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Olvidados

Desconfío de esa frase algo envarada y con cierto afán de trascendencia que nos alerta de que «el tiempo pondrá a todos en su lugar». Creo que se trata más bien de un deseo de justicia póstuma (poética) y, por lo tanto es más un empeñosa esperanza que una aseveración con un mínimo de fundamento. Viene a colación porque el otro día terminé de leer  las «Iluminaciones en la sombra» (Josef K, editor) de Alejandro Sawa, quien ha pasado de puntillas por la historia de la literatura española. Sawa resulta tan propio del novecientos que se diría que esa época tintada de funebrismo lo esperó impaciente para señalarle su destino: trágico y maldito, canalla y lúcido, afrancesado y culto, muerto en la pobreza y la soledad, rescatado de manera tangencial porque Valle Inclán hizo de él al célebre Max Estrella, de «Luces de Bohemia».

Leer las páginas de este diario casi epitafio -con una espléndida introducción de Andrés Trapiello- es asistir a la visionaria amargura de quien rodeado de escritores e intelectuales de relumbre -Darío, Baroja, Verlaine, Valle Inclán...- se sabe ya perdido para su tiempo y también para la posteridad. Hay tal urgencia en sus frases, tanta repentina lucidez sobre lo que observa y lo que intuye, que estremece: «El niño se convierte en cura como el plomo en bala: por un hecho de fatalidad bárbara», dice en algún momento. Y más allá: «Me trasuda el dolor y pienso que la vida es una infamia». Sawa observa su tiempo con perplejidad, a veces enervado, despóticamente, a veces con una pena que traspasa. Y se observa así mismo con desconfianza, con cierta misericordia, sin apenas dejarse llevar por los celos o la envidia sobre sus colegas triunfadores. Un elegante, en el fondo.

Como él, como Sawa, hay tantos otros desconocidos! Leyéndolos uno piensa que son casi delicadas exhumaciones para el paladar de un puñado de afortunados lectores... y también hay otros que gozaron en su tiempo de fama o de prestigio, bien merecida o injusta, y que luego se los llevó el ventarrón del olvido, y no nos queda nada de ellos, apenas el nombre, quizá una cita equívoca, el comentario exótico en boca de un entendido. Poco más. Por eso, al encontrarse con textos como los de Alejandro Sawa un comprende el valor de tales hallazgos y que estos, si no ponen las cosas en su lugar, al menos nos ofrecen el consuelo de creerlo así. Pero sobre todo, cuando uno se encuentra con algún escritor particularmente obsesionado por la trascendencia, la fama, el reconocimiento, piensa en la fragilidad de tales afanes, en el inútil dispendio de energía que conlleva. Uno piensa en Sawa y en tantos otros... 

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26 de enero de 2010
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Los pliegues

El lugar más atractivo del cuero humano es todo aquél donde se establece un pliegue. Puede tratarse de un pliegue  fijo o de un repliegue, un hoyuelo o una arruga de expresión que va y viene con las circunstancias emocionales y por responder a ellas alcanza su máximo interés. El cuerpo esbelto, desnudo y expuesto, quieto y liso, no logra decir nada si no se le interroga o se le interviene. La axila o la ingle, como supremos ejemplos, pero también la corva, la oreja, las fosas de la nariz o el fuelle que crea en la parte interior el codo, son pequeños refugios donde la imaginación se desliza y hurga y se reconvierte.

Ciertamente, el cuerpo del otro, es ante todo un recreo a través del  encanto de sus pliegues. No lorzas, naturalmente, sino relatos comprimidos en el entresijo natural. Recintos relativamente escondidos o cuyo acceso requiere un consentimiento de la pareja en cuyo salvoconducto se encierra su documento de amor.

Y ¿qué se halla dentro de unos y otros recovecos? Primordialmente calor. Un calor especial, no cualquier grado de calor ni una media de calor que se reparte por la extensión de la piel entera. En ese acceso al instersticio la recompensa se concreta en su expresión de calor, un punto más alto y atesorado allí como una suerte de reserva. Precisamente es difícil concebir un secreto a la luz del día, expuesto al viento y despojado de calor. Todo secreto reside en un habitáculo oscuro y en donde la falta de luz, paradójicamente, le dota de un especial color y calor. El calor de la vagina sería la suprema representación pero otros frunces o anfractuosidades crean el argumento pormenorizado del misterio ajeno y ofrecen el nuestro a la exploración.

No hay nada a lo que no pueda acceder la cirugía pero en su desarrollo el máximo don de la intervención ha sido la laparoscopia que ingresa en zonas vedadas sin destruir su antesala ni su entorno, que apresa el tumor o repara la hernia, aventurándose por una vía que serpenteando extrae entre sus pinzas (sus dientes) el objeto crítico: el bocado de muerte o de dolor.

Igualmente cuando en la interacción amorosa se acaricia, la mano o la boca se dirige golosamente a esa zona recóndita, más o menos protegida por una sucesión de tegumentos, que se seducen para llegar al fondo.

El fondo donde sin duda se halla la capilla o la efigie sagrada, dibujada por la calidad y la suavidad de un llamativo y silencioso calor. La respiración se detiene en estos menudos santuarios de la carne común,  agentes del amor erótico y minúsculos remedos de un más allá grande e inmortal donde  la reserva térmica asegura el imaginario infinito de la vida a dos.

El hogar, por sí mismo, como nominativo y estructural tiende proveer de pliegues, sean efecto de las hendiduras de sombra y luz, sea de rincones sobre los que se asienta en diferentes proporciones los objetos más queridos o los paisajes intensos. De hecho, el gran placer de convertir la cama tendida y lisa en una cama desecha expresa la instintiva necesidad de querer en escondites, quererse en casamatas, juntarse con lo propio en un repliegue del terreno, ese desnivel desde donde vemos sin ser vistos, donde somos resguardados como niños, erotizados de narcisismo, de maternidad o de miedo. El principio fundacional de las cortinas o sus remedos en los estores y las persianas radica en el pliegue. La casa se oculta tras el fruncido que regula la luz hacia adentro y hacia fuera, que gradúa su comunicación y al cabo, en la secuencia de gestos, comunica como un cuerpo y su expresividad sexual el deleite que obtiene y el regalo que procura.

