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Escrito por

Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

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Tres apostillas a Borges

1. Heriberto Yépez: El Aleph, engordado

Escribió Amir Hamed: "Todos somos Katchadjian." ¡Cierto! No cualquiera es Borges.
El procedimiento apropiacionista de Borges es justo el opuesto al de Katchadjian.
En Internet -y pronto en artists statements, ponencias o posts neoliberales (neolaborales)- "engordar" un texto se usa como sinónimo de apropiarlo, reelaborarlo, alargarlo. Pero esa definición es imprecisa.
Engordar un texto es distenderlo, extenderlo para producir un alivio anestético que contrarreste la tensión estética del original. Borges era un artista perfeccionista, no admitía frase sobrante; Katchadjian, en cambio, introdujo texto desestresante.
En términos retóricos clásicos, la "engorda" de Katchadjian es bathos: transitar un texto de lo tenso a lo banal, de lo acabado a lo ridículo. En el caso de El Aleph engordado, transitar del humor metafísico al humor trivial.
Borges condensaba literaturas, las abreviaba; Katchadjian, a prosa condensada le agrega prosa grasa; democratiza despanzurrando.
Como otros géneros de escritura virtual, la "engorda" es una forma ansiolítica: alivia la ansiedad de la influencia borgeana y la angustia de que la nueva literatura deba ser tan técnicamente lograda como la previa.
(De Archivo H, en Laberinto, suplemento de Milenio, México, 1-8-2015).

 

2. Cristina Fiaño: Los otros, el mismo

C. F. ¿Cuál cree Ud, es el elemento fundacional de la escritura borgeana?

J.O. Me parece que en Borges hay un doble movimiento: hacernos parte de la tradición literaria y, al mismo tiempo, propiciar nuestra ruptura con ella. Por lo primero nos abre las puertas de la literatura como universo del asombro y el goce de la invención creadora. Por lo segundo, nos invita a cerrar la Biblioteca de un portazo y empezar de nuevo, críticamente. Lo fundacional en su obra, creo yo, es la ironía.

C.F. Se habla de Borges como un escritor universal. ¿Qué papel considera que juega Borges dentro de la literatura universal?

J.O.  Nos demostró, mejor que nadie, que la Literatura es un país alterno, en el cual se puede vivir con inteligencia, pasión y civilidad. Lo cual no quiere decir que la literatura esté fuera de la realidad, al contrario, lo real sería solamente literal si no fuese por la demanda que sobre esos límites plantea, sin demasiada esperanza, la invención.  

C.F. En 2010 el Centro de Editores publicó Los Rivero, un manuscrito, inédito hasta entonces, que usted  exhumó de entre los papeles que el Harry Ransom Center for the Humanities de la Universidad de Texas, en Austin, conserva de Borges. ¿Qué supuso para los estudios borgesianos la aparición de Los Rivero?

J.O. Sus textos no presuponen borradores revisados febrilmente. Como ocurre incluso con san Juan de la Cruz, cuyos borradores, en todo caso, serían la Biblia. Los de Borges son la Enciclopedia. De modo que fue una especie de epifanía encontrar ese relato abandonado. María Kodama me ha contado que Borges soñaba muchos de sus textos y que, al despertar, los recordaba con tanta precisión que apenas corregía. Debe ser una virtud de la ceguera.

C.F. Pese a tratarse de un manuscrito de apenas cuatro páginas usted sostiene la hipótesis de que no es un relato inacabado sino el comienzo de una novela, la novela que Borges no quiso escribir.

J.O. Tal vez Borges hubiera preferido ser Henry James, Faulkner, o al menos Joyce...Mi tesis es que empezó con brío ese relato pero como tenía demasiados personajes, creo que tres o cuatro, cada uno con una vida propia, era inevitable escribir una novela. Solía decir que una novela cabría mejor en un párrafo.  Cuando le pregunté si había tenido noticias de Cien años de soledad, respondió: Me dicen que dura cien años...

C.F. El hallazgo inesperado de Los Rivero conmovió al mundo de la literatura, ¿cree que puede haber más sorpresas en el material dejado por Borges?           

J.O. Borges se habría divertido con la noticia de que los diarios entendieron que se trataba, literalmente, de una novela abandonada. Yo sólo habia propuesto que dejó el cuento porque corría el peligro de escribir otra novela argentina.

C.F. Usted ya había trabajado con manuscritos de Borges anteriormente. Especialmente relevante fue la edición crítica y facsimilar de “El Aleph” que, junto a Elena del Río Parra, publicó en 2001 la editorial del Colegio de México. ¿En qué medida cree que “El Aleph” sigue siendo el cuento emblemático de Borges, la cifra de su narrativa?

J.O. Es, digamos, una alegoría  de la invención literaria. Es autoficcional, se demora en un no-lugar, y es también una sátira conceptual del sistema, profuso y autoritario, que encarna brutalmente Carlos Argentino. Hay más Carlos Argentinos engrosando  el espacio literario que figuras como Borges, restándole páginas.  Por eso, creo que es una poética de su obra: la epifanía de lo simultáneo contra el discurso de los poderes que han corrompido el lenguaje y, en consecuencia, la sociedad.

C.F. ¿Cuál es para usted la principal aportación de esta edición de “El Aleph” a los estudios borgesianos?

J.O. Además de la filología de la Prof. Del Río Parra, es uno de los muy pocos manuscritos recuperados con un aparato crítico imparcial, que nada impone ni demanda al relato ni al lector. Establece, quiero decir, el estado textual de esa obra maestra para que el lector discreto ensaye sus lecturas y versiones.

C.F. Sabemos que está preparando ya una tercera edición de “El Aleph”. ¿Qué novedades presentará? 

J.O. Como cualquier persona educada sabe, nunca termina el establecimiento crítico de un texto mayor. Tuvimos la suerte de que la Biblioteca Nacional nos dejara el manuscrito vivo, hoy sólo es accesible su copia. Por eso es tan valiosa la reproducción facsimilar que incluímos.  Me hubiera gustado encontrar la copia que fue a la revista Sur, que debía estar en el archivo de Sur, como me dijo Enrique Pezzoni. Pero el archivo ha desaparecido, y según una experta en Sur, nunca existió. Como otros manuscritos, libros y autores argentinos...

C.F. ¿En qué medida resulta revelador el examen de los manuscritos de Borges para el estudio de su obra?

J.O. Las alternativas, variantes, revisiones, tachaduras, revelan el proceso de la escritura, como un mapa de su recorrido. Beatriz y Carlos Argentino, por ejemplo, eran hermanos, pero terminan enmendados en primos. La enumeración como metáfora del instante hecho verbo es también una virtud retórica que se ve desplegada en el manuscrito a partir de varios recomienzos, todos consignados en nuestra edición.

 

 3. Intertextualidad y reescritura

 

A propósito de El Aleph engordado, del joven escritor argentino Pablo Katchadjian, lo primero es decir lo más evidente: la audacia de escribir dentro de la copia  del cuento de Borges para amplificarlo, es un gesto vanguardista ingenuo, condenado, de antemano, a una apropiación impropia. Esto es, al fracaso. No sólo porque es improbable añadirle frases a ese relato sin rebajarlo y, lo que es más serio, sin atentar contra su integridad. El resultado es lamentable: El Aleph engordado es, francamente, vano.

 

“El Aleph” de Borges viene de muchas fuentes: de la mística hebrea, de la Vida Nueva de Dante, de la tesis de Poe que el mejor argumento supone una mujer bella que muere, de la filosofía árabe  y la búsqueda de un centro, de la idea moderna sobre el no lugar del poeta en un mundo sin sustancia... Y, claro, en la figura de Carlos Argentino postula el horror de la literatura nacional, hecha de autoridades abusivas y casuales. Quizá este joven escritor podría haber propuesto un nuevo escenario, tal vez un café de la Universidad, donde los discípulos de Carlos Argentino descuartizan el cuento de Borges.  Lo lamento porque su libro anterior, un desmontaje del Martín Fierro, que reordenaba los versos de ese texto fundacional, fue un juego de ingenio. Su anunciado próximo proyecto, reescribir El matadero, formidable alegoría de la violencia política argentina, podría convertirse en El mentidero, y ser una sátira de la mala educación producida por los discursos dominantes. No sólo el académico, también el periodístico, que ciertos corresponsales utilizan para legitimar fáciles entuertos.  

 

Sus varios defensores han hecho permisibles los conceptos de “intertextualidad” y “reescritura,” aduciendo que los ensayó Borges. El primero postula una dimensión textual interactiva, y concierne al despliegue de la textualidad entre libros, una actividad de la obra entre las obras. Uno no escribe intertextualmente. No se puede decir de Borges: qué buena intertextualidad manejaba...La crítica francesa de los años 70 y comienzos de los 80 ha agotado el tema hasta la autoparodia. La
“reescritura”, en cambio, concierne más a los mecanismos de autoría: reescribir no es glosar, ni imitar, ni parodiar. Implica el dialogismo que un escritor asume en una partitura convocatoria. Borges ejerció este mecanismo creativamente: se reescribió incluso  a sí mismo, desmontando la autoridad del yo autorial, y elaborando la complicidad irónica del lector. Su genio fue hacer una literatura de la lectura. Por eso dijo que un escritor inventa a sus escritores, aunque él ha inventado, más bien, a sus lectores. De muchos de ellos no tiene, claro, la culpa.

 

Es, por lo menos, ingenuo que algunos sostengan que lo hecho por el joven autor con “El Aleph” es equivalente a lo que hizo Duchamp con La Gioconda, ponerle bigotes.  Es obvio que se trata de una Gioconda hecha copia.  La copia no niega al cuadro, lo hace más único. En cambio, “El Aleph” es siempre el mismo: ocurre en el lenguaje, y cualquier copia es su original.

 

Otros, no menos despistados, han escrito que Borges firmó un relato del conde Lucanor. Y que esa operación es un plagio, o al menos una glosa. Es, más bien, una reescritura: transcribe del lenguaje medieval al castellano actual una fábula, traduciéndola, digamos, de su origen histórico en texto presente. Muchos han hecho lo mismo por razones didácticas, pero la lección borgeana es una práctica de reescritura creativa.


Más flagrante es el argumento de que Borges se apropió de El Quijote en su cuento “Pierre Menard, autor de El Quijote” donde, en efecto, Menard es un escritor que decide escribir la novela, pero no copiarla ni parodiarla, sino tal como es, reescribirla palabra por palabra, y firmarla como suya. Borges compara dos párrafos y comenta que aunque son el mismo son diferentes, porque en el siglo XVII querían decir una cosa, pero ahora postulan otra. La ironía es transparente: lo que cambia es la lectura; las palabras son las mismas pero la lectura reescribe la obra desde su renovado presente.  No toda lectura es, claro, pertinente. Ya Borges nos alertó contra los anacronismos abusivos del tipo “Man of La Mancha.”

