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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Contra el flamenco

No alcanzo a ser tan demoledoramente mordaz como Forges, que en uno de sus más memorables viñetas humorísticas representaba los últimos momentos de un condenado a muerte del siguiente modo: el hombre era acompañado hasta el patíbulo por el sacerdote, el médico y el alcaide de la prisión, pero lo que veíamos esperándole no era la horca ni el garrote vil ni la silla eléctrica, sino el estrado de un ‘tablao' flamenco en el que la función del verdugo la iban a desempeñar un cantaor y una ‘bailaora' ataviados, él con pantalón ceñido, chaleco y sombrero cordobés, y ella en un apogeo de peinetas y faralaes. Tampoco a mí me gusta lo más mínimo el flamenco ni la copla andaluza, aun sabiendo que a muchos grandes artistas de este país, de García Lorca a Vázquez Montalbán, por citar sólo dos ejemplos indiscutibles, les ha inspirado y fascinado.

    Esta impermeabilidad mía a esas músicas tan españolas me impide, sin duda, disfrutar de cantos y bailes que para otros, incluidos buenos amigos míos, constituyen obras de arte emocionante. Los defensores del flamenco, por lo demás, disponen asimismo de argumentos de peso; él último tiene que ver con María Pagés, una revolucionaria de lo suyo, a quien dos recalcitrantes me arrastraron a ver en sus recientes actuaciones del Teatro Español. Interesantísimo, en efecto, su vuelco del baile tradicional. Incapacitado total, yo, para apreciar en ella algo substancioso. Sólo cuando se interpreta la copla -por decirlo así- desacoplada, entro en el juego: por ejemplo, en los discos de Martirio y en una estupenda versión de ‘La bien pagá' que hizo Javier Alvarez.

    Y sin embargo -ya que estamos en un texto escrito a tumba abierta- confieso que me seduce mucho la zarzuela, gusto que irrita y desconcierta a aquellos de mis íntimos que son flamenquistas o flamencólogos (pues ambas especies se dan). Mientras que los atuendos pintureros o ‘macarras' que se prodigan en el flamenco y la copla los veo infaliblemente grotescos (o cuando menos ‘berlanguianos'; ¿hay que recordar la parodia de ‘Bienvenido Mr. Marshall'?), el mundo ‘demodé' y levemente ‘kitsch' de la zarzuela, sea ésta rústica, marina o eslava, lo encuentro delicioso (último ejemplo: el revival de la ‘Katiuska' de Sorozábal presentado unos pocos días en Madrid con motivo de las fiestas de San Isidro).

    La diferencia está, creo yo, en la españolada. La zarzuela pertenece a un espíritu supranacional, puesto que es una forma de la opereta similar a la que se dio en Francia, en Gran Bretaña, en Alemania y Austria, por los mismos tiempos, a menudo, como en nuestro país, con gran altura musical. Mientras que  -así lo veo yo, al menos-  el flamenco y sus derivados remiten siempre a una esencia andaluza machacona y de repertorio francamente limitado.

   Naturalmente, hay otra Andalucía, reñida con las batas de cola y el clavel reventón. Una Andalucía que yo admiro profundamente y ha dado, fuera de estereotipos, nombres de una trascendencia artística universal. En la pintura (con Velázquez, Murillo, Picasso o Gordillo). En la poesía (con Góngora, Bécquer, Juan Ramón, Aleixandre y Cernuda, por no hablar de Federico otra vez). En la música (Manuel de Falla y los dos ‘franciscos guerreros', el renacentista y el contemporáneo). En esos y otros campos creativos (la arquitectura, el cine, el teatro), Andalucía ha sido uno de los principales nutrientes del mejor arte español. Y sin castañuelas. 

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1 de julio de 2009
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¿Hay vida después de James?

La novela no existiría sin Cervantes, ni habría dado el salto de sentido desde el personaje a la voz sin Proust. Pero hay un tercer nombre constitucional, el de Henry James. Otros lectores, y otros escritores, se basan más en Balzac y Dickens, en Kafka y Faulkner, en Joyce y Musil, en Flaubert y Nabokov, incluso en Tolstoi o Dostoyevski. Ninguno de estos genios es superfluo, naturalmente, aunque, para mí, el edificio del relato moderno lo sostiene, por calidad de diseño y riqueza de materiales, James. No existe que yo sepa otro novelista en la historia del género que simultanee su amplitud de campo, su pincelada verbal, su poder de fábula, su sabiduría social abierta y solapada con el interior de la conciencia, su aliento en la animación de los caracteres, que no pocas veces sopla desde el más allá.

