ¿Y qué problemas son los de hoy? Que no estamos construyendo un mundo aceptable, bien por el contrario, vivemos en un mundo que va de mal en peor y que humanamente no sirve. Atención, por favor: que no se confunda lo que reclamo con ningún tipo de expresión moralizante, con una literatura que dice a la gente de qué manera debe comportarse. Hablo de otra cosa, de la necesidad de contenidos éticos, sin ningún trazo de demagogia. Y, condición fundamental, que no se aparte nunca de la exigencia de un punto de vista crítico.



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7 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Bloom y la defensa nostálgica del canon

A fines de los ochenta, yo trabajaba en la biblioteca de la universidad de Alabama y veía llegar a los carritos para ordenar los estantes una enorme cantidad de libros cuyo editor era Harold Bloom. Se trataba de una serie de lecturas críticas de autores canónicos; lo que hacía Bloom era leer todo lo que se había escrito sobre un autor y seleccionar los artículos que consideraba más representativos de la crítica. Bloom escribía el prólogo. Me gustaba leer esos prólogos porque solían ir al corazón de una obra.

Bloom compaginaba esa labor con su propio trabajo crítico. En su lectura psicoanalítica, Bloom sugería que todo autor trataba de construir su obra a partir de la lectura de sus precursores; los grandes autores eran los que, gracias a lecturas "fuertes", se imponían a la "ansiedad de la influencia" y creaban un universo poético o narrativo propio; los demás, prisioneros de lecturas "débiles", no hacían más que girar en torno al universo literario de otro autor.

A fines de los ochenta y principios de los noventa, la universidad norteamericana se fragmentó en batallas identitarias que dieron fin con la posibilidad de un canon literario guiado por valores estéticos universales. La estética era un valor más a analizar en un conjunto en el que también importaban el género del autor o el grupo étnico al que pertenecía. La universidad de Stanford, por dar un ejemplo, decidió reemplazar en su lista de libros obligatorios para los estudiantes una obra de Shakespeare por las memorias de Rigoberta Menchú. Esa ampliación del canon no le sentó bien a Bloom. A partir de esa época, el crítico de Yale dejó de escribir para la academia y se empeñó en una cruzada populista en procura de una defensa del canon sustentada exclusivamente por valores estéticos.

En La república mundial de las letras, la crítica francesa Pascale Casanova ha demostrado la imposibilidad de una construcción del canon a partir de valores universales. Siempre se juzga a partir de un lugar, de una conciencia, de unos prejuicios; el valor de un autor, su "capital literario", se debate en un mercado en el que influyen la opinión de los críticos, los editores, los agentes, las traducciones, las tendencias, etc. No se puede acusar a Casanova de esgrimir una lanza a favor de cierta política de la identidad, como lo hacen los colegas de la universidad norteamericana contra los que despotrica Bloom. La lucha de Bloom es, digamos, cada vez más quijotesca. No importa: libros como The Western Canon (1994) son ridiculizados por sus colegas, pero han logrado trascender los reductos exclusivistas de la academia. Curioso caso el un antipopulista, ferviente defensor de autores "fuertes" y lecturas "difíciles", que termina su carrera buscando legitimación en el lector común.

En uno de sus ensayos-crónicas en De eso se trata, Juan Villoro ha dejado un testimonio conmovedor del Bloom lector y profesor, alguien capaz de recitar de memoria versos de Shakespeare y de defender la literatura como el discurso sagrado de una época. No todo lo anacrónico merece perderse.

