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El dolor de cabeza

Dependiendo de las jaquecas que sufre el padre o la madre, especialmente, los hogares podrían dividirse en dos. Aquellos que conocen y practican el ritual funerario que desencadena la migraña y los que no viven esta clase de jornadas sacrosantas en las que el suplicio, siempre invisible, evoca los días de la pasión de algún personaje de elevada relevancia.

El dolor de cabeza representa, por su localización por su incomunicabilidad y por sus extrañas causas, el dolor humano de mayor indocilidad y empaque. De hecho parece que ese dolor de antemano escoge  a personas  delicadas y de una inteligencia peculiar. No duele quizás la inteligencia misma  pero ¿quién puede dudar que esa materia debe intervenir de algún modo en la diagnosis? A mayor profundidad o incertidumbre de la inteligencia conflictiva, mayor profundidad y enrarecimiento del dolor. A mayor extensión craneal del pensamiento mayor propensión a sufrir la ansiedad de su advenimiento.  Pero también, será cooperadora una especial  delicadeza del espíritu, junto a una sutileza neuronal originaria, obviamente frágil, para justificar su aterrizaje.

 No en cualquier espacio, no en cualquier clase del  solar,  toma cuerpo o se empadrona el dolor de cabeza. Tampoco se conocen casos egregios de que esa clase de malestar se deposite sobre los más tontos o demasiado ignorantes.

Todo dolor de cabeza y tanto cuanto más fuerte y regular es, impulsa el progreso intelectual de la historia. Es parte central de la cultura/culta y ¿quién podría negar que la más venerada de todas ellas, la cultura de los mártires, los locos, los prisioneros de un mal que ningún especialista sana?

Efectivamente, casi todas las dolencias crónicas procuran  mucho carácter y se acogen, socialmente, como un extraño galardón en la existencia del paciente. Puede pasarse por este mundo sin padecer un dolor crónico y de hecho la medicina se esfuerza para que incluso, en el filo de la muerte, no duela nada pero este confort es también una manera de borrar importantes argumentos,  referidos tanto a la cosmología del dolor puro como de sus afluentes. Quien siente dolor mira más lejos y desde mayor profundidad de acuerdo con el dictamen romántico que aún persiste en nosotros.

 A quien le duele de forma crónica una parte del cuerpo soporta una forma de estigma cuya singularidad lo distingue del montón acaso indoloro o sin marca. Lo lacerante, lo incurable, lo insufrible concede un aura asociable a  la dorada penitencia que cualquier mesías experimentó para cumplir la magnitud de su empeño.

Entre todos esos estigmas la jaqueca es topológica y simbólicamente el dolor perfecto para creerse más. Es un dolor que no mata, sólo invalida para mostrarse como un cuerpo donde estalla la cabeza. Pero no destruye, realmente, sólo irradia hacia sí siendo únicamente el que es en su exasperación máxima. Con su dominio  no desea extraer provecho alguno, ni dañar siquiera el funcionamiento siguiente.

Se conforma con estar a la manera en que lo hacen los seres superiores cuando se revelan luminosamente. Consternan al receptor y esa consternación es el absoluto de su meta.

En los hogares donde llega con regularidad  el dolor de cabeza se preparan de antemano los analgésicos, el grado de luz, los hielos o la colonia en las sienes para cumplir con detalle el tratamiento. Se recibe el dolor y el hogar se dispone para prestarle un acomodo confortable y acaso lenitivo. Este dolor llega y se va hasta el próximo día, es un dolor que desaparece y regresa al domicilio del cuerpo. Al hogar que ese cuerpo propenso representa y donde se hospeda  como en una fonda que califica y marca. Así, como el Mal del mundo, este dolor transmigra pero a diferencia del mal universal, inhumano, arbitrario y delictivo, el dolor de cabeza enumera a sus pupilos, vigila sus pasos y decide el momento crucial para asestar su golpe de tormento y de  prestigio. 

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3 de febrero de 2010
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¿Se puede sobrevivir a la vergüenza?