James no nos deja en paz. Es un maestro severo y recurrente, que desde que yo tengo uso de razón ha pasado por todos los estadios de la teodicea literaria: la adoración, la indiferencia sectaria, la incredulidad, el cielo de los pocos, el limbo de la mayoría. Su religión podrá parecer remota o demasiado exigente, pero nunca se ha dejado de practicar. Yo, que no creo en los dioses, le auguro una vida eterna.

De ahí el entusiasmo que sentí cuando dos jóvenes y estupendos escritores, Andrés Barba y Javier Montes, tuvieron la brillante idea de hacer un libro ‘After James' y la amabilidad de ofrecerme ser uno de los siete autores de esta postrimería que la editorial 451 acogió desde el principio y ahora ha editado con gran empaque. Como ellos mismos explican en el prólogo, se trataba no de enmendar la plana al maestro ni terminar ninguna obra inacabada por él; era más bien tomar -con la modestia y la ‘hubris' debidas a la ocasión-  el relevo de una carrera que James nunca llegó a emprender pero para la cual, como migas de un banquete suspendido por la desgana o la muerte, dejó en el camino pequeños signos o guías. En las justas palabras de Barba y Montes, "quien escribió excelentes cuentos de fantasmas dejó también en sus cuadernos muchos fantasmas de cuentos". Juan Villoro, Margo Glantz, Soledad Puértolas, Colm Tóibín y yo mismo, junto a los compiladores y ocasionales traductores (de las propias notas de James y del cuento de Tóibín), lo hemos llevado a cabo, y no seré yo quien reseñe aquí un libro que, al margen de mi propia fantasmagoría ‘jamesiana', he leído con un intenso placer.

Ninguno de los siete ha hecho, creo yo, de albacea ni de ‘pasticheur', tareas imposibles sin incurrir en delito o en astracanada. En mi caso, y después de haber pasado dos años y medio absorbido por Henry James a través de la lectura ordenada de sus cuentos completos (en la edición canónica en doce volúmenes al cuidado de Leon Edel), quisiera creer que alguna exhalación, aunque fuese mínima, de sus fantasmas ha llegado a ‘Los otros labios', un cuento largo que situé  -como narrador extranjero que vivió allí nueve años y allí sigue volviendo regularmente- en un Londres de hoy, del mismo modo en que el autor anglo-americano localizaba tantas de sus historias en París, Roma o a bordo de una nave trasatlántica. También he incluido en la trama, puesto que hablamos de aparecidos y de resucitados, el rostro impreciso de Shakespeare en un cuadro sobre el que disputan los eruditos y ante el que se enamoran Josephine y Colston, los protagonistas de ‘Los otros labios'.

Acabo estas líneas en clave de intendencia editorial y propaganda del dios. Los doce volúmenes citados de los cuentos de James ocupan cerca de 5000 páginas, de las que yo creo, a ojo de buen cubero, que se han traducido al español o siguen vigentes a lo sumo un 20 por ciento. Las obras maestras poco o nada conocidas son muy numerosas en ese conjunto. ¿Nadie quiere seguir difundiendo, en este caso con su propia voz, la estela del mejor novelista de todos los tiempos?



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26 de junio de 2009
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Un Edipo complejo

Las Naves del Matadero, dependientes del Teatro Español, es el espacio escénico más hermoso de la capital, y asocio a su superficie algunos de los momentos memorables de mi identidad de espectador: el ‘Happy Days' de Beckett en el montaje de Deborah Warner interpretado por la extraordinaria Fiona Shaw (que vi en un día personalmente muy inolvidable), y, el verano pasado, un ‘Troilo y Crésida' de Shakespeare montado con sencillez deslumbrante por Declan Donnellan. Pero no todo lo que me gusta en las Naves del Español está en inglés. Ahora mismo se interpreta en castellano (el castellano ni más ni menos que de Eduardo Mendoza) una obra griega que fue antes de llegar aquí vertida al francés por un chileno, Daniel Loayza, y pese a ese aparente galimatías, yo diría que es el mejor espectáculo teatral de la temporada que a punto está de acabar. Me refiero a ‘Edipo, una trilogía', y  si usted no la ha visto y tiene acceso a ella (en Madrid hasta el 28 de junio, y después en el Grec de Barcelona) no debería perdérsela.

