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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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El mal soñador

Consultado en 1925 para una encuesta de la revista ‘Le Disque vert' sobre los sueños y el psicoanálisis, Artaud dio la siguiente respuesta:

"Mis sueños son ante todo un licor, una especie de agua de náusea en la que me tiro y que arrastra micas ensangrentadas. Ni en la vida de mis sueños, ni en la vida de mi vida, llego a la altura de ciertas imágenes, ni me instalo en mi continuidad. Todos mis sueños carecen de salida, de fortificación, de mapa de la ciudad. Un verdadero olor húmedo a miembros cortados.

Estoy, por otro lado, demasiado informado sobre mi pensamiento como para que nada de lo que en él trascurre me interese: no pido más que una cosa, que se me encierre definitivamente en mi pensamiento.

Y en cuanto a la apariencia física de mis sueños, ya lo he dicho: un licor".

[Traduzco el texto, con el título que le puso Artaud, sin añadidos ni comentarios: mis licores oníricos son menos intoxicantes que los suyos, pero soy un bebedor constante.]

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20 de mayo de 2009
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El antipapa

Vuelvo a Artaud, en una despedida que durará dos semanas, las previas al cierre (el 7 de junio) de su fascinante exposición en La Casa Encendida de Madrid. Y la empiezo con el papa Pío XII, una de sus bestias negras. En 1925, el escritor ya publica en el número 3 de la revista de André Breton ‘La Révolution Surréaliste' una primera versión de su ‘Adresse au Pape" (‘Petición al Papa') en la que sus quejas y sus insidias van dirigidas al papado; el futuro Pío XII era sólo entonces un poco conocido cardenal.

     "En nombre de la Patria, en nombre de la Familia, tú empujas a la venta de almas, a la libre trituración de los cuerpos" [las traducciones son mías].

     Ese "tú" es un papa abstracto, pero en los últimos años de su vida Artaud lo encarnaría en el cardenal Pacelli, que había sido elegido papa en 1939 bajo el nombre de Pío XII. Una y otra vez, el escritor rescribe su petición o encomienda en el manicomio de Rodez, ampliándola y añadiéndole diatribas pero manteniéndose fiel a la idea con la que terminaba aquel primer ‘tratamiento' del texto de 1925: "El mundo es el abismo del alma, Papa torcido, Papa exterior al alma, déjanos nadar en nuestros cuerpos, deja nuestras almas en nuestras almas, no tenemos necesidad de tu cuchillo de claridades".

     En la versión digamos que definitiva del 1 de octubre de 1946 (la más extensa de todas las que se conservan), Artaud blasfema desde el arranque y personaliza sus injurias en Pío XII, aunque sin duda lo más interesante es el paralelo en el que se sitúa a sí mismo: el de un anti-cristo laico. Le recuerda al sumo pontífice con todo detalles su propia ‘pasión' y ‘calvario', en los que "he sido detenido, encarcelado, internado y envenenado desde septiembre de 1937 a mayo de 1946 exactamente por las razones por las que fui detenido, flagelado, crucificado y arrojado sobre un montón de estiércol en Jerusalén hace algo más de dos mil años". 

     "Soy yo (y no Jesucristo) el que fue crucificado en el Gólgota, y lo fui por haberme levantado contra dios y su cristo,

porque soy un hombre

y dios y su cristo no son más que ideas".

   La idea de esa religión sin cuerpo real representada por Pío XII sobrevivió naturalmente a Artaud; él murió en 1948, Pío XII diez años más tarde. Los papas siguen en Roma, y las ideas que propagan causando estragos con su mortífero "cuchillo de claridades".

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18 de mayo de 2009
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Diálogo de un poeta y un gorrión

Últimamente salen menos sus tragedias en los periódicos, pero es de temer que, a la vista de las intenciones del nuevo gobierno israelí, que reaparecerán. Cada vez que la fotografía de un periódico o la imagen de un noticiero nos trae el polvo de las ruinas de una casa en Gaza, me acuerdo del poema de Mahmud Darwix titulado ‘El gorrión, tal cual'. Este escritor errante y doliente, nunca lastimero ni demagógico, es el mayor poeta moderno de la ‘despatria', término inventado por el auto-exiliado novelista italiano Luigi Meneghello y que corresponde distinta pero muy certeramente a la carencia de solar patrio de la gran mayoría de su pueblo, el pueblo palestino. Darwix se dirige en el poema citado (de su libro ‘El fénix mortal', traducido por Luz Gómez) a un gorrión con el que dialoga, o al que tal vez envidia: "Posees lo que yo no tengo: el azul por hembra / y un remolino de viento por morada". El no-lugar donde, desde hace décadas, malviven los suyos es más precario: "mi casa, como mi palabra, es exigua". El pájaro tal vez más humilde del reino de los voladores "Sabe dónde hay pan, agua / y dónde está el cepo de los ratones...".