Decía Zaratustra que pensar, pensar seriamente, no es algo que exija una gran inteligencia, pero sí un considerable coraje. Nadie vaya a creer que Kant o Wittgenstein nacieron con una inteligencia superior a la de sus coetáneos, pero eran más valientes, de eso no cabe duda. Casi toda la gente dotada de una gran inteligencia dedica su talento a forjar una buena vida, segura y confortable. Sólo unos pocos la emplean para enterarse de algo y compartir luego con sus semejantes lo que han podido saber antes de convertirse en un puñado de polvo.

    Hay otros humanos también valerosos, pero cuya tarea no es la de enterarse de algo, sino dar una forma perdurable a eso de lo que se han enterado. Así, en lugar de iluminar nuestra inteligencia nos agudizan la imaginación. Solemos llamarlos "artistas", palabra que ha perdido toda dignidad, pero que usamos a falta de otra mejor. Así que un artista de la palabra, J.A. González Sainz, acaba de publicar la última de sus valientes novelas. Ésta se llama "Ojos que no ven" (Anagrama) y como en las anteriores su protagonista, una especie de Orfeo ético, nos permite visitar el infierno de la miseria moral y salir con vida.

    No deja de ser escandalosa la cantidad de novelas y películas que se siguen dedicando a las atrocidades de la guerra civil del siglo pasado, frente a las escasísimas que ahondan en las atrocidades actuales. ¿De qué se nutre el odio de un inmigrante en el País Vasco, para que a los pocos años se transforme en un asesino nacionalista? ¿Cómo se soporta la humillación de vivir en una sociedad satisfecha con su vileza moral? Las causas de la degeneración ética son razones para la inteligencia, pero sus figuras, sus símbolos, sus caracteres, son formas para la imaginación.

    La novela de González Sainz usa una rigurosa lengua literaria para construir un relato que en ocasiones proyecta una sombra bíblica. Quizás porque sólo el desolado mundo de las gentes aplastadas por un Dios despiadado es capaz de encarnar metafóricamente la errancia en el desierto de las víctimas vascas.

 

Artículo publicado el sábado 23 de enero de 2010.

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3 de febrero de 2010
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Objeción a una tesis de Schrödinger

En un texto anterior me refería a la tesis del físico  Erwing Schrödinger, según la cual   uno de los rasgos que singularizan a la civilización griega sería la convicción de que el conocimiento del orden natural transforma al que accede al mismo, pero no modifica el objeto u objetos conocidos. He de volver sobre este asunto, pero antes  debo sin embargo hacerme eco de la objeción que me hace el profesor de la Universidad del País Vasco Gotzon Arrizabalaga, señalándome un texto de Platón (Parménides 249 a) en el que uno de sus personajes emblemáticos, designado como El Extranjero, dice a su interlocutor Teeteto:

"Si conocer es hacer algo, ser conocido, ser conocido será acontecerle algo a uno. Y el ser, que según este razonamiento es conocido por el acto cognoscitivo, en cuanto es conocido, recibe al acontecerle tal cosa un m

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ovimiento, lo cual decíamos que no era posible que aconteciera a lo que está en quietud"

La base del argumento es que aquello que pierde su quietud (para lo cual bastaría ser conocido) es transformado. Y figurando tal hipótesis en un texto paradigmático del pensamiento platónico sería difícil asumir la tesis defendida por Schrödinger. La objeción es tanto más seria cuanto que el tema es tratado por Platón en otros diálogos, y desde luego sería fácil encontrar referencias al asunto en otros autores, Aristóteles entre ellos. Y sin embargo creo que la tesis de Schrödinger encierra mucho de verdad si nos situamos en el ámbito de la creencia profunda más bien que en el de la reflexión filosófica. Se diría que ha sido necesario el efecto de ese vendaval teorético que es la Mecánica Cuántica para que pudiera desquebrajarse la creencia en la neutralidad del conocimiento respecto de esa Physis,  naturaleza, que sería objeto del mismo. En el próximo texto retomaré con mayor precisión lo que Schrödinger dice, y en que contexto lo hace.

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3 de febrero de 2010
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I. La pasión de contar

Allá por comienzos de los años setenta cuando yo vivía en Costa Rica recibía puntualmente los paquetes de novedades que me enviaba desde Buenos Aires Fernando Vidal Buzzi, director de la Editorial Sudamericana, y entonces fue que me encontré por primera vez con el nombre de Tomás Eloy Martínez en la tapa de su novela Sagrado, que era la primera que publicaba y que años después,  cuando llegamos a ser amigos entrañables, él solía desechar con sonrojo a la primera mención porque la consideraba una novela en la que se había dejado seducir por las palabras más que por la pasión de contar una historia.