 

Sábato inició una tradición argentina de leer a Borges cuando se preguntó: ¿Está Borges condenado a plagiarse a sí mismo? Bajo esa superstición, algunos creen hoy que admirar a Borges legitima parodiarlo, glosarlo, apropiarlo. Pero Borges no consagró el plagio: se reescribió a sí mismo (para dejar de ser Borges, en primer lugar) buscando rehacer la lectura, y hacer de sus lectores autores de inventiva más civil y menos nacionalista, más creativa y menos autoritaria, más libre y menos violenta.

 

En cuanto a la extraordinaria virulencia de los ataques a María Kodama, como no he visto que alguien lo haya hecho en Buenos Aires, me permito remitir al lector curioso a mi defensa de sus muchas tareas: http://www.elboomeran.com/blog-post/483/11316/julio-ortega/una-defensa-de-maria-kodama/. Sólo añado que María ha logrado reconstruir libro por libro la biblioteca de Borges, preservada en la Fundación Borges de Buenos Aires. Su catálogo, en preparación, podrá ser un curso hospitalario para neófitos cautos.

 

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21 de agosto de 2015
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Borges vidente

A María, con gratitud
 
 
He soñado que Borges no era ciego. Yo, que he visto sus ojos velados, me asombraba de verlo libre de la ceguera. No me animé a decirle que hablábamos dentro de un sueño porque un antiguo protocolo impone la cortesía de no decirle a alguien que es el sueño de otro. De modo que lo vi tocar cada cosa como si fuese única, y recordar cada nombre con gratitud. Pero Borges no había recobrado la vista; en verdad, nunca la había perdido.

 

He llegado a creer que los sueños no son un lenguaje cifrado sino una serie de asociaciones gratuitas de forma barroca; y juegan, por eso, a canjear imágenes entre espejos. En este caso, yo soñaba que Borges se había soñado ignorando del todo su ceguera, aunque yo sabía, como soñador de su sueño, que él, en verdad era ciego, y que el sueño le concedía la gracia de ignorarlo. Soy testigo de un Borges que se sueña vidente para dejar de ser invidente, como si el olvido le devolviera la memoria. 

 

En alguna parte he recordado que la vez que lo conocí, junto a María, en Austin, me preguntó por el color de la madera del escritorio que palpaba, me dejó ajustarle el nudo de la corbata, y me pasó su bastón invitándome a sopesar su ligereza.

 

Sólo se me impuso su ceguera en el desayuno, cuando perdió sin alarma unos granos del cereal. María lo tomaba del brazo y él adelantaba su bastón tentativo. Se dejaba llevar, enamorado y liviano.

 

Mi sueño, entiendo, es vagamente melancólico, no porque Borges esté ausente, que no lo está, sino porque el recuerdo de su mirada ciega sobre uno es, cómo decirlo, doliente; no porque no pudiera vernos, ya que le bastaba con el nombre, sino porque uno no podía verlo mirar, verlo viendo.

 

He soñado que Borges no era ciego, tal vez, pienso ahora, porque he pasado estos meses descifrando algunas páginas suyas, inéditas; un breve ensayo manuscrito, la transcripción de una de sus conferencias en inglés, una divertida respuesta a la pregunta, ¿cuáles son los tres libros que Ud. se llevaría a una isla? Borges demuestra lo absurdo de las encuestas: ¿Uno de los tres, dice, podría ser la Enciclopedia Británica? Le pasé las copias a María Kodama la última vez que nos visitó en Providence, hace unos meses; y haremos una edición de variaciones borgeanas con el Centro de Arte Moderno, en Madrid, donde todo es gratuito, por amor al arte gráfico.

 

Pude advertir que su letra, breve y  menuda, se iría cerrando conforme perdía la vista, haciéndose rasgada y dudosa. Me impresionó especialmente su firma, que pasó a ser no un garabato casual sino una, digamos, rigurosa tachadura. Todavía en 1982, cuando compartí unos días de su conversación en Austin, firmaba con un rasgo cerrado, anguloso y apenas legible. Podría describir casi cada letra, pero es la traza de escritura lo que más conmueve, no porque sea la firma de un ciego sino por la intensidad gráfica que apura su mano en la página.

 

Años después, en un seminario sobre su obra vista desde sus manuscritos, en Brown, entendí que esa firma era, en verdad, una cicatriz del lenguaje. De inmediato la asocié con la escritura de Vallejo, que literalmente nacía de su propia tachadura. Esta “poética de la tachadura” se desarrolló en un ensayo de Goretti Ramírez, en Brown, y en una tesis de Carlos Varón sobre María Zambrano, en Harvard. En la letra visionaria brilla una huella de tinta, casi como un aire de familia.

 

He contado en un relato (“El Arte de Narrar”) otro sueño con Borges. Me pedía él escribir un poema para un amigo suyo, cuyo hijo había muerto. Y le voy leyendo las estrofas, que mencionan la noche, el agua y la luna. Borges aprueba mi empeño y corrige un pareado. Pero en ese sueño él era ciego; y el poema era rimado, para ser recordado.

  

La letra ciega de Borges es remplazada en los textos finales por la letra aplicada de doña Leonor, su madre. No ha faltado gente imperiosa, inescrupulosa, que le ha copiado algunos borradores, que él dictaba mientras los componía y corregía de memoria.  Carlos Argentino, lo digo con horror, no ha muerto: en el manuscrito de "El Aleph" que me tocó editar, ha creído ver una redacción repetida y trivial, y lo ha anunciado con entusiasmo.

 

He visto en el sueño los ojos vivos de Borges, animados por el candor y la ironía, por el mismo humor hospitalario de su conversación. Había perdido la ceguera sin haber ganado la visión. He soñado, me dice, aunque es él quien ha sido soñado. En rigor, no era ciego en el sueño, sólo lo era en la mera realidad. Yo solo he soñado la mirada milagrosa (milagro, después de todo, es ver más) despetar en el sueño.

 

2

  

Este ciego  comparte el mundo que le ha sido dado ver y nombrar.

 

Me sorprende, me dice, esta condición extravagante y, al final, llevadera. Ya he dicho, y Ud. lo recuerda, que la ceguera no está tan mal, pero no la recomiendo.

 

Tal vez, respondo, Ud. ha soñado que dejaba de ser ciego y se ha visto a sí mismo tal como era antes de que las manchas de luz se apoderasen de sus pupilas.

 

Su explicación es más verosímil, respondió divertido, aunque comparto su gusto por lo patético. Pero más interesante es creer que en efecto uno, cualquiera, yo, Ud., en verdad está ciego porque está despierto. Lo que vemos nos hace creer que vemos, pero lo que no vemos revela que somos ciegos. ¿Me sigue Ud.?

 

Lo sigo a tientas, dije.

 

3

 

Más improbable, más extravagante, es creer que uno en el sueño ve todo pero al despertar no ve nada. Los sueños de un ciego sólo pueden ser las visiones de la sinrazón. Me parece que esta conversación ya la hemos tenido. ¿O Bioy nos está anotando, montado en su tintero?

 

En verdad estoy repitiendo, aunque no copiando, mi evocación de nuestra primera charla, que incluye 1) su memoria visual; 2) su glosa varia; y 3) la parte de ficción que perfila cualquier memoria.

 

No se preocupe, son charlas casuales y, por eso, hechas a favor de lo fugaz.No hemos sido tan anacrónicos como Petrarca, quejándose a Homero del gusto infame de su época.

 

Al menos Montaigne creyó charlar con Platón sobre el descubrimiento de América.

 

¿Buscaría un interlocutor a la medida de su asombro?

 

La conversación entre San Martín y Bolívar es perfecta: no la prolongan las palabras.

 

¡Seguirán discutiendo entre el tedio de los glosadores!

 

Unos y otros avivaban la charla. 

 

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8 de agosto de 2015
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El genio burlesco de César Moro

¿Qué sería de las vanguardias sin el ánimo polémico que las enciende?

 

Casi todos los vanguardistas ejercitaron con entusiasmo la animosidad mutua. Hoy, más civiles, hemos perdido ese talento polemista, quizá porque ya no reclamamos la originalidad como principio estético. Pero desde sus orígenes hasta su disolución, la vanguardia hizo de los ismos una piedra de afilar el ingenio del sacrificio. Ya el primer sismo surrealista, necesariamente contra Bretón, produjo el famoso contramanifiesto “Un cadáver.” Acusar al otro de muerto en vida fue casi un saludo parisino.

 

Los estudios académicos y los cronistas emotivos han convertido a las vanguardias en una galería de santones que abandonaron la furia innovadora por las buenas maneras. Desde Tzara y sus espectáculos de destrucción de cualquier artista sacramentado hasta Bataille y su culto de lo horrendo o transgresivo (acusó a los poetas líricos de haberse refugiado en “tierra de cobardes¨); pasando por Marinetti, que fue fusilado varias veces en cuerpo ausente, la ardorosa biografía de la vanguardia está hecha por su propia refutación.  Estas batallas perdieron convicción al pasar al español, si bien la exquisita malediciencia de Juan Ramón Jiménez debe haberse alimentado de su noción de lo nuevo, heredada de su maestro, Rubén Darío, y acendrada en el cuello de Neruda (“gran poeta malo,” dijo) y en los riñones de Aleixandre (“poeta incompleto,” lo llamó, porque le faltaba uno). 

 

En América Latina la pasión panfletaria brilló gracias a dos poetas notables, el peruano César Moro (1903-1956) y el chileno Vicente Huidobro (1893-1948).  A pesar de que la polémica, desatada por Moro, derivó en el vejamen, y hasta en el golpe bajo por ambas partes, no sólo es memorable por el talante de los personajes enfrascados en  duelo por varios años, sino por el fecundo arte de injuriar.

 

César Moro (su nombre fue Alfredo Quíspez Asín) es el único poeta del mundo hispánico que formó parte del movimiento surrealista desde 1925 hasta 1933, en que dejó París y volvió a Lima, a la que en burlas veras llamó “la horrible.” Su leve huella se extiende  en las actividades colectivas, revistas y documentos del primer surrealismo.  Huidobro estuvo en París antes, en los albores de las vanguardias, y se sintió una de las fuentes del creacionismo. Moro estuvo poseído por la fecunda sintonía con el surrealismo, y ejercitaba el gusto por el desplante antiburgués y libérrimo.  Huidobro era un aristócrata rico y mundano, amigo de los grandes de su tiempo, y a quien los artistas como Moro veían como una suerte de Jean Cocteau, ligeramente decorativo y teatral. Huidobro escandalizó a su sociedad al huir con una novia de 13 años a París; Moro escandalizó a sus amigos con sus poemas a un teniente del ejército mexicano.

