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Ian Michael, hispanista británico y novelista de los bajos fondos españoles

El distinguido medievalista y catedrático en Oxford Ian Michael, nacido en Gales en 1936, ha muerto en Madrid y cerca de los escenarios de alguna de las novelas policiacas que a partir de 1979 empezó a publicar en inglés con gran éxito y fueron debidamente apareciendo en español editadas por Grijalbo y traducidas, la mayor parte, por el escritor Antonio-Prometeo Moya.

Michael, un hombre inteligente, jovial y muy locuaz (su castellano era impecable, y rico en los modismos de regusto clásico que no pocos estudiosos extranjeros conocen y usan mejor que los hablantes nativos), desarrolló una brillante trayectoria académica en las universidades de Manchester y Southampton, hasta suceder en 1982 al legendario Sir Peter Russell como titular de la King Alfonso XIII Chair of Spanish en la Universidad de Oxford, donde coronó su carrera y se jubiló, instalándose a vivir permanentemente en un céntrico piso madrileño. Autor de trabajos de investigación sobre El libro de buen amor y La Celestina entre otras obras, preparó, en la recordada colección de Clásicos Castalia ediciones de referencia del Poema de Mío Cid y, a finales de 2006, ya en su retiro, una largamente trabajada y monumental edición crítica de los Milagros de Nuestra Señora de Berceo, de la que se sentía, y con razón, muy orgulloso.

Ese sabio meticuloso era un Ian Michael que albergaba a otro, de nombre falso o supuesto, David Serafín, que se dio a conocer de modo inesperado, incluso para quienes le conocían bien, en 1979, con la publicación de una novela del género negro llamada Saturday of Glory pero toda ella situada en la capital de una España efervescente que vive la histórica Semana Santa de 1977, en medio de las tensiones de la legalización del PCE y la inminencia de las primeras elecciones democráticas. En ese relato de perfecta construcción y ritmo trepidante, Serafín da la clave de su propuesta narrativa con este aviso de autor incluido en la primera edición española del libro, Sábado de gloria (1983): "Aunque los personajes que aparecen en la presente novela son ficticios y sus actividades totalmente imaginarias, se ha hecho el mayor esfuerzo posible por situar tanto unos como otras entre hechos auténticos y en lugares reales". El mecanismo serafiniano quedaba rotundamente expuesto en la segunda de sus novelas, publicada en castellano ese mismo año con el fiel pero no muy seductor título El metro de Madrid, Madrid Underground en el original, donde de nuevo el protagonista y maestro de ceremonias es el comisario Luis Bernal, una creación muy notable del detective deductivo y avispado que aparecería en las seis novelas de Serafín.

El Metro de Madrid, para mi gusto la obra maestra de la serie (que estuvo, por cierto, en un tris de ser llevada a la pequeña pantalla con José Sacristán de protagonista), tiene en su primera página el mapa de la red del ferrocarril subterráneo de Madrid, "con las principales estaciones que aparecen en este relato"; una estratagema de erudito que quiere situar sus fuentes a la vez que demuestra el conocimiento profundo del subsuelo madrileño. Cada capítulo lo encabeza el nombre de la estación de metro donde la acción sucede o tiene relevancia argumental. Lo cual nos lleva a los bajos fondos, que es el terreno donde este siempre pulcro aunque chispeante catedrático de literatura le gustaba, al menos como observador, moverse, o reinventar, en Madrid pero también en otras capitales españolas a las que el esforzado Bernal se desplaza para resolver sus casos criminales. En cierto modo, los seis títulos que revalidan el mérito del narrador policial que es David Serafín pueden también entenderse como un vademécum de la Transición y una guía viajera de la infinita curiosidad y conocimiento de nuestro país que tenía el autor-profesor: desde las cloacas del poder más elevado a los suburbios, llegando a Cádiz, a las Canarias y a la Costa del Sol, donde El Ángel de Torremolinos cerraría la segunda vida imaginaria de Ian Michael.

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29 de julio de 2020
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Descongelación

Durante tres largos meses todo permaneció cerrado excepto los supermercados, por lo que empezamos a mirarlos de otra manera. No nos quedaba nada más, ni un café, un teatro o una peluquería que nos ayudaran a absorber la energía de los otros. Algunos acudíamos a diario al único espacio público que nos estaba permitido, aunque fuera solo para observar el color de las verduras y olfatear el aroma del pollo asado. Todo pasaba a formar parte de la anormalidad, excepto la cesta de la compra. La expresión "grandes superficies" resulta ampulosa y excesivamente técnica para definir un lugar tan orgánico, donde la idea de primera necesidad se condimenta con una pizca de curiosidad y otra de hallazgo. Nunca había contado con exactitud su número de pasillos, tampoco calibrado la altura de sus estanterías, inaccesibles para la estatura media de las mujeres españolas. El súper jamás ha gozado de un aura de prestigio pues su significado queda reducido a la mecánica doméstica, pero su esencialidad, en plena epidemia, nos ha hecho replantearnos nuestra relación con esas cuatro paredes que nos alimentan.
 