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26 de enero de 2010
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Acatar no es callar

El más alto tribunal del país al fin ha decidido sobre uno de los temas controvertidos que afectan a la democracia. El partido en el Gobierno es el que más perjudicado va a salir de la sentencia, decidida por un solo voto de diferencia, entre dos posiciones que demuestran la amplitud de interpretaciones que ofrece la Constitución. ¿Qué hace el presidente? ¿Acata en silencio la sentencia como cabría esperar de quienes consideran que el árbitro constitucional está por encima del ejecutivo y del legislativo? En absoluto. El presidente arremete sin matices contra la sentencia, apoya la interpretación de la Constitución que ha resultado perdedora, e incluso va más allá; anuncia que va a hacer todo lo que sea posible, desde su capacidad ejecutiva y mediante sus iniciativas parlamentarias para eludir en la medida de lo posible el acuerdo del máximo órgano judicial hasta conseguir que se aplique su visión de la democracia en este capítulo de la vida política.

No estamos hablando de un escenario político virtual ni tiene nada que ver con la sentencia del Tribunal Constitucional español sobre el Estatuto de Cataluña. Lo que se explica en el anterior párrafo es exactamente lo que ha sucedido en el Tribunal Supremo norteamericano, que ha sentenciado, por cinco votos a cuatro, a favor de la financiación ilimitada de publicidad política por parte de las empresas en nombre, nada menos, que de la libertad de expresión. El presidente Obama, profundamente irritado por la apelación de la derecha judicial a la Primera Enmienda que protege la libertad de expresión de los ciudadanos, ha manifestado su rechazo a la sentencia y su voluntad de ?reparar en lo posible el daño ocasionado?. Ciertamente, es extraño que se proteja la libertad de expresión de las grandes corporaciones, es decir, los derechos del dinero, creando unas condiciones de desigualdad insalvables respecto a los ciudadanos individuales, tal como hace una sentencia que parece exactamente una venganza del capitalismo más extremo contra los programas de intervención del Gobierno en la economía para salir de la crisis. El caso es especialmente grave si abre el portillo a la financiación de campañas por parte de las filiales norteamericanas de empresas extranjeras, por ejemplo de países árabes, de Rusia o de la Venezuela de Chávez. El Tribunal Supremo norteamericano, formado por magistrados de nombramiento vitalicio, interpreta la Constitución, pero todos entienden que las interpretaciones pueden cambiar y que cada uno tiene derecho a propugnar la interpretación que más le conviene. Es una constitución antigua pero muy viva, a la que los ciudadanos respetan a pesar de cada uno la interprete a su manera. Esto es lo que hace las democracias fuertes y lo que une a los países. Exactamente lo contrario de lo que ocurre cuando las constituciones se convierten en una tablas de la ley esculpidas en piedra, que no permiten mutaciones ni interpretaciones. Se estrecha su capacidad de integrar posiciones políticas, se debilita la democracia y se afloja la unidad política.

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26 de enero de 2010
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Prometo ser bueno

 

La correspondencia de Rimbaud es tan sorprendente como lo fueron sus poemas, sus iluminaciones, su manera de contarnos una temporada en el infierno. Su obra, su vida me admira desde la adolescencia. Me gusta coincidir con él en algo que nos unirá de por vida. Nacimos el mismo día. No importa que casi cien años nos separaran. Me gusta ese poeta poderoso y ese ser fuerte en sus debilidades.

Nunca me escaparía con ningún Verlaine, pero sí podría fugarme con una de esas mujeres africanas con las que entretuvo sus años de negociante en Abisinia. Quince años africanos con historias emocionantes, duras, excesivas como excesiva fue casi toda su vida. Vida contada en fragmentos. Apuntes del natural. Necesidades básicas contadas por un joven que creció pronto y que no dejó de ser un joven al que atacaban las canas. Al que la sífilis ganó la batalla. De repente, el aventurero, el hijo de su mamá, el cariñoso hermano, no solo necesita de la familia, sino que necesita una mujer, una esposa y la quiere blanca.

Todo el diario tiene el interés de acercarnos al pulso vital de un escritor que nos conmociona, de una vida que nos sorprende. De una muerte que nos dan deseos de rebelarnos. Emociona la carta de su hermana Isabelle a su madre, una de esas cartas dónde se cuentan los últimos momentos de este ser luminoso. Está sufriendo, llora, no quiere morir, se queja: "Yo me iré bajo tierra mientras tú marcharás hacia el sol"

Un poco antes, un año antes, todavía pensaba en hacer otra vida. En buscar una compañera para seguir viviendo en ese duro lugar del mundo. Reproduzco parte de una carta a su madre desde Harar, del diez de Noviembre de 1890.

"Mi querida mamá:

...Cuando hablaba de casarme, me refería a que quería continuar siendo libre para poder viajar, para vivir en el extranjero e incluso continuar viviendo en África. Estoy tan desacostumbrado al clima de Europa que difícilmente podría adaptarme...Si contar con algo que me resulta imposible: la vida sedentaria.

Tendría que encontrar alguien que me siguiera en mis peregrinaciones.

Respecto a mi capital, lo llevo conmigo, puedo disponer de él como quiera.

...Trabajo también por mi cuenta,  solo, además de ser libre para liquidar mis asuntos cuando me convenga.

Envío a la costa caravanas con productos de este país: oro, perfume, marfil, café...Nadie puede decir nada malo sobre mí en Aden, al contrario. Después de diez años todo el mundo me conoce bien.

¡Aviso para los amateurs!

Respecto a Harar no hay ningún cónsul, ningún correo, ninguna ruta: se llega en camello y se vive únicamente entre negros. Pero bueno, uno es libre y el clima es bueno.

Esta es la situación.

Hasta pronto:     

 

   Rimbaud"

No tardaría en encontrarse mal. No encontró la deseada compañera. Murió habiendo conocido unos cuantos paraísos y algunos infiernos. No quiso morir. No quiso ser malo. Prometió ser bueno. Consiguió ser un buen traficante de armas. Nunca dejó de ser un buen chico.

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25 de enero de 2010
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Tercera muerte en Venecia

Viendo hace una semana la transmisión televisada de la ‘Muerte en Venecia' del Liceo me acordé del 31 de marzo de 1978, el día en que cientos de espectadores infatigables pasamos tres horas sentados en el suelo del teatro de Covent Garden, en Londres, asistiendo a una triple ceremonia fúnebre. Se trataba de la reposición del montaje original de la ópera de Benjamin Britten, estrenado en el verano de 1973 en el festival de Aldeburgh, y guardo de aquella velada, además de un programa manoseado, el recuerdo de las agujetas del día siguiente y la fascinación por descubrir, siete años después del estreno de la versión cinematográfica de ‘Muerte en Venecia', que había otra música posible  -más allá de los fragmentos de las sinfonías 3ª y 5ª de Mahler elegidos como banda sonora por Luchino Visconti-  para acompañar la ‘nouvelle' de Mann y evocar a la vez las aguas de Venecia y su malsano poder de encantamiento. La historia relatada por la novela, la película y la ópera es, por supuesto, luctuosa, pero esa noche nadie era ajeno en Covent Garden al hecho de que el compositor inglés había muerto poco más de un año antes (meses después del fallecimiento del propio Visconti), y de que aquellas representaciones de la primavera del 78 constituían un memento a Britten y un homenaje al que bien podríamos llamar, en lenguaje contemporáneo, su viudo, el tenor Peter Pears, a quien está dedicada la obra y volvía a cantarla en  escena.

