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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Larra y los duendes

Larra fundó muy joven, un mes antes de cumplir los diecinueve, una empresa unipersonal que le fue muy bien hasta que él mismo, a la edad de veintisiete años, le puso fin a golpe de pistola (por dolor de España, por mal de amores, por el mal del siglo o quizá por todos esos males juntos). Al comienzo, la empresa era autónoma y autosuficiente, produciendo su único trabajador cinco entregas, todas bajo el título de ‘El Duende Satírico del Día'. Satírico y polémico, ese primer duende adolescente ya tenía sin embargo claras sus metas empresariales, universalmente comercializadas casi dos siglos después bajo el nombre de auto-ficción.

    Larra es el primer fabricante del yo al por mayor en la literatura española. Tenía precedentes, desde luego, pero todos de importación: Montaigne, el primer hombre que se sabe moderno y lo explica, Addison, Leopardi. Al contrario que ellos, Larra introduce en su empresa unos avances inéditos, y en especial la creación de personas literarias desdobladas de su creador que hoy conocemos gracias a Pessoa y a ciertos ‘dons' ingleses que se cambian de nombre para practicar el ‘thriller'. Al ‘Duende' le sucedió ‘El Pobrecito Hablador', y a éste ‘Fígaro' y ‘Andrés Niporesas', ya los dos últimos al servicio de grandes conglomerados periodísticos, que le pagaron contratos astronómicos. Pero conviene señalar que lo de Larra no eran seudónimos (al modo de los utilizados por tantos periodistas de la época, y más tarde por Azorín, el mayor ‘larrista' que ha habido) sino heterónimos ‘avant la lettre': a cada una de sus encarnaciones les daba distinta voz y función, haciéndolas alguna vez pelear entre sí.

     A Larra se le ha admirado siempre por la rabia fustigadora de sus artículos, suavizada en algunos casos por el fondo de un costumbrismo decimonónico. Su lejano descendiente Jesús Miranda de Larra, que ha publicado con motivo del centenario una biografía documental de Mariano José, cita una carta de 1835 en la que el futuro suicida les reconoce a sus padres haber "pasado rabiando una tercera parte lo menos de la vida". Cernuda, que le homenajeó en 1937 al cumplirse cien años del pistoletazo fatal, arranca el poema diciendo que "Aún se queja su alma vagamente".

    No tan vagamente. Larra inventó el periodismo del yo, y las desdichas y veleidades de la subjetividad se cuelan en todo lo que escribe, incluyendo sus estupendas críticas teatrales. En uno de sus artículos en tanto que ‘Pobrecito Hablador', el titulado ‘El hombre pone y Dios dispone', el escritor dictamina "lo que ha de ser el periodista", dando la siguiente definición: "ha de estar en continua atalaya como el ciervo, y dispuesto como la sanguijuela a recibir el tijeretazo del mismo al que salva la vida". Ese modo de definir la noble e ingrata función del periodismo, entre lo obsceno y lo penitencial, lo lleva Larra al paroxismo en una de sus piezas célebres, ‘La nochebuena de 1836'. Hastiado de la navidad, ‘Figaro' dialoga en su cuarto con un criado imaginario que representa, locuaz por el alcohol, a la Verdad. "Hay un acusador dentro de ti", le reprocha el impertinente. El artículo, escrito siete semanas antes de matarse, acaba con una de las confrontaciones esquizofrénicas que hacen -también- de Larra una figura contemporánea; el sirviente está ebrio de vino, su señor, de deseos y de impotencias. "Tú me mandas, pero no te mandas a ti mismo".  

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1 de junio de 2009
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La angustia que vuestro doctor no comprende

Para cerrar estas dos semanas de despedida de Artaud, habitante aún unos días más (hasta el 7 de junio) de La Casa Encendida, elijo su poesía, que es lo primero que de él conocí. Conservo, entre los 29 volúmenes de sus obras completas en francés que empecé a leer a mis dieciocho años, el libro publicado en 1976 por Visor con el título de ‘El pesa-nervios', en el que su traductor, el poeta hispano-argentino Marcos-Ricardo Barnatán, incluía las tres piezas básicas del Artaud poeta, la citada, junto a ‘El ombligo de los limbos' y el ‘Fragmento de un diario del infierno'. Son textos fundacionales del ‘espiritu' artaudiano, escritos entre 1924 y 1926, época en la que el escritor, muy ligado entonces al Surrealismo, sufre sus primeras dolencias nerviosas y es tratado por ellas. Los médicos aparecen ya entonces como figuras de salvación, de confidencia, de odio, en los versos y prosas poéticas de esos libros, unas veces para ser denostados y otras en arrogante solicitud de socorro. "Doctor", escribe Artaud en una especie de carta-poema de ‘El ombligo de los limbos', "espero que sabrá darme la cantidad de líquidos sutiles, de agentes especiosos, de morfina mental, capaces de elevar mi abatimiento, de equilibrar lo que cae, de reunir lo que está separado, de recomponer lo que está destruido". Y se despide así, lacónicamente: "Mi pensamiento le saluda". (La cita, como las que siguen, es de la traducción de Barnatán)