¿Acaso no representan los supermercados un trazado secreto de anatomía humana? La visita promedio no dura más de 15 minutos, de los que solo utilizamos el 30% para seleccionar lo que vamos a comprar; el resto, igual que pasmarotes, lo dedicamos a una vagancia ineficaz. Muchos de ellos instalan en sus entradas una metafóra de su aparato respiratorio, con profusión de flores y plantas a fin de poner una nota verde clorofila que te da la bienvenida y te despide al salir. Al fondo, suelen ubicarse los estómagos -los segundos platos: carnes y aves, pescados, etc-; en el centro el hígado: bebidas, legumbres, frutas y verduras, mientras en un lateral reposan los órganos que hay que mantener en frío, en especial la cabeza. El cambio de temperatura te informa de las ventajas de lo fresco junto al enorme freezer que mantiene intactos los lácteos y, a puerta cerrada y sobre hielo, los intestinos custodian todo aquello que pueda crujir sobre un mar de aceite hirviendo.

"Se nos ha quedado el corazón congelado", me dice una cajera de hombros cargados y dedos torcidos que recuenta la tensión acumulada tras haber observado la crispación de muchos clientes, también el lacónico retraimiento que se ha instalado nuestra manera de volver a empezar. Aún no hemos conseguido deshacer el bloque de hielo que nos ha endurecido, y ya no sabemos si lo deshelará el rabioso sol de verano, o si se romperá en mil pequeños pedazos.

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29 de julio de 2020
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Última Thule


Busquen un águila culebrera. Trae suerte
 

El mes de agosto no existe, es un fantasma de mes que este año se hace aún más inasible e inasumible. En los tiempos en que aún se bailaban boleros era famoso, quizás por lo escéptico, aquel que comenzaba con: "Dímelo en septiembre, si me quieres de verdad". Los amores de agosto son tan fantasmales como el mes mismo. Así que también yo me esfumo hasta septiembre, no sin antes desearles un descanso total, hasta de la vida, y enviarles mi última acuarela de verano.

Andaba yo por la ribera del poderoso Nalón cuando me encontré con una viejuca encogida, cubierta de sayas negras, sobre dos piececitos presos en botas deportivas, pero armada con un tremendo teleobjetivo más grande que ella. "¿Qué?", le dije, "¿al acecho?". Con sereno orgullo me mostró el teleobjetivo: "¿Será por esto? Ya ve, pesa tanto que cárgolo en brazos como si fuera mi hija y bien pudiera serlo: mire unos nietos". Y comenzó a pasar por la pantalla fotos de martines pescadores, de somormujos, de chochines, de la rara buscarla y de un cormorán con las alas puestas a secar que a saber por qué se habría internado tanto río arriba. Así le dije y me respondió como a un niño tontoide: "¡Pues por la jambre! ¿Por qué iba a ser?". En eso estaba cuando de golpe ambos sentimos una sombra sobre nuestras cabezas. Rauda como un pistolero del Oeste empuñó el teleobjetivo y disparó a gran velocidad un montón de veces contra el cielo. Vi entonces dos rapaces que subían girando con la térmica. La viejita comentó con desprecio: "¡Bah!, dos ratoneras, cada día es más raro pillar águilas culebreras, aquí las hubo a cienes. Mal día de caza. Vaya usted con Dios". Y se alejó con su hija en brazos, disgustada, cabeceando y sin dejar de escrutar el río. Así que, busquen un águila culebrera. Trae suerte.

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28 de julio de 2020
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La cosecha que no se acaba

En América Latina, al inventar, contamos la historia, que a su vez tiene la textura de un invento, porque es desaforada, llena de hechos insólitos y de portentos oscuros. Los hechos desafían a relatarlos. Se saben novela, y buscan convertirse en novela. De allí la fascinación incesante por las dictaduras y los dictadores.

Me gusta recordarlo cuando vuelvo a las páginas de Democracias y tiranías en el Caribe, un libro escrito en los años cuarenta del siglo pasado por el corresponsal de la revista TIME, William Krehm, en el que desfilan los déspotas de nuestras banana republics de Centroamérica, época de la política del buen vecino del presidente Franklin Delano Roosevelt. Es un reportaje, pero parece más bien una novela, o incita a verlo como novela.