     Pears ya no tenía entonces en plena forma, a sus 66 años, la voz  -nunca muy amplia ni muy hermosa, aunque de dicción esmerada y gran finura tímbrica-  para la que su pareja amorosa de casi cuatro décadas creó tantos papeles memorables, desde el titular de ‘Peter Grimes' o el del mayordomo Quint de ‘Otra vuelta de tuerca' hasta, por supuesto, el Gustav von Aschenbach de ‘Muerte en Venecia', además de algunos de los mejores ciclos de canciones del siglo XX. El público estuvo, en todo caso, de su parte, con el entusiasmo que suele marcar esos llamados ‘Proms' londinenses en los que las butacas de patio del teatro Covent Garden o la sala de conciertos del Royal Albert Hall son levantadas para que los aficionados entren, a precios muy reducidos, y asistan paseando (de ahí la palabra: ‘promenade'), de pie o, en su mayoría, acurrucados en el suelo.

   La novela corta de Mann contiene elementos autobiográficos, tanto en la parte digamos reflexiva como en la anecdótica, ya que también el escritor alemán, hospedado en 1911 durante una semana (con su esposa y su hermano Heinrich) en el Hotel des Bains del Lido veneciano, principal escenario de la acción, encontró allí a un bello muchacho que le cautivó y le inspiró, tomando para la construcción de su Gustav von Aschenbach rasgos literarios y personales del poeta alemán del XIX August von Platen. Platen, según un crítico francés "el primer gran poeta homosexual en el sentido moderno", fue también autor de unos hermosos y muy pictóricos Sonetos venecianos y murió de la peste en Sicilia; Mann, que le defendió en un ensayo de la incomprensión en su día mostrada por Goethe, gustaba de citar el poema de Platen titulado Tristan (como un cuento del propio Mann) que arranca con estos versos:"Quien con sus ojos la belleza ha visto,/está ya entregado a la muerte". Y en una carta de 1932 a sus hijos Erika y Klaus mientras se alojan en el mismo Hotel des Bains, el autor de ‘La montaña mágica', hablándoles con una ambigua mezcla de condena y nostalgia de la ciudad de la laguna, les cita algo que dijo Platen: "Todo lo que queda de Venecia está en la tierra de los sueños".

    ‘La muerte en Venecia' de Mann fascina pero no llega a ser, a mi juicio, un relato perfecto; su discursividad teórica y sus pasajes oníricos pueden resultar plomizos, y tampoco faltan imágenes de dudoso lirismo (particularmente en el capítulo 4). Esos lastres pasaron casi intactos a las dos adaptaciones de Visconti y Britten, que, quitándole al título el artículo del original, son en todo lo demás muy fieles al texto novelesco, coincidiendo a menudo película y ópera en soluciones plásticas y trazo dramático. Sin constituir ninguna de ambas las obras maestras que podía esperarse de sus respectivos y grandes autores, me inclino a pensar que, frente al relativo envejecimiento sufrido por la cinta de Visconti (a causa sobre todo de la amanerada interpretación del otras veces excelente Dirk Bogarde), la ópera de Britten prevalece en función del ‘racconto' sonoro que el músico, maestro de la narratividad musical, desarrolla, reanimando la torpona palabrería de los monólogos que su libretista Myfanwy Piper le endilga en un intento de "pasar" la mayor cantidad posible de información trascendente. Y así como Visconti introduce con notable inteligencia fílmica el uso de las panorámicas lentas para plasmar la morosidad y avidez de la mirada de su protagonista (convertido en el guión en músico y no en escritor) al efebo Tadzio, Britten, inspirándose una vez más en la música balinesa, orquestó con un riquísimo dispositivo de los instrumentos de percusión la idea central de la pasión desordenada latente en todas las páginas de la novela, que el propio Mann sintetizó así: "¿Qué podían importarle ahora [a Aschenbach] el arte y la virtud frente a las ventajas del caos?".

     El segundo y más llamativo logro de la ópera es, aunque inesperado, deslumbrante: la conversión del personaje de Tadzio no en una voz blanca sino en una sibilina criatura alada siempre silente, que exhibe su tentadora inocencia a través de la pura expresividad del cuerpo. El Tadzio operístico ni siquiera dice frases sueltas en francés o polaco, como el cinematográfico; sólo danza, en una obra con substanciales partes de ballet. Quizá una variante más carnal del erotismo pederástico que (según confirma el reciente y nada sensacionalista libro de John Bridcut, ‘Britten´s Children') fue dominante en la sexualidad (¿sublimada?) de Britten, el músico que siempre con extraordinaria calidad y en mayor cantidad ha escrito para voces infantiles masculinas.

    Y para aquellos que piensen ‘viscontinianamente' que el Adagietto de la 5ª de Mahler es la única banda sonora posible para ‘La muerte en Venecia' de Thomas Mann, las palabras que Golo Mann le escribió en 1970 a Britten al saber que éste, sin desanimarse por el ya iniciado rodaje de Visconti, proseguía con su proyecto de ópera: "Mi padre solía decir que si alguna vez se hacía una ilustración musical de su novela ‘Doktor Faustus', usted sería el compositor adecuado".

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25 de enero de 2010
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Los cuentos de Fogwill

Hasta hace apenas un par de años, Fogwill era un escritor de culto en América Latina, alguien del que, con suerte, se había leído su prodigioso cuento "Muchacha punk". Hoy es un referente fundamental de la literatura argentina contemporánea, alguien a la altura de Piglia y Aira. La reciente publicación de sus Cuentos Completos por parte de Alfaguara en Argentina llega en el mejor momento.

Los Cuentos Completos incluyen veintiún textos escritos a lo largo de tres décadas y media (del 1974 al 2007). En su prólogo, Elvio Gandolfo señala que la antología "contiene seis o siete de los mejores cuentos de la literatura argentina". La lectura no deja dudas: junto a "Muchacha punk", relatos como "Help a él", "Sobre el arte de la novela", "Los pasajeros del tren de la noche", "Restos diurnos" y "La larga risa de todos estos años" son más que suficientes para convertir a Fogwill en un imprescindible.