    Este Edipo que recorta de modo drástico pero inteligente la tres obras de Sófocles 'Edipo rey', ‘Edipo en Colono' y ‘Antígona', está dirigido por Georges Lavaudant, y es un modelo de montaje de una tragedia griega, sobre todo si lo comparo con el que en el mismo escenario vi hace casi un año de ‘Las troyanas' de Eurípides, horroroso espectáculo del casi siempre buen director Mario Gas, gritado, efectista, grandilocuente y mal dicho, aunque también en esa ocasión la versión castellana (del poeta Ramón Irigoyen) fuese excelente. El ‘Edipo' del Matadero elimina los coros sin por ello ‘tunear' a Sófocles, como se ha hecho en otros montajes recientes de grandes clásicos, y Lavaudant cuenta muy elocuentemente, sin eludir sus complejidades, la estremecedora historia que tiene que contar, huyendo de la mera ilustración (aunque sobren a mi entender un par de filminas proyectadas).

     Párrafo aparte merecen sus actores, en lo que para mí supone el elenco de más alta y homogénea calidad visto en los últimos tiempos. La mayoría de los nombres que lo forman tienen sobrado prestigio, pero también sabemos, los aficionados a este maravillosamente voluble arte de las tablas, que los grandes actores no en toda ocasión se muestran grandes. Aquí sí. Miguel Palenzuela (vestido, yo diría que deliberadamente por el director, de ‘pepona') conmueve con su Tiresias, del mismo modo que dan gran densidad Pedro Casablanc a Creonte, Fernando Sansegundo a Teseo (en la segunda parte convertido en un fantoche a lo Thomas Bernhard), Luis Hostalot a sus papeles y Rosa Novell a los suyos, que pasan con admirable versatilidad de la tragedia al vodevil. La obra, como es lógico, se sostiene en la figura doliente de Edipo, y Eusebio Poncela, que prácticamente no sale de escena en la primera hora y cuarto, compone magistralmente un rey a imagen y semejanza de los plebeyos que estamos viéndole, sentados en las gradas del Matadero: curiosos, ambiciosos, equivocados, cargados de culpa, inocentes. A su lado también hay magníficos intérpretes jóvenes, Noelia Benítez, Laia Marull (que destaca poderosamente como Antígona), y alguien que supone para mí una revelación, Críspulo Cabezas. Recordaba su nombre llamativo y su rostro de adolescente de ‘Barrio', la película de Fernando León, pero desde entonces aquel ‘macarrita' madrileño ha crecido y -pasando desde la tele y el hip-hop a la tragedia- se ha convertido en un imponente actor.

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22 de junio de 2009
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Noche política (Sueño relatado 8)

Afectado quizá por los sucesos de Irán, que sigo ansiosamente en los periódicos y las pantallas, noche de sueños políticos, con una primera parte colonial en la India. Yo era allí un colonizador británico en el momento en que estallaba una revolución armada; disparos y botes de humo contra la gente como yo. Angustioso retorno a Europa.

   Ya en el amanecer, mi cabeza se aligera de malos presagios y retrocede en el tiempo, menos angustiosamente. Yo asistía a un concurso o parada en el que antiguos presidentes de los Estados Unidos y famosos actores de Hollywood hacían la prueba de los zapatitos de Cenicienta. Pero ellos, en lugar de tener que meter sus pies en unos escarpines de seda, tenían que encajar su cuerpo en el asiento de un sidecar, y de un modelo en particular: la muy imponente motocicleta, con su sidecar adosado, en el que, siendo presidentes, se sabía que una noche habían ido de putas. Yo entendía que la prueba se hacía, en realidad, para determinar cuál de ellos había montado en el pequeño vehículo, hecho de tapadillo el viaje hasta el lupanar de la ciudad y practicado el sexo con la profesional, tal vez pagándolo con el dinero del estado. Caras que recuerdo de la prueba del sueño: Lyndon B. Johnson y Thomas Jefferson, éste vestido a la usanza del siglo XIX. Entre los actores que también hacían la prueba, Errol Flynn y otros con atuendo de espadachines y piratas.