Ese término banana republic, que luego se convirtió en una marca de ropa, fue creado por O, Henry, uno de mis cuentistas preferidos, en su novela De Coles y Reyes, escrita en el puerto de Trujillo, en Honduras, donde se había refugiado tras huir de Estados Unidos, acusado de desfalcar un banco en Austin, Texas. En Trujillo había sido fusilado en 1860 el filibustero William Walker, quien quiso apoderarse de Centroamérica, y de allí partían ahora los barcos bananeros de la "flota blanca" hacia Nueva Orleans.

El libro de William Krehm es un verdadero bestiario político. Empieza con Ubico, disfrazado de Napoleón, sigue con el general Maximiliano Hernández Martínez, dictador de El Salvador, teósofo y rabdomante, que daba por la radio conferencias espiritistas, y a quien no tembló el pulso para ordenar en 1932 la masacre de cerca de 30 mil indígenas en Izalco; el general y doctor en leyes Tiburcio Carías Andino, de Honduras, cuya divisa era "destierro, o encierro, o entierro"; y el general Anastasio Somoza García, de Nicaragua, con su zoológico particular en la loma de Tiscapa, donde los reos políticos convivían rejas de por medio con las fieras.

En términos contemporáneos, el dictador se convierte en la literatura hispanoamericana en una tradición que iniciaría en 1926 don Ramón del Valle Inclán con la publicación de Tirano Banderas, dictador de la ficticia Santa Fe de Tierra.

Pero, en realidad, la primera novela que se escribe sobre este tema es El Señor presidente, que Miguel Ángel Asturias empezó a esbozar en Guatemala en 1922, cuando tenía 23 años, y continuó en París entre 1925 y 1932, y que no se publicaría sino en 1946 en México.

El dictador, y la manera cómo las vidas son alteradas y trastocadas bajo su peso sombrío, siguió pendiente en nuestra literatura como una obsesión que no había manera de saciar, en la medida en que estos personajes de folclore sanguinario, que de tan reales se vuelven irreales, no desaparecían del paisaje.

En Yo el Supremo, de 1974, Augusto Roa Bastos regresa al siglo diecinueve para retratar al doctor Gaspar Rodríguez de Francia, obcecado con la eternidad del poder mientras en la soledad de la Casa de Gobierno, se lo va comiendo de puro viejo la polilla. Ese mismo año aparece El recurso del método de Alejo Carpentier, y al siguiente El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez. Un ciclo que se extiende hasta La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa, de 2010.

La tendencia a leer la historia como una novela, o a tratar de recrearla como una novela, sigue viva, y siguen vivos los tiranos. Aún hay que agregar a esa lista negra a los del siglo veintiuno, pues seguimos siendo pródigos en producirlos. Nicaragua es un ejemplo.

 

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27 de julio de 2020
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Ilustres fans

 

No escribió ni una línea pero tuvo a quien lo hizo por él: el filósofo comadrón de la conducta humana, Sócrates, y el primer escritor fan de la historia, Platón, que oyó elucubrar al maestro, le siguió hasta el final y le dio voz, sentido y encarnación en sus Diálogos. El fenómeno de la adoración entre semejantes se repite en la literatura. Nada sabríamos de La Boétie, muerto a los 30 años, si su íntimo amigo Montaigne no le hubiera sacado del anonimato y publicado su obra. Otras veces, el seguidor tiene aspiraciones propias pero las pone a la sombra de la figura mayor: Trelawny oscureciéndose en sus Memorias fúnebres de Byron y Shelley, Eckermann como interlocutor de Goethe en sus Conversaciones, el poeta José Luis Cano perfilando de cerca a Vicente Aleixandre en Los cuadernos de Velintonia.

De una editorial recién descubierta, Hatari Books, que edita con esmero y elegancia buenos libros en torno al cine y la literatura, he leído el recomendable Recordando al Sr.Maugham. Según el modelo de otro clásico del género fanático, la vida del Dr. Johnson de Boswell, uno de los grandes guionistas de Hollywood, Garson Kanin, hizo una operación similar tomando como imagen de culto a W. Somerset Maugham, novelista y dramaturgo hoy desprovisto del renombre que tuvo (aquí lo rescata ahora Atalanta).

Maugham fue la antítesis de Henry James, quien quizá fue su némesis; sus roces, sus afinidades, sus escaramuzas, las cuenta Kanin dando el rango debido a James pero defendiendo el astuto desequilibrio de Maugham, capaz de lo más rancio y lo más atrevido. Kanin anota día a día, y, tan buen dialoguista, traza un vivaz retrato de grupo de la intelligentsia de la primera mitad del siglo XX, con W.S.M. de héroe central y antihéroe: locuaz y tartamudo, inseguro y altivo, promiscuo y no infiel. Un escritor de talento que vendió una parte de él al éxito.