La variedad de los registros hace que se pueda entrar a este libro a partir de diversas perspectivas. Fogwill ha dicho que tiene una preferencia por "las lecturas que atienden, más que a lo que sucede, a la manera de narrar lo que sucede". Por eso son importantes sus intervenciones en relatos clásicos, su reescritura y a la vez parodia y actualización de "El Aleph" de Borges en "Help a él" o de "El almohadón de plumas" de Horacio Quiroga en "Otra muerte del arte". Más allá de la parodia, lo que llama la atención es la forma indirecta que encontró Fogwill de narrar la política y el campo social en los años de la dictadura y la guerra sucia. Es una forma que tiene mucho que ver con la de Piglia en Respiración artificial (1980), la gran novela de ese período. Suena un poco raro, porque no hay momento en que Fogwill no ataque a Piglia, pero, como dice Fabián Casas, "la contienda se salva en los estantes de la biblioteca", y allí hay lugar para los dos. Agregaría que no solo en los estantes; en los textos de fines de los setenta y principios de los ochenta, el mejor interlocutor de Fogwill es Piglia.

"Muchacha punk" (1979) puede ser una historia picaresca de un argentino en Londres, pero en el último párrafo se encuentra ese detalle que transforma al relato en algo siniestro: el narrador está allá para "comprar unos catálogos de armas y unos artículos de caza mayor para mi gente en Buenos Aires". En "Sobre el arte de la novela" (1993), el texto termina así: "... yo había salido sin documentos y no quería estar en la vereda ni a borde del Peugeot, porque aquí sigue siendo peligroso andar sin documentos de identidad". La violencia sádica de la pareja de "La larga risa de todos estos años" (1983) es una manera de contar aquello que está ocurriendo en el país: "Creo que todos vieron lo que fue pasando durante aquellos años. Muchos dicen que recién ahora se enteran. Otros, más decentes, dicen que siempre lo supieron, pero que recién ahora lo comprenden. Pocos quieren reconocer que siempre lo supieron y siempre lo entendieron..."

Con la novela Vivir afuera (1998), Fogwill se convirtió en el gran novelista de la Argentina de los noventa. Los Cuentos completos muestran que Fogwill es también, junto a Piglia, el gran narrador de la Argentina de la dictadura.

(La Tercera, 25 de enero 2010)

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25 de enero de 2010
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Dificultades para empezar una guerra

No recuerdo qué historiador se felicitaba de que la generación nacida en los años cuarenta del siglo pasado era la primera que vivía en una España sin guerras civiles. De un modo u otro nos las hemos apañado para mantener siempre afilado el cuchillo y limpio el trabuco, no con el fin de defendernos sino con el borrar del mapa a nuestro vecino. El caso es que no habiendo vivido guerra alguna, los de mi quinta no sabemos cómo empiezan.

Tenemos, en cambio, múltiples testimonios personales y directos de quienes vivieron la última guerra civil, la segunda guerra mundial, o la muy reciente de los Balcanes, que es la más próxima en arte y carácter a las nuestras. Así que guerras no han faltado y casi todos estos testimonios hablan de la inmensa sorpresa que supuso el comienzo de la carnicería y cómo mucha gente ni siquiera alcanzaba a creerlo. Fue también universal la creencia de que la guerra recién comenzada iba a ser breve, cosa de semanas.

Así recuerdo yo el testimonio de mis padres y abuelos cuando hablaban sobre julio de 1936, un mes particularmente caluroso, decían, aunque es imposible saber si en verdad ese intenso calor no era sino una figura retrospectiva del sofoco y la histeria que acompañaron a la sublevación de Franco. El caso es que nadie lo esperaba. Pueden leerse miles de declaraciones atónitas de quienes vivieron aquella repentina catástrofe. Desde luego, casi todos presumieron que el conflicto iba a resolverse antes de fin de año. Y esto es algo muy sorprendente para nosotros que sabemos cuánta era la fragilidad del gobierno republicano, ¿Cómo no sospecharon algunos ciudadanos bien informados lo que se les venía encima? Pero es que en 1936 nadie sabía cuál era la verdadera proporción de fuerzas, ya que una guerra es justamente eso, un albur, un golpe de dados a vida o muerte, un salto hacia nuestra animalidad más primitiva y arcaica, un furor sagrado que busca el entrechocar de los cuerpos. Nadie puede saber quién será el más resistente hasta que el más débil muerde el polvo.

No sucedió nada distinto cuando Alemania desató la guerra en 1914. Es admirable constatar en el muy documentado "Agosto de 1914" de Alexander Solyenitsin la estupidez del alto mando del ejército zarista, la incompetencia de sus oficiales, la eufórica fe en la victoria de los pobres soldados. Y en su "Doktor Faustus" relata Thomas Mann el comienzo de las dos guerras mundiales, ambas iniciadas con la absoluta convicción en la rapidez de la victoria germana, así como el ambiente de entusiasmo delirante con que acogió la lucha una mayoría de la población.

Desde luego Mann no disimula la presencia de algo oscuramente maligno en el comienzo de las guerras, un elemento incompatible con la conciencia. Su desarrollo es ya otra cosa, pero la declaración de guerra, el acto de provocarla, de saltar al vacío, parece siempre el fruto de un extravío de mandatarios y súbditos. Muy pocos ciudadanos quedan libres de esa embriaguez que parece emanar del olor a sangre humana, y menos aún quienes adivinan las proporciones del acto de enajenación, el abismo en el que van a hundirse quienes se creen vencedores. Es cierto que hay también un trágico coro de mujeres aullando desgarrada y quizás resignadamente contra la guerra. Su presencia parece la compensación biológica del maléfico entusiasmo masculino, pero es un lamento atávico, el de las plañideras ancestrales que deploran la pérdida de lo único que es suyo, sus hijos y maridos, ya que toda otra posesión les estaba vedada.

La demencia del agresor, de aquel que cree ser el más fuerte (incluso cuando es el más fuerte), viene siempre teñida de alucinaciones nacionales, heroicidades añejas, patrias heridas de muerte, agravios remotos, como si el mundo entero hubiera conspirado contra esa nación que ahora va a demostrar su poderío con el fin de que quienes la despreciaron se arrepientan y no sólo le cobren admiración sino, añade Mann, se vean en la necesidad de respetarla y amarla. Una verdadera locura, pero siempre presente en el inicio de la guerra. Una vez terminada, aquellos que iniciaron el cataclismo constatan que sólo han logrado crear más odio, tanto si han ganado como si han perdido. Comienza entonces la pavorosa peste de la apología y el ascenso de los turiferarios a empleos de altura. Serán ellos quienes acaben de hundir en la miseria moral a los causantes del desastre.