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19 de junio de 2009
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El libro como ilusión

La lengua inglesa es tan económica que a veces llega a parecer tacaña. Uno de los casos más llamativos de este ahorro verbal se da en la palabra "book", que mucha gente piensa que significa "libro". Lo significa, sí, en una de sus acepciones, pero hay otras. "To book" es reservar, hacer una reserva de avión, de hotel, de entradas para el teatro o el cine, efectuadas por libre o en una ‘booking-office', y, en este mismo orden económico, el "bookmaking" está ligado a las apuestas, una afición muy extendida en las Islas Británicas. En las calles mayores de todas sus ciudades hay oficinas de "bookmakers", corredores de apuestas, y tal vez la práctica más sorprendente para los españoles sea la de apostar por los ganadores de un premio literario, y en particular por el más prestigioso y dotado de Gran Bretaña, el Booker Man, que ya en su nomenclatura casual (Booker es el nombre de la firma patrocinadora)  predispone tanto al libro como a la polisemia.

    Pensaba en estas cosas en una de mis visitas a la Feria del Libro de Madrid, que ayer se clausuró en el Retiro. ¿Se ha dicho todo sobre este acontecimiento anual? Probablemente se ha dicho y se ha escrito ya todo, pues los escritores, aquellos que descansan más de la cuenta en la firma de sus propios libros, cavilan en los intermedios y luego, al llegar a casa con la mano no excesivamente fatigada, le dan a la techa y confeccionan una columna periodística. Como ésta, por ejemplo. Se ha dicho ya, por tanto, infinidad de veces que las ferias y los días del libro celebrados por toda España entre la primavera y el verano son unas jornadas de venta directa del producto que los editores y los libreros legítimamente organizan y a las que se suman, con variables grados de entusiasmo, los firmantes virtuales, incluido el arriba firmante. Se ha contado el malhumor con los bolígrafos que cierto conocido dramaturgo y articulista muestra a veces en las casetas, de su habilidad para insultar a las señoras que aguardan su firma sin que las damas pierdan la sonrisa y la paciencia. Se ha contado, quizá él mismo lo ha hecho, la vez en que a Fernando Savater una chica le pidió en el Retiro no una dedicatoria sino un gesto, levantarse de la silla oculta del público por la montaña de libros, para verle de cuerpo entero, sin expresa intención de compra. Y se han contado las estratagemas de algunos novelistas, que ponían antes sus teléfonos debajo de la rúbrica y ponen hoy su dirección de correo electrónico, tal vez para estrechar vínculos meta-literarios fuera de los horarios comerciales.

    Si bien en los últimos años la feria de Madrid ha colocado en la avenida central del Paseo unas jaimas para albergar presentaciones, coloquios y mesas redondas, la naturaleza económica de las jornadas es evidente, aun cuando sus responsables tratan de mitigarla. Ya no se publican las listas de los más vendidos (con lo que tampoco se da la posibilidad de que un hipotético "bookmaker" madrileño las sometiera al juego de las apuestas), pero me llegan noticias de que vendedores avispados aceptan el otro tipo de "booking" en sus "books", apartando previamente a la firma de la autora best-seller o el novelista histórico un cierto número de ejemplares pre-pagados, asegurándose así el comprador la firma ‘in absentia' y eliminando el riesgo, no tan infrecuente como se cree, de que las casetas se queden sin existencias del libro de éxito.

    Nos gusta en España, y hablo aquí no como escritor sino como representante individual del género humano, poner a prueba a los artistas de la palabra, exigiéndoles que la frase que sigue al nombre del comprador sea ingeniosa o tierna o conmovedora, sin tener en cuenta que el género de la dedicatoria es más arduo que el de la buena novela o el buen poemario. Los ingleses, tan dados ellos a reservarlo todo con gran anticipación y apostar por los bienes culturales, respecto al libro son modestos, al conformarse con la firma de los autores, sin frase, aligerando de ese modo las aglomeraciones que pudieran darse dentro de la librería o delante de la caseta.