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23 de julio de 2020
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Buen lugar


En Asturias la conciencia y la urbanidad son considerables, y es la comunidad con menos infecciones de la península
 

Este mes de julio anduve por tierras asturianas para visitar de nuevo ese prado verde casi suizo, a pesar del inevitable destrozo de la codicia inmobiliaria y municipal. En Oviedo ya llevaban la mascarilla puesta antes de que fuera obligatorio. Eso, en la comunidad con menos infecciones de la península. Quizás tal sea la causa. Tengo para mí que el virus va siendo tanto más destructor allí en donde hay menos cabeza y más alcornoque. En Asturias la conciencia y la urbanidad son considerables, sólo la supresión de los cursos internacionales de música Princesa de Asturias pone una mancha de secarral en la impecable verdura.

Tanto Oviedo como Gijón son ciudades guapas, peatonales, aseadas, arboladas con cientos de magnolios e igual número de terrazas apenas ruidosas. Las mujeres son altas, atléticas, caminan erguidas, prestan atención a la vestimenta, pero sin vanidad, y van todas con mascarilla. La gran plaza Mayor de Gijón la ocupa entera un concurso infantil de ajedrez con cientos de chavales. Los padres se han retirado a distancia y desde allí observan con simulado desinterés. Es un lugar de gente poco pretenciosa, aunque consciente de su valía. Quizás por eso, aquí no ha hecho mucho daño el destructivo virus identitario. Alguna infección hay, porque el amor a la patria crece sobre todo allí donde se le abona con estiércol administrativo, pero aquí sólo vive teñido de autoironía, como si guiñara un ojo. Así leo en un chigre esta admonición: Nesta sidrería pue cantase. La identidad da pie a la broma porque se toma en serio, pero con sobriedad. Y en un comercio de quesos, este bello juicio: Non ye fame ye viciu. Una invitación al consumo de cabrales que ni siquiera el fantasmal ministro de la cosa querría reprimir.

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21 de julio de 2020
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Gran hurto

Soy Wanda Lopetegui, ladrona de bolsos. Los que me conocen aseguran que lo más femenino de mi comportamiento es el volcado, sobre la cama, del contenido de los bolsos recién sustraídos. Así no es de extrañar que cuando el botín resulte numeroso sea difícil establecer una relación entre contenidos y continentes. Sin embargo ayer, un documento, de tres hojas grapadas, fue fácil de relacionar, gracias al nombre y apellidos de una de las personas citadas, con uno de los DNI del botín, aunque no con otros objetos. El documento, de inusitado interés, iba a suponer un brusco y espectacular cambio de rumbo en mi existencia. 

 

“En Zaragoza, a quince de octubre de dos mil dos. Ante el notario XXX del Ilustre Colegio de esta Capital, comparece Doña Consuelo Balbín Gracia, Duquesa de La Peñaza, mayor de edad, viuda, vecina de Chodes (Zaragoza), Camino de la Cantera, 27, con DNI XX.XXX.XXX, para manifestar que es viuda de Don Pablo Sánchez de Espliego y Caracortada, fallecido en Toledo el día 15 de noviembre de dos mil uno y que ante la posibilidad de que pudiera fallecer o quedar incapacitada antes de que la transmisión de la herencia de su esposo quedara concluida, y no queriendo que su hija María Jesús, nacida el 16 de marzo de 1958, pudiera perjudicar a sus hermanos, declara, Doña Consuelo, que una de sus hijas, María Jesús, no es hija de su marido, Pablo Sánchez de Espliego y Caracortada, sino de Pedro Enrique de la Calle y Belío, diplomático, ya fallecido.”

 

 

Sin problemas, gracias al DNI me personé en el domicilio de María Jesús Sánchez de Espliego y Balbín para ofrecer mis servicios. Yo iba a ser la nieta del jornalero al que se le encargó echar en un muladar el cuerpo de la niña, fallecida a los tres días del parto, fruto de la ilícita relación entre Consuelo y Pedro Enrique, nacida meses antes que María Jesús. Mientras que ella, la injuriada, sería fruto legítimo, hija matrimonial, con todos los derechos, de Consuelo y Pablo, disuelta la relación adúltera al conocerse el primer embarazo, el ilegítimo. A cambio, pasarían a ser de mi propiedad Los Cabrales de la Cueva del Estiércol, El Rincón de la Cañada del Vasallo y El Hato de Tierra Muerta, todo en la provincia de Cuenca, y, también, algunas obras de arte, como un par de estampas de Goya y un Greuze moderadamente libertino.  