     El poeta le propone un pacto al gorrión. En su poquedad, los dos son libres: de volar, de imaginar. "Pósate para que yo me eleve. Elévate / para que yo me pose". A cambio, Darwix, que murió el pasado verano fuera de su tierra prometida y negada, sólo le puede ofrecer al pájaro "una casa habitada por el ahora".

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13 de mayo de 2009
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El niño cero

Después de estar ausente diez días de España llego a la terminal 2 de Barajas con más curiosidad que aprensión: ¿habrá mascarillas? En el largo recorrido desde la salida del avión hasta el punto de recogida de las maletas sólo veo, separado yo de ellos por una mampara de vidrio, a dos viajeros a punto de embarcar hacia el aeropuerto parisino de Charles De Gaulle que sí las llevan; mascarillas del habitual color azulado pero en este caso con una forma puntiaguda que me choca, pues más que una protección quirúrgica parecen el capirote de los condenados de la Inquisición. Hace una tarde veraniega en Madrid, nadie a mi alrededor tose ni suda exageradamente, y ninguno de mis amigos alude, en las primeras conversaciones, a la pandemia.

    En el avión que me traía había tenido tres experiencias distintas, ninguna grata. La primera, apenas sentado en mi asiento del vuelo ‘low cost', fue leer con un día de retraso la esquela de Pablo Lizcano, a quien hace tiempo que no veía pero en una época de mi vida traté con asiduidad. Sabía de su grave enfermedad, sin imaginar que alguien tan joven pudiera perecer ante ella tan pronto. El cáncer. Otra pandemia, ésta no contagiosa, contra la que no caben protecciones superficiales.

     Pasé la primera media hora del vuelo anonadado por la noticia de esa muerte, como si el haberla sabido en el aire, lejos de quitarle gravedad, le hubiese dado el peso de un caprichoso horror. Si yo fuera creyente podría haber tenido el consuelo de ponerme a mirar por la ventanilla, con la esperanza de ver el espíritu de Pablo flotando por encima de la materia. Como no creo en nada, nada vi.

      Para distraer la angustia me puse a leer el otro diario que había comprado en el aeropuerto de salida, ‘Le Monde', con su cuadernillo especial conmemorando muy críticamente los dos años de presidencia de Sarkozy y un excelente reportaje de Joëlle Stolz, enviada especial a La Gloria, estado de Veracruz. La descripción de La Gloria que hace Stolz nos acerca más al infierno que al cielo. Situada a dos mil metros de altitud en un terreno semi-árido frecuentemente barrido por el fuerte viento, sus agricultores luchan, casi nunca con éxito, para conseguir que la tierra ingrata donde viven les de unas pocas legumbres y cereales. Y de repente, la popularidad del que podríamos llamar "efecto Perote", recordando el aleteo de la mariposa lejana que puede producir a miles de kilómetros de distancia un tornado.

    El ojo del huracán de Perote, su mariposa inocente, se llama Edgar Hernández y tiene cinco años de edad; él habría sido, dicen, el propagador de la nueva gripe porcina, el "enfermo cero". Como a los niños geniales de ‘Slumdog Millionaire', su singularidad sólo le ha traído fama, y no bienestar. Edgar sigue viviendo en una casucha pobrísima del pueblo polvoriento del valle de Perote donde nació y fue infectado por el H1N1, un virus con nomenclatura de ciencia-ficción post-moderna. Pero, al contrario que otro célebre "agente cero" localizado en los años 80 con nombre y apellido, el auxiliar de vuelo canadiense que, antes de perecer, infectó de SIDA a muchos hombres con los que hizo el amor a pelo, Edgar se ha curado, tomando sólo paracetamol, lo que yo tomo cuando me siento febril en invierno. Ahora el niño mexicano corretea por el lugar, rico sobre todo en moscas, según sus quejosos habitantes. Las moscas, sostienen estos, y lo niegan las autoridades y los empresarios, acuden a La Gloria atraídas por la granja Carroll, una filial local de la gran empresa norteamericana Smithfield, número 1 mundial de la producción y transformación de la carne de cerdo.

     Ha pasado una hora de vuelo y me he dormido, pero el sueño que tengo no trae alivio. Me encuentro desnudo y con un sombrero de charro en una planicie, el llano en llamas, me digo inconscientemente, pensando tanto en el libro de Juan Rulfo como en la película reciente, que tanto me ha gustado, de Guillermo Arriaga (aquí titulada ‘Lejos de la tierra quemada'). Hacia mí se acercan unas formas imprecisas que podrían ser moscas si no tuvieran pies y manos, cara, ojos, y en vez de alas traslúcidas mangas de brocado incrustadas de pedrería. Son tentaciones, ahora me doy cuenta, figuras atractivas y depravadas como las que en los cuadros del Renacimiento se ofrecen carnalmente a los más santos patriarcas y eremitas del desierto. Ninguna tiene sexo, pero todas excitan. Y lo he pasado tan mal desde que embarqué en el avión económico. Me dispongo a caer en la tentación, estoy a punto de hacerlo, me estrecha en sus brazos la primera criatura lasciva.

