
Eder. Óleo de Irene Gracia
Edmundo Paz Soldán
A fines de los ochenta, yo trabajaba en la biblioteca de la universidad de Alabama y veía llegar a los carritos para ordenar los estantes una enorme cantidad de libros cuyo editor era Harold Bloom. Se trataba de una serie de lecturas críticas de autores canónicos; lo que hacía Bloom era leer todo lo que se había escrito sobre un autor y seleccionar los artículos que consideraba más representativos de la crítica. Bloom escribía el prólogo. Me gustaba leer esos prólogos porque solían ir al corazón de una obra.
Bloom compaginaba esa labor con su propio trabajo crítico. En su lectura psicoanalítica, Bloom sugería que todo autor trataba de construir su obra a partir de la lectura de sus precursores; los grandes autores eran los que, gracias a lecturas "fuertes", se imponían a la "ansiedad de la influencia" y creaban un universo poético o narrativo propio; los demás, prisioneros de lecturas "débiles", no hacían más que girar en torno al universo literario de otro autor.
A fines de los ochenta y principios de los noventa, la universidad norteamericana se fragmentó en batallas identitarias que dieron fin con la posibilidad de un canon literario guiado por valores estéticos universales. La estética era un valor más a analizar en un conjunto en el que también importaban el género del autor o el grupo étnico al que pertenecía. La universidad de Stanford, por dar un ejemplo, decidió reemplazar en su lista de libros obligatorios para los estudiantes una obra de Shakespeare por las memorias de Rigoberta Menchú. Esa ampliación del canon no le sentó bien a Bloom. A partir de esa época, el crítico de Yale dejó de escribir para la academia y se empeñó en una cruzada populista en procura de una defensa del canon sustentada exclusivamente por valores estéticos.
En La república mundial de las letras, la crítica francesa Pascale Casanova ha demostrado la imposibilidad de una construcción del canon a partir de valores universales. Siempre se juzga a partir de un lugar, de una conciencia, de unos prejuicios; el valor de un autor, su "capital literario", se debate en un mercado en el que influyen la opinión de los críticos, los editores, los agentes, las traducciones, las tendencias, etc. No se puede acusar a Casanova de esgrimir una lanza a favor de cierta política de la identidad, como lo hacen los colegas de la universidad norteamericana contra los que despotrica Bloom. La lucha de Bloom es, digamos, cada vez más quijotesca. No importa: libros como The Western Canon (1994) son ridiculizados por sus colegas, pero han logrado trascender los reductos exclusivistas de la academia. Curioso caso el un antipopulista, ferviente defensor de autores "fuertes" y lecturas "difíciles", que termina su carrera buscando legitimación en el lector común.
En uno de sus ensayos-crónicas en De eso se trata, Juan Villoro ha dejado un testimonio conmovedor del Bloom lector y profesor, alguien capaz de recitar de memoria versos de Shakespeare y de defender la literatura como el discurso sagrado de una época. No todo lo anacrónico merece perderse.
(La Tercera, 4 de julio 2009)