Vicente Verdú
El lugar más atractivo del cuero humano es todo aquél donde se establece un pliegue. Puede tratarse de un pliegue fijo o de un repliegue, un hoyuelo o una arruga de expresión que va y viene con las circunstancias emocionales y por responder a ellas alcanza su máximo interés. El cuerpo esbelto, desnudo y expuesto, quieto y liso, no logra decir nada si no se le interroga o se le interviene. La axila o la ingle, como supremos ejemplos, pero también la corva, la oreja, las fosas de la nariz o el fuelle que crea en la parte interior el codo, son pequeños refugios donde la imaginación se desliza y hurga y se reconvierte.
Ciertamente, el cuerpo del otro, es ante todo un recreo a través del encanto de sus pliegues. No lorzas, naturalmente, sino relatos comprimidos en el entresijo natural. Recintos relativamente escondidos o cuyo acceso requiere un consentimiento de la pareja en cuyo salvoconducto se encierra su documento de amor.
Y ¿qué se halla dentro de unos y otros recovecos? Primordialmente calor. Un calor especial, no cualquier grado de calor ni una media de calor que se reparte por la extensión de la piel entera. En ese acceso al instersticio la recompensa se concreta en su expresión de calor, un punto más alto y atesorado allí como una suerte de reserva. Precisamente es difícil concebir un secreto a la luz del día, expuesto al viento y despojado de calor. Todo secreto reside en un habitáculo oscuro y en donde la falta de luz, paradójicamente, le dota de un especial color y calor. El calor de la vagina sería la suprema representación pero otros frunces o anfractuosidades crean el argumento pormenorizado del misterio ajeno y ofrecen el nuestro a la exploración.
No hay nada a lo que no pueda acceder la cirugía pero en su desarrollo el máximo don de la intervención ha sido la laparoscopia que ingresa en zonas vedadas sin destruir su antesala ni su entorno, que apresa el tumor o repara la hernia, aventurándose por una vía que serpenteando extrae entre sus pinzas (sus dientes) el objeto crítico: el bocado de muerte o de dolor.
Igualmente cuando en la interacción amorosa se acaricia, la mano o la boca se dirige golosamente a esa zona recóndita, más o menos protegida por una sucesión de tegumentos, que se seducen para llegar al fondo.
El fondo donde sin duda se halla la capilla o la efigie sagrada, dibujada por la calidad y la suavidad de un llamativo y silencioso calor. La respiración se detiene en estos menudos santuarios de la carne común, agentes del amor erótico y minúsculos remedos de un más allá grande e inmortal donde la reserva térmica asegura el imaginario infinito de la vida a dos.
El hogar, por sí mismo, como nominativo y estructural tiende proveer de pliegues, sean efecto de las hendiduras de sombra y luz, sea de rincones sobre los que se asienta en diferentes proporciones los objetos más queridos o los paisajes intensos. De hecho, el gran placer de convertir la cama tendida y lisa en una cama desecha expresa la instintiva necesidad de querer en escondites, quererse en casamatas, juntarse con lo propio en un repliegue del terreno, ese desnivel desde donde vemos sin ser vistos, donde somos resguardados como niños, erotizados de narcisismo, de maternidad o de miedo. El principio fundacional de las cortinas o sus remedos en los estores y las persianas radica en el pliegue. La casa se oculta tras el fruncido que regula la luz hacia adentro y hacia fuera, que gradúa su comunicación y al cabo, en la secuencia de gestos, comunica como un cuerpo y su expresividad sexual el deleite que obtiene y el regalo que procura.