     Sin embargo, en ese mismo libro, hay otra carta dirigida al Señor Legislador de la Ley de Estupefacientes que es una diatriba a la institución médica y farmacéutica, una voz de protesta a partir de "La Angustia que vuestro doctor no comprende". El paciente Artaud se queja en ella de que los "cretinos en medicina, farmacéuticos cochinos, jueces fraudulentos, doctores, comadronas, inspectores-doctorales", ponen en manos irresponsables "el derecho a disponer de mi angustia, que es tan aguda como las agujas de todas las brújulas del infierno".

   La angustia de Artaud es la obra de Artaud. "Donde los otros proponen obras yo no pretendo más que mostrar mi espíritu [...] No concibo una obra separada de la vida [...] Ni concibo al espíritu separado de sí mismo. Cada una de mis obras, cada uno de los proyectos de mí mismo, cada una de las heladas floraciones de mi alma fluye babosamente en mí".

   "La vida", proclama Artaud como lema o deaafío, "es quemar preguntas". Las suyas siguen ardiendo en nosotros.

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28 de mayo de 2009
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Artaud y la fecalidad

Reproduzco a continuación, en la traducción de Mauro Armiño, y con autorización de La Casa Encendida, el fragmento central de la emisión radiofónica "Para acabar con el juicio de Dios", que fue grabada entre el 22 y el 29 de noviembre de 1947 por encargo de la Radiodifusión Francesa, organismo que finalmente prohibiría su emisión. "La búsqueda de la fecalidad" está interpretado por el actor y director de escena Roger Blin, con intervención digamos coral (unos rugidos) del propio autor. Hay pocos textos tan reveladores en la obra de Artaud, y ninguno expresa, creo, con tanta virulencia y clarividencia la noción antipapal y anticristiana comentada ya en este blog el pasado día 18 de mayo.

                            _________

 

La búsqueda de la fecalidad

 

Allí donde huele a mierda

huele a ser.

El hombre muy bien habría podido no   cagar,

no abrir el bolsillo anal,

pero eligió cagar

como habría escogido vivir

en lugar de consentir vivir muerto.

 

Pues para no hacer caca

habría tenido que consentir

no ser,

pero no pudo decidirse a perder

            el ser,

es decir, a morir viviendo.

 

Hay en el ser

algo particularmente tentador para el hombre,

y ese algo es precisamente

            la caca.

       (Aquí rugidos.)

 

Para existir basta con dejarse ir a ser,

pero para vivir

hay que ser alguien,

para ser alguien

hay que tener un hueso,

no tener miedo a mostrar el hueso,

y perder la carne al pasar.

 

El hombre siempre ha preferido la carne

a la tierra de los huesos.

No había más que tierra y bosques de huesos,

y tuvo que ganarse su carne,

no había más que hierro y fuego

y no mierda,

y el hombre tuvo miedo a perder la mierda

o más bien deseó la mierda

y, para eso, sacrificó la sangre.

 

Para tener la mierda,

es decir la carne,

allí donde no había más que sangre

y chatarra de osamentas

y donde no tenía que ganar ser

pero donde no tenía que perder más que la vida.

 

            o reche modo

            to edire

            di za

            tau dari

            do padera coco

 

El hombre se retiró y huyó.

 

Entonces lo devoraron los animales.

 

No fue una violación,

él se prestó a la obscena comida.

 

Le encontró gusto,

aprendió por sí mismo

a hacer el bestia

y a comer rata

delicadamente.

 

¿Y de dónde viene esa abyección de suciedad?

 

¿De que el mundo sigue sin estar constituido,

o de que el hombre sólo tiene una pequeña idea del mundo

y quiere conservarla eternamente?