    Ahora que es frecuente el cruce de apuestas sobre el futuro de los libros impresos, yo me muestro tranquilo. El libro de papel tiene aura, tiene presencia, tiene olor, y tiene (y esto es crucial para algunos lectores que, como yo, divagan y elucubran en los márgenes de las obras amadas) sitio para escribir al lado. Me río yo, por eso, de los que hablan del incomparable ‘feedkack' del libro electrónico. ¿Hay acaso mayor interactividad que la del diálogo entre un objeto real, en su carne y hueso de papel, y una mujer o un hombre, un niño o una niña, que lo hojea, lo sopesa, lo besa, le dobla un ángulo o lo anota, convirtiéndolo así en el documento de un tiempo propio y un espacio de lectura físicamente memorable?

   Sin mencionar, claro, lo que en estos días de feria despertaba más ilusión. ¿Cómo se firma un ‘kindle'?

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15 de junio de 2009
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Los hombres intermitentes

‘Los hombres intermitentes', de Francisco Javier Irazoki, un autor nacido en 1954 en Lesaka, Navarra, que desconocía, llegó a mis manos hace un par de meses, aunque fue publicado por Hiperión hace más de dos años. Es mi recomendación final de esta semana en la que concluye la Feria del Libro de Madrid.
Pero quiero hacerle caso a Abelardo Martínez, que el lunes, en su amable comentario a mi glosa del libro de Julio Trujillo ‘Bipolar' decía que a la buena poesía le sobran las explicaciones. ‘Los hombres intermitentes' es la obra última de un poeta que ya tenía una amplia obra anterior publicada (a cuya búsqueda me voy a dedicar ahora) y, nos dice la contraportada del volumen de Hiperión, "reside en París, donde cursa estudios musicales".
Me gustan muchas cosas de esta colección de prosas poéticas de Irazoki, pero el ámbito soñado (o ensoñado) de varias de sus piezas me atrae especialmente, por razones que no han de sorprender a quienes sigan este blog. Al lector que se interese por ‘Los hombres intermitentes' le señalo, como poemas especialmente marcantes del libro los titulados ‘Lección de pájaros', ‘Riada', ‘Una pesadilla llamada luz' y ‘Si sonreías en el Sur, te cacheaban', Hijos ahumados', Muerte roñosa', estos tres últimos, ejemplos de una escritura política alejada de todo ‘slogan' y por ello mismo, y también por su potencia lírica, más reveladoramente comprometida.
Me seduce (por lo que me inquieta) el arranque del poema titulado ‘La luna no es una medicina para nadie':
"DIJERON que la muerte venía a nuestra casa, y nos dispusimos a recibirla. Obedecí una orden tácita al matar arañas y romper sus telas, preparamos una habitación limpia y luminosa, y ahí estaba esa señora. Nos saludamos con cortesía de la que cayó un polvillo hipócrita".
Entre la semana pasada y ayer han muerto, a muy diferentes edades, la vecina que vivía en el piso inmediatamente inferior al mío y la del inmediatamente superior.
Reproduzco a continuación, sin las explicaciones sobrantes, el ‘Autorretrato' con el que se inicia el libro:
"LO MEJOR DE MI CARA es la lechuza. Vive impasible, subida a unas zarzas blancas. A veces noto el roce de su plumaje amarillo en la frente, o de sus uñas negras que dan cuerda al tiempo en mis arrugas. Me desvela las noches en que caza demasiado, y las mujeres me consolaron al oír su graznido lúgubre cuando volaba. Si me pongo delante de un espejo, no puedo sostenerle la mirada."

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12 de junio de 2009
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El mal francés

Las posibles acepciones (la enfermedad venérea vergonzosa, el chico malo francés o afrancesado, el mal uso de la lengua francesa) del título de este libro de Lluís Maria Todó que acaba de publicar Egales se corresponden con los diversos planos de una obra que no es novela (aunque sí relato novelesco), que no es un diario de juventud (aunque lo incluye a modo de contrapunto), que no es una saga de formación (aunque seguimos las peripecias del narrador desde la juventud a la madurez), y que ni siquiera es la traducción fiel del libro en catalán con el que Todó ganó el Premio Josep Pla 2006, y que en su día publicó en la lengua original la editorial Destino; al verterlo ahora él mismo al castellano, su autor ha podado, ha añadido, ha borrado algún nombre y ha reescrito ciertas páginas, con una autoridad que nadie le podrá discutir y que en ningún caso desvirtúa la naturaleza de ‘El mal francés'.