(La Tercera, 4 de julio 2009)



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6 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Atrapados en la ola

No alcancé a ver, durante la muestra de cine alemán, el controvertido filme “La ola”. Sin embargo, pocos días después alquilé una copia con subtítulos al español a través de las redes underground de distribución. La vimos en casa junto a varios amigos y el debate nos dura hasta hoy, pues hay demasiadas coincidencias para que lo contado en ella sea pura casualidad entre nosotros. Muchos de los elementos que la película muestra como característicos de una autocracia no me sorprenden. Fui una pionerita uniformada ?al final me alegro, porque sólo tenía una muda de ropa fuera de la saya roja y la camisa blanca de la escuela? y repetí cada día un gesto que, al compararlo con el brazo ondulante de La ola, éste último me parece un juego de niños delicados. Mi mano se tensaba y con todos los dedos unidos señalaba a mi sien, mientras prometía llegar a ser como un argentino que había muerto quince años atrás. Aquel saludo militar apuntaba a mi cabeza como un arma, a modo de auto-amenaza que me obligaba a cumplir con el ?Pioneros por el comunismo, seremos como el Che?. Yo también creí haber nacido en una Isla elegida, bajo un sistema social superior, guiada por el mejor de los líderes posibles. No eran ?arios? los que nos gobernaban, pero se autotitulaban ?revolucionarios? y eso parecía ser un estadio más evolucionado -el escalón más alto? del desarrollo humano. Aprendí a marchar, me arrastré en clases interminables de preparación militar y supe usar un AK antes de cumplir los quince. Mientras, las consignas nacionalistas que gritábamos pretendían esconder el éxodo de mis amiguitos y la dependencia que teníamos del Este. Pero nuestra autocracia produjo resultados inesperados, muy alejados del fanatismo o la veneración. En lugar de soldados de ceño fruncido, engendró apáticos, indiferentes, gente con máscaras, balseros, descreídos y jóvenes fascinados por lo material. Tuvo también su recua de intolerantes -quiénes, si no, forman las Brigadas de Respuesta Rápida? pero el sentimiento de pertenecer a un proyecto colectivo que sería una lección para el mundo se esfumó como la falsa esencia de un perfume barato. No obstante, nos quedaron los autócratas, el profesor Wenger siguió parado frente al aula gritando y exigiéndonos levantarnos una y otra vez de la silla. El nuestro no es un experimento que dure una semana ni que implique a unos pocos alumnos en un aula. Nuestra actual situación es la de haber sido atrapados en La ola, engullidos y ahogados por ella, sin haber podido tocar nunca la playa.



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6 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Se hará lo que se pueda

 

 

 

Acabo de ver en todos los periódicos a un torero en la primera página. No es la primera vez, ni será la última, que éste torero, José Tomás, de purísima y oro, de valentía y sangre, llena con esa emoción intrasmisible la retina de los que le hayan visto. Los que  quieran ver. Los que sepan ver. Nada se puede imponer. Tampoco nada se debería negar por decreto. No sé cuanto tiempo durara ésta fiesta, este arte, pero sí que mientras haya toreros como José Tomás habrá fiesta. Aunque sea clandestina. Mientras haya tomasistas, habrá tauromaquia. Esa pasión que tiene que ver con la zona emocional más incomprensible y profunda de un pueblo llamado España. También se puede ser español desde el lado contrario, desde el que niega, ignora o desprecia esa fiesta mortal. Pero en éste ruedo ibérico cabemos todos.

Conservo en mi retina algunas de las mejores faenas que se han podido ver en ésta fiesta desde los años setenta a nuestros días. Por mi emoción han pasado Curro Romero, Antoñete, Rafael de Paula, Paco Camino, Manolo Vázquez, Esplá, Joselito o los jóvenes Morante de la Puebla, Castella, Talavante, El Juli...pero después de haber estado el día cinco de Junio de 2008 en Las Ventas- mi compadre Sabina fue el conseguidor- creo que sólo podría recordar la misma belleza, el mismo clamor interior construido con silencios- como dice Matías Antolín- o esa belleza callada del toreo de la que hablaba Bergamín ante una tarde de Rafael de Paula, precisamente con este torero gitano ya retirado, con el sevillano Curro Romero o con el madrileño Antoñete. Ellos son, de los que yo he podido ver, al lado de José Tomás los que hacen que sea hermoso creer en esta fiesta, perseguir esta belleza.

