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Los jóvenes que ya no ríen

No sé ustedes, pero yo suelo tener dos tipos de pilas de libros en espera de su oportunidad: la de aquellos libros que ardo en deseos de leer (ubicados, por supuesto, en preciso orden de preferencia) y después aquella de los libros que tan sólo leeré si la primera pila disminuye lo suficiente.

         Admito que Sangre joven: matar y morir antes de la adultez fue a parar a la segunda pila apenas llegó a mis manos. Pero su premisa debe haber producido algún destello en mí, porque me puse a leer el prefacio de su autor, Javier Sinay, y ya no pude parar: me lo tragué en muy pocas sentadas.

         El libro es, en esencia, una serie de crónicas sobre casos reales en los víctimas y victimarios fueron jóvenes. Algunos hechos los recordaba bien, a partir de la cobertura periodística que obtuvieron en su momento: la historia de Junior, por ejemplo, aquel adolescente de Carmen de Patagones que la emprendió a tiros en su escuela al mejor estilo Columbine; o el caso del Hombre Araña de La Plata, que aterrorizó a las mujeres de la ciudad y resultó ser un chico de 16 años llamado Brian. (A esta crónica Sinay la tituló, con precisión y un eco de Victor Hugo, El niño que ríe, porque Brian no pudo dejar de sonreír ni siquiera cuando lo descubrieron in fraganti el 23 de marzo de 2008. Quizás haya seguido sonriendo hasta el final, que sobrevino minutos después con un disparo en la nuca.) Pero la mayoría de las historias me resultaban desconocidas: el triángulo amoroso que resultó en el asesinato de Federico de 20 años, el arrebato de celos que impulsó a Jaime a asesinar a su prima, la gresca a la salida de una bailanta que impulsó a una chica llamada Andy a matar porque sí, el cruel asesinato del muchacho a quien llamaban Perico a manos de aquellos que envidiaban su dinero.

         Lo que me producía desconfianza en un comienzo era la posibilidad de recrear estas historias por puro morbo, explotando la curiosidad que los hechos de violencia (semi) inexplicables producen y producirán en el ser humano. Pero como ya lo dije, Sinay aventó mis temores desde al arranque mismo, al reconfigurar esas historias en el marco del siguiente interrogante: “¿De qué Argentina hablarán los homicidios que se narran en este libro?” Y la segunda pregunta, tácita pero válida por extensión: ¿de qué sociedades hablan los homicidios similares que por supuesto no ocurren tan sólo en la Argentina, sino en cada una de las ciudades en que vivimos?

 

(Continuará.)

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27 de enero de 2010
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Berenjenal filosófico

Supongamos que existe algún procedimiento para determinar la localización de una bomba tan sensible que la energía de un mero fotón que la tocara bastara para hacerla explotar (con lo cual un observador exterior se halla en la imposibilidad de ver la bomba). L. Vaidman (precisamente uno de los que avanza en que podría consistir tal procedimiento, a la vez que hermeneuta de la Many-Worlds Interpretation) señala que se daría entonces la aparente paradoja de  que tendríamos información sobre un lugar del espacio -la información es que allí se ubica la bomba- sin que partícula alguna nos de desde el lugar mismo la información -sabemos que no ha llegado partícula alguna porque la bomba no ha explotado. Paradoja falsa nos dice Vaidman: "No había fotón en la región de la bomba en un particular mundo, pero sí hay otros mundos en los cuales un fotón alcanza la bomba y provoca su explosión. Puesto que el Universo incorpora el conjunto de los mundos, no es verdad que en el Universo fotón alguno ha llegado al lugar de la bomba. No es sorprendente que nuestra intuición física conduzca a una paradoja cuando nos limitamos a la consideración de un solo mundo: las leyes de la física son aplicables a la totalidad del universo que integra todos los mundos" (L. Vaidman, " Many- Worlds Interpretation of Quantum Mechanics" Stanford Enciclopedia of Philosophy, 2002)  

Así pues, lejos de considerarse a sí misma como una teoría paradójica, la Many-Worlds Interpretation tiene más bien la vocación de escapar a paradojas propias de teorías nás canónicas ( ya sea forzando los conceptos mismos de mundo y de universo, haciendo de éste un conjunto unificado de la pluralidad de los primeros), lo cual lleva al autor citado a recordar: "La MWI no es la interpretación de la teoría cuántica entre los físicos pero esta haciéndose crecientemente popular(...)en cosmología cuántica posibilita el que se discuta sobre la totalidad del universo evitando la dificultad de la interpretación Standard que exige recurrir a un observador exterior al universo como tal." (idem)

