Al cumplirse cincuenta años del accidente de coche que le costó la vida, Albert Camus sigue ganando batallas después de muerto. En este caso creo inevitable el uso de la palabra batalla, porque, antes que nada, pone en primer plano el hecho paradójico de que un hombre inclinado a la concordia y defensor a ultranza de la justicia fuese vapuleado sin piedad por ello durante toda la vida, viéndose obligad a plantar cara belicosamente a sus detractores.
A Camus el dialogante todo en la vida se le planteó como una batalla. Primero, todavía en su Argelia natal, contra la pobreza, la ignorancia y la enfermedad, pues era hijo de una familia muy humilde y la tuberculosis le dificultó decisivamente el acceso a la enseñanza. Su carácter poco acomodaticio le valió una hostilidad por parte del Partido Comunista de Argelia que le finalmente le forzó trasladarse a Francia, llegando allí justo a tiempo para enfrentarse a los nazis y a los colaboracionistas de Vichy, primero desde las páginas de France-Soir y luego como redactor-jefe y director de Combat ( con lo que no salimos de la terminología bélica ). Una vez terminada la II Guerra Mundial, a Camus se le iban a presentar las dos grandes cuestiones que marcaron lo que le quedaba de vida. Una, su furibunda toma de postura en contra de los métodos que estaban adoptando Stalin y los suyos para implantar el comunismo en la URSS. Y la otra, las bestialidades que estaban cometiendo el ejército francés y el FLN, y que iban a hacer inevitable una descolonización de Argelia que abrió una herida en ambas naciones que todavía hoy sigue sin haberse curado.
En ambos frentes Camus tuvo la habilidad de poner en su contra a unos y otros, siendo vapuleado sin compasión por ambos bandos y además de por vida. Él por su parte se defendió de palabra, recurriendo a artículos y ensayos, pero sobre todo se defendió de obra y de la única manera que puede hacerlo un escritor de verdad: escribiendo bien. Porque, paralelamente a sus trifulcas fue dando a conocer con una constancia admirable El extranjero (1942), La peste (1947) o El hombre rebelde (1951), aparte de obras de teatro, ensayos y artículos que completan las sucesivas etapas de un pensamiento que siempre empezaba manifestándose en la ficción.
Resulta notable que esa respuesta exclusivamente literaria a los ataques ideológicos e históricos que recibía le supusiera un éxito de público inmediato y creciente, cosa que explica en parte la virulencia de los ataques de sus enemigos. A este factor de envidia, nunca ausente en los asuntos internos de la república de la letras, hay que añadir un segundo motivo de frustración y que Bernard-Henri Levy mencionaba en un reciente artículo en El País: Albert Camus ejercía una irresistible seducción en las mujeres, y los intelectuales, que tampoco ellos son inmunes a las rivalidades falocráticas, esgrimieron tales éxitos como una prueba más de la superficialidad que caracterizaba al "filósofo de bachillerato", como llamaban despectivamente a Camus.
Doy por descontado que ni el éxito de público ni el influjo seductor sobre las mujeres bastan para dar cuenta de una trayectoria. Ni a favor ni en contra. En España las obras de Albert Camus se siguen editando y leyendo. Y creo adivinar que la razón estriba en que los lectores, por más que parezcan idiotizados por los millonarios best-sellers que se les ofrecen a manos llenas, siguen haciéndose preguntas y siguen buscando respuestas. Y que, instintivamente, las buscan en escritores como Camus, es decir, una persona que supo decir no a la injusticia, que recurrió como valor supremo a la dignidad y que, frente a la iniquidad de la enfermedad y la muerte, buscó el único consuelo posible en la solidaridad. Nada de todo ello le dio la felicidad, pues incluso lograron amargarle el premio Nobel que le fue concedido en 1957. Pero incluso ahí supo actuar con esa dignidad que, estoy seguro de ello, tantas simpatías (y lectores) le continúa valiendo.
El hombre rebelde
Albert Camus
Alianza Editorial