            Nunca nos vimos en mis visitas a Venezuela para los primeros años tan deslumbrantes de la revolución sandinista, cuando él dirigía el memorable Diario de Caracas,  pero sabía que detrás de las preguntas que sus periodistas me hacían cuando enviaba a entrevistarme, estaba su mano de exiliado de una dictadura militar que veía en los acontecimientos de Nicaragua la esperanza de que pudiera haber por fin en el continente un cambio genuino, lejos de los moldes ideológicos, cambio que al fin, por desgracia, no se dio, y tanto que lloramos los dos sobre aquella leche derramada cada vez que nos acordábamos.

            Nos conocimos en Buenos Aires en noviembre de 1988 cuando, en esa extraña escisión que me imponía mi cargo en el gobierno revolucionario, llegué para cumplir con una visita al presidente Raúl Alfonsín, y a la vez para estar presente en el lanzamiento de mi novela Castigo Divino, publicada también por Sudamericana, y que Tomás presentó una noche en el Centro Cultural Belgrano, con público del mundo político, las madres de la Plaza de Mayo a la cabeza, y del mundo literario, clara consecuencia de la propia dualidad de mis oficios.

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3 de febrero de 2010
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Demonios

Siempre lo más difícil ha sido terminar bien. Cuando se ha mandado mucho, cuesta mucho mandar poco. Cuando todos han estado pendientes de uno, cuesta mucho pasar desapercibido. De ahí la tentación suprema de los ex, el momento crucial en que el demonio que llevamos dentro nos pide arremeter contra los más jóvenes, y más si son los sucesores; aferrarnos a la gaita de cualquier tiempo pasado; entonar la cantinela de conmigo no pasaba y hasta dónde vamos a llegar.

Lo más fácil es gritar unidad, unidad, unidad. Pero el camino de quien se siente desposeído del poder conduce a buscar el desgarro, la separación, la guerra civil incluso. Del poder debe sentirse uno liberado, descargado, con toda la satisfacción que se quiera sobre esa cosa del deber cumplido, etcétera, pero libre al fin. Entonces es el momento de gozar de la libertad y la sabiduría de haberlo poseído. Cuesta curarse del poder. Pero hay quien vive el poder como una enfermedad incurable. Si ha tenido mucho, quiere tener más. Si lo ha perdido, quiere recuperarlo. Si renuncia, es para conseguir luego un poder más abrumador todavía. Quienes caen en esta última tentación son esquinados aulladores de un rencor insoportable que les devora y devora a sus amigos. Aprovechan cualquier circunstancia para asestar golpes que creen mortales sobre sus sucesores, a veces con mayor saña cuando se trata de gente de su propio partido. Un ex necesita una buena cura de desposesión, como los endemoniados. Pasado mucho tiempo, cuando termina, esas almas ya sanadas de su enfermedad pueden volver a prestar servicios a todos, a sus amigos, a la sociedad. Pero hay algunos que no curarán jamás e irán cultivando en su corazón una negra flor que explotará de vez en cuando hasta dar frases solemnes y exageradas, preñadas de odio y resentimiento: ?Nunca nadie hizo tanto daño en tan poco tiempo?.

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3 de febrero de 2010
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Lecciones de Tomás Eloy Martínez

 
 
 
De Tomás Eloy me quedará el entusiasmo: por la literatura, por los amigos, por los jóvenes escritores.  Y por el mejor periodismo imposible (el posible se lo dejamos a los que no pueden hacer otra cosa).
 
Debe haberse ya encontrado con Rafael Conte, y me temo que están por fundar el primer suplemento literario del Olimpo.  A ambos les debemos la dignidad del periodismo cultural en español, una lección dilapidada hoy dia entre festivales de trivialidad y reseñas de solapa.
 
Es bueno recordarlo: desde Buenos Aires, Tomás Eloy fue portaestandarte del “Boom” de la novela latinoamericana, esto es, de la recuperación del homus dialogicus como sujeto cultural de la Comunicación para una modernidad a medida humana.
 