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21 de julio de 2020
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Contrapunto entre mezquindad y grandeza

En el año 2003, cuando era profesor visitante en la Universidad de Maryland, me senté frente al televisor una noche de marzo para ver el ritual de la entrega de los premios Oscar de ese año, esa larga y aburrida ceremonia que tiene tanto del glamour de las revistas del corazón, y tanto de excelsa mediocridad.

Soportaba la larga ceremonia porque esperaba su momento cumbre, cuando Elia Kazan habría de recibir el Oscar por su obra de toda la vida. Algunas de las estrellas de Hollywood que ocupaban las butacas del teatro cumplieron la consigna de no ponerse de pie, ni aplaudir, mientras otras lo aclamaban. Y yo me sentía parte de los dos bandos. 

Una parte de mí me decía que alguien que había denunciado a sus compañeros ante el tribunal de la inquisición montado por el senador Joe McCarthy para perseguir a los sospechosos de izquierdistas y comunistas como herejes, en el clímax de la guerra fría, no merecía siquiera un desvelo; y la otra parte me retenía en el sillón porque se trataba de unos de los directores que más he admirado.

En abril de 1952, Elia Kazan se presentó a declarar ante el Comité contra Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes, que entonces sembraba el terror entre intelectuales, escritores y cineastas, inmediatamente después que había participado en la ceremonia de la entrega de los Óscar de ese año, nominado para recibir el premio al mejor director por Un tranvía llamado deseo.

La pregunta acerca de si es posible separar la política y el arte no es la correcta en este caso. Importa poco, y cada vez importará menos, la biografía política de Kazan, miembro del partido Comunista primero, y luego, reacio a que sus ideas artísticas tuvieran que ser aprobadas por algún burócrata de corte estalinista, renunció a su militancia.

La verdadera pregunta se abre al confrontar el hecho de que se hubiera sentado frente a un tribunal inquisitorial para suministrar una lista de sus compañeros de oficio, peligrosos para la seguridad nacional de Estados Unidos. Y peor la contradicción, cuando recordamos que en sus películas exaltó siempre la libertad del individuo en contra de la injerencia del estado, la misma que defendían Tennessee Williams y Arthur Miller; esa injerencia totalitaria que McCarthy, un fanático, representaba.

El conflicto se presenta entonces entre arte y ética, y no entre arte y política. ¿Cómo aceptar que alguien que fue capaz de realizar Nido de ratas, haya sido antes capaz de arruinar para siempre a otros de su mismo oficio al denunciarlos? Mezquindad contra grandeza. Los delatados, actores, dramaturgos, guionistas, camarógrafos, mucho de ellos inmigrantes pobres como el propio Kazan, no volvieron a recibir jamás un contrato en Hollywood. 

Y no lo hizo por miedo, según confesó él mismo, sino "por principios", aunque al mismo tiempo de condoliera de la suerte de alguna de sus víctimas, entre las que se hallaba nada menos que Dashiell Hammett, el gran maestro de la novela negra. Tuvo "remordimientos por el costo humano" provocado, pero no se arrepintió, porque consideraba "haber hecho lo correcto para proteger su carrera, y porque creía que, de lo contrario, hubiera beneficiado al Partido Comunista", y por tanto no tenía ninguna culpa que expiar.

Quienes se oponían a que Elia Kazan recibiera aquella noche el Oscar por la obra de su vida, lo que alegaban era estas razones éticas, y no la excelencia de sus películas, que está fuera de toda discusión. ¿Es posible separar una y otra cosa, admiración y condena? Intenté hacerlo entonces, frente al televisor, y no lo logré. Intento hacerlo de nuevo ahora, cuando se vuelve a hablar tanto de la conducta de los artistas y de las consecuencias de esa conducta para su obra, y tampoco lo he logrado.

Hubiera preferido un Elia Kazan convencido de que la delación no cabe en ninguna escala ética, ni se puede vivir con ella. Así lo creyeron Chaplin y John Houston, que se fueron al exilio, y Humphrey Bogart, que tampoco se doblegó. Ése Elia Kazan, y no el que se sentó frente al rabioso comité cazador de brujas, pero cuyas películas seguiré viendo con la misma admiración, aunque a alguien se le ocurra ponerlas en una lista negra.

George Steiner recuerda a Wagner y a Céline, odiosos antisemitas. A Heidegger, "el más grande entre los pensadores y el más mezquino entre los hombres", admirador del Führer. "Así pues, tal vez nuestra suerte sea no llegar a conocerlos", dice. Pero estar dispuestos a defender que sus obras son imprescindibles y nadie debería ni expurgarlas ni prohibirlas.