La última guerra europea, la de los Balcanes, no tuvo otro comienzo: euforia y estupidez sazonadas con agravio nacional, la herida narcisista. Un testigo presencial que hubo de huir a pesar de tener protección diplomática y que no pudo evitar que unos soldados de frontera asesinaran ante sus ojos al amigo a quien trataba de salvar, me ha contado repetidas veces y siempre con nuevos datos espeluznantes (datos que imagino han ido aflorando poco a poco de aquel horror hundido en su memoria) cómo unos días antes del estallido de la guerra el grupo de la universidad se reunía sin saber si uno era bosnio, croata el otro, montenegrino un tercero. Y si acaso se sabía, sólo se comentaba con aquella retranca de las peculiaridades regionales que hacían más simpático al recién llegado y más fácil de acoger. Todavía cuando hice el servicio militar, a mis compañeros no se les llamaba por el nombre sino por el lugar de origen y lo educado era gritar "¡Vic, a cocinas!", o bien "Suelta un cigarro, Tortosa!", como seguramente se había hecho siempre entre soldados.

A los pocos días, sin embargo (y para su estupefacción), cuando se reunían como era habitual en el bar de la facultad de Belgrado y tras constatar mi amigo que faltaban dos o tres de la peña y preguntar por ellos, caía un silencio agobiante hasta que alguien justificaba crispadamente que los desaparecidos eran croatas o albaneses y que estarían escondidos de pura vergüenza o habrían regresado a sus madrigueras. En realidad estaban muertos, pero eso no sería público hasta al cabo de unos meses, cuando los delirantes cabecillas de la guerra se hartaran de beber sangre humana y cantaran borrachos los himnos de la supremacía nacional.

Cuenta mi amigo cómo algunos estudiantes que habían compartido pensión o incluso cuarto de alquiler, gente amable, jaranera, compañeros perfectos y entrañables de juergas y amoríos, se transformaron en cosa de días y se acusaban los unos a los otros de asesinos, psicópatas, o peor aún, de gente con una identidad racial, nacional o religiosa despreciable, inferior, anormal, impropia. Era como soñar una pesadilla ajena. Desde fuera se constataba el súbito ataque de locura, la furia que infectaba como la peste a todo el mundo con una velocidad demoníaca, pero desde dentro se había producido una inexplicable ceguera que impedía ver a otros humanos como humanos.

Porque esa es la cuestión, a saber, que nosotros ya no creemos en la maldad y la tecnificamos llamándola "desequilibrio mental" para lo cual hay expertos controladores, los psiquiatras, los psicoanalistas, olvidando que uno de los más sanguinarios verdugos de la guerra balcánica era, justamente, un psiquiatra de reconocido prestigio. El caso es que no creemos que exista tal cosa como la maldad, el odio que infecta a quienes se creen superiores o más fuertes, pero poco reconocidos. Esa herida diabólica sólo puede curarse mediante la destrucción de quien les agravia, siendo el agravio muchas veces la mera presencia física del otro. Tenemos un origen en Adán y Eva, pero otro en Caín y Abel.

Así que a lo mejor el mal existe y lo tenemos muy cerca. De ser así, como el ladrón entrará en nuestras casas mientras estemos dormidos.

Artículo publicado el sábado 16 de enero de 2010.

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25 de enero de 2010
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Los zapatos

Los zapatos son amigos o bestezuelas. El compañerismo de humanidad con uno mismo empieza por los pies donde se junta una piel a otra piel y de ahí crece la figura mejor o peor acoplada.

Los zapatos, quién lo duda, son una rémora animal, de un lado por su trozo de piel que aportan y, de otro, porque mimetizan en los seres humanos y bípedos, los cascos o las pezuñas de los cuadrúpedos. Son también, observada su terminación perfecta, el triunfo de la civilización sobre la barbarie, de la industria sobre la zoología. Gracias a esa labor de dominio se consigue que el calzado, siendo una pieza animal, no rememore de inmediato su originaria naturaleza, caballar o vacuna.

El zapato, sin embargo, pisa y mide el suelo sobre el que el sujeto anda. Nace y muere en contacto invariable con la tierra y de su buen asentamiento se deduce acentuadamente el incomodo o el confort del paseo. Mujeres que aman y odian los zapatos, son reflejo de la pugna entre la influencia animal y el ordenamiento estético. En la candente frontera de ambos campos se forma el roce, el callo o la herida que atormenta. El mundo, plasmado en las dos dimensiones, revela su beneficencia o su hostilidad superficial a través de la suela del zapato.

Hay una piel facial, un cutis, en donde se reconoce enseguida la edad y una piel a una cota inferior, casi abismada, en la que se reconoce la característica inmanente de las personas. El cutis se puede operar pero el zapato permanece, una y otra vez, repitiendo la delación respecto a su dueño. 

En el conjunto del vestuario -desde la corbata al pantalón, desde la blusa a las medias- se producen múltiples combinaciones susceptibles de complicar un preciso resumen del gusto pero los zapatos, por sí solos, brindan con prontitud la categoría y fundamentación del porte. Son el refrendo negativo o afirmativo de un guión que empieza y termina por los pies. Cualquier desviación del tino en otros ámbitos puede integrarse, compensarse o simularse pero los zapatos constituyen una prueba fehaciente del gusto, una voz de enorme exactitud y elocuencia.

El zapato, puede decirse, da tono. O lo quita. Desde su forma, su color y su textura se deriva una declaración constitucional sobre la concepción general que se tenga del mundo, su acercamiento apropiado o lóbrego, su pacífica armonía o su desarmonización tan fea como tormentosa.

Socialmente, históricamente, el zapato se relaciona con las prendas de primera necesidad puesto que no ir con los pies desnudos indica el nivel de la depauperación primitiva, el escalón esencial sin redimir en esa tribu, ese pueblo o esa casa. Tras ese estar en cueros, el cuero del calzado incorpora un nuevo rostro al pie, se inviste de otra materia aún viva que, en adelante, hablará delegadamente.

En cada acto de comprar un nuevo par y acomodarlo al pie descalzo se reproduce la historia de la humanidad, desde el habla homónima o la mudez ancestral hasta el lenguaje variopinto de las poblaciones que se cruzan y entreveran.