Fue, por ello, un intelectual cabal, libre de la servidumbre de cualquier ideología, y capaz de decir libremente lo que pensaba porque no tenía nada que ganar en ello. No era un hombre de opiniones sino de ideas.
 
Hay que decir, además, que era de quienes hacen lo que predican, pues apoyaba con su dinero una escuela de niños de escasos recursos en su pueblo.
 
A propósito de qué hacer por los escritores más jóvenes, olvidados por la prensa cultural ociosa,  tuvimos un intercambio animado. Cuando planeaba dirigir el suplemento cultural de La Nación, me tomó la palabra y prometí escribir sobre los nuevos.  En los ultimos meses, en una de esas recuperaciones momentáneas que lo llenaban de proyectos, dedicó largos reportajes y entrevistas a una serie de autores recientes.  Me atribuyó haber puesto al día la atención por los nuevos.
 
En el último de sus correos me recomendaba una serie de narradores jóvenes, me anunciaba el envío de sus libros, que en efecto llegaron, y ahora leeré, como por sobre el hombro de este lector placentero.


 
Su lectura del archivo nacional nos revela la extraordinara producción argentina de la violencia.
 
Pero no sólo argentina, tambien nuestra, hecha posible por el asombroso descreimiento de que es capaz este idioma. Casi cualquier palabra se tornaba contra los otros en esas novelas de esperpento alucinado.

 
El vuelo de la reina (Premio Alfaguara de Novela, 2002) es, para mí, la más perturbadora que escribió. El periodista corrupto, que se debe al desvalor de la inteligencia y cuya mediocridad lo hace invulnerable a la crítica, es una imagen estremecedora del mal. Nada más siniestro que el poder que ejerce ignominiosamente, convirtiendo el lenguaje en basura.
 
Por eso, su versión excedía los parámetros de la crítica nacional.
 
El formidable entramado de la corrupción (a buen recaudo) y de la violencia (con buena conciencia), que recorren sus libros con lúcido horror, son la escena de la formación nacional del sujeto.
 
Muchas veces, sus críticos no se han reconocido en esos libros y han creído que su imagen en el espejo narrativo es la de un extraño. Lo es, porque ese lector ciego ha tachado al otro que había en él, hasta desaparecer en estas páginas, en su galería de fantasmas. 
 
Hay que leerlo con los ojos alertas para distinguir mejor el lugar que nos toca entre la corrupción y la violencia. 
 
 

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3 de febrero de 2010
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Miente que algo queda

En su columna de hoy en el diario Página 12, Sandra Russo acuñó un concepto brillante. A todos nos consta que vivimos tiempos en los cuales la noción de inseguridad -frente a la violencia delictiva, o en su defecto frente al terrorismo- está en todas las bocas. No podría ser de otro modo, dado el uso avieso que de esa idea hacen tanto los políticos como los medios de comunicación. (Nadie niega que la violencia exista: lo terribles son las cosas que se hacen, o al menos se proponen, con la excusa de combatirla.) Por eso Russo propone una suerte de contra-concepto, que balancea el original de la inseguridad al tiempo que se hace cargo de una realidad tan indiscutible como la de la violencia: el de la inseguridad informativa.

         "Estamos viviendo un altísimo grado de inseguridad informativa", dice Sandra. Por supuesto que se refiere a los medios argentinos, pero estoy seguro de que ustedes, estén donde estén, también han ido desarrollando cada vez más una saludable desconfianza respecto de los medios: dadas las características de las empresas informativas de hoy, el fenómeno no puede sino ser global. "Los medios concentrados están dando una batalla sucia -agrega Sandra- y del periodismo queda el decorado. Estamos siendo operados contínuamente..." (Aquí se dice operados como sinónimo de manipulados.)

         Espero que Sandra misma, así como muchos otros, desarrollen el concepto de inseguridad informativa con la premura que necesitamos. Cuando lo hagan se referirán seguramente a las primeras planas que nos malinforman e inducen al error de juicio. Pero yo quiero aprovechar la idea para detenerme en un ejemplo menor. A veces el mecanismo del engaño queda expuesto de manera más flagrante en los ejemplos que parecen triviales, que en aquellos asuntos donde nuestros prejuicios pueden nublarnos la vista.

