Vicente Molina Foix
No tengo ya padres ni he tenido hijos, pero a menudo sueño con ellos, los muertos y los que nunca nacieron.]
Unos niños muy pequeños andaban por el mundo, por parejas, siendo probados por la gente, por padres deseosos de tener hijos. Yo mismo me interesaba en la operación, que no parecía humanitaria sino espontánea: una iniciativa de los propios niños. Así que acudía al lugar señalado, un circo o una clínica, no se distinguía en el sueño, y lo que veía eran dos formas negras gruesas, embutidas en tambores o pañales de piel dura; dos bultos enormes de los que sobresalían las cabecitas -no exactamente infantiles, ni casi humanas- de los pequeños. Me quedaba con uno de ellos, sin necesidad de pasar por los trámites de la adopción. Y decía en el sueño, aunque creo que no en voz alta (pues no sufro de sonambulismo, ni nadie me ha dicho que hable dormido): "Mi hijo". Esa voz interior, mía, me despertaba.
Un día después he soñado lo siguiente. Papá se encontraba muy enfermo, hospitalizado en una espaciosa habitación individual. Estábamos a la espera de un desenlace fatal, y de hecho una vez que entrábamos en el cuarto sus tres hijos y le veíamos volcado sobre las sábanas, yo creía que acababa de morir. Pero mamá, también presente en la habitación, sabía que no; sólo estaba desvanecido. Papá no se parecía a papá: el enfermo era un hombre exageradamente musculoso y con el pelo muy largo, una versión anciana de Mickey Rourke en ‘El luchador’. En otra de las esperas hospitalarias, alguien le decía a mamá que papá se había hecho caca encima, pero al entrar ella y yo en el cuarto, con algún personal sanitario, la estancia olía muy bien, y papá, ahora sin tantos músculos en su cuerpo decrépito, estaba limpio y despejado, casi jovial en su gravedad.