 

Viene de que el hombre,

un buen día,

detuvo

            la idea del mundo.

 

Dos rutas se ofrecían a él:

la del infinito fuera,

la de lo ínfimo dentro.

 

Escogió lo ínfimo dentro.

Allí donde basta con exprimir

la rata,

la lengua,

el ano

o el glande.

 

Y dios, dios mismo aceleró el movimiento.

 

¿Dios es un ser?

Si lo es, es la mierda.

Si no lo es,

no es.

Y no es,

pero como el vacío que avanza con todas sus formas

cuya representación más perfecta

es la marca de un incalculable grupo de ladillas.

 

«Está usted loco, señor Artaud, ¿y la misa?»

 

Reniego del bautismo y de la misa.

No hay acto humano

que, en el plano erótico interno,

sea más pernicioso que el descenso

del sedicente Jesucristo

a los altares.

 

No me creerán

y desde aquí veo al público encogiéndose de hombros

pero el tal cristo no es más que

quien frente a la ladilla dios

ha consentido vivir sin cuerpo,

mientras un ejército de hombres

descendido de una cruz,

en la que dios creía haberlo clavado hace mucho tiempo

se ha rebelado,

y, cubierto de hierro,

de sangre,

de fuego, y de osamentas,

avanza, denostando a lo Invisible

para acabar ahí con el juicio de dios.

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25 de mayo de 2009
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El mal soñador

Consultado en 1925 para una encuesta de la revista ‘Le Disque vert' sobre los sueños y el psicoanálisis, Artaud dio la siguiente respuesta:

"Mis sueños son ante todo un licor, una especie de agua de náusea en la que me tiro y que arrastra micas ensangrentadas. Ni en la vida de mis sueños, ni en la vida de mi vida, llego a la altura de ciertas imágenes, ni me instalo en mi continuidad. Todos mis sueños carecen de salida, de fortificación, de mapa de la ciudad. Un verdadero olor húmedo a miembros cortados.

Estoy, por otro lado, demasiado informado sobre mi pensamiento como para que nada de lo que en él trascurre me interese: no pido más que una cosa, que se me encierre definitivamente en mi pensamiento.

Y en cuanto a la apariencia física de mis sueños, ya lo he dicho: un licor".

[Traduzco el texto, con el título que le puso Artaud, sin añadidos ni comentarios: mis licores oníricos son menos intoxicantes que los suyos, pero soy un bebedor constante.]

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20 de mayo de 2009
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El antipapa

Vuelvo a Artaud, en una despedida que durará dos semanas, las previas al cierre (el 7 de junio) de su fascinante exposición en La Casa Encendida de Madrid. Y la empiezo con el papa Pío XII, una de sus bestias negras. En 1925, el escritor ya publica en el número 3 de la revista de André Breton ‘La Révolution Surréaliste' una primera versión de su ‘Adresse au Pape" (‘Petición al Papa') en la que sus quejas y sus insidias van dirigidas al papado; el futuro Pío XII era sólo entonces un poco conocido cardenal.

     "En nombre de la Patria, en nombre de la Familia, tú empujas a la venta de almas, a la libre trituración de los cuerpos" [las traducciones son mías].

     Ese "tú" es un papa abstracto, pero en los últimos años de su vida Artaud lo encarnaría en el cardenal Pacelli, que había sido elegido papa en 1939 bajo el nombre de Pío XII. Una y otra vez, el escritor rescribe su petición o encomienda en el manicomio de Rodez, ampliándola y añadiéndole diatribas pero manteniéndose fiel a la idea con la que terminaba aquel primer ‘tratamiento' del texto de 1925: "El mundo es el abismo del alma, Papa torcido, Papa exterior al alma, déjanos nadar en nuestros cuerpos, deja nuestras almas en nuestras almas, no tenemos necesidad de tu cuchillo de claridades".

     En la versión digamos que definitiva del 1 de octubre de 1946 (la más extensa de todas las que se conservan), Artaud blasfema desde el arranque y personaliza sus injurias en Pío XII, aunque sin duda lo más interesante es el paralelo en el que se sitúa a sí mismo: el de un anti-cristo laico. Le recuerda al sumo pontífice con todo detalles su propia ‘pasión' y ‘calvario', en los que "he sido detenido, encarcelado, internado y envenenado desde septiembre de 1937 a mayo de 1946 exactamente por las razones por las que fui detenido, flagelado, crucificado y arrojado sobre un montón de estiércol en Jerusalén hace algo más de dos mil años". 