         Ultima edición local de la revista femenina Elle. Ya desde la tapa se anuncia el tema. Resilientes: las que salieron a flote después de tocar fondo, dice el título. La idea es hablar de aquellas mujeres que sufrieron cosas terribles y sin embargo resurgieron de las cenizas para convirtirse en triunfadoras. Una serie de fotos y epígrafes ilustra cada caso. Madonna: huérfana, pobre e inmigrante... Teri Hatcher: violada por su tío a los 5 años. Demi Moore: madre alcohólica, padre ausente, fue adicta a las drogas... Michelle Bachelet: asesinaron a su padre, fue secuestrada y torturada. Charlize Theron: a los 15 vio cómo su madre mataba a su padre. Oprah Winfrey: fue violada entre los 9 y 14 años por un primo. ¿Saben cuál es el único ejemplo de una presunta ‘resiliente' argentina? La animadora Susana Giménez. ¿Y cuál habría sido la tragedia a la que se sobrepuso? Se casó y tuvo una hija a los 17... Trabajaba en una fábrica como secretaria para mantenerse.

         De lo cual se infiere que, para la gente de la versión local de Elle, tener una hija a los 17 y trabajar en una fábrica es tan terrible como ser violada, secuestrada, torturada, tener una madre alcohólica o presenciar el asesinato de un padre. Lo cual redunda en -diría Sandra- una ‘operación' mediática tendiente a presentar como ejemplo de vida a alguien cuya ejemplaridad debería ser, cuanto menos, discutible, tanto en el terreno de lo humano (Giménez es la anti-Oprah por cuanto glamoriza la ignorancia en lugar de fomentar la lectura; y la anti-Bachelet en tanto no trabaja por el bien común sino tan sólo por el bien propio), sino además en el artístico, ya que comparar sus talentos con los de, sin ir más lejos, Charlize Theron, sería un verdadero despropósito.

         Si nos mienten de manera tan descarada en lo pequeño, ¡qué no harán cuando defienden sus intereses corporativos con uñas y dientes!

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2 de febrero de 2010
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el escritor comprometido

 

 

Cuentan que cuando a Borges le preguntaron qué opinaba sobre la literatura comprometida el escritor argentino respondió que si estaba comprometida debería casarse. Más o menos con la misma maldad con la que despachó muchos otros asuntos cuya frivolización tantos -y me incluyo- durante años desdeñamos aquel compromiso. También es cierto que ese desdén, esa burla provenía del hartazgo que sentimos quienes nos hemos pasado la vida escuchando a la progresía de papel couché, a la «resistencia de cine club», que decía un amigo, hablando de un compromiso social y literario que en la práctica era sólo un simulacro de gallardía y cuya irresponsabilidad manifiesta les llevaba -a quienes solían refugiarse bajo tal bandera - a defender a Fidel Castro y en los últimos tiempos a Hugo Chávez, ese Castro sin alfabetizar. Pero no todos, naturalmente, ni siempre hacia la versión más abyecta de la izquierda. Hubo quienes sin alardes ni aspavientos comprometieron su vida y su literatura -sobre todo los que entendían ambas como una sustancia indisoluble- y rescataron lo mejor de la llamada literatura comprometida, la decencia y la seriedad,  para elaborar un corpus ficcional estupendo, sólido, de incontestable raigambre política, y no por ello menos efectivo como mera literatura. Hubo quienes de verdad se jugaron el pellejo -y no sólo hablando desde una tribuna bien pagada, a merced de algún insulto o salivazo- y no hicieron del rencor un arma arrojadiza, pero sí del dolor y la indignación parte de su trabajo literario y periodístico, rescatando así la idea del compromiso literario. Ya no quedan muchos. Se nos acaba de ir uno de ellos, Tomás Eloy Martínez. Quienes han leído sus reportajes, sus ficciones políticas, La Mano del Amo, La novela de Perón, Santa Evita, o sus novelas más recientes como El Purgatorio, saben de lo que hablo.  La noticia de su muerte me sorprendió en París, un París lluvioso y frío, luego de conversar larguísimo el pasado fin de semana con algunos amigos entre los que se encontraba Jesús Martínez, paisano y profesor de Nanterre que regresa al Perú luego de más de quince años en la capital francesa y que prepara un documentado trabajo sobre la literatura y violencia política en mi país. De manera que el nombre de Tomás Eloy estuvo revoloteando en mi cabeza mientras conversaba de política y literatura porque sus novelas han sido un diagnóstico de la realidad de su país, lo mismo que sus agudas crónicas periodísticas. Lo vi en Madrid el año pasado y estaba cansado, pero seguía siendo un conversador chispeante e inteligente, lleno de amabilidad. Lleno de perplejidad, también, por lo que supone de desafío el uso de Internet para el periodismo. Leí en una de las innumerables crónicas que han salido estos días en la prensa que para Tomás Eloy hay «una cierta dosis de infamia en el anonimato» que proporciona Internet y que ese era uno de los aspectos sobre los que más vigilancia debían mantener los periodistas. Fue un hombre perspicaz y afectuoso en cuyas palabras sosegadas durante una charla era imposible adivinar al perseguido político que fue durante tanto tiempo, ni menos al escritor de una de las novelas que más he admirado y que siempre recomiendo: El vuelo de la reina, con la que ganó el Premio Alfaguara del 2002.  Y él sí era una escritor comprometido, en el sentido mejor de la palabra. 