Así, el zapato, en cuanto eslabón entre especies, nunca duerme ni reposa de modo que incluso en la habitación nocturna en su quietud vaga una muerte incompleta. Una muerte sin acabar que, desprovista de fin, privada de finalidad, sólo alcanza a dialogar -y eternamente- con su par. Pares de zapatos, zapatos a pares como miembros simétricos de un sujeto irremediable, sin herrar o errante. 

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25 de enero de 2010
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¿Vuelven los neocons?

La verdad es que hemos pasado página con rapidez excesiva. La victoria espectacular de Obama y las políticas económicas que trajo la crisis remacharon los clavos del ataúd donde yacían las erróneas políticas de Bush. Algunos historiadores y analistas consideraban que el cambio en la Casa Blanca tenía una dimensión tan nueva como para pensar en un cambio de clima y de era política. Lo que Karl Rove había buscado en la confluencia de Bush y de los cristianos renacidos del sur, un realineamiento electoral que arrinconara a los demócratas durante 40 años más, es lo que los demócratas creyeron que podía suceder pero en dirección contraria con la llegada de un afro americano a la presidencia del país más poderoso del mundo. Los hechos más recientes lo ponen en duda: los votantes independientes o ?swing voters?, que fueron decisivos para Obama en 2008, han sido los que ahora le han castigado en Massachusetts; los republicanos no se han desmovilizado como resultado de la derrota, al contrario, están más motivados que nunca; y los demócratas se hallan de nuevo divididos, como siempre, entre los más radicales y los más centristas.

No es extraño que en tales circunstancias Obama quiera imponer algo de disciplina en las filas demócratas. El principal problema de la Casa Blanca de Obama es que no ha sabido embridar a sus congresistas, a pesar de contar con mayoría en las dos cámaras, que en el Senado era cualificada y le blindaba contra el filibusterismo. Si no lo consigue en los próximos seis meses, las pérdidas pueden ampliarse hasta perder las propias mayorías, que es el objetivo que se ha propuesto un partido republicano muy unido tras estos objetivos, aunque desunido y desorientado todavía en cuanto a liderazgos. Los demócratas llevan dos elecciones seguidas victoriosas, las de 2006 y las de 2008; de lo que se deduce que ahora les toca recibir; pero la Casa Blanca se ha comportado todo este año como si tal amenaza no pesara o pesara menos que la fuerza y el carisma del presidente. Y ahora, cuando se ha comprobado que no er así, no toca más remedio que intentar enderezar las cosas en el escaso lapso que queda hasta el primer martes después del primer lunes del próximo noviembre. Hace un año tuvimos un cambio y ahora tenemos otro. Esto no ha hecho más que empezar. Atención al discurso del Estado de la Nación, el próximo miércoles, en el que seguiremos viendo el despliegue del nuevo Obama. (Enlaces: sobre la teoría del realineamiento escribí el día mismo en que se celebraban las elecciones y, como se puede comprobar pinchando aquí, yo mismo participé en buena medida de esta valoración que ahora queda cuando menos seriamente cuestionada; sobre la voluntad de la Casa Blanca de imponer una cierta disciplina entre los demócratas, ver el artículo del New York Times; y sobre la estrategia futura de la Casa Blanca, el artículo de su jefe de campaña, David Pouffle, en el Washington Post).  (Corrección: Durante 48 horas el título del anterior post fue Obama 0.2. Confieso que no es la primera vez que escribo erróneamente 0.2 en vez de 2.0. Ayer corregí el título que, en cualquier caso, recogía sintéticamente el comienzo de una segunda etapa sustancialmente distinta en la presidencia de Obama. En otras épocas hubiera utilizado la numeración romana propia de las dinastías reales; ahora es más identificable, aunque a mí me cueste retenerlo, la numeración de las sucesivas versiones de la web.)

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25 de enero de 2010
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Adelantos de 2010

        Rosario Ferré: Lazos de sangre

Se publicará en Alfaguara de Miami esta nueva novela de la gran escritora puertorriqueña. Su título es  metáfora de la familia criolla y burguesa cuyos intrincados lazos son también de laborioso afecto. Desatando la memoria entre arabescos y figuraciones, estas mujeres nos recuerdan a las formidables de Lope de Vega, que discurren airosas por el soto.  La literatura es el centro del diálogo fervoroso de hermanas y primas, cuyo culto de las letras es la forma que adquiere su alianza de clan virtuoso, de poderes sutiles. Rosario Ferré desarrolla con intimidad pero también con objetividad rigurosa estos trances de amor, rivalidad y humor, cuya representación persuasiva nos imponen su arrebato y melancolía. 
 

Vicente Luis Mora: Alba Cromm
 

Ha de publicarse pronto en Seix-Barral esta novela que culmina en una apoteosis formal los caminos de este poeta, narrador y crítico (y en cada registro tan inventivo como consistente), que van de una línea experimental a su gusto por el brío de la superficie clásica.  Ya no nos sorprende que desarrolle la historia de una policía, Alba Cromm, quien persigue por las redes del ciberespacio a un hacker pedófilo llamado Nemo. Ambientada en el futuro cercano, la parte no virtual ocurre en Madrid, Berlín y Amsterdam. La novela se mira a si misma en el espejo de su propio comic. “Mi objetivo ha sido desarrollar un personaje femenino con una complejidad psicológica decimonónica, en medio de un aparato textual y constructivo del siglo XXI,” me confía, a regañadientes, el autor. Mucho me temo que no le gustará a Ayala Dip.
 

Alonso Cueto: Crímenes del Silencio
 

El sobrino menor de una familia burguesa de Lima investiga la ominosa muerte de un tio suyo, acribillado en la calle.  Las conjeturas van de la sospecha de un asalto frustrado a las revelaciones de un romance clandestino. Ese lado secreto de su vida es el enigma de su muerte, pero también la pregunta por la verdad en una sociedad experta en encubrimientos y, por lo mismo, en conjeturas.  Los lazos son aquí de doble anudamiento,  dada la sangre derramada. La forma policial, al final, es una pregunta por la verdad improbable y, casi siempre, degradada. Ya en su Grandes miradas Cueto había propuesto, novelescamente, que quien busca la verdad debe hacerlo del lado de la mentira. Espléndido narrador peruano de interiores recónditos y escenarios políticos de moral problemática, prueba destreza en su entramado inexorable, que con la lógica precisa de una pesadilla, nos deja  el sabor del mal colectivo. El año pasado, en el diálogo periódico sobre el género policial, negro o detectivesco  que Gijón promueve con entusiasmo, Cueto presentó la tesis de que el escritor y el detective no se conforman con las apariencias del mundo.  La publicará el grupo Planeta.