Decir que la Many- Worlds Interpretation intenta de entrada responder a un envite, que intenta encontrar salida a una aporía en la que la razón filosófica sustentada en la física se había introducido,  exige un mínimo de justificación.  ¿Como se llegó a la situación en la que una teoría que conjetura la existencia de mundos paralelos al que nosotros percibimos puede llegar a tentar? ¿En qué berenjenales filosóficos se había introducido la reflexión posterior a los trabajos propiamente de los físicos, la reflexión tras la física, para decenios atrás, un físico de la talla de H.  Everett fuera sentando  las bases de una teoría que entonces como podía parecer tan extraña como ahora y que él mismo acabaría por formalizar en 1973?   

Abordar estas preguntas no es desde luego posible sin, al menos, un repaso cualitativo, es decir, sin formalización matemática a ciertos momentos de la historia de la Física. De ello me ocuparé en próximos textos, remontándome al pensamiento griego, tal como lo observa e interpreta un gran físico del siglo veinte.

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27 de enero de 2010
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II. Alzar el velo

El terremoto de Haití no ha hecho más que alzar ese lienzo de olvido y desinterés tendido sobre el cuerpo lacerado del país, para enseñarnos sus heridas multiplicadas por la nueva tragedia causante de miles de muertos y millones de víctimas que se vienen a sumar a las muertes y damnificados que ya habían dejado los últimos huracanes en serie tras los cuales quedaron viviendo en campamentos más de trescientas mil personas en el área rural, destruidos sus hogares. 

            Los problemas políticos crónicos, las contradicciones entre líderes de facciones, las penurias y las carencias, la falta de recursos, habían hecho que el estado no pudiera enfrentar los graves problemas de seguridad nacional, y dejara los asuntos de orden público en manos de una policía internacional al mando de la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (MINUSTAH), a cargo de lidiar con el narcotráfico, con las pandillas juveniles violentas y con los secuestros, tres grandes males del país. Ahora el jefe de esa misión, el diplomático tunecino Hédi Annabi, con el que me entrevisté largamente en su despacho del quinto piso del Hotel Christopher, su cuartel general, ha muerto al derrumbarse el edificio entre cuyas ruinas quedaron atrapados decenas más de miembros de la MINUSTAH. Sus palabras, al terminar la entrevista cuando le pregunto por el fin de la misión que encabeza, fueron, como consigno en mi reportaje: "habrá que irse, pero irse para no regresar".

Es decir, irse cuando el gobierno del presidente René Préval hubiera conseguido los elementos de estabilidad suficientes, cuando existiese un nivel aceptable de consolidación de las instituciones, del funcionamiento pacífico del parlamento, cuando el sistema judicial dejara de ser el remedo que es, cuando el estado pudiera asumir las funciones policíacas, aún el control de las cárceles. Todo esto estaba previsto a ser revisado en el año 2011. ¿Y ahora?

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27 de enero de 2010
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Las cuevas de Napoleón y los 40 ladrones

Periódicamente leemos que el gobierno griego (si es que merece tal nombre) exige la devolución de los mármoles que Lord Elgin robó del Partenón y hoy son la gloria del British Museum. Es una disputa estupenda ya que esos mármoles son tan de los actuales griegos como las terracotas precolombinas lo son de los mexicanos actuales. El comprensible deseo de que las obras de arte regresen a su lugar de origen tenía sentido cuando esos lugares existían, pero en nuestros días no regresarían a ningún lugar originario sino que se trasladarían de un museo a otro. De modo que es una mera cuestión de narcisismo nacional.

De otra parte, como se está viendo en la reyerta entre Aragón y Cataluña por cuatro vírgenes y dos cristos, la devolución del latrocinio es asunto enconado. La cuadriga que Napoleón robó de Venecia fue devuelta tras su derrota, pero los italianos no la han devuelto a los turcos que son sus propietarios originales. Así que estamos hablando de tráfico entre museos y no de otra cosa. Porque el causante de todo es el museo, invento que tiene poco más de doscientos años, pero que está tan hincado en las honduras de la mentalidad burguesa que nos parece una institución eterna. A pesar de haberse debilitado hasta tener que dedicar vergonzosos espacios a la mercadería de ínfima calidad, los museos siguen siendo centros sagrados de la política burguesa y no hay ciudad capaz de prescindir del suyo.

