Sergio Ramírez
Allá por comienzos de los años setenta cuando yo vivía en Costa Rica recibía puntualmente los paquetes de novedades que me enviaba desde Buenos Aires Fernando Vidal Buzzi, director de la Editorial Sudamericana, y entonces fue que me encontré por primera vez con el nombre de Tomás Eloy Martínez en la tapa de su novela Sagrado, que era la primera que publicaba y que años después, cuando llegamos a ser amigos entrañables, él solía desechar con sonrojo a la primera mención porque la consideraba una novela en la que se había dejado seducir por las palabras más que por la pasión de contar una historia.
Nunca nos vimos en mis visitas a Venezuela para los primeros años tan deslumbrantes de la revolución sandinista, cuando él dirigía el memorable Diario de Caracas, pero sabía que detrás de las preguntas que sus periodistas me hacían cuando enviaba a entrevistarme, estaba su mano de exiliado de una dictadura militar que veía en los acontecimientos de Nicaragua la esperanza de que pudiera haber por fin en el continente un cambio genuino, lejos de los moldes ideológicos, cambio que al fin, por desgracia, no se dio, y tanto que lloramos los dos sobre aquella leche derramada cada vez que nos acordábamos.
Nos conocimos en Buenos Aires en noviembre de 1988 cuando, en esa extraña escisión que me imponía mi cargo en el gobierno revolucionario, llegué para cumplir con una visita al presidente Raúl Alfonsín, y a la vez para estar presente en el lanzamiento de mi novela Castigo Divino, publicada también por Sudamericana, y que Tomás presentó una noche en el Centro Cultural Belgrano, con público del mundo político, las madres de la Plaza de Mayo a la cabeza, y del mundo literario, clara consecuencia de la propia dualidad de mis oficios.