    He leído todas las novelas de Todó desde que le descubrí a mitad de la década pasada gracias a sus dos títulos editados por Anagrama, ‘Placeres ficticios' y ‘El juego del mentiroso': una literatura galante y pícara de un gran refinamiento burlón, que se podría achacar a su buen francés y al buen influjo de la mejor literatura libertina del siglo XVIII parisino, que Todó trasponía sin el menor desajuste ni anacronismo a la Barcelona contemporánea. Seguí después leyéndole, en catalán o al ser traducido, siempre con gran placer, hasta llegar a este último, que me parece su libro hasta la fecha más redondo y ambicioso.

   Todó tiene una lengua suelta, y muchos de los mejores pasajes de ‘El mal francés' están relacionados con ella, o con ellas. La lengua catalana, en la que escribe, y la lengua de la sexualidad, que, como todo escritor sabe, es la más ardua de articular. En las páginas 351-354 de la edición castellana, el autor se pregunta por la cuestión de la identidad, y sus reflexiones, ligando su homosexualidad y su catalanidad no nacionalista, son de una agudeza y una valentía nada frecuentes. Le cito: "ser gay no es ni más ni menos importante que ser catalán, o protestante, o violinista, y el hecho es que ahora mismo hay gente que se está matando por sus identidades nacionales, religiosas o deportivas, pero hasta ahora, que yo sepa, ningún gay ha matado a ningún hetero por el hecho de serlo".

    En los capítulos más estrictamente autobiográficos del libro, tal vez los de mayor empuje, Todó, que cuenta sin veladuras su propia experiencia de temprano marido y padre heterosexual, no pierde nunca la distancia del narrador. Ni el humor. Sentencia, por un lado, con toda justicia, el más insidioso e inicuo éxito de la homofobia, "el hecho de que haya podido infiltrarse hasta la consciencia de los propios gays, que hemos tenido que hacer un gran esfuerzo de adaptación para no encontrar ridículos, entre otros, a los gays afeminados" (página 210). Y hace a continuación una divertida, pero nada veleidosa, alusión a Jean Genet, "el responsable de la más conseguida estilización lingüística de la ‘pluma', de la lengua de las locas parisinas" (página 212), añadiendo unas consideraciones de lo difícil que él ve, como autor, conseguir un "dialecto loca" en catalán que no suene impostado. Todó no sufre ese problema. Escribe en un excelente catalán, y sus libros son sinceros pero no costumbristas, son atrevidos sin el menor asomo de vulgaridad, y cuando nos divierten, que es a menudo, nunca nos hacen sentir vergüenza de nuestra risa.

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10 de junio de 2009
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Bipolar

Mi celebración de la Feria del libro de Madrid, en su última semana, es la recomendación de tres libros, con una pequeña glosa en cada uno.

      ‘Bipolar' es el título del estupendo libro reciente del poeta mexicano Julio Trujillo, que en los últimos tres años ha vivido en España, desempeñando el puesto de  director editorial de la revista literaria ‘Letras Libres'. Publicado por Pre-Textos, ‘Bipolar' arranca con unas insolentes, y para mí desconocidas, palabras de Vincent Van Gogh: "Pienso aceptar abiertamente mi oficio de loco, así como Degas tomó la forma de un notario". El carácter bipolar de los versos de Trujillo va por el lado de la locura más que por el del acta notarial; la locura de la mirada visionaria, que se trasluce ya en uno de sus primeros poemas, ‘El capitán de meseros', y cristaliza en el que le sigue en el libro, ‘El mundo de ayer', donde el poeta nos introduce sin disculpas ni preparativos en "un mundo de muslos y de trenes y de / discos de larga duración / y lados B, / un mundo para fémures y tibias, / para la oreja y no para el oído, / para la mano y no para el delirio / del pulso digital."