Me tengo que reunir con mi amigo Matías Antolín -que recorrió España de maletilla, que es un descreído vital, un querido excéntrico con chaleco, un hablador que sueña silencios y un escritor rápido como una guillotina - porque desde hace años es el más fiel seguidor de las tardes sangrientas y las puras, de las tardes grandes y de las gloriosas y que de todas ellas acaba de publicar un libro: "José Tomás. Toreo de silencio", que es un apasionado acercamiento a éste hombre, a éste artista al que en la plaza sólo le falta morir. Eso fue lo que al gran Juan Belmonte le dijo una vez Valle Inclán. El silencioso maestro contestó: "Se hará lo que se pueda"

Alguna vez han comparado a Tomás con Belmonte, algo cercano a un valor suicida les une. Pero yo no creo que con Tomás haya que hacer lo que decía El Guerra sobre Belmonte: "El que quiera verlo torear, que se de prisa". Belmonte no murió por un toro. No cayó en la plaza. Belmonte se quitó la vida de un tiro, por amor o por vejez. Pero desde su libre voluntad. Yo quiero que con Tomás, con Matías Antolín, con Sabina con otros amigos podamos seguir disfrutando de toros y vida, en Madrid o en Pontevedra- con Ramón Rozas-, en Barcelona, en Casa Leopoldo, con Rosa. O en Casa Perico, en la muy febril calle de la Ballesta. La tauromaquia es un erotismo. Aunque no sea un amor mercenario. Es una forma de placer más profunda. Más verdadera.



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6 de julio de 2009
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Nihilismo

Un compañero de universidad, traductor en otros tiempos de Aristóteles a la lengua catalana, me decía socarrón que quizás yo hacía una interpretación del arranque de la Metafísica  excesivamente cargada de optimismo antropológico. Cuando el filósofo de Estagira  nos dice que por genuina disposición  "todos los humanos  aspiran a la lucidez", no estaría explicitando un rasgo universal de nuestra especie, sino más bien avanzando un criterio de selección de un restringido grupo cuyos miembros merecerían cabalmente el calificativo de humanos.

Socarronerías aparte, tal es quizás el sentimiento profundo al que se responde cuando se considera no ya legítimo sino inevitable que la inmensa mayoría de la humanidad quede realmente excluida de toda tarea espiritual, cuando se acepta no ya que la ciencia y el arte sean cosa de un sector social, sino que lo sea también el sentimiento festivo digno de tal nombre. "¡Orgasmo sideral¡"  reiteraba en fingido éxtasis, un locutor de una cadena pública de radio, al final del encuentro futbolístico de Roma. Sin duda otros tienen una  concepción diferente (y auténticamente festiva) del orgasmo. El problema es que puedan llegar a pensar que tal concepción es exclusiva de ellos. A un periodista que- hace ya dos lustros- me inducía a felicitarme del incremento del número de profesores de filosofía, le respondí que - al igual que pasa con el erotismo- lo importante para un ciudadano no es tanto garantizar  la práctica filosófica de  otros sino la práctica filosófica propia. Me respondió que se trataba quizás de una concepción excesivamente optimista de la ciudadanía.

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6 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los muertos

Nos acordamos con gran dolor de quienes quisimos y ya han muerto, pero la muerte llega a ser aún más intensa que nuestro dolor. En su interior, la densidad de la atmósfera es incomparablemente mayor que nuestra infinita melancolía y, al cabo, hace del ser que amamos más una parte leve de su mundo paradójicamente más decisiva que la gravedad del nuestro. Al evocarlos, los muertos que amamos tanto, traspasan fácilmente la barrera de su desaparición y llegan a nosotros enseguida, pero al llegar carecen por completo de peso o de realidad, esa carga central de la que les ha desposeído la muerte para siempre. Ese potente y odioso mundo, en fin, succiona para sí el espesor de nuestros seres queridos y apenas nos permite recuperar una descolorida lámina de ellos. Son ellos, sin duda, pero inexplicablemente simplificados y casi transparentes, desprovistos de olor y de peso,  de toda temperatura capaz de abrazarnos cuando intentamos abrazarlos, de toda habla para responder cuando les hablamos. Seres que perviven siempre pero sólo dentro del autoclave de la muerte. Siguen vivos allí pero sólo en cuanto han permutado su cuerpo por la estela de su desaparición. Siguen vivos en la muerte  pero ya, para siempre, serán de una humanidad casi insípida, materia prima de la mortalidad, laminada para apilarse en el colosal almacén de la muerte.