 

No debe haber sido gratuito sino todo lo contrario, meticulosamente coreografeado, el primer asalto de la polémica, iniciado por Moro en la Academia Alcedo de Lima, en 1935. Al coincidir allí unos amigos suyos, artistas chilenos afines a las vanguardias, decidió montar la Primera Exposición Surrealista en América Latina.  Fue mayúscula la sorpresa de estos pintores al descubrir que el catálogo, escrito por Moro con ayuda de su amigo y co-conspirador, Emilio Adolfo Westphalen (1911-2001), contenía un Aviso en el que se cuestionaba la originalidad de Huidobro. Se le acusaba de haber saqueado un texto de Luis Buñuel y de ser imitador de Pierre Reverdy. Cincuenta años más tarde, en una nota sobre esta polémica, Westphalen todavía aseguraba que la motivó el “plagio” hecho por Huidobro de un texto de Buñuel. Huidobro se sentía absolutamente original, por haber forjado la idea de lo nuevo en español; y pleno fundador, verdadero padre del creacionismo, el estilo basado en la capacidad asociativa de la imagen.  Huidobro respondió desde el Olimpo, y ardió Troya.

 

Que el pensamiento poético sólo pueda expresarse en la polémica florida demuestra que el artista no está todavía socializado por la institución literaria ni mucho menos procesado por el liberalismo bienpensante del desarrollo del mercado.  Justamente, esta polémica ilustra el desasosiego del artista contra el Museo y el Mercado, cuando su oficio amenaza en hacerse  nacional e institucional.  A nombre de la originalidad, hasta la parodia, la apropiación y la glosa, consagraban la reproducción mecánica de la copia y el pastiche.  Cuando Duchamp le puso bigotes a la Mona Lisa nadie asumió que se trataba de la Mona Lisa sino de su mera reproducción. Las variaciones del joven Dalí, sólo podían condenarlo, a pesar de su genio temprano, a la trivialidad del peor de los mercados, el del entretenimiento.

 

Moro es de otra grandeza, intrínseca al proyecto surrealista subversivo, que tuvo en él a uno de sus cultores más fieles. Su poesía es celebratoria de los sentidos, exploratoria de la lengua, desplegada más como escritura que como voz. Escribió casi todo en francés, quizá para liberarse de la pesadumbre de un español normativo y reductivo. Prefirió los márgenes, entre la pobreza y el exilio, pero siempre con humor surrealista. En casi todas las historias del surrealismo es una nota al pie de la página. Y aunque se separó de su viejo camarada Breton (lo acusó de compartir la mesa con cretinos)  organizó con él  y con su amigo Wolfang Paalen, en 1940, en México, la primera Exposición Internacional del Surrealismo.  Fue, además, pintor exquisito, en la ruta del primer Chirico, mucho antes de que éste terminara imitándose, fasificando cuadros del Chirico de los años 10, que eran sus más cotizados; ya habrá algún energúmeno que lo consagre como inventor de la intertextualidad.

 

La edición de su Obra poética completa en la colección Archivos (U. de Poitiers) permitirá recuperar el humor y la gratuidad que alientan en su poesía como certidumbre ardiente y breve.

 
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4 de agosto de 2015
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Cervantes vivo

  

Porque una  amiga me pide explicarle para qué buscamos los huesos de Cervantes, quiero recordarle que hace muy poco se desenterraron los de Petrarca para comprobar que son suyos.   Dirigió la exhumación  del texto  óseo, no sin ironía petrarquista, el Dr. Terribili.  El ADN se ha convertido en el ABC fundacional de los estados-nación,  requeridos  más que nunca de alguna autoridad mítica que les devuelva la legitimidad puesta en  entredicho por  las plagas del autoritarismo, la exclusión, la mala distribución, y para terminar de arruinar la institucionalidad de este sistema, la corrupción  impune.

 

¿Qué ocurriría si se encontraran, con buena fe, los huesos fidedignos de Cervantes? Se afirmaría la buena conciencia política de un Estado escaso de  nación que lo sostenga.  Nunca los huesos de Cervantes habrían trabajado tanto.  Ni siquiera le dieron permiso para irse a Indias, donde esos huesos al menos habrían aprovechado la siesta del tópico. Mis colegas ingleses, para satisfacer sus opiniones, creen que si Cervantes hubiera ido al Nuevo Mundo  no hubiese escrito el Quijote, sugiriendo que solo se podía escribirlo en la cárcel.

 

Seguramente tendríamos a nuestros escribas mayores y menores celebrando a Cervantes como fundador moderno, ya no de la novela, sino de una idea de España, convertida en nuevo Retablo de las Maravillas.  Y todo gracias al escritor sin premio alguno y peores regalías que, de haber, ha habido. Claro que si los expertos se apresuran, la magnífica ironía con que Cervantes nos diera sus  huesos, además del premio que lleva su nombre,  sería desfundacional, ya que Juan Goytisolo, premio Cervantes este año, contra toda lógica estatal, tendría que haberlo  recibido a nombre del taimado musulmán que escribió Don Quijote en árabe, Cide Hamete Benengeli. No  olvidemos que Cervantes compró el arábigo manuscrito en el mercado de  Toledo, y lo hizo traducir para que lo podamos leer en el mero castellano. ¿O habrá todavía otra ironía cervantesca en sugerirnos que la mezcla es lo moderno? No en vano se quiso mudar a Indias, donde la hibridez, que es el horizonte de la modernidad a pie,  forjaba un “refugio de peregrinos.”

 

Como Dante, Cervantes debe haber  sentido que caminar por este valle miserable era labor de peregrino, que lleva, como  los  migrantes hoy día, su lengua a cuestas. Don Quijote, después de todo, es el  peregrino español que, al revés de Santiago, marcha hacia  Barcelona para conocer a su  madre, la Imprenta. Como en la epístola de Pablo, habla “en locura” , como cualquier personaje de Juan Goytisolo para ser veraz.

 

A comienzos del siglo XIX (que un estúpido llamó estúpido), un venezolano, Andrés Bello, desde Londres vio con alarma que los ingleses tenían su robusta piedra fundacional en Chaucer y Shakespeare; los alemanes en la saga de los Nibelungos, y hasta Francia contaba con su Canción de Roland, además de Rabelais...Pero España carecía de un texto fundador de su calidad nacional.  Fatigó la British Library hasta que encontró lo que buscaba, que es  una virtud de filólogos: ese texto era el Cid.  Por entonces, el poema era menos épico y más bárbaro. Pero Bello descubrió que no era el producto de frailes ignaros, como se creía,  sino la refinada adaptación del rimado del Romance. Y propuso a una Academia incrédula la primera edición de El Cid campeador como texto fundacional del Estado civilizatorio. Menéndez Pidal le reconoció la audacia, un poco a regañadientes, como buen colega español.

 

Hoy somos más exigentes. No nos basta la filología, que sostuvo la hipótesis de un Estado-nación español, y exigimos el DNA. Será Cervantes o no será.  Tampoco en Argentina falta el diputado que reclama los huesos de Borges, aunque con los de Evita tienen para largo.  Cada nuevo gobierno peruano se propone recobrar a Vallejo, aunque por ahora  es consuelo el equipo de fútbol llamado “César  Vallejo”, al que suelen darle  duro con un palo, salvo cuando juega contra el “Inca  Garcilaso de la de la Vega.” No ha  faltado quien le reproche a Carlos Fuentes descansar en  París y no en México,   donde cada gobierno preside una  tumba abierta. Y en Estados Unidos se sigue disparando contra aquellos por  quienes Lincoln fue a la más terrible de las guerras.

 

Al final, no importa demasiado que no puedan certificar los restos de Cervantes y los declaren decorativamente suyos.  El Estado no requiere ser refundado sino reformado. Sus fundaciones han sido sobre ausencias: son muy pocos los héroes culturales españoles que descansan memoriosamente en paz.

 

Importa que tú lo leas para que siga vivo. Tampoco de Lorca necesitamos de sus restos para curar  las heridas, mucho menos para entregarlo como 'celebrity' a la subcultura del turismo. Podemos cerrarlas a nombre de su lectura, no solo a  nombre  del Estado y sus  ocupas de turno. Después de todo, España, no Granada, es la tumba de Lorca.  Más bien, deberíamos ya traer a casa a Antonio Machado, que yace al pie de la frontera francesa como una tierna herida. En este mundo multi-hispánico global, la actualidad viva de Cervantes es la de cualquier peregrino que haya cargado su lenguaje español más allá de nuestras miserables fronteras.

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26 de julio de 2015
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Cuarenta años de Terra Nostra

 

Una novela hospitalaria

 

¿Cuáles son las virtudes que tiene Terra nostra para ayudarnos a entender quiénes somos en el México actual en el contexto hispanoamericano?

 

Esta novela es un curso universitario completo. Todos los mexicanos deberían leerla y obtener un titulo de licenciatura en mexicanidad moderna, crítica y celebratoria. Nos dice que México está hecho de grandes tradiciones: en primer lugar, la nacional, que es un archivo de la cultura de la Mezcla. Lo más moderno, lo sabemos desde Cervantes, es la mezcla de saberes, versiones y lenguajes. Lo que pretende ser castizo, incontaminado y meramente europeo es tradicional, patológico y cursi. Y segundo, la tradición atlántica, el México sin fronteras, hecho también de su memoria liberal, su gesta revolucionaria, y la diferencia que hace en el mundo.  No es casual que la violencia se haya dirigido contra los campesinos, los estudiantes, las mujeres, y ahora los maestros. Terra nostra apuesta por las sumas atlánticas, por un horizonte hecho desde la literatura y por una tierra hospitalaria.

 

Terra nostra no es una obra sencilla ¿por qué decirle a los mexicanos, de cualquier edad, que hay que leerla?, ¿qué obtendrán?

 

Esta novela celebra con gusto y pasión su conversión de la historia en relato, con lo cual nos demuestra que nuestra identidad ya no es racial, social o política, sino que es cultural, porque está hecha por la literatura, las artes,  el cine, la cultura popular, que abren un espacio de mayor libertad, forjado por la versión mexicana de lo moderno. Terra nostra se lee hoy mejor que nunca. Es más actual, más fraterna y necesaria para remontar este destiempo mexicano . Fuentes representó siempre la libertad de la literatura frente a las pestes de la política autoritaria, el clientelismo y la banalidad del poder. Esa independencia de su obra, de su voluntad transfronteriza y de su capacidad de invención, supuso en él un ejercicio de la libertad estética. Su narrativa forma parte del trabajo cultural por hacer de la literatura un modelo creativo de la modernidad latinoamericana. Esta novela es un territorio de salud cultural, postula un futuro, sobre las ruinas, bienvenido. En eso Fuentes es heredero de Alfonso Reyes, porque creyó que México y América Latina son la promesa de un mundo inclusivo.