   Y entonces caigo en la cuenta. No tengo a mano la mascarilla. Qué contrariedad. Estoy llegando a Madrid, estoy llegando al clímax, y me falta lo esencial. ¿Qué hacer? Por esas raras deslocalizaciones de los sueños, la escena cambia de la planicie de las tentaciones a la explanada de una catedral que podría ser la de la Almudena en un día de gran celebración. Las maletas del vuelo van llegando, algunas en forma de ataúd. De repente hay mucha tos, mucho cerdo con cara enfermiza, mucho enfermero con gigantescas jeringuillas de pega. Y una voz, tan profunda y sonora que a la fuerza tiene que ser la del Altísimo: "No hay mascarillas, no. No hay condones para los pecadores".

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11 de mayo de 2009
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El “buga” de Benet (Sueño relatado 6)

En una reunión de escritores, yo me jactaba de estar eco-orientado (y utilizaba en efecto ese horrible término), al no disponer de coche ni de carnet de conducir, como así es en mi vida real. Pero entonces uno de los presentes, sabiendo de mi amistad y mi admiración por él, sacaba el nombre de Juan Benet. ¿"Y él?", me preguntaba capciosamente. Entonces no tenía yo más remedio que reconocer que Juan fue un gran amante de los automóviles buenos, incluso un caprichoso de ellos, y hasta de las motos de gran cilindrada: en una de ellas, de fabricación rusa, creo recordar, me llevó de paquete en viajes cortos por los alrededores de Madrid. Una de esas veces, circulando al atardecer cerca de Cercedilla, adelantamos a un Mercedes conducido por Paquita Rico, o eso nos pareció tras las grandes gafas de sol y el pañuelo colorido que llevaba puesto en el pelo la antigua diva de la canción española. Según Benet, Paquita Rico sintió inmediata atracción por él en la carretera; según yo, lo que a Paquita le sedujo fue la moto. La discrepancia retórica sobre ese punto duró años entre nosotros. Y ese episodio no fue un sueño.

Volviendo a mi sueño. Después de que yo, con una mezcla de penitencia y satisfacción, refiriese a los reunidos los detalles de los rutilantes Jaguar y Bentley que Benet compró a alto precio y condujo (sin molestarse en cambiar el volante situado en la parte derecha, al modo inglés), y confirmase también la leyenda de que el flechazo del novelista y la poeta Blanca Andreu, que sería se segunda esposa, surgió de la frase irónica de Blanca ("¡Vaya buga!) al vernos aparcar una noche el Jaguar blanco en la calle Bárbara de Braganza, después de todo eso y de una descripción detallada del interior del automóvil, con su cajoncito de terciopelo velado donde, decía Juan, "se veía el espíritu de los ‘meublés' de París"), la conversación de mi sueño daba un giro, y los escritores presentes me hacían otra pregunta: "¿Tenía Juan Benet agente literario?". Ése era mi desquite. Pues, estableciendo una relación que en mi inconsciente era indiscutible entre la polución de los motores de gasolina y la polución creada por esos vehículos literarios que son los agentes, podía yo, diciendo la verdad, defender la limpieza ecológica de Benet, que tuvo muchos coches y muchas motos pero siempre se negó a tener agente.

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8 de mayo de 2009
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Mi travesti (Sueño relatado 5)

Yo acudía como invitado a un festival o más bien congreso cinematográfico en un gran hotel moderno de una ciudad desconocida, y llevaba de acompañante a un transexual o travesti: no se aclaraba su verdadera naturaleza porque en ningún momento del sueño copulábamos. Se trataba de una mujer rubia y alta, opulenta, de caderas anchas y femeninas pero ya no muy joven ni muy bien hecha, lo que era advertido de inmediato por mi madre, que hacía una breve aparición (un ‘cameo' habría que llamarlo en este caso) para decir: "Esa chica tiene el culo como un pandero". Yo la llevaba conmigo a todas partes pero al mismo tiempo trataba de que ambos pasáramos desapercibidos, algo imposible, dadas las dimensiones del travesti (o transexual) y lo cerrado del ambiente en esa "rassegna del cinema" (así la designaba yo en una fase del sueño, trasladando la acción a Italia). La velada principal del congreso tenía lugar una noche y yo acudía con mi acompañante, que producía gran curiosidad entre los presentes; recuerdo al despertar como figura más vívida a Ana Belén, que reía irónicamente, pero sin malicia, en el momento en que yo, cansado de ser el centro de las atenciones visuales de los reunidos, me iba del salón principal del hotel con aquella novia o lo que fuera, para no provocar. A partir de esa velada se me hacía evidente que la situación no podía seguir así, y mi incomodidad aumentaba por el hecho de que cada vez que la miraba yo a ella en nuestra habitación (ya apenas salíamos a los actos fílmicos) comprobaba lo poco atractiva que era. De manera que en el avión que nos devolvía, tal vez antes de tiempo, a casa, yo tomaba la decisión secreta de romper con ella, y ella parecía advertirlo, pues cambiaba de actitud en el vuelo y dejaba de sonreír, poniéndose oscura. Desde la ventanilla de clase turista le señalaba entonces el lugar preciso de la ciudad donde la abandonaría al aterrizar, muy distante del que yo mismo iría a ocupar en solitario. La angustia (¿por la nueva soledad resultante?, ¿por la crueldad de mi gesto?) me despertaba.