     "Soy yo (y no Jesucristo) el que fue crucificado en el Gólgota, y lo fui por haberme levantado contra dios y su cristo,

porque soy un hombre

y dios y su cristo no son más que ideas".

   La idea de esa religión sin cuerpo real representada por Pío XII sobrevivió naturalmente a Artaud; él murió en 1948, Pío XII diez años más tarde. Los papas siguen en Roma, y las ideas que propagan causando estragos con su mortífero "cuchillo de claridades".

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18 de mayo de 2009
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Diálogo de un poeta y un gorrión

Últimamente salen menos sus tragedias en los periódicos, pero es de temer que, a la vista de las intenciones del nuevo gobierno israelí, que reaparecerán. Cada vez que la fotografía de un periódico o la imagen de un noticiero nos trae el polvo de las ruinas de una casa en Gaza, me acuerdo del poema de Mahmud Darwix titulado ‘El gorrión, tal cual'. Este escritor errante y doliente, nunca lastimero ni demagógico, es el mayor poeta moderno de la ‘despatria', término inventado por el auto-exiliado novelista italiano Luigi Meneghello y que corresponde distinta pero muy certeramente a la carencia de solar patrio de la gran mayoría de su pueblo, el pueblo palestino. Darwix se dirige en el poema citado (de su libro ‘El fénix mortal', traducido por Luz Gómez) a un gorrión con el que dialoga, o al que tal vez envidia: "Posees lo que yo no tengo: el azul por hembra / y un remolino de viento por morada". El no-lugar donde, desde hace décadas, malviven los suyos es más precario: "mi casa, como mi palabra, es exigua". El pájaro tal vez más humilde del reino de los voladores "Sabe dónde hay pan, agua / y dónde está el cepo de los ratones...".

     El poeta le propone un pacto al gorrión. En su poquedad, los dos son libres: de volar, de imaginar. "Pósate para que yo me eleve. Elévate / para que yo me pose". A cambio, Darwix, que murió el pasado verano fuera de su tierra prometida y negada, sólo le puede ofrecer al pájaro "una casa habitada por el ahora".

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13 de mayo de 2009
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El niño cero

Después de estar ausente diez días de España llego a la terminal 2 de Barajas con más curiosidad que aprensión: ¿habrá mascarillas? En el largo recorrido desde la salida del avión hasta el punto de recogida de las maletas sólo veo, separado yo de ellos por una mampara de vidrio, a dos viajeros a punto de embarcar hacia el aeropuerto parisino de Charles De Gaulle que sí las llevan; mascarillas del habitual color azulado pero en este caso con una forma puntiaguda que me choca, pues más que una protección quirúrgica parecen el capirote de los condenados de la Inquisición. Hace una tarde veraniega en Madrid, nadie a mi alrededor tose ni suda exageradamente, y ninguno de mis amigos alude, en las primeras conversaciones, a la pandemia.

    En el avión que me traía había tenido tres experiencias distintas, ninguna grata. La primera, apenas sentado en mi asiento del vuelo ‘low cost', fue leer con un día de retraso la esquela de Pablo Lizcano, a quien hace tiempo que no veía pero en una época de mi vida traté con asiduidad. Sabía de su grave enfermedad, sin imaginar que alguien tan joven pudiera perecer ante ella tan pronto. El cáncer. Otra pandemia, ésta no contagiosa, contra la que no caben protecciones superficiales.

     Pasé la primera media hora del vuelo anonadado por la noticia de esa muerte, como si el haberla sabido en el aire, lejos de quitarle gravedad, le hubiese dado el peso de un caprichoso horror. Si yo fuera creyente podría haber tenido el consuelo de ponerme a mirar por la ventanilla, con la esperanza de ver el espíritu de Pablo flotando por encima de la materia. Como no creo en nada, nada vi.

      Para distraer la angustia me puse a leer el otro diario que había comprado en el aeropuerto de salida, ‘Le Monde', con su cuadernillo especial conmemorando muy críticamente los dos años de presidencia de Sarkozy y un excelente reportaje de Joëlle Stolz, enviada especial a La Gloria, estado de Veracruz. La descripción de La Gloria que hace Stolz nos acerca más al infierno que al cielo. Situada a dos mil metros de altitud en un terreno semi-árido frecuentemente barrido por el fuerte viento, sus agricultores luchan, casi nunca con éxito, para conseguir que la tierra ingrata donde viven les de unas pocas legumbres y cereales. Y de repente, la popularidad del que podríamos llamar "efecto Perote", recordando el aleteo de la mariposa lejana que puede producir a miles de kilómetros de distancia un tornado.