En una de sus reflexiones más rotundas sobre el arte de escribir, Flaubert afirma que su mayor aspiración era desaparecer detrás de sus libros, y no al revés, cuando la personalidad del autor, y sus opiniones, o su conducta, se vuelven más importantes y conocidas que su propia obra literaria. Desaparecer detrás de un libro, de una película, de un cuadro.

A fin de cuentas, si a un autor de lo traga el olvido junto con su obra, nada tendrán que decir los siglos. Pero si la obra sobrevive con su propia majestad, es la que nos seguirá importando.

 

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20 de julio de 2020
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No llegamos al mundo como libros en blanco

 

No llegamos al mundo como libros en blanco. Ni el más elemental viviente llega al mundo como papel inmaculado.

Vemos la primera luz con los ojos de un cuerpo que será el nuestro, provisto de un código genético y un sistema nervioso sobre el que sí será posible escribir, y sobre el que escribirán, con mayor o menor pericia, con mayor o menor sensibilidad, con mayor o menor crueldad, los que ya estaban vivos antes que nosotros.

Digamos mejor que llegamos al mundo como un papel ya pautado sobre el que poder plasmar una melodía: la nuestra.

En esa melodía intervendrán los demás, sobre todo al comienzo, pero llegará un momento en que también nosotros mismos le iremos añadiendo frases a la música, siempre problemática y a menudo desigual, de nuestra estructura vital.

Hay mucha niebla cuando vemos la primera luz. Llegamos a un territorio de brumas acumuladas desde hace milenios y fórmulas coaguladas que a menudo ahogarán en nosotros todo indicio de verdadera identidad, obligándonos a vivir en el olvido de nuestro propio ser, y a menudo la ración de dolor será muy superior a la ración de placer. Y muchas veces, esa excesiva dosis de sufrimiento va a depender más de cómo hemos ido configurando nuestro ser que de las situaciones explícitas que irán jalonando nuestros pasos por la vida.

Apenas cumplimos los tres años, ya estamos provistos de todas las herramientas que la cultura pone a nuestra disposición, si bien no siempre vamos a saber utilizarlas, y con frecuencia se volverán contra nosotros como escorpión que lanza el aguijón contra su propio organismo.

Muchos seres no llegan a ser, muchos vivientes jamás conquistan una vida digna y razonablemente feliz. La vida es un arte muy difícil, pero ¿qué arte no lo es?

Este libro trata de ese arte y de cómo modificar nuestro destino cuando por razones diversas, y a menudo sin querer, nos acercamos a abismos que ni siquiera imaginábamos. Para asimilar ese arte que tanto puede transformar nuestra existencia, que tanto puede iluminar nuestra vida, será necesario hacer un viaje por los códigos fundamentales del ser humano. Hay caminos que surgiendo de la niebla conducen a la niebla, y hay caminos que, surgiendo de esa misma niebla, van llegando a tierras donde la bruma no es tan densa y uno puede palpar, como se palpa un cuerpo amado, las dimensiones más habitables de la existencia.

-Introducción de La posesión de la vida-

 

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20 de julio de 2020
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Poemas que atraviesan las rejas

Escribir en el encierro. En pleno cuarto mes de cuarentena, volví a buscar esta crónica que publiqué hace un cuarto de siglo en el diario La Nación de Costa Rica. Corría aquel lejano invierno de lluvia y calor en San José, y yo me pasé un par de semanas en dos cárceles del valle central acompañando a un grupo de educadores que realizaban talleres de poesía para presas y presos. Fue una experiencia transformadora para mí. Aprendí mucho de humanidad de esas personas enjauladas. Eran mis inicios en la crónica. Espero que leerla ahora les guste y les sirva para pasar estos días de encierro.

*          *          *

"Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir...” Esa es la receta que da el poeta Virgilio Expósito en el tango “Naranjo en flor”. La receta sirve, entre otras cosas, para tener algo que decir. En las cárceles pocos sienten inclinación por la poesía. Algunos no saben leer, muchos no saben escribir, pero todos aprendieron a sufrir, y, por eso, cuando los invitan a tomar la pluma, salen chispazos de sentimiento puro.

Los presos ya no llevan cadenas, como en los años cincuenta, la época que describe José León Sánchez en su novela verídica La isla de los hombres solos. Las cadenas van por dentro. Hoy, los centros penitenciarios de Costa Rica tienen departamentos de educación formal y no formal, capacitación profesional y talleres facilitados por las mismas autoridades, así como cursos impartidos por grupos externos.

El Instituto Latinoamericano de Prevención y Educación en Salud (ILPES) está impartiendo talleres de creación, autoestima, agresión, SIDA y prevención en el centro para mujeres El Buen Pastor, y cursos de computación y asesoría en la elaboración de un periódico, La Gaceta Penitenciaria, en el penal para varones San Sebastián. Pude participar en varias sesiones de los talleres de poesía en ambas instituciones carcelarias.