 

La novela más radical

 

En Terra nostra los personajes no se explican por su pasado, se explican por su proyecto futuro, pues se están rehaciendo permanentemente, vienen de la historia, del mito, de la memoria, y se construyen como una hipótesis del devenir .

 

Cuarenta años después resulta más útil ahora. Hoy cualquier sujeto es un agente cultural construido por  la cultura literaria, la artística y la  popular, tanto como por la tecnología, los medios sociales y la información. Esta novela es también una Nube virtual, que incluye todas las novelas en su sistema de sintonías  abiertas, que nos libera de las genealogías de la tradición carcelaria.

 

Pedro Páramo se explicaba por la función del padre; Juan Preciado debe morir para saber quién es.  Octavio Paz dijo que somos hijos de una violación, de la conquista española, que nos define desde el trauma y nos condena a la soledad.  El primer libro que excede esos mitos, que explicaban al sujeto por su pasado, es Terra nostra.

 

Algún chico listo debería subir Terra Nostra a Internet, pues es un “hipertexto.” Carlos Monsiváis dijo que se requería una beca para leerla, pero hoy bastaría con una aplicación, con un programa para navegarla.

 

“Increíble el primer animal que soñó con otro animal. Monstruoso el primer vertebrado que logró incorporarse sobre dos pies y así esparció el terror entre las bestias normales que aun se arrastraban, con alegre y natural cercanía, por el fango creador.”  En este comienzo de la novela advertimos que el “yo” se descubre en el espejo del “tú.” Y es gracias a esa imagen (desencadenada en el sueño como la distinción final de lo humano) que el hombre se hace sujeto, quien a su vez se hace lector. El horizonte del futuro será suyo, gracias al sueño y el lenguaje.

 

Hipertexto y geotextualidad

 

¿De qué manera se leyó Terra nostra hace 40 años cuando se publicó?

 

Como una Summa teleológica. Como una desaforada "imagen del mundo". Gracias a ella, nos seguimos graduando en nuestra mayoría de edad de lectores, en nuestra capacidad creativa para hacer más legible la resta de humanidad que la violencia, la política y la competencia nos han impuesto, hoy día, desde la conversión feroz de la vida cotidiana en mercado. Fuentes, más bien, cree que desde la plaza pública, desde el foro, el lenguaje nos permite reconstruirlo todo de nuevo.

  

Usted ha dicho que Terra nostra es la novela mayor de Fuentes...

 

La narrativa de Fuentes se debe a nuestra lectura. Unas novelas sintonizan con unos momentos históricos y otras con otras demandas y expectativas. Son relatos que afincan en la experiencia viva del decurso histórico, y hoy día, en este momento mexicano de restas y menoscabo, Terra nostra adquiere una actualidad más viva, como si se escribiera en el decurso de nuestra lectura. Fuentes dio siempre lecciones de futuridad en sus libros, y éste tiene una vivacidad urgente, se debe a una encrucijada de la experiencia hispánica, que se decide entre opciones, por un lado, autoritarias y reaccionarias y, por otro lado, radicalmente democráticas,  que se deben a un renovado proyecto de reconstrucciones. Esa articulación de pasado y futuro, de historia y utopía, solo es posible en el relato, en las actas de la tribu que es Terra nostra, reescritura de la historia y programa de sumas felices. Esta novela es una saga del optimismo en la creatividad popular y el arte de recordar, entre la tradición humanista y la fraternidad herida.

 

Una novela en la que Carlos Fuentes apostó por reformular la historia a través de la novela, ¿de qué manera lo logró?

 

Haciendo de la historia ficción y de la literatura hospitalidad. La suma de orillas, de orígenes y destinos que esta novela postula es una verdadera casa del lenguaje, donde recuperamos nuestro lugar más creativo. Fuentes logró esa suma inclusivamente, construyendo no una pirámide de los sacrificios sino un habitat donde la celebración de lo que somos y la afirmación de lo que podemos ser postulan un lenguaje de reconocimiento y acogida. Es una novela donde la inteligencia de los afectos nos propone acordar y construir.

 

¿Cómo adentrarse en su lectura?

 

No estamos acostumbrados a las demandas de una novela enciclopédica, que nos convoca a convertir al tú en la medida del yo, y que nos exige trabajos de lectura para los que no hemos sido educados. Por eso, postula una tribu de lectores utópicos, capaces de creer que una novela puede ser un mapa de mundo por hacerse. No está sola. En su constelación rotan la rebeldía contrahegemónica de Juan Goytisolo; la épica del ego desamparado,  que se busca a sí mismo en el espejismo de las novelas de Javier Marías; la creatividad de una saga heterodoxa que alienta la rebeldía de los libros de Julián Ríos; la arquitectura barroca que levantan las novelas de Edgardo Rodriguez Juliá en su trópico melancólico; las voces alucinatorias de las mujeres aferradas al hilo del lenguaje en las sagas de Diamela Eltit; la vitalidad de Manuel Vilas, que reescribe la biografía del sujeto en batalla contra la lengua autoritaria que hemos heredado; el apocalipsis celebratorio de Juan Francisco Ferré en sus narraciones de  humor lúcido y eros lucido; la inteligencia que Agustín Fernández Mallo urde en sus fábulas desde el futuro del relato;  la rebelión contra el lector patriarcal (obsceno y feroz) que alimenta Marina Perezagua, cuyos cuentos se niegan a reconstruir el cuerpo dispersado del héroe en español.

 

Novela enciclopédica, pero al mismo tiempo una de las obras más ambiciosas de Carlos Fuentes, ¿cómo definir la vigencia de Terra nostra?
 
 

 

Hay que leerla a sorbos, despacio y con paciencia alerta. Poco a poco, la novela nos va ganando con su energía creadora, su prosa límpida y dialogante, sus historias circulares que se ceden la palabra como un teatro de la memoria. Pronto, nos gana el placer de su registro, la lucidez de su capacidad de sumar, la transparencia de su diálogo humanista. Nos damos cuenta de que somos parte de la novela, no solo como lectores sino como los hablantes sucesivos que nos devuelven al mundo terrestre como si fuera nuestro.
 
 

¿Qué les dice a las nuevas generaciones de lectores?

 

Les dice: no pudimos.  Pero releer es hacer, imaginar otra hechura, rearticular lo real no solo como pesadilla heredada sino como sueño por hacerse. Por eso, en este siglo Terra nostra es un manual de definirnos entre sus espejos desenterrados.

 

Hacia una edición depurada

 

Esta es una novela que no hace mucho  aprendimos a leer. Cuando apareció (1975) los lectores no estábamos preparados para subir esa pirámide.

 

Es la novela más joven de Carlos Fuentes porque está escrita para el lector del futuro. No es Pedro Páramo donde todos están muertos ni La muerte de Artemio Cruz , donde todos son corruptos, sino el devenir de una historia donde todos podemos ser, felizmente, creativos. Es decir, lectores libres.

 

Esta novela dialoga con nuestra gran tradición humanista. Desde  La Celestina y El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha hasta el Ulises  y las grandes novelas del “boom” de la narrativa latinoamericana. Cuando la escribió estaba en boga la ambición de la novela total –idea cultivada por Proust, Thomas Mann y James Joyce– como una forma que cristaliza la lectura de una época. Así que es una novela de gran ambición narrativa y de un gran optimismo en el lector. Proust imaginó un lector que despierta muy temprano; Joyce, en Finnegans Wake (la más próxima a Terra nostra), a un lector favorecido por el insomnio, como dijo Eco. Joyce llegó a sospechar que la segunda gran guerra se declaró para interrumpir la lectura de su novela.

 


Fuentes nunca escribió dos novelas iguales. Usualmente, cuando un novelista encuentra un estilo y se beneficia de una visión del mundo, continúa reescribiendo a partir de ese estilo. Y el ejemplo más claro fue la publicación de Aura y La muerte de Artemio Cruz el mismo año de 1962, ya que se trata de dos relatos disímiles, se diría escritos por dos autores distintos.

  

En suma, hoy tenemos la posibilidad de hacer una lectura más fresca y creativa de esta obra monumental, donde se distingue su lenguaje vívido, intenso, reverberante y poético, que discurre en varias direcciones y llega a formar una pirámide azteco-española, un edificio de laberintos que hace de la lectura una geotextualidad.

 

La edición depurada de Terra nostra que he preparado con Ana González Tornero para la serie de Obras reunidas de Fuentes en el Fondo de Cultura Económica, corrige unas 250 erratas, incluye notas aclaratorias, y ensayos introductorios.

 

 Una novela para el 21

 

 ¿Qué es la libertad del sujeto? Lo que puede decir y hacer con el lenguaje.

 

Quienes reapropiaron la noción de "terra nostra" fueron los mestizos americanos, en un acto de rebelión contra los colonizadores españoles. No hay que olvidar que las lenguas originarias incorporaron al castellano gracias a su sintaxis aglutinante,  y tuvieron, muchas veces, una relación íntima con la lengua colonial.

  

Fuentes postula que el yo sólo puede hacerse con el lenguaje. No tiene una identidad permanente y está creando siempre horizontes de futuro. Ese futuro empieza en la caja de herramientas que es el lenguaje.

 

Los mestizos solían decir, para alarma de las autoridades coloniales, que ellos eran doblemente dueños de la tierra americana: primero, porque la habían heredado de sus madres; segundo, porque la habían ganado con sus padres españoles. En esa versión irónica de la experiencia colonial, se advierte ya que la lengua americana  es una metáfora de reapropiaciones. Y que el lenguaje será la ruta de abrir el horizonte, de hacer lugar.

 

Pero la tierra es también nuestra, de cada lector, porque la novela es un territorio de la lengua. Y en la novela, como en la lucidez ganada por un sueño, el yo es constituido por el tú, entre el lector y el autor, entre el narrador y los hijos del habla, entre el Quijote y Cien años de soledad, entre la Celestina y Buñuel, entre Joyce y Juan Goytisolo, entre la cultura popular española y la cultura carnavalesca latinoamericana.

  

Lo que busca Terra nostra es crear un nuevo lector. Y esa poética funciona mejor en este siglo de lecturas menos genealógicas y más dialógicas, menos nacionales y más trasatlánticas.  Es una novela que no ha terminado de leerse porque empieza a ser leída cada vez mejor.

 

 

Respuestas a Yanet Aguilar Sosa (El Universal), Juan Carlos Talavera, (Excelsior), Jesús Alejo Santiago (Milenio), Silvia Isabel Gámez (Reforma).

 
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26 de mayo de 2015
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Tu libro favorito

 
Miguel Casado (Toledo): Víctor M. Díez Discurso privado. Eolas Ediciones.