    El ojo del huracán de Perote, su mariposa inocente, se llama Edgar Hernández y tiene cinco años de edad; él habría sido, dicen, el propagador de la nueva gripe porcina, el "enfermo cero". Como a los niños geniales de ‘Slumdog Millionaire', su singularidad sólo le ha traído fama, y no bienestar. Edgar sigue viviendo en una casucha pobrísima del pueblo polvoriento del valle de Perote donde nació y fue infectado por el H1N1, un virus con nomenclatura de ciencia-ficción post-moderna. Pero, al contrario que otro célebre "agente cero" localizado en los años 80 con nombre y apellido, el auxiliar de vuelo canadiense que, antes de perecer, infectó de SIDA a muchos hombres con los que hizo el amor a pelo, Edgar se ha curado, tomando sólo paracetamol, lo que yo tomo cuando me siento febril en invierno. Ahora el niño mexicano corretea por el lugar, rico sobre todo en moscas, según sus quejosos habitantes. Las moscas, sostienen estos, y lo niegan las autoridades y los empresarios, acuden a La Gloria atraídas por la granja Carroll, una filial local de la gran empresa norteamericana Smithfield, número 1 mundial de la producción y transformación de la carne de cerdo.

     Ha pasado una hora de vuelo y me he dormido, pero el sueño que tengo no trae alivio. Me encuentro desnudo y con un sombrero de charro en una planicie, el llano en llamas, me digo inconscientemente, pensando tanto en el libro de Juan Rulfo como en la película reciente, que tanto me ha gustado, de Guillermo Arriaga (aquí titulada ‘Lejos de la tierra quemada'). Hacia mí se acercan unas formas imprecisas que podrían ser moscas si no tuvieran pies y manos, cara, ojos, y en vez de alas traslúcidas mangas de brocado incrustadas de pedrería. Son tentaciones, ahora me doy cuenta, figuras atractivas y depravadas como las que en los cuadros del Renacimiento se ofrecen carnalmente a los más santos patriarcas y eremitas del desierto. Ninguna tiene sexo, pero todas excitan. Y lo he pasado tan mal desde que embarqué en el avión económico. Me dispongo a caer en la tentación, estoy a punto de hacerlo, me estrecha en sus brazos la primera criatura lasciva.

   Y entonces caigo en la cuenta. No tengo a mano la mascarilla. Qué contrariedad. Estoy llegando a Madrid, estoy llegando al clímax, y me falta lo esencial. ¿Qué hacer? Por esas raras deslocalizaciones de los sueños, la escena cambia de la planicie de las tentaciones a la explanada de una catedral que podría ser la de la Almudena en un día de gran celebración. Las maletas del vuelo van llegando, algunas en forma de ataúd. De repente hay mucha tos, mucho cerdo con cara enfermiza, mucho enfermero con gigantescas jeringuillas de pega. Y una voz, tan profunda y sonora que a la fuerza tiene que ser la del Altísimo: "No hay mascarillas, no. No hay condones para los pecadores".

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11 de mayo de 2009
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El “buga” de Benet (Sueño relatado 6)

En una reunión de escritores, yo me jactaba de estar eco-orientado (y utilizaba en efecto ese horrible término), al no disponer de coche ni de carnet de conducir, como así es en mi vida real. Pero entonces uno de los presentes, sabiendo de mi amistad y mi admiración por él, sacaba el nombre de Juan Benet. ¿"Y él?", me preguntaba capciosamente. Entonces no tenía yo más remedio que reconocer que Juan fue un gran amante de los automóviles buenos, incluso un caprichoso de ellos, y hasta de las motos de gran cilindrada: en una de ellas, de fabricación rusa, creo recordar, me llevó de paquete en viajes cortos por los alrededores de Madrid. Una de esas veces, circulando al atardecer cerca de Cercedilla, adelantamos a un Mercedes conducido por Paquita Rico, o eso nos pareció tras las grandes gafas de sol y el pañuelo colorido que llevaba puesto en el pelo la antigua diva de la canción española. Según Benet, Paquita Rico sintió inmediata atracción por él en la carretera; según yo, lo que a Paquita le sedujo fue la moto. La discrepancia retórica sobre ese punto duró años entre nosotros. Y ese episodio no fue un sueño.

