No alcanzo a ser tan demoledoramente mordaz como Forges, que en uno de sus más memorables viñetas humorísticas representaba los últimos momentos de un condenado a muerte del siguiente modo: el hombre era acompañado hasta el patíbulo por el sacerdote, el médico y el alcaide de la prisión, pero lo que veíamos esperándole no era la horca ni el garrote vil ni la silla eléctrica, sino el estrado de un ‘tablao' flamenco en el que la función del verdugo la iban a desempeñar un cantaor y una ‘bailaora' ataviados, él con pantalón ceñido, chaleco y sombrero cordobés, y ella en un apogeo de peinetas y faralaes. Tampoco a mí me gusta lo más mínimo el flamenco ni la copla andaluza, aun sabiendo que a muchos grandes artistas de este país, de García Lorca a Vázquez Montalbán, por citar sólo dos ejemplos indiscutibles, les ha inspirado y fascinado.
Esta impermeabilidad mía a esas músicas tan españolas me impide, sin duda, disfrutar de cantos y bailes que para otros, incluidos buenos amigos míos, constituyen obras de arte emocionante. Los defensores del flamenco, por lo demás, disponen asimismo de argumentos de peso; él último tiene que ver con María Pagés, una revolucionaria de lo suyo, a quien dos recalcitrantes me arrastraron a ver en sus recientes actuaciones del Teatro Español. Interesantísimo, en efecto, su vuelco del baile tradicional. Incapacitado total, yo, para apreciar en ella algo substancioso. Sólo cuando se interpreta la copla -por decirlo así- desacoplada, entro en el juego: por ejemplo, en los discos de Martirio y en una estupenda versión de ‘La bien pagá' que hizo Javier Alvarez.
Y sin embargo -ya que estamos en un texto escrito a tumba abierta- confieso que me seduce mucho la zarzuela, gusto que irrita y desconcierta a aquellos de mis íntimos que son flamenquistas o flamencólogos (pues ambas especies se dan). Mientras que los atuendos pintureros o ‘macarras' que se prodigan en el flamenco y la copla los veo infaliblemente grotescos (o cuando menos ‘berlanguianos'; ¿hay que recordar la parodia de ‘Bienvenido Mr. Marshall'?), el mundo ‘demodé' y levemente ‘kitsch' de la zarzuela, sea ésta rústica, marina o eslava, lo encuentro delicioso (último ejemplo: el revival de la ‘Katiuska' de Sorozábal presentado unos pocos días en Madrid con motivo de las fiestas de San Isidro).
La diferencia está, creo yo, en la españolada. La zarzuela pertenece a un espíritu supranacional, puesto que es una forma de la opereta similar a la que se dio en Francia, en Gran Bretaña, en Alemania y Austria, por los mismos tiempos, a menudo, como en nuestro país, con gran altura musical. Mientras que -así lo veo yo, al menos- el flamenco y sus derivados remiten siempre a una esencia andaluza machacona y de repertorio francamente limitado.
Naturalmente, hay otra Andalucía, reñida con las batas de cola y el clavel reventón. Una Andalucía que yo admiro profundamente y ha dado, fuera de estereotipos, nombres de una trascendencia artística universal. En la pintura (con Velázquez, Murillo, Picasso o Gordillo). En la poesía (con Góngora, Bécquer, Juan Ramón, Aleixandre y Cernuda, por no hablar de Federico otra vez). En la música (Manuel de Falla y los dos ‘franciscos guerreros', el renacentista y el contemporáneo). En esos y otros campos creativos (la arquitectura, el cine, el teatro), Andalucía ha sido uno de los principales nutrientes del mejor arte español. Y sin castañuelas.