Empleo a conciencia el término "política burguesa" porque nuestra sociedad ya no lo es. La sociedad tecnificada y masiva tiene otros rasgos, pero el establecimiento político continúa aferrado a los lugares comunes del siglo XIX. Si hoy en día el museo se transforma en un espectáculo como el Guggenheim es justamente porque no tiene ya sentido fuera del líquido amniótico burgués. El museo, por si fuera poco, es hijo del terror y fue el gobierno burgués revolucionario el que abrió, en el palacio del Louvre, el primer museo de la historia un 10 de agosto de 1793. Era el año I de la Revolución.

Sin embargo, el verdadero inventor del museo moderno fue Napoleón, el cual intuyó que aquellos serían los templos de la religión nacional burguesa. Entre 1803 y 1814 el Louvre se llamó "Museo Napoleón" muy apropiadamente porque él fue quien lo enriqueció desmedidamente según iba robando toneladas de piezas en los países que conquistaba mientras corría hacia la corona imperial. Comprendió muy pronto que las naciones no tendrían otra capacidad de identificarse que por medio de eso que ahora llamamos "cultura" y que en el Antiguo Régimen carecía de importancia. Siempre se había valorado el botín de guerra, es natural, pero por su peso en oro o su calidad, en tanto que ahora se valoraba como alma de la nación conquistada. En los museos del ejército yacían las banderas de la vencida nobleza europea, y en el Louvre su espíritu.

Comenta Peter Brooks en un reciente artículo el rotundo acierto de Napoleón cuando nombró como primer director de los museos de Francia a Dominique-Vivant Denon. Es este caballero un hombre de excepcional inteligencia, coraje físico y simpatía personal. Tengo para mí que fue, además, el primer aventurero cultural. En 1798, se lo llevó Napoleón consigo a la campaña de Egipto, junto con un pelotón de expertos dibujantes, ingenieros y grabadores. Los álbumes de estos artistas (han sobrevivido muy pocos) son todavía hoy uno de los tesoros más preciosos de la bibliofília.

Denon tenía entonces más de cincuenta años, pero siempre se mantuvo en primera línea de fuego, dibujando cuanto veía desde la montura de su caballo. Despuntaba el siglo XIX, pero esta figura de aventurero que se juega la vida por un chispazo artístico o una batalla sublime, es ya francamente romántica. Y no es el único rasgo. También fue Denon el primero en prestar atención a lo que medio siglo más tarde los estetas británicos llamarían el arte pre-rafaelita. Hasta entonces nadie había tenido en tan alta consideración a góticos como los hermanos Pisano, Lorenzetti, Giotto o Cimabue. Eran éstos considerados artistas toscos y bárbaros. Denon se dedicó a robar cuanto "primitivo italiano" se iba encontrando al paso de los batallones durante la campaña de Italia.

Esto es admirable, como lo es que inventara una historia del arte pragmática (nada que ver con el idealismo de Winnckelmann) al disponer los cuadros por escuelas y no por su valor como objeto. La galería de pinturas aristocrática había sido, hasta entonces, un seguido de muros tapizados con cuadros de suelo a techo, como aún puede verse en la Galería Colonna de Roma. Denon inventó el modo de ver moderno.

En nuestros días los museos ya no compiten con los templos sino con los polideportivos. Tampoco creo que ningún director actual quisiera exponerse en primera línea de fuego para ver la esfinge de Gizeh. Pero es que Vivant Denon, como Napoleón, no era sólo un ciudadano, era "historia en movimiento".

 

Artículo publicado el 21 de enero de  2010.

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27 de enero de 2010
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El aceite

Determinadas materias primas nos quieren. Nos quieren más de lo que las queremos e incluso que comprendamos el porqué de su obstinada adhesión. El caso proverbial que en este aspecto representan las grasas, desde el óleo  a la mantequilla, desde el cabello de ángel al caramelo es su elocuente expresión. Pero también los dulces, en cuanto grasas, representan a productos que si bien amamos,  aborrecemos al mismo tiempo. O, una primera mitad de la vida los queremos sin reservas, inspirados por la infancia y la otra los miramos con recelo a partir de las severas  prescripciones contra el sobrepeso, la diabetes y la obesidad.

