Vicente Molina Foix
La prostitución es una pesadilla universal, y el sueño de una minoría ha sido eliminarla de nuestro deseo. Entre sus perseguidores más recalcitrantes están algunos alcaldes, algunos policías y la iglesia católica, que la practica desde tiempo inmemorial en sus colegios, orfanatos y seminarios, con la peculiaridad de que los sacerdotes usuarios no pagan estipendio a los niños y niñas a quienes prostituyen a la fuerza. También hay gente de buena fe, como Dickens, sobre el que acaba de aparecer en Inglaterra un excelente ensayo, ‘Charles Dickens and the House of Fallen Women’, en el que su autora, Jenny Hartley, investiga exhaustivamente, con nuevos aportes documentales, una faceta ya conocida de la vida del gran novelista inglés, su labor como regenerador de las "mujeres descarriadas" (en inglés, "caídas").
Financiado por una dama filantrópica y millonaria, Angela Burdett-Coutts, más tarde Baronesa Burdett-Coutts, Dickens fundó a mitad de los años 1840, en el barrio londinense de Shepherd´s Bush, un refugio para ‘mujeres caídas’, al que puso el curioso nombre de ‘Urania Cottage’, ajeno él naturalmente en ese momento de ingenuidad victoriana al significado que la palabra ‘cottage’ adquiriría en el siglo XX en el vocabulario ‘gay’ masculino, un significado entre urinario y ‘uraniano’, término elegante, este último, adoptado por algunos eruditos de la materia para referirse a las tendencias homosexuales. La Urania ‘dickensiana’ no era más que la musa de la astronomía, una mujer engendrada sin madre.
Dickens y su rica patrocinadora querían, por supuesto, redimir a esas prostitutas, ante el escepticismo de otro gran personaje que siguió la operación, el ya entonces anciano Duque de Wellington (novio clandestino de la mucho más joven Angela Burdett-Coutts), para quien esas mujeres de la calle eran "incorregibles". Dickens no pensaba lo mismo, y se entregó con un celo asombroso (pues mientras tanto no dejaba de producir regular y casi industrialmente sus estupendas novelas) a las tareas propias del Cottage, en el que él mismo se ocupaba de los más pequeños detalles; por ejemplo la decoración, un tanto edificante, de las paredes, y la vestimenta que las allí recogidas debían llevar, no ostentosa pero tampoco excesivamente triste, para que "no pareciésemos todos cuáqueros".
Y es que el escritor pasaba muchas horas en la casa, aunque, todo hay que decirlo, de una forma un tanto interesada. Mientras observaba el comportamiento de las ex-prostitutas y les daba consejos morales, las escuchaba. Es más, las persuadía -a veces obligándolas- a contarle sus vidas descoyuntadas, los abusos sufridos en sus familias o a manos de unos desalmados, los intentos de suicidio en algún momento de desesperación, sacando Dickens de esas largas confesiones un valioso material para sus novelas. Una vez hecho ese relato, las jóvenes no podían volver a contar a nadie sus experiencias, ni siquiera a sus demás compañeras de refugio ni al personal que allí las atendía, seleccionado también a dedo por el autor de ‘Tiempos difíciles’. Pero en ningún caso se ejercía sobre ellas violencia carcelaria ni prácticas usuales en los reformatorios de la época, tales como el pelado al rape y los castigos corporales.
El objetivo final de la iniciativa era que, una vez reformadas y ‘limpias’ de su condición venal, las muchachas emprendieran, al cabo de un año de internamiento, una nueva vida lejos del Urania Cottage. Muy lejos, pues se las enviaba, con el trayecto en barco pagado asimismo por la generosa baronesa, a alguna colonia británica donde pudieran rehacer sus vidas, casarse tal vez, y olvidar el pasado. Pero aquí tropezó Dickens con dificultades inesperadas. Varias de las internas, que se habían sometido a los madrugones profilácticos, al uniforme de dril, al estricto régimen de puntualidad y templanza impuesto en el establecimiento, no aceptaron irse al nuevo mundo y, en varios casos, volvieron por voluntad propia a ejercer su oficio en las calles. De una de las más irredentas, Anna Maria Sesina, Dickens, contrariado, dijo que "sería capaz de corromper a un convento de monjas en quince días".
Hay muchas prostitutas en las calles de Madrid, no pocas cerca de donde yo vivo o a menudo paso caminando. Las chicas (y los chicos que se postulan en la Puerta del Sol, o los transexuales de ciertos parques y zonas residenciales) no parecen sentirse humilladas ni ofendidas, aunque eso, lógicamente, resulta imposible de detectar; han de atraer al cliente, y malamente lo harían poniendo cara de pena o angustia. Los prostíbulos-prisión, las redes de trata de blancas (y negras), el personaje odioso del mercader de cuerpos; ésas son las figuras a perseguir y erradicar, poniendo las bases para que quienes quieran salir de esa red lo hagan libremente. A otras, practicantes decididas del viejo oficio de dar placer por dinero, que las dejen en paz, sin normativas exageradas ni destierros.