La textura de los poemas de Víctor M. Díez (León, España, 1968) parece proceder de aquel “montón de imágenes rotas” nombrado en La tierra baldía, imágenes de la realidad crecidas desde residuos, de un desgaste o de una falla previa, material de desecho. Todo bulle vivo en el espacio cotidiano evocado por los poemas, como en la placa del microscopio, con el cristal de la ironía, el reactivo del humor negro. La sección titulada “La Hydra reverberante” sería el punto de hervor del libro o, más bien, el fondo de su cono de deyección: un apiñamiento, algo extremadamente ínfimo y masivo que es existir y donde radica lo incomunicable. Como si eso incomunicable, el hueso del habla, supiera Víctor Díez que no está donde esperábamos –en el cuerpo, en la oscura intimidad– sino en una densidad informe y bullente en la que, al modo de Sartre, se revela la existencia en bruto. Y la energía que la prolonga

 

Gabriela Polit Dueñas (Austin): Colum McCann. TransAtlantic: A Novel.

 

Conmueve la nostalgia. Pero no la nostalgia como un impulso o una reacción inmediata ante una imagen que evoca el territorio donde se aprendieron los primeros afectos. Colum McCann la trabaja con prolijidad de artesano y la convierte en la revelación de un secreto. Sin advertir al lector, la novela usa la convención de un relato de misterio; y  en los cruces del océano, una olvida quiénes eran las mujeres de la primera parte, aquellas que miraban desde su ventana a los dos aviadores que por primera vez volaron de Irlanda a los Estados Unidos. Las retoma al entrar en la segunda parte, cuando el narrador nos cuenta que la mujer mayor, la madre, trabajaba de sirvienta en la casa de los anfitriones de Frederick Douglas, cuando éste viajó con la misión de dar a conocer en ese país las injusticias de la esclavitud. Indignante realidad que volvía invisible ante los ojos de la clase alta irlandesa, la hambruna que los rodeaba. La hija, la niña que desde la ventana tomaba fotos, es quien a en su vejez tendrá una corta interacción con George Mitchell en la tercera parte de la historia. Esto sucede cuando Mitchell fue intermediario en el conflicto con Irlanda del Norte. En esos ires y venires los personajes femeninos llevan la antorcha que se desplaza de una orilla del mar a otra. TransAtlantic es la narración poética de una nostalgia que tiene varias capas de historia, varias voces, muchos personajes y una carta que define la búsqueda de varias identidades (como en Poe). McCann, de origen irlandés y residente en New York, construye en historias las raíces del mundo que dejó y las de aquel en que vive. 

 

José Manuel Corredoira Viñuela (Cáceres): Ateneo de Náucratis. Banquete de los eruditos,  traducido por Lucía Rodríguez-Noriega Guillén. Biblioteca Clásica Gredos.

 

En mi opinión, el mejor libro leído (y publicado) en 2014 es el 5º y penúltimo tomo del Banquete de los eruditos, del gramático del siglo II Ateneo de Náucratis, traducido ejemplarmente por la profesora de la Universidad de Oviedo Lucía Rodríguez-Noriega Guillén (Biblioteca Clásica Gredos). Prodigio de humorismo y erudición, interesante por muchos conceptos (es la fuente de numerosos autores griegos que solo conocemos por sus excerpta, de los géneros más variados: tragedia, comedia, historia, medicina, lírica, parodia..., muchos de los cuales "han quedado acallados por la indiferencia del vulgo a la belleza"), sólo admite comparación en época moderna con la Anatomía de la melancolía de Robert Burton o los Diálogos familiares de la Agricultura Cristiana de Juan de Pineda. Obra divertidísima, de estilo nada tedioso (según el epitomizador: "Tal es el delicioso festín de palabras que este asombroso maestresala del relato, Ateneo, nos sirve"), el carácter cómico y satírico de esta Enciclopedia erudita y paródica hará las delicias de los lectores. Este 5º volumen incluye, además, el celebérrimo Libro XIII (una mina de información sobre la prostitución griega, la homosexualidad y el comportamiento sexual en general). 

 

Beatriz Ferrús (Barcelona): Fernanda Bustamante Escalona: A ritmo desenfadado. Narrativas dominicanas del nuevo milenio. Santiago de Chile: Cuarto Propio/Cielo Naranja.

 

Hay libros que tienen el poder de abrir una puerta a un universo poco conocido o sólo atisbado, a un escenario literario cargado de sugerencias y nuevas propuestas. Fernanda Bustamante, joven académica, formada entre Chile y Barcelona, aborda en este libro el análisis de las narrativas dominicanas recientes desde una mirada “pos-insular”. Escritores del “nuevo milenio” como Juan Dicent, Rita Indiana, Rey E. Andújar y Frank Báez circulan por estas páginas, desafiando a su autora a leer con agudeza una gran pluralidad de conceptos. Desde aquí, el libro se divide en dos partes: una primera que cartografía los desmontajes de lo “exótico”y “lo haitiano”, como tópicos de lectura, y una segunda que aborda de forma individual la propuesta narrativa de cada uno de los autores. “A ritmo desenfadado” la autora recorre temáticas como lo urbano, la corporalidad, las subjetividades que manan de la red,  las fronteras y las distopías. Sin afán de exhaustividad, todo lo contrario, con vocación de “dar a leer” de manera compartida y dialogada, este libro es una propuesta fresca, inteligente y divertida, pero también rigurosa, desde la que dejarse cautivar por una literatura que reclama su espacio.    

 

Adolfo Castañón (México): Malva Flores:  La  culpa es  por cantar. México: Literal.

 

Este ensayo  de  Malva Flores invita a una  limpia de  creencias,  palabras,  actitudes y poses, pero es al mismo  tiempo un  retrato de la comedia literaria que se desarrolla entre poetas con nombre y sin nombre. La crónica, la crítica, la cirjuía, la jardinería conviven en esta sala de retratos hablados de conocidos y desconocidos.  Una  invitación  a  que  los  que escriben,  lean ;  y  a  que los  que  hablan  oigan. Una  invitación que  no le  habría  disgustado  a Augusto Monterroso.

 

Heike Scharm (Tampa): Jesús Carrasco. Intemperie. Barcelona: Seix Barral.     

 

En una tierra seca e inhóspita, un niño huye de la violencia paterna para enfrentarse a la intemperie de la llanura. El viejo cabrero le salva la vida cuando está a punto de ser quemado por el sol. Al margen de la civilización, el anciano y el niño se acercan uno al otro. El niño aprende el oficio de cabrero y contribuye a la supervivencia de una comunidad afectiva, que incluye ambas especies. En su búsqueda de agua, la pareja solitaria lleva una vida nómada que evoca otras de la literatura clásica: Robinsón y Viernes, Don Quijote y Sancho, pero en Intemperie, de forma sutil y decisiva, el hombre queda descentrado, mientras que la naturaleza (la "intemperie")  domina la narración. No es una Tierra que castiga, juzga o domina, ni tampoco protege o alimenta, ni se deja dominar.  El verdadero enemigo es el hombre —homo homini lupus— en esta Tierra que a veces parece post-apocalíptica, que podría ser de cualquier lugar y tiempo. Sencilla e impactante, Intemperie, la primera novela de Carrasco, es filosófica  y a la vez lírica. Una historia de la violencia, el dolor y la vejez. Pero también  del consuelo y el amor al prójimo que triunfan sobre la miseria, como la lluvia sobre la sequía: “Entró en la casa y salió de nuevo con la orza bajo el brazo. Caminó unos metros frente a la fachada y dejó el recipiente en el suelo. Luego volvió a la puerta y allí permaneció mientras duró la lluvia, mirando cómo Dios aflojaba por un rato las tuercas de su tormento" (221).

 

María Pizarro Prada (Madrid): VV. AA. Disculpe que no me levante. Madrid: Demipage, 2014. 397 páginas.

 

Antología compuesta por veinte autores latinoamericanos “entre los veintitantos y los cuarenta y pocos años”, reza el prólogo de esta novedosa y atrevida reunión de escritores jóvenes alrededor de un tema como cualquier otro: la muerte. El criterio de reunión que el prólogo indica ha sido “que todos fueran autores vivos. ¿El motivo? Cobardía: nos daba miedo lo que pudieran contarnos aquellos escritores que han conocido la muerte”. Con este parámetro, Demipage prosigue su nueva línea de literatura latinoamericana juntando a Lina Meruane, Carlos Labbé, Carlos Yushimito, Richard Parra, Fernanda Trías,  Rodrigo Hasbún, Liliana Colanzi, Selva AlmadaIosi HavilioIsabel Mellado, Sebastián Antezana, Mariana Graciano, Giovanna Rivero, Mónica Ríos, Maximiliano Barrientos, Andrea Jeftanovic, Andrés Felipe Solano, Laia Jufresa, Juan Sebastián Cárdenas y Federico Falco. Prima la relevancia dada a los textos, a la literatura, pues los cuentos se suceden sin mencionar el nombre del autor, que solo aparece en la firma del mismo y en el índice con que culmina –y no empieza- la antología. No se resta entonces protagonismo a lo literario, al cuento, entreverados todos de una pulsión de muerte que obliga al lector a recorrerlos uno detrás de otro en busca de un atisbo de esperanza, pues se suceden en un halo de suspense irresoluble, de otra constante en la antología que es la búsqueda, ¿o es una forma de espera? Volviendo al prólogo: “la muerte tiene una fecha y una hora precisas, pero no hay forense que certifique la duración de un funeral, el momento concreto en el que cesa el desasosiego de haber asistido siempre a la muerte ajena. Seguramente porque dura hasta la propia”.

 

 

 

 

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4 de febrero de 2015
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Mis mejores lecturas del año

Luisa Elena Delgado. La nación singular. Madrid, Siglo XXI 

 

Por fin un libro que confronta el presente español no sólo desde opiniones  y posicionamientos partidistas, sino desde la investigación y la documentación, necesarias bases de cualquier análisis serio y crítico. La Prof. Delgado demostrando no sólo su capacidad académica sino la pasión intelectual que require la conflictividad del presente, historia, expone y debate la conversión actual del Estado en el espacio que ocupa los márgenes de las naciones. Que el Estado encarne la ley como una amenaza de las comunidades y resuelva la razón o la sinrazón de las opciones regionales. demuestra su deriva autoritaria, capaz de imponerse incluso al poder judicial, no sólo politizando sus funciones sino manipulando la misma independencia de los jueces. Este libro se sitúa en el vórtice de esos límites políticos de una “democracia monolingue”, cuya fantasía autoritaria prefiere ignorar los derechos de la diferencia. Se trata, al final, de la cultura democrática, incautada por el estatismo que rehúsa incluso (¡a nombre de la ley!) una reforma federal, de mayor calidad participativa. Entendemos, por ello, que el autoritarismo, el estatismo, y la recusación de lo heterodoxo, para no abundar ya en el efecto disolvente de la corrupción, han erosionado la legitimidad institucional, creando una crisis de liderazgo, de abismo del desacuerdo; y, con ello, la imposibilidad de una negociación capaz de remontar las fuerzas anti-sistemáticas, como el populismo autoritario y antimigratorio, capaz de reducir la red de protección social.  La textura cultural, histórica, literaria y política de este trabajo demuestra la necesidad de repensar creativamente esta  hora crítica.