Volviendo a mi sueño. Después de que yo, con una mezcla de penitencia y satisfacción, refiriese a los reunidos los detalles de los rutilantes Jaguar y Bentley que Benet compró a alto precio y condujo (sin molestarse en cambiar el volante situado en la parte derecha, al modo inglés), y confirmase también la leyenda de que el flechazo del novelista y la poeta Blanca Andreu, que sería se segunda esposa, surgió de la frase irónica de Blanca ("¡Vaya buga!) al vernos aparcar una noche el Jaguar blanco en la calle Bárbara de Braganza, después de todo eso y de una descripción detallada del interior del automóvil, con su cajoncito de terciopelo velado donde, decía Juan, "se veía el espíritu de los ‘meublés' de París"), la conversación de mi sueño daba un giro, y los escritores presentes me hacían otra pregunta: "¿Tenía Juan Benet agente literario?". Ése era mi desquite. Pues, estableciendo una relación que en mi inconsciente era indiscutible entre la polución de los motores de gasolina y la polución creada por esos vehículos literarios que son los agentes, podía yo, diciendo la verdad, defender la limpieza ecológica de Benet, que tuvo muchos coches y muchas motos pero siempre se negó a tener agente.

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8 de mayo de 2009
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Mi travesti (Sueño relatado 5)

Yo acudía como invitado a un festival o más bien congreso cinematográfico en un gran hotel moderno de una ciudad desconocida, y llevaba de acompañante a un transexual o travesti: no se aclaraba su verdadera naturaleza porque en ningún momento del sueño copulábamos. Se trataba de una mujer rubia y alta, opulenta, de caderas anchas y femeninas pero ya no muy joven ni muy bien hecha, lo que era advertido de inmediato por mi madre, que hacía una breve aparición (un ‘cameo' habría que llamarlo en este caso) para decir: "Esa chica tiene el culo como un pandero". Yo la llevaba conmigo a todas partes pero al mismo tiempo trataba de que ambos pasáramos desapercibidos, algo imposible, dadas las dimensiones del travesti (o transexual) y lo cerrado del ambiente en esa "rassegna del cinema" (así la designaba yo en una fase del sueño, trasladando la acción a Italia). La velada principal del congreso tenía lugar una noche y yo acudía con mi acompañante, que producía gran curiosidad entre los presentes; recuerdo al despertar como figura más vívida a Ana Belén, que reía irónicamente, pero sin malicia, en el momento en que yo, cansado de ser el centro de las atenciones visuales de los reunidos, me iba del salón principal del hotel con aquella novia o lo que fuera, para no provocar. A partir de esa velada se me hacía evidente que la situación no podía seguir así, y mi incomodidad aumentaba por el hecho de que cada vez que la miraba yo a ella en nuestra habitación (ya apenas salíamos a los actos fílmicos) comprobaba lo poco atractiva que era. De manera que en el avión que nos devolvía, tal vez antes de tiempo, a casa, yo tomaba la decisión secreta de romper con ella, y ella parecía advertirlo, pues cambiaba de actitud en el vuelo y dejaba de sonreír, poniéndose oscura. Desde la ventanilla de clase turista le señalaba entonces el lugar preciso de la ciudad donde la abandonaría al aterrizar, muy distante del que yo mismo iría a ocupar en solitario. La angustia (¿por la nueva soledad resultante?, ¿por la crueldad de mi gesto?) me despertaba.

 

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6 de mayo de 2009
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La descendencia del fantasma