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2 de febrero de 2010
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Las zapatillas

Muchas personas confiesas, sin intención de exagerar, que uno de sus mayores placeres consiste en llegar a casa y ponerse las zapatillas.

 Aún no hallándose dentro de  esta población tan dichosa en zapatillas, su confort es  fácil de entender tanto como atendiendo al  deleite que procura el afectuoso contacto del fieltro, elegido para lograr este efecto, como analizando la inmediata puerilización de los deseos que facilita el andar sin coerción.

De hecho, la zapatilla viene a ser la antagonista de lo disciplinario, el quehacer y el deber. De ese modo se calza pacífica y pasivamente al pie.

Frente al zapato que tampoco le queda otra opción que calzar el pie cuando se le manda, la zapatilla no discute esa opción. La  obediencia del zapato es rebelde o  fundamentalmente indócil puesto que su estado perfecto no es la vida en casa sino que su rango natural se cumple en  la escena pública y mediante alguna ocupación, productiva  o eficaz. El zapato lleva de aquí para allá y luce en uno u otro lugar pero la zapatilla es intrínsecamente casera y desprovisto de cualquier ocupación fabril.

Los zapatos se exhiben en los comercios como objetos que brillan en sí mientras que las zapatillas aluden inevitablemente a un ser humano opaco y de cuya condición se deduce el no hacer, no hacer incondicional.

 El zapato es colectivo, urbano y callejero pero la zapatilla es privada, individual y habitacional. Una clase de ser interior que, no poseyendo un interior impositivo, acaba pronto en la desganada oferta de  bienestar gratuito y holgazán. Las zapatillas, en efecto, no son, en nada, objetos y es  la pasividad que despide, tan espontánea y espesa la que, sin pretenderlo, se ablanda el  lugar donde se encuentren y su  manso paso a lo largo del recorrido que pisan.

No son por tanto calzado  en ningún sentido estricto porque estructuralmente se hallan diseñadas en las afueras semánticas de la estructuración. El zapato marca el pie y busca,  en la mayor parte de los supuestos, transmitir alguna determinación.

La zapatilla, por el contrario, es lo opuesto a toda convicción humana o trascendente, personal o social. Su talante -sin sujeto dentro- la asocia a los  diálogos sin objetivo o, precisamente, a esa clase de conversación  familiar que al fin del día intercambia palabras resabidas y se refiere sólo a problemas  rutinarios y de ínfimo valor.

  La zapatilla conlleva morfológicamete una declaración disolutoria o una  disolución declarativa. No se relaciona con pugna alguna ni con el menor residuo de confrontación, dialéctica o no.

Existe como un animal del que fueron condonadas todos los factores  de enfrentamiento y de este modo subordinado y ciego, desganado y ablativo  se ofrece a nuestra floja voluntad. Más bien nuestra voluntad es, por la misma desidia, la misma que la suya en el momento en que el pie se adentra en su organismo y la moviliza como el cuerpo y el alma que rellena un vacío sin la menor ansiedad.

Probablemente, el bienestar que procuran las zapatillas del que sus usuarios obtienen la recompensa mayor, procede de ellas y ellos juntos no son ya seres en sí, no son juntos seres para la muerte sino seres para la inacción y en el punto G de la ausencia del deseo. Ellas son tan sólo para hacer gozar el deseo cero y esa oquedad donde se hace posible la integridad del gozo sin posesor.