 

Martin Gubbins: Fuentes del derecho
 

Este poeta chileno practica la poesía como exploración textual, desde el letrismo y la grafía hasta la música y la percusión. Pero habiendo, además, estudiado Derecho, ha escrito esta indagación de su retórica y filosofía. Su libro, me explica, “es una especie de exorcismo del lenguaje legal, pero también un pequeño testamento de mi visión  del Derecho. Es la constatación, derivada de la experiencia, acerca del riesgo constante de oscurecimiento de los principios centrales (verdad, justicia) detrás del tecnicismo, las estrategias y la pericia. Y es también un gesto de defensa del individuo frente al sistema, a partir de que la verdadera fuente del derecho es el poder, en cualquiera de sus formas. Al final, la hermenéutica es tan aplicable a la interpretación legal como a la interpretación poética, en el sentido de performance." He aquí una muestra de esa indagación:
 
Y se pierde
La búsqueda
La fijación de la verdad
Es un procedimiento reglado
Un procedimiento
Lógicamente estructurado
Fundado en principios
En máximas de la experiencia
En reglas de la razón
En reglas de prudencia
La búsqueda
La determinación de la verdad
La verdad pura y una
Sin agregados ni adjetivos
La verdad sin mordeduras
La que no depende de juez alguno
La verdad patente del sol
La verdad del día
La verdad de una chimenea
La verdad de una ampolleta
Esa no es la verdad judicial
El juez hace historia
Hace
H i s t o r i o g r a f í a
No es todo lo que puede decirse
Pero lo cierto es que el juez
Es uno que escruta en el pasado
Para saber cómo ocurrieron las cosas
Y por qué
Por qué ocurrieron las cosas.
 

Proyecto Banda Sonora del Libro
 

En Granada, Banda Sonora del Libro  es una propuesta  interdisciplinar que mezcla los lenguajes de la música, la literatura y la imagen. No se trata de que una acompañe o amenice a la  otra, sino de que surja una obra nueva e híbrida a partir de un texto literario. Proyecto hecho a mano y a medida, artesanalmente, cuya  música, compuesta por Diego Neuman, es inédita. Las actuaciones cuentan con la presencia del escritor, música en vivo por el propio compositor y proyecciones diseñadas para cada ocasión por Lucía Martínez. Un proyecto que apunta en la dirección creativa del diálogo actual de las formas de participación, intervención, y desplegado. Este es el programa anunciado:
 
26 de febrero: El haza de las viudas de Pepa Merlo.
26 marzo: Color Carne y Lenguaraz de Erika Martínez. 
26 de abril: El clavo en la pared y cuentos inéditos de Jesús Ortega.
 

 

Salvador Luis : Asamblea portátil. Muestrario de narradores iberoamericanos
 

Salvador Luis merece reconocimiento por su alerta tarea de crítico y editor de las nuevas formas de la escritura trasatlántica. Sumando las orillas del idioma, esta antología suya, que se anuncia como Una caja-maleta (o el eclecticismo) ha sido publicada en varios países bajo el sello de la Editorial Casatomada.  El libro confirma mi tesis: no se puede hacer una mala antología de nuevas letras hispánicas (salvo con pobre fe) porque hay mucho y bueno de donde escoger. Estas son las nuevas voces que protestan, y premian, la conversación:
 

Samuel Solleiro (España, 1982): Gran tiburón blanco; Rodrigo Fuentes (Guatemala, 1984): Linchamien ; Solange Rodríguez Pappe (Ecuador, 1976): Taxidermia; Juan Sebastián Cárdenas (Colombia, 1978): Criatura; Mónica Belevan (Perú, 1982): Prólogo hipotético a la reedición de los cuentos de Felisberto Hernández en Ultramar (Parte I); Juan Ramírez Biedermann (Paraguay, 1976): Los pasares; Jorge Enrique Lage (Cuba, 1979): El color de la sangre diluida; Fernanda Trías (Uruguay, 1976): Carnaval; Miguel Antonio Chávez (Ecuador, 1979): Aventuras de un grupo de becarios en una universidad norteamericana; Rodrigo Hasbún (Bolivia, 1981): Familia; Federico Falco (Argentina, 1977): Cortar el césped; Mayra Luna (México, 1974): Un cuerpo como el suyo (Seminovela); Diego Trelles Paz (Perú, 1977): ¿Cómo se encuentra hoy, Madame Arnoux; Lara Moreno (España, 1978): Amarillo; Rodrigo Blanco Calderón (Venezuela, 1981): Los invencibles; Katya Adaui Sicheri (Perú, 1977): Algo se perdió; Diego Zúñiga Henríquez (Chile, 1987): La chica de los árboles; Leonardo Cabrera (Uruguay, 1978): Historia de familia; Elvira Navarro (España, 1978): Cabeza de huevo; Maximiliano Matayoshi (Argentina, 1979): Peperoncino; Gabriel Rimachi Sialer (Perú, 1974): La muerte no tiene permiso; Mauricio Salvador (México, 1979): El hombre elástico; Claudia Apablaza (Chile, 1978): Sor Juana y Pierre Bourdieu; Samanta Schweblin (Argentina, 1978): Matar a un perro; Michel Encinosa Fú (Cuba, 1974): La guillotina

 

Ezio Neyra: Tsunami  
 

Neyra (Lima, 1980), autor de la novela breve Habrá que hacer algo mientras tanto y de Todas mis muertes (Alfaguara Peru, 2007) es una de las nuevas y prometedoras voces de acento propio y prosa afectiva y precisa. Sus modelos parecen ser Cortázar y Ribeyro, y suma con gusto la subjetividad y sus afincamientos.  De la novela que ha concluido y debe salir este año, en torno a un joven peruano que admira, desconsoladamente, todo lo que es argentino, me alcanza este fragmento:
 
Cuando la tarde ya estaba a punto de convertirse en noche y nosotros
paseábamos por la plaza San Martín, me detuve en un teléfono público para
llamar a Julia, y tras hablar quedamos en juntarnos a almorzar al siguiente
día en un Centro Comercial. Al teléfono, ella me daba indicaciones de cómo
llegar, confirmé cuánto me excitaba el acento de las argentinas, y yo sólo
atinaba a decirle que no entendía bien, y seguro que ella pensó que yo era
un poco tarado aunque la verdad, que no se la podía decir, era que sólo
quería seguir escuchándola y al fin y al cabo qué importaba si pensaba si yo
era un tarado o no.