De entre toda esta enorme familia de sustancias pringosas, deseosas de impregnarnos en uno u otro grado a pesar de nuestra renuencia o nuestra oposición, el aceite se erige como el rey más elegante del catálogo. Entre  los dulces el almíbar sería el item que llevara el lábaro pero entre las grasas el aceite luminoso y  refinado ocuparía sin discusión alguna el liderato. Posee el aceite todo el amor de la parentela que pringa  pero no incluye la molesta condición de lo pegajoso que resulta ser, por obvias razones, lo más difícil de liberar con el desdén.

 El aceite, pringa sin asquear, se apega sin demencia y siempre anticipa con su fluidez, su color y su textura una conducta que se avendrá a razón.  Dentro de sus muchas  variedades, más o menos ácidas, más o menos densas, más o menos puras, el aceite siempre conlleva ese punto molesto que no desaparace sino con el jabón pero también una dosis de envoltura sedosa y peculiar que lame las heridas y lubrica la piel.

 De este modo, el aceite doméstico ocupa un lugar insustituible dentro y fuera de la cocina porque su acción, más allá de su quehacer entre los alimentos, alcanza un carácter simbólico que procede desde los tiempos remotos hasta la Biblia y la tercera revolución industrial.

 De hecho ninguna máquina, casi ningún aparato inventado, ha progresado sin la presencia del aceite, en una u otra formación, bajo una u otra visibilidad. El coche y el lubricante, el reloj y su gota de aceite, prácticamente todo movimiento de  cualquier mecanismo se sirven de su efecto benefactor. Observable o no discurre por todas las junturas mecánicas que de este pueden giran sobre sí o impulsan mediante engrana jes y  copulación, la marcha y la bendición de sus resultados.  De hecho, el aceite, constituye un elemento propicio para ser bendecido y prestar bendición.

 Perfumado o no, se incluye en la liturgia del bautismo y en el de los santos óleos de la muerte como en dos momentos decisivos en los que es necesario facilitar el tránsito, cruces de la máxima envergadura histórica y humana.

Las ruedas del carro y  las articulaciones de los demás animales, el funcionamiento de las naves espaciales o de los juguetes requieren de la grasa u otras vidas del aceite. Más aún: el aceite es vida. Mana la grasa de la placenta y de la leche materna y forma parte del culto a la muerte que dialoga con  el sebo de las velas y se complace en los deleites del  embalsamiento.

En casa, el aceite siempre parece vivo y despierto. Y en punto. El vino puede agriarse pero el aceite raramente llega a hacerse rancio y, aún desde esa gangrena, sigue brindando sus propiedades de lubricación.  En el pelo o en  el coito, en  la ensalada o en los grandes quemados, el aceite preside una innumerable cantidad de momentos en nuestra vida, es lubricia y es purga, es luz y tortura, veneno y medicina. En otros pueblos será la mantequilla o la manteca, aceites enjugados, quienes cumplirán este papel central pero el aceite, sin falta, promueve el movimiento vital de modo que sin él las fricciones sueltan chispas y, al cabo, la vida, secretamente, se convierte, aún más, en un áspero camino,  una senda de arena donde el sol ha convertido la mancha en tara y el brillo en mordedura. 

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27 de enero de 2010
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Olvidados

Desconfío de esa frase algo envarada y con cierto afán de trascendencia que nos alerta de que «el tiempo pondrá a todos en su lugar». Creo que se trata más bien de un deseo de justicia póstuma (poética) y, por lo tanto es más un empeñosa esperanza que una aseveración con un mínimo de fundamento. Viene a colación porque el otro día terminé de leer  las «Iluminaciones en la sombra» (Josef K, editor) de Alejandro Sawa, quien ha pasado de puntillas por la historia de la literatura española. Sawa resulta tan propio del novecientos que se diría que esa época tintada de funebrismo lo esperó impaciente para señalarle su destino: trágico y maldito, canalla y lúcido, afrancesado y culto, muerto en la pobreza y la soledad, rescatado de manera tangencial porque Valle Inclán hizo de él al célebre Max Estrella, de «Luces de Bohemia».

Leer las páginas de este diario casi epitafio -con una espléndida introducción de Andrés Trapiello- es asistir a la visionaria amargura de quien rodeado de escritores e intelectuales de relumbre -Darío, Baroja, Verlaine, Valle Inclán...- se sabe ya perdido para su tiempo y también para la posteridad. Hay tal urgencia en sus frases, tanta repentina lucidez sobre lo que observa y lo que intuye, que estremece: «El niño se convierte en cura como el plomo en bala: por un hecho de fatalidad bárbara», dice en algún momento. Y más allá: «Me trasuda el dolor y pienso que la vida es una infamia». Sawa observa su tiempo con perplejidad, a veces enervado, despóticamente, a veces con una pena que traspasa. Y se observa así mismo con desconfianza, con cierta misericordia, sin apenas dejarse llevar por los celos o la envidia sobre sus colegas triunfadores. Un elegante, en el fondo.