Ciertamente el zapato se beneficia del movimiento que le permite pasear, exhibirse,  participar de los actos mercantiles y la vida erótica, pero la zapatilla se halla eximida de todo ello. No es más que un regazo liberado de toda obligación, al punto que al  calzarlas somos infundidos de su inocencia sin pasión, ni obligación, sin objetivo ni causa. No hay más que inarticulación en el cuerpo de la zapatilla a la manera en que acaso un amable muñeco de trapo. Pero la zapatilla es, además femenina, una mujer pura, una mujer que ni es amante, ni es madre, ni es esposa, ni es abuela, sólo amor. El absoluto de su concavidad donde el pie, como basamento del cuerpo, se acoge trasmite la sensación de un sosiego cósmico y acaso el impulso para poder volar.

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2 de febrero de 2010
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Redención

La fórmula ?re? tiene una declinación oculta en Davos: redención. Los problemas de más difícil solución siempre tienen una fórmula redentora y ésta surge de la capacidad infinita de invención que tiene el ser humano. Claudi Pérez, el colega y amigo que ha cubierto para El País el Foro de este año, sitúa la innovación como una de las tres piezas de la Santísima Trinidad davosiana, junto a la globalización y la desregulación. La desregulación se encuentra ahora en horas bajas; la globalización está averiada por la ausencia de piloto al frente de la nave; por lo que sólo queda la fe en la innovación a la hora de mantener despierto el espíritu del capitalismo de Davos. De ahí que se concentre en ella, y en su resultado, la tecnología, la posibilidad de redención por nuestros pecados.

La innovación tenía que acabar con los ciclos económicos. De eso hace ya diez años y se lo llevó por delante el estallido de la burbuja tecnológica. Con la utilización de las nuevas tecnologías digitales iba a desaparecer casi toda la intermediación inútil e iban a surgir como setas en otoño las oportunidades de negocios y los márgenes de beneficios de los lugares más insospechados. Hasta tal punto de que los ciclos iban a dulcificarse hasta hacerse prácticamente imperceptibles los momentos de ligera declinación. Lo mismo ha sucedido con la innovación financiera. La dispersión del riesgo en el espacio y en el tiempo iba también a impulsar un crecimiento insospechado, al ofrecer oportunidad de financiación para nuevos y a su vez también innovadores negocios. No se tenía en cuenta que pirámides como la de Madoff se ocultaron cómodamente detrás de tales esquemas y que lo mismo sucedió con la burbuja inmobiliaria, una forma de pirámide de responsabilidades colectivas. También la teoría de la guerra de Donald Rumsfeld, la mano derecha bélica de Bush, estaba centrada en el carácter taumatúrgico de la tecnología. Pequeños ejércitos, altamente tecnológicos, podrían abordar las tareas que hasta ahora habían necesitado despliegues de millares de hombres. (La acompañaba, es cierto, con la privatización de la guerra y la seguridad). Los resultados están a la vista: Irak y Afganistán. Finalmente, la última acción redentora de la tecnología es la que se espera con motivo de la reducción de emisiones de CO2 a la atmósfera. Si hay que elegir entre la voluntad política y el milagro no hay lugar para las dudas. Quienes más se han opuesto hasta ahora a los acuerdos sobre reducción de emisiones se aferran a la existencia de tecnologías económicamente viables para capturar y enterrar los gases, a las mejoras de la eficiencia energética y a la energía nuclear. Cada una de las tres actividades tiene su papel y su futuro en el cumplimiento de los objetivos, pero confiarlo absolutamente todo en las virtudes de la innovación sin afectar a los estilos de vida que conducen a un gasto energético excesivo y sin considerar que hay que pagar un precio alto, en inversiones públicas y privadas y en sacrificios de todo tipo, es caer de nuevo en un fetichismo tecnológico que se ha demostrado una y otra vez inútil o directamente perjudicial. Pero seguramente pedir al hombre de Davos que deje de adorar la innovación es derribar al único de los tres fetiches que ahora mismo se mantiene en pie en esta religión de la hipermodernidad. 

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2 de febrero de 2010
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El Boomeran(g)
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