Anoche soñé que regresaba a Hermanos Bécquer 8. No se trata exactamente de un caserón al estilo neo-gótico costero del Manderley de ‘Rebeca', sino de una airosa construcción ecléctica de las muchas que adornan las calles del barrio de Salamanca. Nunca habité en ese edificio, ni me consta que en su interior hubiera muertes por naufragio ni fantasmas ni incendios provocados por el servicio. Mi regreso por tanto fue metafórico, y tiene que ver con el hecho de que muy a menudo, cuando vuelvo, por ejemplo, caminando desde los cines Verdi hasta mi casa, paso por delante del número 8 de Hermanos Bécquer, y me acuerdo. Esa fue la residencia privada de la familia del General Franco, y allí siguió viviendo tras la muerte del dictador su viuda, Doña Carmen Polo. Apenas doscientos metros más abajo, en la calle Serrano, está otro de los hitos de la topografía del franquismo: la iglesia de los Jesuitas, un feo edificio sin denominación de estilo al que acudía a oír misa el almirante Carrero Blanco el día en que unos terroristas le subieron a los cielos dentro de un automóvil. También por allí suelo pasar; es uno de los templos del barrio con mendigos mejor aseados, hasta el punto de que cuando, en las horas bajas de la liturgia, estos se apiñan bajo el pórtico en tertulia, uno podría tomarlos por parientes lejanos de clase media baja invitados a una boda aristocrática. Detrás de la fachada principal, en la calle Claudio Coello, está la placa conmemorativa del atentado, y enfrente, con otra función comercial, el semisótano donde los etarras prepararon el crimen de estado.

Pero yo iba a Hermanos Bécquer. En mis paseos por la bonita flecha angulada que forman el arranque de General Oráa con la propia Hermanos Bécquer, una calle de vida corta, pues nace en Serrano y va a morir a López de Hoyos, me he encontrado más de una vez a algunos prototipos humanos carnalmente relacionados con el ‘ancien régime'. Al principio pensé en una casualidad, ya que esa zona, que algunos aún consideran ‘nacional', tiene unos bares de tapas muy renombrados y unas terrazas que cuando hace bueno se llenan de consumidores de platos de jamón; al paso rápido en que camino me da tiempo a atisbar que el veteado de las lonchas augura una gran pata negra. Un día vi entrar en el portal del fatídico número 8 a Colate Vallejo-Nájera, al que sólo conocía por sus obras, digamos, televisivas. Como estos apellidos compuestos del antiguo régimen se prestan a la confusión caí al principio en el error de atribuirle un vínculo con los propios Martínez-Bordíu, quienes, desposeídos parcialmente del derecho a pernada eterna en el Pazo de Meirás, siguen siendo los propietarios, tal vez legítimos, de la antigua ‘maison Franco' en Hermanos Bécquer. Alguien que sabe más de esos asuntos me aclaró que, por mucho que salga en los programas de cotilleo y en las revistas del corazón, Colate no ha emparentado con ninguna colateral de los Franco-Polo, sino con una despampanante cantante mexicana, Paulina Rubio, de quien me gusta sobre todo su segundo apellido, Dosamantes. Más alarmante me pareció, la otra noche, ver a Jimmy Giménez-Arnáu merodear por la zona, habiendo sido él, ustedes sin duda lo saben, marido momentáneo y hoy enconado de Merry Martínez-Bordiú, la llamada nieta rebelde. ¿Regresaba Jimmy al Manderley exfamiliar a reclamar alguna cuenta pendiente a los vivos?

Me gusta mucho, tengo que confesarlo, que ahora que -poco a poco- vamos quitando las efigies y las enseñas de Franco y sus adláteres, sigan varios de sus familiares directos en movimiento, que no exactamente en ‘el' Movimiento. Ha costado mucho retirar estatuas ecuestres o pedestres (como la de Melilla, que se resiste a la erradicación por un alcalde asombrosamente sedentario), y placas, de las que aún quedan varias repartidas por toda España; conocemos también las dificultades de enterrar debidamente y erigir sencillas lápidas de recuerdo a los perdedores de aquella guerra y de aquellos años triunfales que siguieron.

Veo, sin embargo, como una tardía forma de justicia poética la metamorfosis del apellido Franco y del apellido Martínez Bordiú en marcas reconocidas de la telebasura. Disfruté enormemente, sin ser aficionado al baile, viendo a Carmen, la nieta predilecta, mover el esqueleto por dinero, y sentí cierto gozo, por encima de la repugnancia del asunto, con las imágenes de otro de sus hermanos, Jaime, custodiado por la guardia civil tras la acusación y condena de maltrato a su novia. Pero aún me queda un sueño de mayor calado histórico. Ver a los descendientes más menesterosos del Invicto Caudillo como estatuas humanas pintadas de las que se ven por el Retiro y la Gran Vía. Los arbolados rincones de Hermanos Bécquer, frecuentados por gente con dinero y cierta mala conciencia, se prestan muy bien al ejercicio de la limosna, quedando al arbitrio de cada pedigüeño de esa familia el disfraz adecuado para incitar al óbolo.

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30 de abril de 2009
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