 

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6 de mayo de 2009
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La descendencia del fantasma

Anoche soñé que regresaba a Hermanos Bécquer 8. No se trata exactamente de un caserón al estilo neo-gótico costero del Manderley de ‘Rebeca', sino de una airosa construcción ecléctica de las muchas que adornan las calles del barrio de Salamanca. Nunca habité en ese edificio, ni me consta que en su interior hubiera muertes por naufragio ni fantasmas ni incendios provocados por el servicio. Mi regreso por tanto fue metafórico, y tiene que ver con el hecho de que muy a menudo, cuando vuelvo, por ejemplo, caminando desde los cines Verdi hasta mi casa, paso por delante del número 8 de Hermanos Bécquer, y me acuerdo. Esa fue la residencia privada de la familia del General Franco, y allí siguió viviendo tras la muerte del dictador su viuda, Doña Carmen Polo. Apenas doscientos metros más abajo, en la calle Serrano, está otro de los hitos de la topografía del franquismo: la iglesia de los Jesuitas, un feo edificio sin denominación de estilo al que acudía a oír misa el almirante Carrero Blanco el día en que unos terroristas le subieron a los cielos dentro de un automóvil. También por allí suelo pasar; es uno de los templos del barrio con mendigos mejor aseados, hasta el punto de que cuando, en las horas bajas de la liturgia, estos se apiñan bajo el pórtico en tertulia, uno podría tomarlos por parientes lejanos de clase media baja invitados a una boda aristocrática. Detrás de la fachada principal, en la calle Claudio Coello, está la placa conmemorativa del atentado, y enfrente, con otra función comercial, el semisótano donde los etarras prepararon el crimen de estado.

Pero yo iba a Hermanos Bécquer. En mis paseos por la bonita flecha angulada que forman el arranque de General Oráa con la propia Hermanos Bécquer, una calle de vida corta, pues nace en Serrano y va a morir a López de Hoyos, me he encontrado más de una vez a algunos prototipos humanos carnalmente relacionados con el ‘ancien régime'. Al principio pensé en una casualidad, ya que esa zona, que algunos aún consideran ‘nacional', tiene unos bares de tapas muy renombrados y unas terrazas que cuando hace bueno se llenan de consumidores de platos de jamón; al paso rápido en que camino me da tiempo a atisbar que el veteado de las lonchas augura una gran pata negra. Un día vi entrar en el portal del fatídico número 8 a Colate Vallejo-Nájera, al que sólo conocía por sus obras, digamos, televisivas. Como estos apellidos compuestos del antiguo régimen se prestan a la confusión caí al principio en el error de atribuirle un vínculo con los propios Martínez-Bordíu, quienes, desposeídos parcialmente del derecho a pernada eterna en el Pazo de Meirás, siguen siendo los propietarios, tal vez legítimos, de la antigua ‘maison Franco' en Hermanos Bécquer. Alguien que sabe más de esos asuntos me aclaró que, por mucho que salga en los programas de cotilleo y en las revistas del corazón, Colate no ha emparentado con ninguna colateral de los Franco-Polo, sino con una despampanante cantante mexicana, Paulina Rubio, de quien me gusta sobre todo su segundo apellido, Dosamantes. Más alarmante me pareció, la otra noche, ver a Jimmy Giménez-Arnáu merodear por la zona, habiendo sido él, ustedes sin duda lo saben, marido momentáneo y hoy enconado de Merry Martínez-Bordiú, la llamada nieta rebelde. ¿Regresaba Jimmy al Manderley exfamiliar a reclamar alguna cuenta pendiente a los vivos?

Me gusta mucho, tengo que confesarlo, que ahora que -poco a poco- vamos quitando las efigies y las enseñas de Franco y sus adláteres, sigan varios de sus familiares directos en movimiento, que no exactamente en ‘el' Movimiento. Ha costado mucho retirar estatuas ecuestres o pedestres (como la de Melilla, que se resiste a la erradicación por un alcalde asombrosamente sedentario), y placas, de las que aún quedan varias repartidas por toda España; conocemos también las dificultades de enterrar debidamente y erigir sencillas lápidas de recuerdo a los perdedores de aquella guerra y de aquellos años triunfales que siguieron.