Como él, como Sawa, hay tantos otros desconocidos! Leyéndolos uno piensa que son casi delicadas exhumaciones para el paladar de un puñado de afortunados lectores... y también hay otros que gozaron en su tiempo de fama o de prestigio, bien merecida o injusta, y que luego se los llevó el ventarrón del olvido, y no nos queda nada de ellos, apenas el nombre, quizá una cita equívoca, el comentario exótico en boca de un entendido. Poco más. Por eso, al encontrarse con textos como los de Alejandro Sawa un comprende el valor de tales hallazgos y que estos, si no ponen las cosas en su lugar, al menos nos ofrecen el consuelo de creerlo así. Pero sobre todo, cuando uno se encuentra con algún escritor particularmente obsesionado por la trascendencia, la fama, el reconocimiento, piensa en la fragilidad de tales afanes, en el inútil dispendio de energía que conlleva. Uno piensa en Sawa y en tantos otros... 

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26 de enero de 2010
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Los pliegues

El lugar más atractivo del cuero humano es todo aquél donde se establece un pliegue. Puede tratarse de un pliegue  fijo o de un repliegue, un hoyuelo o una arruga de expresión que va y viene con las circunstancias emocionales y por responder a ellas alcanza su máximo interés. El cuerpo esbelto, desnudo y expuesto, quieto y liso, no logra decir nada si no se le interroga o se le interviene. La axila o la ingle, como supremos ejemplos, pero también la corva, la oreja, las fosas de la nariz o el fuelle que crea en la parte interior el codo, son pequeños refugios donde la imaginación se desliza y hurga y se reconvierte.

Ciertamente, el cuerpo del otro, es ante todo un recreo a través del  encanto de sus pliegues. No lorzas, naturalmente, sino relatos comprimidos en el entresijo natural. Recintos relativamente escondidos o cuyo acceso requiere un consentimiento de la pareja en cuyo salvoconducto se encierra su documento de amor.

Y ¿qué se halla dentro de unos y otros recovecos? Primordialmente calor. Un calor especial, no cualquier grado de calor ni una media de calor que se reparte por la extensión de la piel entera. En ese acceso al instersticio la recompensa se concreta en su expresión de calor, un punto más alto y atesorado allí como una suerte de reserva. Precisamente es difícil concebir un secreto a la luz del día, expuesto al viento y despojado de calor. Todo secreto reside en un habitáculo oscuro y en donde la falta de luz, paradójicamente, le dota de un especial color y calor. El calor de la vagina sería la suprema representación pero otros frunces o anfractuosidades crean el argumento pormenorizado del misterio ajeno y ofrecen el nuestro a la exploración.

No hay nada a lo que no pueda acceder la cirugía pero en su desarrollo el máximo don de la intervención ha sido la laparoscopia que ingresa en zonas vedadas sin destruir su antesala ni su entorno, que apresa el tumor o repara la hernia, aventurándose por una vía que serpenteando extrae entre sus pinzas (sus dientes) el objeto crítico: el bocado de muerte o de dolor.

Igualmente cuando en la interacción amorosa se acaricia, la mano o la boca se dirige golosamente a esa zona recóndita, más o menos protegida por una sucesión de tegumentos, que se seducen para llegar al fondo.

El fondo donde sin duda se halla la capilla o la efigie sagrada, dibujada por la calidad y la suavidad de un llamativo y silencioso calor. La respiración se detiene en estos menudos santuarios de la carne común,  agentes del amor erótico y minúsculos remedos de un más allá grande e inmortal donde  la reserva térmica asegura el imaginario infinito de la vida a dos.