Juan Cruz Ruiz. Por el gusto de leer. Beatriz de Moura, editora por vocación. Tusquets Editores.

Bastarían las razones del corazón (la historia de las grandes pequeñas editoriales que a comienzos de los años 70 renovaron la lectura en español) para acompañar esta conversación de Juan Cruz con Beatriz de Moura con gusto y gratitud; pero ocurre, gracias al modelo mismo de la conversación literaria, que dentro de su fluidez dinámica hay otra conversación, y seguramente dentro de ésta una más, y aún otra que más adentro despierta. Quiero decir que la literatura está hecha del linaje del diálogo, casual e ilustrado, que nos incluye. La historia de Tusquets también me pertenece, como lector puntual, y hasta como contribuidor ocasional. Es claro que este modelo permite, además, compartir la calidad del habla más civil. Escuchar, 40 años después, la acerada voz de Beatriz, nos enseña la pasión del trayecto, esa inteligencia del porvenir. Le debemos habernos imaginado mejores. 

Robert Juan-Cantavella. Y el cielo era una bestia. Anagrama.

Robert había ocupado un espacio propio, al margen de la sobreproducción de lo que pasa hoy  por verosímil (nunca la sociedad había sido una máquina tan implacable con los pobres personajes que desfallecen en cualquier novela del actual neo-naturalismo casposo); primero, en el género del cuento breve, verdadera célula de una nueva lectura; y en la novela misma, desencadenada como el trayecto de un enigma. Sus relatos de Proust Fiction (2005) son de lo más original de la actual literatura de invención. Esos molinos gigantes que combaten con el loco, Don Quijote; como esas hormigas que reescriben el papel de la cigarra,  son de notable hilaridad y goce de rescritura. En esta novela R J-C  pone en evidencia a sus lectores. Nos propone un esquema policial que nos convierte en el ladrón disfrazado de investigador. Para, enseguida, incluirnos entre los autores y los personajes. En el origen, parece decirnos, está el crimen que nos aguarda en el porvenir. Está hecha de muchas piezas que se van armando como una figura cubista que bien podría ser la del lector. Conviene leerla relajadamente, con complicida  irónica, casi con inocencia.  (No me sorprende que R J-C, Jorge Carrión y  Eloy Fernández Porta estén escribiendo un pastiche gordo titulado Las increíbles vidas del Pequeño Nicolás, en el estilo del realismo crudo dominante).

Ana Belén López. Retrato hablado. México, Andraval.

Ana Belén López no es ningún secreto mal guardado. Entre los poetas nacidos a comienzos de los años 60, destaca de inmediato por su rara concentración verbal, intrínsica autoridad, y absoluta necesidad de decir lo que dice. No es, por ello, pródiga ni casual. Sus libros nacen no por acumulación sino por decantamiento analítico. Configura cada uno una constelación suficiente y severa. Sus tensiones y visiones cuajan en una lengua coloquial y espejeante, enunciativa y resonante, diaria y excepcional. A su clara lección de cosas se suma ahora su sumario de actitudes, actos y gestos que cifran la resonancia de lo vivo y episódico con el parpadeo de lo escrito. El poema nace de una percepción interpolada: “El día que entré al bosque tuve/de inmedito/un recuerdo/ en el presente. /Supe/en ese momento/que algo pemanecería/ a pesar de los años.” Con lo cual el instante de la mirada articula los tiempos. Y sigue:  Supe que construía/ recuerdos/ para el futuro/ cuando intenté tocarlos/ hasta respirarlos por los poros. /Y sin embargo olvidé.” Estos protocolos del relato son el relato mismo, dramatizado por la plenitud del conocer y la apuesta del desvivir.

Felipe Fernández-Amesto. Nuestra América. Una historia hispana de Estados Unidos. Galaxia-Gutenberg. 

Desde los conquistadores españoles que soñaban con la quimérica ciudad norteamericana de Cíbola, la Fuente de la Juventud y el mítico reino de Calafia, hasta los secesionistas de Texas que se sublevaron contra la liberación de los esclavos en México ("la defensa de la esclavitud fue una de las más urgentes razones económicas para la rebelión", advierte el autor), y los indígenas norteamericanos que veían al bisonte desaparecer de sus praderas antes de ser eliminados casi por completo ellos mismos, esta es una historia de violencia ciega, de dolor infligido intencionalmente y asesinato sin motivo (para no hablar de la viruela) . El recuento pasa fácilmente de vistas panorámicas y casos ejemplares a la interpretación y la reflexión. La primera comprobación de FFA adelanta ya su tesis central: "El dominio estadounidense, en resumen, fue como el español, el mexicano y el de la república imperial mexicana que sucedió a España en América del Norte: una mezcla de conmiseración y malignidad." España, México y Estados Unidos recurrieron por igual a la "subyugación, explotación, acoso y, a veces, a la masacre." José Martí, la voz del movimiento independentista cubano, adelantó la noción de "Nuestra América" en 1891, para distinguirla de la América anglosajona, receloso de la idea de una Pan América, un Estados Unidos sin límites. La novelista californiana del siglo XIX María Amparo Ruiz de Burton, la primera escritora mexicano-estadounidense en ser publicada en inglés, adaptó Don Quijote y denunció "cómo seremos despojados, nosotros, los pueblos conquistados". Desde una perspectiva diferente, una mujer entrevistada por The New York Times en 1856 habló por muchos cuando declaró que "los blancos y los mexicanos no estuvieron nunca destinados a vivir juntos de ninguna forma, y los mexicanos no tienen nada que hacer aquí". John Quincy Adams lo previó: "En esta guerra, la bandera de la libertad será la de México, y la nuestra, me ruboriza ​decirlo, la bandera de la esclavitud". Obama fue elegido bajo la promesa del “Sí se puede.” Pues no pudimos. Este libro explica por qué.

Adrián Curiel Rivera. Blanco Trópico. México, Alfaguara. 

Curiel Rivera (México, 1969) es autor de un conjunto de novelas, relatos y ensayos que tienen la virtud de atraparnos de inmediato pero no porque formen parte de la tendencia, dominante hoy en el relato mexicano, de complacer al lector a toda costa, lo que ha convertido a algunos narradores locales en simpáticos profesionales. Se los puede ver sonriendo en las ferias de este mundo, como personajes de Musil, complacidos de sí mismos mientras el país se viene abajo. Más bien, Curiel trabaja del lado del tú, más que del lado del yo. Se debe al diálogo más que al monólogo. Es un raro escritor mexicano actual: rehúye las luces cenitales y prefiere la ironía crepuscular. En esta novela, quizá la más vivaz y critica de las que ha publicado, nos introduce a una comunidad distópica: Blanco Trópico es una región que queda al sur de todo y al norte de nada; se trata de un no-lugar cuya existencia es una cartografía narrativa, tan sarcástica como esperpéntica. Entre las muchas versiones de una existencia sonambúlica, previa al apocalipsis social que, en primer término, se expresa en la burocratización del lenguaje, esta distopia es una sátira perspicaz del sistema académico; pero es también una comedia literaria, donde los escritores son nombrados Creadores Nacionales  y reciben un sueldo para escribir. Tratando de mantener la lucidez, esta versión del apocalipsis de la cultura actual evoca la sátira de Swift tanto como la lección clásica: el Infirno está desarticulado y, por eso, es ilegible; esto es, impensable.

Mercedes Cebrián. El genuino sabor. Literatura Random House

Si Adrián Curiel Rivera nos dice que México se ha vuelto inahabitable al punto de que sus personajes podrían imitar la realidad y amanecer convertidos en polvo, pero en polvo desamorado; la madrileña Mercedes Cebrián (1971) en esta novela, tan alegórica como la de su colega sobreviviente, nos dice que una española tiene como más plausible futuro otro país. Con humor sarcástico (que es la mirada que hoy debemos al mundo letrado que fatiga las páginas ), MC traza la hipótesis de ese viaje como una exploración del horizonte (hecho paisaje de Beckett), medido por el presupuesto de la sobrevivencia. Mercedes comparte con los nuevos escritores de esta lengua, pero también de otras, la perspectiva de un subrayado irónico como la distancia crítica ante un mundo innegociable en sus propios términos, y sólo tolerable por unos días en cada zona de peligro donde una española busca chamba. De paso, claro, se encuenta con su propia tribu que ella observa con resignación y humor. Al final, vuelve siempre a España pero descubre el lugar ideal de compartir: Gibraltar, inglesa de día y española de noche, cuya frontera une dos mundos en dos pasos. Esta  ciudadanía construida es una excelente metáfora del espacio propuesto por nuestros nuevos escritores, en contra de la kafkiana ocupación de la sociedad civil por los aparatos de Estado.  

Danilo Albero. Variaciones Turner. Buenos Aires, Bajo la luna.

Novela y crónica, reconstrucción imaginativa y, a la vez, minuciosa de un capítulo de la historia naval de Inglaterra, que Danilo Albero asume, en sintonía placentera con los tratadistas del gran siglo XIX (que un estúpido llamó estúpido, como dijo Borges), pretendiendo que esa historia naval es la historia del mundo. Albero ha urdido esta saga de entendidos y sobrentendidos británicos con humor preciso, sin derivas sentimentales, y con tersa economía elocuente. Se lee aquí la historia desde un cuadro de Turner, la nave “El combatiente temerario,” construyendo un fascinante repertorio biográfico e histórico de los personajes en pos del viaje y su relato, que movió las máquinas y dominó los mares. Danilo Albero posee una imaginación a la vez erudita y mundana, como lo prueban sus libros anteriores, Confesiones de un dandy y Jorge Newberry, el señor del coraje.  Son, así mismo, tratados del saber y del vivir la narración, que elaboran imágenes pródigas de la memoria cultural. La intimidad  de esta novela  busca, y logra, hacer habitable la fábula de la historia. 