Veo, sin embargo, como una tardía forma de justicia poética la metamorfosis del apellido Franco y del apellido Martínez Bordiú en marcas reconocidas de la telebasura. Disfruté enormemente, sin ser aficionado al baile, viendo a Carmen, la nieta predilecta, mover el esqueleto por dinero, y sentí cierto gozo, por encima de la repugnancia del asunto, con las imágenes de otro de sus hermanos, Jaime, custodiado por la guardia civil tras la acusación y condena de maltrato a su novia. Pero aún me queda un sueño de mayor calado histórico. Ver a los descendientes más menesterosos del Invicto Caudillo como estatuas humanas pintadas de las que se ven por el Retiro y la Gran Vía. Los arbolados rincones de Hermanos Bécquer, frecuentados por gente con dinero y cierta mala conciencia, se prestan muy bien al ejercicio de la limosna, quedando al arbitrio de cada pedigüeño de esa familia el disfraz adecuado para incitar al óbolo.

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30 de abril de 2009
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Criticar como Wittgenstein

Wittgenstein desconfiaba de los adjetivos, y en una conferencia privada que dictó en Cambridge llegó a sostener delante de sus alumnos que, si fuera buen dibujante, preferiría trazar rostros con expresiones de disgusto, placer, tristeza, entusiasmo, y juzgar así una obra literaria o musical (los trazó, someramente, y están reproducidos en el tomo correspondiente de sus conferencias y conversaciones). Los adjetivos, decía el filósofo, rara vez desempeñan un papel en la operación del juicio, ya que juzgar estéticamente, según la anotación literal hecha por su discípulo más aventajado, Rhush Rees, es "un gesto que acompaña una vasta estructura de acciones imposibles de ser expresadas por un solo juicio".

Voy a proponer aquí una variante menos radical pero tal vez insólita del juicio literario, en este caso sobre la novela de Manuel de Lope ‘Otras islas' (RBA), pues sólo voy a recoger a continuación breves fragmentos extraídos de sus páginas. Al no ser yo tampoco dibujante, ni bueno ni malo, me abstengo de acumular adjetivos sobre la novela, aunque, desafiando el aviso ‘wittgensteniano' acerca de los peligros de convertir la crítica en una dependencia de la psicología, confieso la pasión que me ha inspirado su lectura y el placer de encontrar muy a menudo una prosa de tanto calibre.

 

"La humillación de toda una carrera se reflejaba en la pupila del dueño del hotel. Era una esfera negra y diminuta donde el ingeniero veía reflejado su propio fracaso hasta unos límites que aquel hombre no podía adivinar. (Página 29)

"Admiraba las sombras de su blusa un día de calor. Era una blusa de grandes flores estampadas de color malva con pequeñas salpicaduras oscuras de color sangre, como una pérdida de virginidad". (Página 41)

"El comedor se llenaba con la euforia primitiva de la especie humana cuando empieza a comer". (Página 82)

"Se comprendía que ciertas mujeres tuvieran un gusto especial por los hombre fornidos, por los héroes de gimnasio y los boxeadores. Era una especie de sinceridad de la carne. Era la misma sinceridad que hace que a las mujeres les gusten los caballos." (Página 176)

"La relación entre el dinero y el sexo era excitante. Una erección le llenó los bolsillos." (Página 214)

"Sintió una ligera erección, una turgencia perezosa y ciega, como un caracol que se despierta en el interior de la concha". (Página 218)

"Otra docena de niños esperaban su turno envueltos en sus toallas [...] Se diría que todos ellos habían sido púberes al mismo tiempo, como las flores de un mismo parterre que germinan a la vez." (Página 239)

"En pocos días el invierno se echaría encima con su mano muerta en un guante de hielo." (Página 277)

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29 de abril de 2009
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¿Allende asesino?

No hay certeza sobre las circunstancias de la muerte de Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973, como tampoco se sabe con exactitud cómo murió dos años después el escritor y cineasta Pier Paolo Pasolini en la playa romana de Ostia. La violencia de su muerte, por suicidio la primera seguramente, por asesinato en solitario o en complot la segunda, no añade nada a la grandeza moral e intelectual de ambos; quizá sólo les confiere más leyenda. Pasolini crece artísticamente al paso del tiempo (sus escritos, la revisión de su cine, su teatro, cada vez más escenificado en todo el mundo), y Allende no se desvanece de una memoria histórica que rebasa los límites de Chile. Reciente la aparición de ‘La sombra de lo que fuimos', premiada novela del chileno residente en España Luis Sepúlveda, que rememora aquellos primeros años 70 en la figura de tres antiguos combatientes reunidos de nuevo en la actualidad, he leído ‘Las manos cortadas', el último título de Luisgé Martín, editado hace un par de meses por Alfaguara. El escritor madrileño es para mí uno de los nombres más destacados de la narrativa española actual, pero este libro no sólo confirma el extraordinario brío por el que sus novelas son ‘unputdownable', si se me permite el gráfico adjetivo inglés que requiere, en traducción, toda una frase explicativa: "lo que no se puede soltar de las manos".