   Pero el poeta vidente ha viajado, y varias de sus cartas de viaje son españolas. ‘Almudena Seguros' (que cierra el libro) es algo más que una firma comercial o un paisaje urbano, y la virgen de espaldas de un innombrado pueblo con castillo produce efectos cómicos que, digo yo, entroncan con la picaresca. La cocina española se descubre ante este viajero con ganas de probarlo todo, aunque apiadado del lechón que han partido de un golpe certero del plato de loza. Menos modoso se muestra el ego devorador de Trujillo ante otro de los grandes topos de nuestra cultura, el jamón; queda claro que le apetece, siendo para él "simplemente el testimonio / de los colgajos infinitos, / escurriendo / desde antes del seboso Siglo de Oro.)"

   Todo libro de poemas permite al lector el juego de la elección caprichosa, un reflejo cordial de esa misma veleidad compositiva, a veces momentánea, que es el poema. Mi poema fulgurante de ‘Bipolar' se llama ‘El polizón', y es el más memorable de un libro que tiene lo que en inglés se llama ‘staying power'. Leí por primera vez ‘Bipolar' hace cinco meses, y permanecen conmigo aún estos siguientes versos sobre los propios límites del decir, el callar, el tomar partido y el eludir.

 

                                               El polizón

 

Esta cosa que escribo no es poesía,

pero después,

probablemente,

cuando yo esté dormido o ebrio,

de espaldas a lo escrito,

el blanco que separa estas palabras,

lo no dicho,

lo apenas sospechado,

el polizón

que viaja en esta nave improvisada,

asome la nariz,

reciba el aire y tenga

alguna cosa que decir

o no.

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8 de junio de 2009
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Paterno filial (Sueño relatado 7)

No tengo ya padres ni he tenido hijos, pero a menudo sueño con ellos, los muertos y los que nunca nacieron.]

Unos niños muy pequeños andaban por el mundo, por parejas, siendo probados por la gente, por padres deseosos de tener hijos. Yo mismo me interesaba en la operación, que no parecía humanitaria sino espontánea: una iniciativa de los propios niños. Así que acudía al lugar señalado, un circo o una clínica, no se distinguía en el sueño, y lo que veía eran dos formas negras gruesas, embutidas en tambores o pañales de piel dura; dos bultos enormes de los que sobresalían las cabecitas -no exactamente infantiles, ni casi humanas- de los pequeños. Me quedaba con uno de ellos, sin necesidad de pasar por los trámites de la adopción. Y decía en el sueño, aunque creo que no en voz alta (pues no sufro de sonambulismo, ni nadie me ha dicho que hable dormido): "Mi hijo". Esa voz interior, mía, me despertaba.

Un día después he soñado lo siguiente. Papá se encontraba muy enfermo, hospitalizado en una espaciosa habitación individual. Estábamos a la espera de un desenlace fatal, y de hecho una vez que entrábamos en el cuarto sus tres hijos y le veíamos volcado sobre las sábanas, yo creía que acababa de morir. Pero mamá, también presente en la habitación, sabía que no; sólo estaba desvanecido. Papá no se parecía a papá: el enfermo era un hombre exageradamente musculoso y con el pelo muy largo, una versión anciana de Mickey Rourke en ‘El luchador'. En otra de las esperas hospitalarias, alguien le decía a mamá que papá se había hecho caca encima, pero al entrar ella y yo en el cuarto, con algún personal sanitario, la estancia olía muy bien, y papá, ahora sin tantos músculos en su cuerpo decrépito, estaba limpio y despejado, casi jovial en su gravedad.

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5 de junio de 2009
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Urania

La prostitución es una pesadilla universal, y el sueño de una minoría ha sido eliminarla de nuestro deseo. Entre sus perseguidores más recalcitrantes están algunos alcaldes, algunos policías y la iglesia católica, que la practica desde tiempo inmemorial en sus colegios, orfanatos y seminarios, con la peculiaridad de que los sacerdotes usuarios no pagan estipendio a los niños y niñas a quienes prostituyen a la fuerza. También hay gente de buena fe, como Dickens, sobre el que acaba de aparecer en Inglaterra un excelente ensayo, ‘Charles Dickens and the House of Fallen Women', en el que su autora, Jenny Hartley, investiga exhaustivamente, con nuevos aportes documentales, una faceta ya conocida de la vida del gran novelista inglés, su labor como regenerador de las "mujeres descarriadas" (en inglés, "caídas").

