Fue el día previo a la Nochebuena, en un shopping, durante el delirio del que somos presa todos los que necesitamos comprar muchos regalos. Ya llevaba toda la mañana ahí adentro. Mi hija Milena, haciendo alarde de sensatez, sugirió hacer un alto para comer. Entonces lo vi por primera vez, al lado de la caja del restaurante. No tendría más de ocho años, pelo castaño claro y un espolvoreo de pecas del mismo color en los cachetes gordos. Me pareció que se me aproximaba, pero no dijo nada. En realidad sí dijo, pero lo hizo con una vocecita tan queda que no salió sonido alguno de su boca. Pagué lo que debía, y recién entonces insistió. Me pidió si no le compraba algo de comer. Le dije que por supuesto, que me dijese qué quería. Fue muy claro al respecto: quería un panqueque con dulce de leche. Eso me obligaba a ir a otro de los restaurantes del shopping. Dejé a mi hija con las dos bandejas y lo acompañé. Cuando le pregunté si además quería beber algo, fue igualmente específico: quería un batido de banana con leche. Me hizo gracia. Después de todo, pensé, no está mal que acumule azúcar e hidratos de carbono como para rebotar un rato por las paredes. Como me quedé a esperar que le sirviesen su orden para que nadie se aprovechase de él, nos pusimos a charlar. Le pregunté su nombre. Me dijo: Jorge. Esto también me hizo gracia, Jorge es un nombre muy adusto para un niño, en la Argentina casi no existen Jorges menores de 45. Sintiéndose en confianza, me preguntó si había visto la última de Harry Potter. Le dije que no, pero que mi hija sí. Me dijo que estaba bien, aunque no le gustaba mucho el final. Después agregó que también había visto Chicken Little y no sé cuántas más de las películas infantiles de los últimos tiempos. Era obvio que lo dejaban entrar, o bien se arrogaba el derecho, en los cines del shopping. No pudimos conversar mucho más, porque el panqueque y el batido hicieron su aparición. Le mostré dónde iba a estar, y le dije que ante cualquier cosa fuese a verme. Al rato volvió a moverse por la zona, encarando a un nuevo cliente al lado de la misma caja. “¿Qué dijiste?,” preguntó la mujer. Los pedidos de Jorge eran siempre inaudibles, al menos la primera vez. Al menos en esto nos parecíamos. Lástima que no pude oír qué pidió. Me hubiese divertido descubrir que iba por una segunda ronda de panqueques. Me pregunté qué habría dentro de esa cabeza, qué noción de la vida estaría formándose en el contraste entre las necesidades diarias que lo obligaban a pedir comida, el palacio del shopping y las fantasías que le proporcionaba el cine. Todo indicaba que ese lujoso templo consagrado al consumo era su segundo hogar, su plaza y su centro de diversiones. ¿Desarrollará Jorge resentimiento, por todo lo que se le muestra sin que pueda acceder a ello? ¿O más bien tomará las cosas como vienen, maravillándose ante las puertas que sí se le abren aun cuando carezca de llaves? Y la posibilidad de meterse en el cine como Pancho por su casa, ¿lo ayudará a potenciar una imaginación ya alimentada a base de panqueques y batidos? Si fuese realista, diría que lo más probable es que el resentimiento gane la partida. Pero si fuese realista no sería escritor. No les extrañe que Jorge, o alguien muy parecido, aparezca en mi próxima novela.