     La nueva obra de Luisgé Martín tiene 464 páginas que leí ávidamente en dos días, arrastrado por la originalidad del concepto (el propio autor es el protagonista de una aparente novela histórica entreverada de ficción pura) y el fondo documental que la sostiene, centrado en el Chile socialista y pinochetista y en el complot de unos misteriosos personajes empeñados en demostrar que Allende, lejos de ser un héroe de la democracia, fue un dictador que preparaba la más cruel represión de una buena parte de sus conciudadanos. El novelista nos cuenta en el arranque (y nos hace creer) que en un viaje de promoción literaria a Chile en 2006 se vio envuelto  -no diremos cómo, pues el libro posee los secretos de las buenas novelas con intriga- en una serie de entrevistas y viajes que le llevan a conocer las intimidades, reales o no, del presidente y de la sociedad chilena de entonces. Hay política al trasluz pero no es una novela política, así como su autor también escapa al maniqueísmo que confiesa en el capítulo XIV haber sentido al empezar su imaginaria tarea detectivesca: emparentar heroicamente a Allende con John Wayne, el hobbit Frodo y Obi-Wan Kenobi, y a los que promovieron el golpe de estado de Pinochet con el malvado Lee Marvin, con Sauron o con Darth Vader. En los capítulos finales de ‘Las manos cortadas', resueltos con gran potencia dramática no exenta de humor, las claves de esta fascinante pesquisa novelesca sobre un personaje y una época que Martín no pudo conocer (tenía 11 años en 1973), salen a la luz, dando también respuesta, con una justicia más que poética, a la pregunta que encabeza este artículo. Allende no pretendió ser santo, pero no se merecía la criminal vileza de una traición militar que condujo a su pueblo al infierno.

 

 

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27 de abril de 2009
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El jovencito Jess Frank, o de cómo no me hice director de cine

Aunque el Jess Frank (entonces más acendradamente Jesús Franco) que yo conocí en el verano de 1967 no era exactamente joven, pues tenía ya 37 años, no he podido evitar el título chistosamente cinéfilo a la hora de presentar aquí, con la autorización de la revista, el texto recién publicado en un número especial de ‘Eñe' dedicado a literatura y cine. También tiene su gracia que mi evocación coincida con mi retorno al cine, ya que, después de unos años muy bonancibles en el mundo que considero más propio, el de la literatura, estoy ahora preparando el rodaje de una película, ‘El dios de madera', que, si todo sigue su curso, espero dirigir a final de verano.

                                                 _________                                                                          

 

De cómo no me hice director de cine

 

    Con diecinueve años y un conocimiento cinematográfico vergonzosamente superior al erótico, la perspectiva de pasar el verano trabajando de segundo asistente en una película de espionaje me pareció muy sexy. Yo en los cines veía preferentemente películas jansenistas, castas (Dreyer, Bresson, Ozu), pero sabía, por el rumor, que en los rodajes se folla mucho. Pensando en eso más que en el séptimo arte me fui a principios de aquel mes de julio de 1967 a La Manga del Mar Menor.

    Era domingo, y en el hotel de primera línea de playa había algunas familias nativas, con algo indefiniblemente madrileño en sus modales, y decepcionadas -después de haber sabido por el recepcionista que allí se iban a alojar unos artistas de cine- cuando llegaron estos, y también los del equipo artístico, y ninguno teníamos la cara conocida que esperaban. Las estrellas eran Janine Reynaud y Rosanna Yanny, el galán joven Manuel Otero, mucho antes de convertirse en el marido de la Cantudo (y eso sí que lo habría hecho digno de codazos en el lobby murciano), el director de la película, Jesús Franco, sin culto de latría entonces, y los demás asalariados, incluido el magnífico operador Jorge Herrero, todos unas perfectas ‘nonentities' para el gran público. Saludé a las divas, muy simpáticas conmigo, que no pintaba nada, a Otero, un guapo de cara, al actor de carácter Marcelo Arroita-Jáuregui, del que hablaré más más tarde, y por supuesto al director, a quien yo admiraba sin conocerle por sus películas ‘Vampiresas 1930' y ‘Gritos en la noche', vistas por mi cuenta en un cine al aire libre de Alicante antes de que la revista Film Ideal, donde yo escribiría, le señalase como director atípico y americanista en el buen sentido de la palabra (había por entonces una guerra en Vietnam, no se olvide). También él era simpático (en la vertiente cáustica), locuaz y cultivado, cosa rara en su medio: se interesó por el libro que yo llevaba en la mano, ‘Tres tristes tigres', recién aparecido, y me dijo: "Ah, Cabrera Infante. Un gran tipo. Un ‘joyciano' pasado de ron caribeño".