Manuel Ruiz Amezcua. Del lado de la vida, Antología poética 1974-2014). Galaxia Gutemberg 

He leido estos poemas apasionados, ásperos, de una verdad a flor de piel, imprecatorios y sentenciosos,  con creciente sorpresa. Son poemas de fuerza interna, que ponen en tensión al lenguaje y le hacen expresar más de lo que el uso diario descuenta de nuestras palabras. Esa lección vallejiana suma, por lo demás,  a Miguel Hernández y Blas de Otero en la ambición de que este idioma nuestro diga más de lo que dice. Antonio Muñoz Molina lo explica muy bien en el prólogo: Ruiz Amezcua pertenece a una larga tradición poética, aquella que dice No, que se rehúsa a aceptar el mundo tal cual, y que hace de esa rebeldía su forja diaria. Siempre he creído que esta lengua tiene la tentación del patetismo, y que el modelo de Hernández probablemente lo resuelve con íntimo sentido figurado. Ruiz Amezcua esculpe, labra y cultiva el verso con pasión por la expresividad, rebosando las formas con su vocación de testigo indignado. Pero lo mejor suyo es lo más poético, la parte de su diálogo con la tradición, que aún arde contra todas las razones contrarias.

Sergio Galarza. La librería quemada. Candaya 

Candaya es ya una editorial imprescindible y demanda la atención del lector a nombre de una zona privilegiada estos días por la crisis, aunque haya sido sancionada como mera historia, uno de los grandes understatements de nuestro tiempo.  Mientras las editoriales no se recuperen, mientras las librerías sigan cerrando, mientras los lectores dejen de serlo, la crisis no sólo no es pasado sino que afecta a la inteligencia misma del futuro en España. El peruano Sergio Galarza (1976) es uno de los varios y notables jóvenes escritores latinoamericanos que han hecho suya esta crisis española, expertos después de todo, en las batallas de crisis perdidas. Su novela Paseador de perros (Candaya, 2009) es probablemente su mejor puesta en página del tiempo español que le ha tocado hacer suyo. Pero La librería quemada es quizá la primera en hacer de una librería la metáfora de la destrucción no sólo ya económica sino social. En esta librería, quemada por sus propios empleados como protesta por la suma de pesares padecidos, el lenguaje, claro, se ha reducido a cenizas. ¿Cómo leer la ceniza? Esa pregunta melancólica construye la metáfora de este Infierno actual: una comunidad que, de pronto, destruye el habitat perdido. Convertida en campo de batalla y lugar de escarnio este teatro de desamparados es el último vestigio de una humanidad extraviada. La última librería cerrada, deducimos, será la nueva señal del fin del mundo. 

 

Jorge Carrión: Los huérfanos. Galaxia Gutenberg 

He dicho por ahí que la novela española es una paliza.  Desde la picaresca hasta Don Quijote; en el XIX, peñas arriba, y en el XX un verdadero quebrantahuesos. Claro que en Pedro Páramo todos están muertos, y a Macondo se lo lleva entero un viento del olvido. Pero sospecho que es más duro despertar y descubrir que la mujer con la que pasaste la noche está muerta. Jorge Carrión (1976) nos propone la mayor paliza: el día siguiente a la Tercera Guerra Mundial, nada menos que el fin del mundo conocido. La alegoría es un género médico entre nosotros, y no es extraño que después del fin estemos mejor que ahora. El mundo (el nombre viene, después de todo, de limpio o prístino, lo opuesto a inmundo), que es el caos, se ha hecho de nuevo, y ésta vez recobra el valor de las palabras. Esa alegoría adánica, sin embargo, es más civil que mítica: los hablantes son una comunidad de las lenguas; y las palabras, como siempre en la crisis, son todo lo que nos queda para recuperar nuestra humanidad apalaeada. Carrión parece convocar a una comunidad del habla, que es la tribu de la lectura.  Se trata de reconstuir el diálogo para rehacer el “libro en blanco”, que es el Diccionario, con la escritura, cuya tinta negra es la única materia gratuita que nos queda para remontar la orfandad de los lectores sin literatura.

Fernando Ampuero. Loreto. Lima, Planeta

Gore Vidal dijo que los lectores prefieren comprar novelas gordas para no tener que leerlas sin sentirse culpables. Felizmente, nadie ignora el atractivo irresistible de la “novela breve,” hoy que cunde la brevedad como la forma mejor de la elocuencia. El mayor practicante del género de lo breve es el argentino César Aira. Nadie sabe cuántas noveletas ha publicado, y él mismo ha olvidado la cuenta. Pero ha hecho de la necesidad virtud, porque su estética proclama escribir cada vez más breve, para publicar en editoriales cada vez más pequeñas, y llegar cada vez a menos lectores. La novela breve es un verdadero taller de narrativa. Demanda la suficiencia del relato y la inteligencia del lector. El primer acto de magia que ha hecho Fernando Ampuero es meter una metáfora amazónica en una novela de cien páginas.  Loreto se puede leer como un lamento de la actual orfandad peruana. Tiene como referente las lecciones de “Los olvidados” de Buñuel, y como manual de melancolía Pedro Páramo. Está, así, entre la violencia social y la pérdida de cualquier horizonte humano. Si la ciudad es hoy definida por sus abismos y la calle ocupada por pandillas asociales, la “ley de la selva” sustituye a la ley y a la selva, al lenguaje común. Las pandillas que viven y mueren en estas cien páginas son de una violencia suicida. La metáfora delata a un país que a pesar de su extraordinario éxito económico se despedaza, con entusiasmo, entre el crimen, la corrupción y el cainismo. Nunca los peruanos creyeron vivir mejor y nunca sucumbieron peor.

Rodrigo Fresán.  La parte inventada. Mondadori

Lamento darte una mala noticia. El otro día, en una librería de New England, bien conocida por su maravillosa actualidad internacional, me di con una mesa larga con todos los libros de Roberto Bolaño traducidos al ingles, lo que no es raro; pero todos estaban a precio reducido, lo que es muy raro; y, peor aun, entre 3 y 5 dólares. Lo primero, lo obvio. Yo no sabía que Bolaño habia sido publicado por tantas editoriales y no sólo las más conocidas sino las más independientes; su obra, deduzco, está más diversificada en inglés que en español. Lo segundo, es mera deducción: el Mercado ha sido saturado. Esta espléndida novela de Fresán había previsto el poniente melancólico de cualquier fama literaria. Y anuncia que el escritor se hace entre máscaras pero su verdad es la escritura misma. Ésta es la más fluida, inquisitiva y gozosa de sus novelas, capaz de recorrer el repertorio de la “vida de artista” o “novela de arte” sin queja ni sanción, con asombro. La vida es, más bien, una bio grafía, un estado realizado del lenguaje; y el arte una sobrevida que se debe a su propio artificio. Lo notable es que Fresán resuelve el desafío original: asume su condición de escritor cuya patria es la literatura, y está libre de los traumas de nación. O sea, no tiene que vengarse de nadie, y es capaz de construirse una tertulia platónica de celebrantes, que compartimos como personajes de esta poética de la lectura. Su fe radical en la literatura se demuestra en la vivacidad, a la vez reverberante y dúctil, de su materia verbal. Esta es una novela que celebra su propia ocurrencia. Se debe a la noción contemporánea de que la escritura y la vida son la “parte inventada” de una en otra. 

Alberto Blanco. La poesía y el presente. México, CONACULTA

Nada es más difícil que ser un escritor mexicano. Y no es extraño, por ello, que algunos de los mejores sean los menos obvios, aquellos pocos que no ocupan la luz cenital del instante de la fama, esa piedra del sacrificio donde los más superfluos entregan su corazón a nombre del poder más trivial, el poder de recomendar. Entre los menos más está Blanco, poeta independiente cuya obra es de una constancia y fidelidad admirables. Leerlo es curarse del pesimismo. Como ocurre cuando compartimos la agudeza de Gabriel Zaid, la certidumbre dramática de Eduardo Lizalde, la reverberación de la prosa de Alberto Ruiz Sánchez, el proyecto poético de vario registro de Luigi Amara. (Añade, lector esperanzado, tus propias certezas). Pero con Alberto Blanco ocurre que casi todo lo que escribe nos confirma y nos afirma. Su poesía, pero también y notablemente, sus ensayos, son de una certidumbre poética insólita en el apocalipsis a plazos que sobrevivimos. Estos ensayos suyos son de una claridad amable. Están hechos no para autorizar un juicio sino para verificar un deseo, confiar una apuesta, compartir un deslumbramiento. Un poeta para tiempos de penuria a quien todavía le debemos las gracias por todo lo que le debemos.  Este libro es una suerte de poética del nuevo siglo, una educación a partir de la poesía y su lenguaje de excepción, lo que presupone, en su caso, no sólo el poema sino el dibujo, la música y el collage. Probablemente a Alberto Blanco le haya tocado asumir la herencia de Octavio Paz. No porque vaya a remplazarlo en los espacios del intelectual público, un papel que dejaría hoy en ridículo a cualquier monosabio que lo pretendiera. Blanco, más bien,  asume la llama viva, la más digna herencia de Paz: la tradición de lo moderno. Esto es, el significado celebratorio del lenguaje, tan crítico como dialógico.

Gabriela Alemán. La muerte silba un blues. Penguin Random House

La literatura ecuatoriana no es ecuatorial: hace tiempo que sobrepasó su destino geográfico.  En mi antología Ecuador cuenta (Madrid, Centro de Arte Moderno) creo haber documentado fehacientemente el grado de creatividad, diversidad, e independencia, que vive hoy la literatura en Ecuador. Gabriela Alemán, qué duda cabe, es una de las narradoras de mayor inventiva y pulso dramático. Maneja una prosa de ductibilidad y autoridad innatas. Ella es autora de una amplia obra de notable calidad imaginativa, gracias a un lenguaje de poder objetivo, poseído por una solvencia propia, rico en calidad dramática y de varia textura formal. En este nuevo tomo ella se sitúa  en el espacio del cine y el testimonio,  demostrando que el relato, al final, asume la demanda de personajes que buscan su plenitud en la ficción. Alemán es otra de las nuevas voces narrativas de Ecuador que nos hablan con convicción y esperanza en nuestra capacidad de escuchar.

Luis Felipe Lomelí. Indio borrado. Tusquets 

Lomelí (México, 1975) nos deja entre las manos una novela que es más que una novela. Una pira de fuego, un nuevo documento del parricidio, un tratado de la violencia sonambúlica que se ha apoderado de la idea misma de México actual. ¿Se puede todavía escribir otra novela sobre el asesinato como una de las bellas artes nacionales? Lomelí nos dice que no sólo se puede sino que se debe. Su arrebatada y a la vez contenida novela propone que sólo la muerte hablaría en un espacio fantasmático e impune, donde nadie es culpable porque cualquiera es capaz de asumir la alegoría del asesinato, esto es, la derrota irrevocable del otro, su enemigo jurado e ignoto. En ese espejo negro sucumbe el sujeto sin asumir su rostro, su yo abrumado por la sed de venganza y la mecánica vulgar de la muerte. Una más, aun si es la del padre en manos del hijo. Los hechos, lamentablemente, hablan por sí mismos, aunque el autor ha trabajado los protocolos retóricos requeridos para darle voz a una muerte anticipada. ¿Qué hacer con la violencia de unos contra otros? Esa pregunta del libro no tiene respuesta, salvo la de leer, hacer nuestra, una versión metafórica del crimen. En suma, esta novela resta de la violencia una alegoria nacional: la de un padre asesinado por el hijo. Como en Pedro Páramo, cincuenta años después, el rigor y el talento de Lomelí demanda por los muertos que nos miran desde este otro espejo desenterrado.