El hogar, por sí mismo, como nominativo y estructural tiende proveer de pliegues, sean efecto de las hendiduras de sombra y luz, sea de rincones sobre los que se asienta en diferentes proporciones los objetos más queridos o los paisajes intensos. De hecho, el gran placer de convertir la cama tendida y lisa en una cama desecha expresa la instintiva necesidad de querer en escondites, quererse en casamatas, juntarse con lo propio en un repliegue del terreno, ese desnivel desde donde vemos sin ser vistos, donde somos resguardados como niños, erotizados de narcisismo, de maternidad o de miedo. El principio fundacional de las cortinas o sus remedos en los estores y las persianas radica en el pliegue. La casa se oculta tras el fruncido que regula la luz hacia adentro y hacia fuera, que gradúa su comunicación y al cabo, en la secuencia de gestos, comunica como un cuerpo y su expresividad sexual el deleite que obtiene y el regalo que procura.

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26 de enero de 2010
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Acatar no es callar

El más alto tribunal del país al fin ha decidido sobre uno de los temas controvertidos que afectan a la democracia. El partido en el Gobierno es el que más perjudicado va a salir de la sentencia, decidida por un solo voto de diferencia, entre dos posiciones que demuestran la amplitud de interpretaciones que ofrece la Constitución. ¿Qué hace el presidente? ¿Acata en silencio la sentencia como cabría esperar de quienes consideran que el árbitro constitucional está por encima del ejecutivo y del legislativo? En absoluto. El presidente arremete sin matices contra la sentencia, apoya la interpretación de la Constitución que ha resultado perdedora, e incluso va más allá; anuncia que va a hacer todo lo que sea posible, desde su capacidad ejecutiva y mediante sus iniciativas parlamentarias para eludir en la medida de lo posible el acuerdo del máximo órgano judicial hasta conseguir que se aplique su visión de la democracia en este capítulo de la vida política.

No estamos hablando de un escenario político virtual ni tiene nada que ver con la sentencia del Tribunal Constitucional español sobre el Estatuto de Cataluña. Lo que se explica en el anterior párrafo es exactamente lo que ha sucedido en el Tribunal Supremo norteamericano, que ha sentenciado, por cinco votos a cuatro, a favor de la financiación ilimitada de publicidad política por parte de las empresas en nombre, nada menos, que de la libertad de expresión. El presidente Obama, profundamente irritado por la apelación de la derecha judicial a la Primera Enmienda que protege la libertad de expresión de los ciudadanos, ha manifestado su rechazo a la sentencia y su voluntad de ?reparar en lo posible el daño ocasionado?. Ciertamente, es extraño que se proteja la libertad de expresión de las grandes corporaciones, es decir, los derechos del dinero, creando unas condiciones de desigualdad insalvables respecto a los ciudadanos individuales, tal como hace una sentencia que parece exactamente una venganza del capitalismo más extremo contra los programas de intervención del Gobierno en la economía para salir de la crisis. El caso es especialmente grave si abre el portillo a la financiación de campañas por parte de las filiales norteamericanas de empresas extranjeras, por ejemplo de países árabes, de Rusia o de la Venezuela de Chávez. El Tribunal Supremo norteamericano, formado por magistrados de nombramiento vitalicio, interpreta la Constitución, pero todos entienden que las interpretaciones pueden cambiar y que cada uno tiene derecho a propugnar la interpretación que más le conviene. Es una constitución antigua pero muy viva, a la que los ciudadanos respetan a pesar de cada uno la interprete a su manera. Esto es lo que hace las democracias fuertes y lo que une a los países. Exactamente lo contrario de lo que ocurre cuando las constituciones se convierten en una tablas de la ley esculpidas en piedra, que no permiten mutaciones ni interpretaciones. Se estrecha su capacidad de integrar posiciones políticas, se debilita la democracia y se afloja la unidad política.

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26 de enero de 2010
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Prometo ser bueno

 

La correspondencia de Rimbaud es tan sorprendente como lo fueron sus poemas, sus iluminaciones, su manera de contarnos una temporada en el infierno. Su obra, su vida me admira desde la adolescencia. Me gusta coincidir con él en algo que nos unirá de por vida. Nacimos el mismo día. No importa que casi cien años nos separaran. Me gusta ese poeta poderoso y ese ser fuerte en sus debilidades.

Nunca me escaparía con ningún Verlaine, pero sí podría fugarme con una de esas mujeres africanas con las que entretuvo sus años de negociante en Abisinia. Quince años africanos con historias emocionantes, duras, excesivas como excesiva fue casi toda su vida. Vida contada en fragmentos. Apuntes del natural. Necesidades básicas contadas por un joven que creció pronto y que no dejó de ser un joven al que atacaban las canas. Al que la sífilis ganó la batalla. De repente, el aventurero, el hijo de su mamá, el cariñoso hermano, no solo necesita de la familia, sino que necesita una mujer, una esposa y la quiere blanca.