     Financiado por una dama filantrópica y millonaria, Angela Burdett-Coutts, más tarde Baronesa Burdett-Coutts, Dickens fundó a mitad de los años 1840, en el barrio londinense de Shepherd´s Bush, un refugio para ‘mujeres caídas', al que puso el curioso nombre de ‘Urania Cottage', ajeno él naturalmente en ese momento de ingenuidad victoriana al significado que la palabra ‘cottage' adquiriría en el siglo XX en el vocabulario ‘gay' masculino, un significado entre urinario y ‘uraniano', término elegante, este último, adoptado por algunos eruditos de la materia para referirse a las tendencias homosexuales. La Urania ‘dickensiana' no era más que la musa de la astronomía, una mujer engendrada sin madre.

     Dickens y su rica patrocinadora querían, por supuesto, redimir a esas prostitutas, ante el escepticismo de otro gran personaje que siguió la operación, el ya entonces anciano Duque de Wellington (novio clandestino de la mucho más joven Angela Burdett-Coutts), para quien esas mujeres de la calle eran "incorregibles". Dickens no pensaba lo mismo, y se entregó con un celo asombroso (pues mientras tanto no dejaba de producir regular y casi industrialmente sus estupendas novelas) a las tareas propias del Cottage, en el que él mismo se ocupaba de los más pequeños detalles; por ejemplo la decoración, un tanto edificante, de las paredes, y la vestimenta que las allí recogidas debían llevar, no ostentosa pero tampoco excesivamente triste, para que "no pareciésemos todos cuáqueros".

    Y es que el escritor pasaba muchas horas en la casa, aunque, todo hay que decirlo, de una forma un tanto interesada. Mientras observaba el comportamiento de las ex-prostitutas y les daba consejos morales, las escuchaba. Es más, las persuadía  -a veces obligándolas- a contarle sus vidas descoyuntadas, los abusos sufridos en sus familias o a manos de unos desalmados, los intentos de suicidio en algún momento de desesperación, sacando Dickens de esas largas confesiones un valioso material para sus novelas. Una vez hecho ese relato, las jóvenes no podían volver a contar a nadie sus experiencias, ni siquiera a sus demás compañeras de refugio ni al personal que allí las atendía, seleccionado también a dedo por el autor de ‘Tiempos difíciles'. Pero en ningún caso se ejercía sobre ellas violencia carcelaria ni prácticas usuales en los reformatorios de la época, tales como el pelado al rape y los castigos corporales.

    El objetivo final de la iniciativa era que, una vez reformadas y ‘limpias' de su condición venal, las muchachas emprendieran, al cabo de un año de internamiento, una nueva vida lejos del Urania Cottage. Muy lejos, pues se las enviaba, con el trayecto en barco pagado asimismo por la generosa baronesa, a alguna colonia británica donde pudieran rehacer sus vidas, casarse tal vez, y olvidar el pasado. Pero aquí tropezó Dickens con dificultades inesperadas. Varias de las internas, que se habían sometido a los madrugones profilácticos, al uniforme de dril, al estricto régimen de puntualidad y templanza impuesto en el establecimiento, no aceptaron irse al nuevo mundo y, en varios casos, volvieron por voluntad propia a ejercer su oficio en las calles. De una de las más irredentas, Anna Maria Sesina, Dickens, contrariado, dijo que "sería capaz de corromper a un convento de monjas en quince días".

    Hay muchas prostitutas en las calles de Madrid, no pocas cerca de donde yo vivo o a menudo paso caminando. Las chicas (y los chicos que se postulan en la Puerta del Sol, o los transexuales de ciertos parques y zonas residenciales) no parecen sentirse humilladas ni ofendidas, aunque eso, lógicamente, resulta imposible de detectar; han de atraer al cliente, y malamente lo harían poniendo cara de pena o angustia. Los prostíbulos-prisión, las redes de trata de blancas (y negras), el personaje odioso del mercader de cuerpos; ésas son las figuras a perseguir y erradicar, poniendo las bases para que quienes quieran salir de esa red lo hagan libremente. A otras, practicantes decididas del viejo oficio de dar placer por dinero, que las dejen en paz, sin normativas exageradas ni destierros.

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3 de junio de 2009
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