     Ese mismo domingo, ya de noche, supe la verdad de lo que se esperaba de mí en La Manga del Mar Menor. En teoría, yo iba a ser el asistente del ayudante de dirección de la película de espías, mi buen amigo Luis Revenga, que ya había trabajado antes con Jesús Franco y tenía experiencia él mismo como realizador cinematográfico. Después de las presentaciones en el vestíbulo del hotel, y antes de la cena, Luis me llamó a su habitación. Estaba radiante, rodeado por un amigo común de Madrid, Rafael Feo, y dos bellos rubios desconocidos, una chica y un chico. "Bueno, Vicente, lo que te tengo que decir...". Así empezó Luis, frunciendo un poco el ceño de su cara feliz, pues lo que tenía que decirme era que al día siguiente en La Manga del Mar Menor no empezaba un rodaje, sino tres, y mi verdadera misión iba a ser la de (único) ayudante de dirección de dos de ellos, las películas que simultáneamente y en secreto Jesús Franco iba a hacer con el dinero y el elenco de una, mientras su ayudante titular, mi amigo Revenga, iniciaba a pocos kilómetros de allí, en una mina abandonada, la filmación de su propia película de vanguardia, en la que Rafa Feo sería ayudante y los dos bellos rubios, Ana Puértolas y Fernando Rojas, protagonistas, al lado de Manuel Otero, cedido por Jesús de la(s) suya(s) junto al material fílmico.

    Luis se mostró generoso, además de optimista. Esa misma noche, después de cenar, me explicaría los principios básicos del trabajo de primer ayudante, me pasaría, por así decirlo, los trastos (¿de matar?) de la ayudantía, y siempre que pudiese se escaparía de la mina para echar una ojeada en nuestro rodaje y echarme a mí una mano. Antes de irme a la cama a no dormir, empecé, con su ayuda y la de la script a preparar el plan de rodaje del día siguiente, a saber verdaderamente lo que era un plan de rodaje, una escaleta, una claqueta. 

    La película digamos titular para la que todo el elenco había sido contratado se iba a llamar ‘Bésame, monstruo' (pero también, al ser una coproducción hispano-alemana, ‘Küss mich, monster'), y sucedía en diversos lugares costeros de África y Asia, algo que tendría visibilidad fílmica no tanto en los rasgos físicos de los extras como en las matrículas de los coches que aparecían en sus escenas de acción. Ocuparme de la africanidad y el orientalismo de esas matrículas hechas rudimentariamente con tiras de papel adhesivo fue mi primer cometido la primera mañana del rodaje, antes de colocar la claqueta escrita a tiza delante del objetivo de la cámara. La toma, de Rosanna Yanny y Janine Reynaud entrando a toda prisa en un descapotable fue dada por buena, y entonces Jesús me dijo en un aparte que cambiara la matrícula en caracteres chinos; "ponle la mexicana". Luis Revenga no me lo había contado todo.

   Tuvo que ser el propio director, bajo la mirada ansiosa del productor alemán, quien me lo explicase, a la vez que me entregaba, camuflado, el guión de ‘El caso de las dos bellezas', la ‘otra' película que íbamos a rodar sin el conocimiento de causa de nadie, excepto él, los dos co-productores, el ayudante (yo) y la script, y que, aun contando con los mismos actores, el mismo vestuario y el mismo parque automovilístico de ‘seats', trascurría en continentes distintos a los de ‘Küss mich, monster'. Así que obedecí, le quité al descapotable, un Seat 850 someramente tuneado, la matrícula chinesca que correspondía a la escena de Hong Kong, y le puse la de Acapulco, el siguiente lugar adonde nos trasladábamos en la ficción; mientras, Jesús se acercó a Rosanna y a Janine para decirles que se le acababan de ocurrir un par de brevísimas frases nuevas para ellas, pidiéndoles una improvisación en la siguiente toma, aparentemente perteneciente a ‘Bésame, monstruo' pero en realidad escrita en el guión subrepticio de ‘El caso de las dos bellezas'. También ellas obedecieron.

    El de ayudante de dirección (ahora lo sé, no entonces) es el trabajo más arduo y más desagradecido de un rodaje, y suele ser desempeñado por gente muy bregada, muy experta, muy ‘espídica', que dispone de su pequeño equipo auxiliar y, por supuesto, de un solo guión al que atender. En las semanas que siguieron a aquel lunes, el cruzado rodaje de las dos películas de espías, de vampiresas, de persecuciones y tiroteos, de doctores sádicos y torturados masoquistas, avanzó del modo rápido y encubierto que estaba previsto, pese a que sus dispositivos vertiginosos superasen completamente la capacidad de aquel cinéfilo ‘cahierista' que jamás había pisado un plató de cine ni pegado un clavo (ni una matrícula de quita y pon) y que, todavía ‘teenager', respondía a mi nombre. Sólo un día se mascó la tragedia. El cielo de Murcia se había nublado intempestivamente, y se suponía que nosotros estábamos ahora en la Riviera Maya con un plantel de starlettes, todas en bikini y todas originarias de la Vega Baja; también había sombrillas, socorristas muy musculados y rubios aunque igualmente murcianos, bebidas falsas de color arcoiris, y la creciente amenaza de lluvia en una escena eminentemente solar. Di órdenes al especialista de que trajera el Seat de la secuencia anterior, que pertenecía al mundo oriental, y lo aparcase delante de la terraza de un chiringuito vagamente caribeño al que la bella pelirroja (la Reynaud) tenía que aproximarse. Jesús estaba impaciente, le dio unas indicaciones muy palmarias a la actriz y dijo la palabra "¡acción!". La toma, como casi todas en aquel rodaje supersónico, era buena, o tenía que ser buena, pero entonces yo, guiado por mi aún inviolado celo juvenil, reparé en un descuido, mío y de la script, imperdonable: con las prisas de despachar cuanto antes ese plano de ‘El caso de las dos bellezas', el coche que aparecía en primer término había conservado la matrícula china de ‘Bésame monstruo'. No servía, por tanto, y así corrí a decírselo apurado a mi director. Jesús me miró sorprendido. "¿Tú crees que esas cosas importan? El espectador de mis películas no se fija en detalles insignificantes; sólo busca grandes emociones. Vamos al plano siguiente. ¿A qué película corresponde?".