Aquí se cuentan historias poco “poéticas", si la poesía se entiende como privilegio de una clase, un grupo de eruditos, el lujo de los que no tienen que ganarse cada pedazo de pan; pero las historias tal vez contengan poesía en un sentido más oscuro, más áspero, más profundo.

“Si mi suegra no me quiere...”

Entra junto con los otros presos a la Sala de Cómputo del Penal de San Sebastián. Es un joven moreno, de bigote fino. Apenas se sienta, se empieza a mover en su silla, pero no abre la boca.

Por entre las rejas negras se cuela el calor del laberinto de la prisión. El hacinamiento es un número: 1.090 internos donde debería haber un máximo de 475. El hacinamiento es también es un vaho, un olor a muchos hombres, un murmullo incesante punzado por gritos, risas y llamados. En la Sala de Cómputo, los diez hombres empiezan a hablar desde su lugar, en una rueda improvisada con las sillas, pero el ruido de afuera dificulta la conversación.

Lo que traen en las manos son poesías. Las traen con reverencia, sabiendo que son parte importante de su identidad. Unos hablan del amor que los espera, o que ya no; otros meditan sobre la libertad interior y las horas perdidas rodando por las calles; hay quienes se quejan de injusticias y olvidos.

Dice que se llama Rafael Antonio Guillén Pineda y que viene de Granada, Nicaragua: “Hice unos versitos”, empieza a dictar lentamente, con una mezcla de picardía y pudor en la voz:

 Del cielo cayó una rosa,

mi madre la recogió.

Se la puso en el cabello

y qué linda le quedó.

 En el patio de mi casa

sembré una mata de maíz.

Si mi suegra no me quiere

yo le quiebro la nariz".

En medio de la risa cómplice que sigue, confiesa que no sabe leer ni escribir. “Ni siquiera los números. Es que me enteré que iba a venir un periodista, y quería que usted le escribiera a mi mamá, que está en Nicaragua y no sabe que estoy aquí”.

Estos versos jocosos aprendidos en la infancia fueron su pasaporte para que lo escuchara un periodista. Pero no está ejerciendo ninguna mentira ni engaño: los versos pertenecen a quien los necesita, y nadie necesita hoy esas rimas más que Rafael Guillén Pineda.

¿De quién son los poemas?

En el Centro Penal para mujeres El Buen Pastor hay más espacio; hay verde, sol y la vista de las montañas de Aserrí, tan cerca y tan distantes.

S., una joven que aprendió, creció y vio mucho en la calle, es la última de una docena de internas que muestran sus poemas con la misma seriedad con la que hablan de sus vidas. En el poema, el espacio se cubre de pájaros negros, el tiempo se detiene a dentelladas de serpiente y la tierra se abre en la hora exacta de la ruina; pero, de pronto, a los versos les surgen soldados, napalm, campamentos y ojos rasgados.

La poesía está hecha de retazos de experiencias, lecturas, imágenes que sorprendieron sus ojos y despertaron su imaginación. S. no estuvo en Vietnam, pero vivió la guerra de la sordidez y el hambre, y sobrevivió.

“El primer trabajo es leerse uno mismo. Uno lee una y otra vez, y se da cuenta que dentro de uno hay mucho. Nadie nos va a comprender si no nos comprendemos nosotros primero. Para saber cómo soy, escribo; para entender y para escaparme. A veces, hablo con alguien y creo que me entiende, pero no es así”, dice S.

Poesía en la cárcel: como flores abriendo sus colores entre las hendijas de una piedra vertical. Hay angustia gritando más fuerte que la vocinglería del pasillo enrejado. Hay soledad que estalla en el hacinamiento. Hay un mapa de la desesperación calcado con las uñas en la pared de la celda.

Es tan difícil para estos hombres y mujeres sacar palabras propias para hablar de la experiencia penitenciaria. Muchos se aferran a los versos más entrados en la carne, los boleros y rancheras de la radio, con sus “tú" y sus juramentos exorbitados. Otros buscan la rima a toda costa, como un defensor novato que se lanza siempre a donde debería estar la pierna del goleador. En ocasiones, la extirpación de un poema debe doler demasiado como para ponerse a embellecer y corregir.

Sin embargo, en todos los versos salta el deseo de ser conocidos como individuos que sienten y piensan. Sus bajezas, miserias y secretos fueron un día lanzados al aire; pero también tienen sueños, pasiones, ideas y propuestas. Los presos-poetas tienen historia y quieren tener futuro, no sólo sucesos.

“Amor, libertad, justicia..."