Todo el diario tiene el interés de acercarnos al pulso vital de un escritor que nos conmociona, de una vida que nos sorprende. De una muerte que nos dan deseos de rebelarnos. Emociona la carta de su hermana Isabelle a su madre, una de esas cartas dónde se cuentan los últimos momentos de este ser luminoso. Está sufriendo, llora, no quiere morir, se queja: "Yo me iré bajo tierra mientras tú marcharás hacia el sol"

Un poco antes, un año antes, todavía pensaba en hacer otra vida. En buscar una compañera para seguir viviendo en ese duro lugar del mundo. Reproduzco parte de una carta a su madre desde Harar, del diez de Noviembre de 1890.

"Mi querida mamá:

...Cuando hablaba de casarme, me refería a que quería continuar siendo libre para poder viajar, para vivir en el extranjero e incluso continuar viviendo en África. Estoy tan desacostumbrado al clima de Europa que difícilmente podría adaptarme...Si contar con algo que me resulta imposible: la vida sedentaria.

Tendría que encontrar alguien que me siguiera en mis peregrinaciones.

Respecto a mi capital, lo llevo conmigo, puedo disponer de él como quiera.

...Trabajo también por mi cuenta,  solo, además de ser libre para liquidar mis asuntos cuando me convenga.

Envío a la costa caravanas con productos de este país: oro, perfume, marfil, café...Nadie puede decir nada malo sobre mí en Aden, al contrario. Después de diez años todo el mundo me conoce bien.

¡Aviso para los amateurs!

Respecto a Harar no hay ningún cónsul, ningún correo, ninguna ruta: se llega en camello y se vive únicamente entre negros. Pero bueno, uno es libre y el clima es bueno.

Esta es la situación.

Hasta pronto:     

 

   Rimbaud"

No tardaría en encontrarse mal. No encontró la deseada compañera. Murió habiendo conocido unos cuantos paraísos y algunos infiernos. No quiso morir. No quiso ser malo. Prometió ser bueno. Consiguió ser un buen traficante de armas. Nunca dejó de ser un buen chico.

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25 de enero de 2010
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Tercera muerte en Venecia

Viendo hace una semana la transmisión televisada de la ‘Muerte en Venecia' del Liceo me acordé del 31 de marzo de 1978, el día en que cientos de espectadores infatigables pasamos tres horas sentados en el suelo del teatro de Covent Garden, en Londres, asistiendo a una triple ceremonia fúnebre. Se trataba de la reposición del montaje original de la ópera de Benjamin Britten, estrenado en el verano de 1973 en el festival de Aldeburgh, y guardo de aquella velada, además de un programa manoseado, el recuerdo de las agujetas del día siguiente y la fascinación por descubrir, siete años después del estreno de la versión cinematográfica de ‘Muerte en Venecia', que había otra música posible  -más allá de los fragmentos de las sinfonías 3ª y 5ª de Mahler elegidos como banda sonora por Luchino Visconti-  para acompañar la ‘nouvelle' de Mann y evocar a la vez las aguas de Venecia y su malsano poder de encantamiento. La historia relatada por la novela, la película y la ópera es, por supuesto, luctuosa, pero esa noche nadie era ajeno en Covent Garden al hecho de que el compositor inglés había muerto poco más de un año antes (meses después del fallecimiento del propio Visconti), y de que aquellas representaciones de la primavera del 78 constituían un memento a Britten y un homenaje al que bien podríamos llamar, en lenguaje contemporáneo, su viudo, el tenor Peter Pears, a quien está dedicada la obra y volvía a cantarla en  escena.

     Pears ya no tenía entonces en plena forma, a sus 66 años, la voz  -nunca muy amplia ni muy hermosa, aunque de dicción esmerada y gran finura tímbrica-  para la que su pareja amorosa de casi cuatro décadas creó tantos papeles memorables, desde el titular de ‘Peter Grimes' o el del mayordomo Quint de ‘Otra vuelta de tuerca' hasta, por supuesto, el Gustav von Aschenbach de ‘Muerte en Venecia', además de algunos de los mejores ciclos de canciones del siglo XX. El público estuvo, en todo caso, de su parte, con el entusiasmo que suele marcar esos llamados ‘Proms' londinenses en los que las butacas de patio del teatro Covent Garden o la sala de conciertos del Royal Albert Hall son levantadas para que los aficionados entren, a precios muy reducidos, y asistan paseando (de ahí la palabra: ‘promenade'), de pie o, en su mayoría, acurrucados en el suelo.