    En los descansos de la filmación, escasos y atormentados por la noción de culpa, leía poco a poco la novela de Cabrera Infante, que me levantaba el ánimo, hablando también a ratos de literatura con un falangista inteligente y culto, el crítico de cine Marcelo Arroita-Jáuregui, que animó en el Santander de los años 40, al lado de Pepe Hierro, José Luis Hidalgo y Julio Maruri, la revista de poesía Proel, y fue también actor, principal pero no solamente de Jesús Franco. Un domingo en que ellos no descansaban, me acerqué al rodaje de mi amigo Luis, ese día situado en la playa de aguas rojas del Porman. Por allí andaban algunos conocidos de la universidad de Madrid, donde yo estudiaba: José Ramón Rámila, pareja entonces de la protagonista Ana (hermana de Soledad Puértolas), Luis Suárez y Eduardito Haro Ibars, estos dos últimos con papel en el film de Revenga. Me di cuenta con envidia de que esa película no sólo era menos aparatosa y más cercana a mis intereses cinefílicos; en ella no salían automóviles.

          Todo acabó bien. Las dos de Jesús (en las que por cierto figuro, haciendo entradas y salidas y algún pequeño cameo reconocible) son hoy cintas de culto, como el resto de la obra descomunal del cineasta que a lo largo de más de 200 películas y 45 años de actividad ha tenido entre otras las encarnaciones de Jesús Franco, Jess Frank, Clifford Brown, Frank Hollmann, y últimamente -desde que publicó sus memorias, quizá en exceso lánguidas, hasta que el pasado mes de febrero recibió emocionado el Goya de Honor de la Academia del Cine-  es más bien el "tío Jesús". En efecto lo es: tío carnal de Javier Marías y sus hermanos, y del malogrado Ricardo Franco y su hermano, el excelente pintor Carlos. Aunque yo no las tengo (están por las nubes en los catálogos de venta por Internet), ‘Küss mich, monster' y ‘Rote Lippen' o ‘Sadisterotica', los dos títulos alternativos de ‘El caso de las dos bellezas', salieron juntas en un DVD de lujo presentado por uno de los grandes admiradores del tío Jesús, Quentin Tarantino. Luis Revenga terminó y nunca llegó a distribuir comercialmente aquella película ‘godardiana' del Porman, ‘Mañana en la mañana', pero siguió, antes de dedicarse a otras actividades relacionadas con la edición y el arte, en el cine, dirigiendo y estrenando en 1976 su muy divertida fábula política ‘Caperucita y roja', donde debutaba una adolescente Victoria Abril. Del elenco artístico reunido en La Manga del Mar Menor algunos han muerto, de otros no sé nada, y a Ana Puértolas me la encuentro, por lo general en las presentaciones literarias de su hermana, tan simpática y atractiva como entonces.

     En cuanto a mí, volví a Alicante a descansar de los rodajes, seguí estudiando Filosofía en la Complutense, escribiendo poemas en prosa y viendo películas de arte y ensayo en los cine-clubs. En 1970 publiqué en Seix Barral mi primera novela, y ya para entonces había decidido no compartir el sueño de tantos compañeros de generación: ser directores de cine. En la literatura se gasta menos, se discute menos (excepto consigo mismo), se madruga menos.

     Pero treinta años después de aquel verano, el cine me asaltó por sorpresa y casi diría que por la espalda. Un guión que me apeteció escribí sin encargo ni destinatario, el de la película ‘Sagitario', acabaría tentándome y llevándome a la dirección de cine, con el estimulante resultado de que, poco después de cumplir los cincuenta, me reconvertí en el autor de una ‘opera prima', en novato, en aprendiz.

   Olvidaba decir que, con los desvelos del plan de rodaje dúplice y la pesadilla de las matrículas alternantes, el principal propósito que tuve para ir a La Manga quedó frustrado. Y eso que a mi alrededor todo el mundo  -las dos bellezas, los bellos monstruos de la figuración musculosa, el futuro marido de la Cantudo, los attrezzistas, los fotógrafos, el equipo entero de la película vanguardista de Luis-  follaba a mansalva.



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24 de abril de 2009
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