Gustavo M. dice: “Acá, en la cárcel, aflora la parte espiritual, la contemplación de la angustia, la soledad. El éxtasis del sufrimiento nos hace llorar en silencio, sin lágrimas. Germina en algo que uno no conoce. ¿Cuál es mi dirección? La respuesta es incertidumbre. Entonces uno empieza a escribir poemas sin tinta ni papel. Descubrimos que podemos ser libres interiormente, y eso desemboca en pensamientos, poemas, divagues. Todos somos héroes en la historia de nuestra libertad. El hombre que se siente libre proyecta su libertad dondequiera que esté. Un poema puede ser una de esas proyecciones”.

Habló así, todo de corrido. Evidentemente, se había dicho a sí mismo esas palabras muchas veces. Ahora las repetía como si estuviera en el examen final en una prisión que es la universidad más importante de su vida.

Los ojos de I. M. son intensos y expresivos, pero miran como desde otra habitación. “Tengo un dolor muy profundo, de muchos años. Lo expreso con la poesía, para ver si una mano amiga se acerca y pregunta: ‘¿Qué te pasó? ¿Qué te hirió?’. Quisiera que haya más amor y comprensión: para eso escribo. Mis temas son tres: falta de cariño, falta de comprensión y lo herida que estoy por dentro".

Julio M. lleva varios años en San Sebastián.  Prefiere que de él se sepa que escribió: “Te extraño como el desierto ha de extrañar sus lluvias”. Todos sus poemas son para su “alma gemela”, que siempre tiene formas de mujer. “Escribir es para mí una necesidad de comunicarme, de sentir que hay alguien del otro lado. Aquí adentro estamos aislados. El otro día me vino a ver una amiga y me hizo el mayor elogio que me pudo haber hecho. Me dijo: ‘Ahí guardo la copia del poema que me escribiste cuando no me conocías’”.

Guido tiene cuatro días de encierro. Ya decidió el tema de su primera poesía: “Es sobre la experiencia más dura de mi vida. Ayer fue la primera visita de mamá".

Para “Dumbo", en cambio, la cárcel no es una experiencia nueva. Viene entrando y saliendo del reformatorio desde los 8 años. Ahí aprendió a meterse dentro de sí mismo como una tortuga. “El principal problema es la bulla, que me saca de mí mismo". Por eso pinta murales en las paredes, paisajes donde huye cuando se siente oprimido. Palmeras, mar, una isla, pájaros que vuelan a lo lejos...

¿Sobre qué temas escriben? “Amor, libertad, justicia", resume uno. Casi todos los internos dicen que el día que salgan, se tomarán el primer bus para la playa.

"Las compañeras me piden que les escriba algo bonito para el novio"

Magaly vino de Pereira, Colombia. Prácticamente lo único que conoce de Costa Rica es el penal El Buen Pastor. Dice que escribe poemas cuando las compañeras le piden que les escriba algo bonito para el novio. “¿Para mí? Sólo cuando estoy contenta. Entonces escribo sobre el amor. Trato de estar bien, pero no siempre me sale. Igual, yo soy romántica, me salen corazones por los ojos".

Su compatriota M.O. también busca lo positivo. “Escribo sobre lo bueno que pasó en el día. Lo malo lo evito". ¿Qué es lo malo?, pregunto. Magaly piensa un rato. “La gente que no ha vivido una experiencia como ésta no puede saber lo que se siente y se vive aquí. Pero no escribo para ellos, escribo para mi conciencia".

"Acá el 90 por ciento somos madres. Tenemos razones para seguir adelante; nuestros hijos nos esperan", dice María Eugenia, una mujer grande y sólida. “Yo tengo tres hijos, y ante ellos asumí el rol de padre y madre. Nosotras cometimos un grave error, pero ellos sufren también. Escribí mi poema cuando mi hijita cumplió tres años. Ahí expresé cosas que tenía muy profundas. Pero no se vaya, le voy a traer algo".

Sale un momento y vuelve con unas fotos. Hay una niña con vestidito de domingo que le sonríe a la madre que no despega los ojos de la fotografía. “Yo les pido a mis hijos que me perdonen tanta ausencia..." No puede seguir. Se escapa entre sollozos antes que termine de desvanecerse su solidez de madraza.

Ya cae la noche sobre Desamparados cuando cruzo el portón de El Buen Pastor. A la salida, el guarda, muy atento, me devuelve el documento y revisa minuciosamente los asientos y la cajuela del auto. En el bolso, sólo encuentra papeles. “Pase adelante", invita, cortés.

Aprovechando la oportunidad, se escapan todos los poemas.

 

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19 de julio de 2020
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El Boomeran(g)
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