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6 de julio de 2009
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La vida privada de María

Juan Benet decía de ella que tenía un nombre ferroviario, por sus iniciales: M.V.Z. Nos conocimos todos en Madrid a mitad de los años 1970, aunque María Vela Zanetti era entonces la más joven de un grupo de ‘literati' usuarios nocturnos del pub Dickens, al que iba, decía, de mera oyente. Escuchaba bien, en efecto, pero no paraba de hablar cada vez que se hacía una pausa o en los momentos tiernos. Mucho más instruida (y no sólo en los libros) de lo que era entonces usual entre las chicas de veinte años, María Vela también tenía otra virtud muy apreciada en el grupo: humor. Y todo el mundo se hacía cruces de su belleza, que sigue ahí, mantenida sin quemazón por el fuego del tiempo.

     Aunque su padre era de Burgos y ella misma emitía a veces unas señales castellano-leonesas muy contundentes bajo su aspecto de ondina de los fiordos, las siglas figuradas de su nombre y sus apellidos no parecían referirse ni a Madrid ni a Valencia ni a Zaragoza, los nudos ferroviarios que Benet tenía en mente, con su acendrado fanatismo por la Renfe. María parecía entonces, y eso se fue acrecentando, una viajera de los grandes expresos que circulan desde Mónaco (Mónaco di Baviera, por supuesto) a Venecia, pasando, aunque no sé si esto lo permite la red, por Zagreb.

    Guardo unas fotos suyas, unas cartas breves, unos recuerdos imborrables y unos libros de poesía sucinta, gracias a Dios no adscrita a la llamada poesía del Silencio, ese recuelo del peor (si es que lo hay) Valéry y del peor Jabès. María sorprendió a sus fieles (y a algún infiel como yo) publicando en 1987 los estupendos versos de ‘José', un libro en el que había un poema llamado ‘Retrato de Otelo' que empezaba así: "No entiende de colores tu hermosura". A ‘José' le siguieron, ahora me entero, diez más; yo sólo tengo seis. También leíamos todos, asombrados de que un suplemento como ‘El País de las Tentaciones' las publicara, sus crónicas de moda, verdaderos camafeos corrosivamente esmaltados de alta cultura, gracia coruscante y sólido conocimiento de la materia tratada. Eran demasiado buenas para ese contexto, y un buen día desaparecieron, para dejar más espacio al ‘manga' y al ‘indie'.

    Nada me había preparado, sin embargo, para el libro que M. V. Z. acaba de publicar en la selecta editorial Trama o  -dicho como los editores lo dicen en la portada, bajo un manto de conspiradores levemente disimulados- Trama editorial. El libro se titula ‘Maneras de no hacer nada' y consta de 158 páginas y de una de las prosas de más llamativa calidad que yo haya leído en mucho tiempo, si bien la presentación que se da de la autora en la contraportada, tal vez obra suya, dice que "María Vela Zanetti es una perfecta desconocida en el mundo literario, y tal como ella espera, lo seguirá siendo tras la publicación de estas páginas. Su más persistente deseo es permanecer a la sombra de su luminosa vida privada, monótona pero llena de satisfacciones".