   La novela corta de Mann contiene elementos autobiográficos, tanto en la parte digamos reflexiva como en la anecdótica, ya que también el escritor alemán, hospedado en 1911 durante una semana (con su esposa y su hermano Heinrich) en el Hotel des Bains del Lido veneciano, principal escenario de la acción, encontró allí a un bello muchacho que le cautivó y le inspiró, tomando para la construcción de su Gustav von Aschenbach rasgos literarios y personales del poeta alemán del XIX August von Platen. Platen, según un crítico francés "el primer gran poeta homosexual en el sentido moderno", fue también autor de unos hermosos y muy pictóricos Sonetos venecianos y murió de la peste en Sicilia; Mann, que le defendió en un ensayo de la incomprensión en su día mostrada por Goethe, gustaba de citar el poema de Platen titulado Tristan (como un cuento del propio Mann) que arranca con estos versos:"Quien con sus ojos la belleza ha visto,/está ya entregado a la muerte". Y en una carta de 1932 a sus hijos Erika y Klaus mientras se alojan en el mismo Hotel des Bains, el autor de ‘La montaña mágica', hablándoles con una ambigua mezcla de condena y nostalgia de la ciudad de la laguna, les cita algo que dijo Platen: "Todo lo que queda de Venecia está en la tierra de los sueños".

    ‘La muerte en Venecia' de Mann fascina pero no llega a ser, a mi juicio, un relato perfecto; su discursividad teórica y sus pasajes oníricos pueden resultar plomizos, y tampoco faltan imágenes de dudoso lirismo (particularmente en el capítulo 4). Esos lastres pasaron casi intactos a las dos adaptaciones de Visconti y Britten, que, quitándole al título el artículo del original, son en todo lo demás muy fieles al texto novelesco, coincidiendo a menudo película y ópera en soluciones plásticas y trazo dramático. Sin constituir ninguna de ambas las obras maestras que podía esperarse de sus respectivos y grandes autores, me inclino a pensar que, frente al relativo envejecimiento sufrido por la cinta de Visconti (a causa sobre todo de la amanerada interpretación del otras veces excelente Dirk Bogarde), la ópera de Britten prevalece en función del ‘racconto' sonoro que el músico, maestro de la narratividad musical, desarrolla, reanimando la torpona palabrería de los monólogos que su libretista Myfanwy Piper le endilga en un intento de "pasar" la mayor cantidad posible de información trascendente. Y así como Visconti introduce con notable inteligencia fílmica el uso de las panorámicas lentas para plasmar la morosidad y avidez de la mirada de su protagonista (convertido en el guión en músico y no en escritor) al efebo Tadzio, Britten, inspirándose una vez más en la música balinesa, orquestó con un riquísimo dispositivo de los instrumentos de percusión la idea central de la pasión desordenada latente en todas las páginas de la novela, que el propio Mann sintetizó así: "¿Qué podían importarle ahora [a Aschenbach] el arte y la virtud frente a las ventajas del caos?".

     El segundo y más llamativo logro de la ópera es, aunque inesperado, deslumbrante: la conversión del personaje de Tadzio no en una voz blanca sino en una sibilina criatura alada siempre silente, que exhibe su tentadora inocencia a través de la pura expresividad del cuerpo. El Tadzio operístico ni siquiera dice frases sueltas en francés o polaco, como el cinematográfico; sólo danza, en una obra con substanciales partes de ballet. Quizá una variante más carnal del erotismo pederástico que (según confirma el reciente y nada sensacionalista libro de John Bridcut, ‘Britten´s Children') fue dominante en la sexualidad (¿sublimada?) de Britten, el músico que siempre con extraordinaria calidad y en mayor cantidad ha escrito para voces infantiles masculinas.

    Y para aquellos que piensen ‘viscontinianamente' que el Adagietto de la 5ª de Mahler es la única banda sonora posible para ‘La muerte en Venecia' de Thomas Mann, las palabras que Golo Mann le escribió en 1970 a Britten al saber que éste, sin desanimarse por el ya iniciado rodaje de Visconti, proseguía con su proyecto de ópera: "Mi padre solía decir que si alguna vez se hacía una ilustración musical de su novela ‘Doktor Faustus', usted sería el compositor adecuado".

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25 de enero de 2010
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El Boomeran(g)
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