Esa noche salimos a comer unas carnes, *comida argentina* anunciaba el
letrero del restaurante, y mamá siguió quejándose de la maleta perdida.

"Esto no hubiera pasado hace treinta años. Algo está mal ahora. Algo ha
cambiado."

De regreso en el hotel, volvió a quejarse en la recepción, el recepcionista
del turno de noche puso cara de no entender bien de qué se quejaba esa
peruana, y a mí me costó quedarme dormido. Al rato me metí al baño y me
masturbé observando lo único que tenía de Julia: una fotografía que Juan
Carlos me había dado para que pudiera reconocerla, en la que aparecía
sentada con las piernas cruzadas sobre una silla verde reclinable. Enfrente
había un escritorio blanco con tres cuadernos sobre él. Encima del
escritorio, dos repisas cargaban varios libros, la mayoría de ellos muy
delgados y con imágenes coloridas en sus carátulas, pequeñas novelas para
estudiantes de inglés. Julia, la sonrisa abierta, miraba la cámara
fijamente, su largo pelo le cubría ambas orejas. Su piel parecía suave y sus
hombros y su cara estaban llenas de pequeñas pecas. Recuerdo que pensé que
tenía la nariz grande, muy grande, y que a mí nunca me habían gustado las
narizonas. Pero también pensé que quizá era culpa del ángulo en que la foto
había sido tomada y finalmente concluí que qué importaba, que incluso hasta
eso, hasta la existencia de su tremenda narizota, podía perdonarle con tal
de que, eso sí, fuera bien argentina y me tratara de *vos* y me enseñara a
bailar tango mientras comíamos un buen pedazo de bife de chorizo con
chimichurri y todas esas cosas con las que empecé a soñar minutos más tarde
cuando me quedé dormido.

Llegué al Palermo Shopping unos minutos antes de lo acordado y tuve tiempo
para pasar por algunas tiendas y ver a las vendedoras que me sonreían porque
querían que les comprara algo y yo como un bobo le entraba al juego y
aparentaba que lo haría y entraba y levantaba el pantalón o la camisa o lo
que fuera y observaba las prendas y luego salía de las tiendas con las manos
vacías y las vendedoras aprovechaban para mirarme con mala cara y
seguramente para maldecirme despacito. Despacito, pero con acento argentino,
como me gustaba. Cuando era hora, caminé hasta el patio de comidas y me
senté a esperar, con el paquete para Julia bien sujetado bajo mi brazo. Me
preguntaba qué le habría mandado Juan Carlos y estuve a punto de abrir un
pequeño orificio en el paquete para observar en su interior, siempre podía
inventarle alguna excusa, si no hubiese sido porque poco después sentí que
me tocaban el hombro.

"Sí, sí, soy yo", dije, y Julia se sentó frente a mí y sonreía y sonreía
como si no tuviera palabras.

Tras el silencio, hablamos por aproximadamente una hora. Hablamos del clima
en esa época del año, hablamos de Juan Carlos, de cómo se conocieron en una
universidad de Virginia, de lo poco que le gustó pasar esos meses en Estados
Unidos.

"Qué país tan frío", decía, "yo prefiero Argentina; perdón, Latinoamérica."

Por mi parte, hablé poco, hablé mucho menos de lo que habló ella quizá
porque lo que yo realmente quería era escucharla y observarla y para eso no
era necesario pretender y tratar de decir cosas inteligentes. Vestía unas
botas altas de tela negra, unos jeans color guinda, un saco pequeño y ligero
debajo del cual llevaba una camisa gris. Su cuello estaba cubierto por una
bufanda verde. Me percaté de que su cara no tenía tantas pecas como en la
foto y de que su nariz, en efecto, no era pequeña, ni siquiera mediana, sino
una enorme narizota cuyo tabique se situaba incluso por encima, bien al
medio de sus cejas, que el del resto de narizotas que había conocido hasta
ese momento. Como Julia seguía hablando y yo sólo debía decir cosas como
"sí, el clima está muy raro" o "no, en Lima nunca hace frío", trataba de
darme razones helénicas, mitológicas, para no descartar la posibilidad de
acostarme con ella únicamente debido a su nariz. Se me vino a la cabeza,
recuerdo, la imagen de una clavadista soviética de nombre Svletana que había
visto por televisión durante las Olimpiadas de Seúl. La cámara hacía la toma
de abajo hacia arriba, y todo lo que yo veía era una rubia perfecta de
piernas larguísimas y de traje de baño azul que dudaba ante el salto al
vacío que estaba por realizar. Tras el salto, que incluyó no sé cuántas
vueltas de atrás hacia adelante y hacia todos los costados, esas cosas que
uno nunca entenderá cómo pueden llevarse a cabo, Svletana, la bella
Svletana, sacó primero su cabeza y luego todo su cuerpo de la piscina y la
cámara por fin hizo que su cara fuera visible a los televidentes que tan
ansiosamente esperábamos la imagen completa de su cuerpo. La desilusión
llegó de inmediato cuando fue evidente que lo que más resaltaba de su figura
no era ni su fabuloso cuerpo, mojado tras el salto, ni su piel dorada ni su
largo pelo que ya había dejado caer hasta más allá de sus hombros. Lo que,
en cambio, más sobresalía era su monumental nariz. Si bien al comienzo me
sentí como decepcionado, y mi malestar duró varios segundos, poco después,
cuando a Svletana se le dio por saltar sonriente de un lado para otro debido
al fantástico puntaje que recibió, a mí también se me dio por sonreír, por
poco empiezo también a brincar, y por pensar que al fin y al cabo no era tan
grave, que sólo se trataba de una nariz, de una nariz soviética, que no era
más que una parte pequeñísima de esa idealizada Svletana que se mantuvo
saltando como un canguro y que luego se trepó a los brazos de su entrenadora
y la llenó de besos al mismo tiempo que yo comenzaba a pensar en hacerme de
grande entrenadora soviética de salto ornamental. Lejos ya Svletana, Julia
seguía sentada frente a mí, sin traje de baño, con el pelo recogido y la
piel seca, pero con una nariz cuyas dimensiones competían con las de su
rival soviética, sobre todo cuando uno se le sentaba enfrente y ella
continuaba hablando poniéndose un poquito de perfil y a mí me entraban las
ganas de recomendarle que mejor se sentase mirando bien de frente.

Nariz aparte, Julia era encantadora. 
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24 de enero de 2010
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