    Dietario, miscelánea de cuentos y viñetas y memorias, centón de listas de amores y odios al modo de Perec o Charles Dantzig, las mejores piezas de este libro trepidante y sereno, utilitario (hay recetas de una cocina que parece comestible) y disolvente, son obras maestras del género epiceno, el género que únicamente se vende -cuando se vende- en establecimientos recónditos, y cuya manufactura desafía las leyes de la demanda y el espacio exterior. Es difícil destacar un texto sobre otro, pero yo destaco dos. En ‘Los padres pueden saltárselo', que se abre con una cita juguetonamente ‘shakesperiana', María Vela glosa unas palabras de Strindberg que ya me habría gustado conocer a mí de niño, y de adultos a todos los miembros del clan de los Panero: "la familia es un restaurante que siempre pasa factura". Y la prefiguración de su propia muerte, en ‘Maquíllate o muere', pasa con envidiable soltura de lo grotesco a lo sublime. "¡Por fin seré vela en un entierro!".

    Tendrían que pedirle a María Vela Zanetti los lectores, y ojalá seamos muchos, que deje de querer tanto a sus perros y a su vida privada en el campo, y se produzca menos intermitentemente, más ciudadanamente, en la plaza pública de la literatura.

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6 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Rara avis (2)

El viajero del siglo me impresionó como la perfecta encarnación esa rara avis que es Andrés Neuman. Una novela que hace todo lo que se supone que las novelas de hoy (y en particular las novelas escritas por argentinos) no deben hacer.
    Es larga, cuando se nos demanda que seamos breves.
    Ocurre en Europa, durante un tiempo pretérito que no tiene nada de tópico. Ni Guerras Civiles, ni Inquisiciones, ni dictaduras sangrientas. Neuman opta por un momento del siglo XIX que fue puro interregno, cuando el imperio napoleónico se desintegraba y todavía no se había insinuado lo que habría de venir –un momento, en suma, que como nuestro presente era pura posibilidad.
    Consecuentemente Neuman se pone en la piel de personajes que son de todo menos argentinos. Esto es algo que casi nadie hace aquí en estos días, lo cual conlleva el mensaje tácito de que esto es algo que no debe hacerse. La imaginación de los escritores locales lleva tiempo analizando la perspectiva de presentarse a moratoria, y por eso no hacemos otra cosa que concebir personajes argentinos, contemporáneos y que, si se puede (bendita Gripe A, que caíste como anillo al dedo), no salgan nunca de casa.
    Pero Neuman, para variar, hace otra cosa. No sólo elige como protagonista a un viajero de profesión, sino que lo hace detenerse en una ciudad que, dado que se llama Wandernburgo y wandern significa, en efecto, andar o bien caminar, es ella misma una ciudad móvil. En la novela de Neuman nada se queda quieto –ni siquiera la tierra.
    Otra de sus rupturas pasa por los personajes. En el tiempo de las literaturas del yo, donde los personajes son más bien veladas versiones del Autor, al punto que a veces ni siquiera se toman el trabajo de buscarles nombres distintos del propio, Neuman crea personajes robustos y llenos de vida. Y los habita con generosidad shakespiriana, permitiéndose ser todos ellos, sin despreciar ni siquiera a los más reprobables.
    Del repertorio –una transgresión más, y van…- los que más me gustan son las mujeres. Sophie Gottlieb y Liza Zeit son verdaderamente entrañables.

    También me complace que Neuman no intente ni por un segundo convencernos de la objetividad de su relato. A la manera de Dickens, bautiza a sus criaturas con total alevosía, definiéndolas ya desde el nombre. Dado que Wandernburgo misma se mueve, resulta lógico que los viajeros se alojen en la posada del señor Zeit, o sea Tiempo: simple coherencia einsteniana. Sophie es la encarnación del amor de Dios, como su apellido deja en claro. Y los dos hombres que se disputan su amor revelan a simple llamada por cuál de ellos debemos apostar. Hans es la roca sobre la que Sophie puede construir una vida, a pesar de que se trata de un intelectual y por ende de un artista del hambre. En cambio Rudi es rico, pero inconsistente.
     Hans. Rudi.
     ¡Hans! Rudi…

(Continuará.)



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6 de julio de 2009
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El Boomeran(g)
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