Carlos Cortés. Larga noche hacia mi madre.  San José, Alfaguara

Cortés (Costa Rica, 1962) confirma con este relato, ganador del Premio Centroamericano de Novela en 2013, que no sólo es uno de los más creíbles narradores de su region sino que su espacio literario más propio es el de la familia (“la máquina de la locura” la llamó Klein), la que en sus libros refracta la historia social de su país, al que en contra de su reputación de tarjeta postal pone en la mesa de operaciones para revelar sus fantasmas nocturnos y sus monstruos diarios. Esta apasionada tarea médica, sin embargo, no tiene nada de histórico o didáctico, ni siquiera de protesta social, sino de biografía cruda y dura, asumida visceralmente por el hijo de la orfandad y el desamor. Al modo de una crónica que actualiza a la memoria, el narrador confiesa el odio por su madre, y recuenta un pasado que invade al presente con su violencia y expiación. Con fuerza y no sin ironía el desgarrado relato está poseído por la fuerza de su interrogación. Su dinámica conjuga tiempos, personajes y dilemas, al modo de un soliloquio desesperanzado, que pone en cuestión al lenguaje cotidiano con su patetismo exultante. La inmediatez de su agonía, sin embargo, es menos evidente y más noble. La novela comunica la temperatura actual de sus tiempos gracias a su dicción (de rango isabelino) y al género modélico que emplea (la confesión, esa violenta intimidad del coloquio).  La orfandad (personal, nacional, cultural) es, al final, la edad adulta, la del relato del yo en el espejo del tú.  

José María Micó. Clásicos vividos. Acantilado

El otro día me encontré con Francisco Rico en el AVE a Barcelona, que no es precisamente el mejor lugar para charlar de filología y humanismo, pero pudimos comentar las últimas noticias sobre Don Quijote en Barcelona y sobre los huesos de Petrarca, comprobados como suyos por un doctor Terribili. Yo acababa de leer una de las cartas de Petrarca a Bocaccio en la que le dice que ha tomado alguna imagen de Virgilio pero confía éste no se lo reprochará ya que él tomó otras de Homero, Horacio, y varios más. Y de la entrada de Don Quijote en Barcelona coincidimos de inmediato en que lo más importante no es averiguar en qué Hostal de una estrella pernoctó, sino su visita a la imprenta. En este delicioso breviario de Micó, cuyo Petrarca he disfrutado, leo ya sin sorpresa, porque los clásicos desvividos covergen en rutas, su versión de “Don Quijote en Barcelona.” Una semana antes, en el Club de Lectura del Liceo, escuché a Carme Riera hablar del mismo tema. Se ve que velamos las armas ante el próximo aniversario del maravilloso camino de Don Q a BCN. Son persuasivos los argumentos de Micó en cuanto al encuentro de la fantasía y lo empírico en esa última aventura de nuestro héroe. Aunque, en coincidencia con Rico, creo que va a Barcelona a conocer a su madre, la imprenta. Esto es, culmina la ruta humanista del regreso a la escritura. No es casual que el cartel rece: “Aquí se imprimen libros”. Aqui está de más, no es más allá. Se imprimen está de más, no se dibujan. Y libros sale sobrando, porque no se imprimen volantes. El cartel debería rezar: IMPRENTA. No es que Cervantes sea un adelantado de Wittgenstein, pero su crítica del lenguaje perifrásico y redundante es parte de su identidad humanista. Micó, en la lección de Rico, nos asegura que seguiremos conversando de estas cuestiones de rima y rimado. 

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21 de diciembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Rayuela en París, París en Rayuela

 

  

La última vez que estuve en París me ocurrió algo que ahora contaré para empezar esta conversación con ustedes acerca de nuestra relación personal con Rayuela. Y eso porque, me doy cuenta ahora que escribo éste párrafo en Barcelona, en el lado de allá, que leeré mañana en París, en el lado de aquí; aun si mañana ya es ahora, y ahora ocurra ayer—me doy cuenta, digo, que mi relación con Rayuela se debe a cada uno de ustedes. Esto es, a nosotros; esos otros que somos juntos.  No se trata de documentar ahora mi hipótesis sobre la naturaleza dialógica de la lectura (he propuesto que en la conversación de un libro con el lector  hay otra conversación, dentro la cual se despliegan todavía otras conversaciones más, sin confusión ni alarma). Es por ello que toda gran obra postula un gran lector. Alguien que se haga cargo de esta Biblioteca de la Lectura. Por eso, he llegado a creer que estas lecturas configuran nuestra biografía, que habrá que entender como una lectografía.

Son lecturas alternas, superpuestas, que se desplazan a saltos, como quien se lanza y, plaf, empieza otra vez a leer. Tampoco tiene que ser un “plaf” dramático, entre la morgue y el loquero, espacios donde Rayuela desciende al Infierno, que es el mundo literal, donde la conversación, justamente, cesa. Y se debería decir de alguien que parte: Fue un lector y dejó el lenguaje, pero el lenguaje sigue hablado por él. Los buenos lectores, como Cortázar, no mueren, sólo vuelven la página. El salto de la buena lectura puede ser, más bien, ligero, un leve brinco, de una casilla a otra, como si la prosa (que viene  de caminar y se debe a su andadura) fuese un andar sobre el aire, la epifanía del juego.

De modo que mi primera conclusión es que nunca leemos a solas Rayuela. La leemos acompañados por otros lectores y lecturas, incluso por algunos, como mis estudiantes, que aún no la han leído, y se les nota: están en la inminencia de hacerlo. Y aun si lo han hecho, todavía no han practicado la lectura como sobresalto, acompañados. Si uno se fija bien, descubre que su lectura presupone un breve coro de oficiantes del acto de leer Rayuela. El cual, a su vez, postula varias tribus de lectores, que leen por sobre los hombros,  como en un cuadro de Magritte, sin otra filiación que la figura asociativa que acontece cuando alguien abre esta novela y se abre una calle. Yo la leí por primera vez el mismo año de su publicación (1963) gracias a un amigo, que desesperadamente buscaba pasarle a alguien el libro, para ser parte inmediata de ese planeta. Me aseguró que era “formidable, che, formidable,” no sin regocijo, ansioso de incluirme en su asombro. Y asumí el encargo y lo compartí, de inmediato, con una novia que fumaba Galoise y hablaba a solas, despeinada y distraída.

Pero vuelvo al comienzo de mi relato. Ocurrió que la útima vez que visité París, para estar en esta misma sala e inaugurar un coloquio con una ponencia que llamé “Un paradigma transatlántico: teoría y práctica de la representación dialógica.” Mientras que  Álvaro Salvador hablaría esa tarde, sin habernos puesto de acuerdo, que es el modo de acordar que tiene la tribu del libro, de “París, encrucijada trasatlántica.” Ocurrió, digo, que al salir de mi hotel y echarme a andar, si no como el flaneur de Benjamin tampoco como el caminante nocturno de Maupassant en “La noche,” que recorre el terror de un París desértico y muerto—o sea, un París, sin lectores; sí,  en cambio,  como el paseante asociativo de Nadja, que gracias a su caminata limitada por la familiaridad de su barrio, el quinto,  trama una figura, “los vasos comunicantes,” que ya no se debe a la casualidad sino al azar favorecido.

Pero caminando a mi aire, como si nunca me hubiera ido de París, de pronto, caí en cuenta de que caminaba erráticamente. Peor aún, comprendí que caminaba de memoria. Para decirlo todo de una vez, caminaba sin rumbo. ¡Me había perdido! Y, entonces, exclamé: ¡Por fin, lo logré! Me he perdido en París. (Este eco de la lectura se debe a Margo Glantz, quien después de haber escrito sobre naufragios logró, finalmente, naufragar en uno de sus viajes, y lo celebró: ¡Qué maravilla, estoy realmente naufragando!).

París es una excelente plaza de extraviados de todas partes, pero yo tenía que recuperar la memoria para venir a la Maison de l’Amérique Latine.

Di vueltas en redondo, retándome; renunciando a un mapa, y a las señales del tránsito. Miles de famas de todos los países se hacían un selfie con Notre Dame.

Hasta que, metódicamente, que es la inspiración a pie, reconocí de pronto una callejuela de Rayuela, la cual me llevó a una Avenida de castaños, que se abría dichosa a las nuevas calles antiguas del libro.

Estaba, entendí, caminando Rayuela, pero no como un mapa – que tendría que ser del tamaño de la ciudad, una Guía literal de París; si no como su cartografía; esto es, como una metáfora conceptual: la de otro diseño del lenguaje que equivale a todos los lenguajes. Rayuela, me dije, nos ha leído a todos y es nuesto Aleph—el libro donde vive París, la ciudad donde está la idea de la Ciudad. De modo que gracias a la Puerta de Rayuela recuperé la memoria, y estoy aquí para contarlo.

Este es el juego parisino de Rayuela. Rehúsa ser un álbum sentimental de tus mejores postales, el que resultaría banal; y es, más bien, una carta de navegación impredecible, y para cada lector siempre otra. Lo mejor, mon frère, es que Rayuela no se parece a París sino que París se parece a Rayuela. A la Ciudad Luz se le han fundido los plomos, escribió Martín Romaña; no a la novela.

Por eso, ya la primera frase de Rayuela nos pregunta: “¿Encontraría a la Maga?” La forma condicional del verbo, presupone la fragilidad de esa búsqueda, la incertidumbre de caminar la más larga caminata, que el libro emprende. Y tiene, por eso, sentido que Julio Cortázar diga de Horacio Oliveira: Buscar era su signo. Lo cual refuta la amenaza  de Picasso: Yo no busco, encuentro.

Buscar, no para encontrar, sino para preguntar por tí, es la definición de la lectura, de su gratuidad y creatividad. En cambio, encontrar estirando la mano, sin buscar, aparte de que inspira cierto temor,  anuncia las licencias del que no pregunta, y más bien se debe a sus opiniones; a la soledad, se diría,  del Yo sin edad.

En una carta a Carlos Fuentes, Julio Cortázar se quejaba de que su amigo y gran lector le hubiese colocado, en un estudio reciente, al lado de Alejo Carpentier. Tienes que comprender, le decía, que aunque Alejo sea un gran escritor, “él se acuesta con las palabras, yo me peleo con ellas.”

Las palabras, lo sabemos, están vivas para Cortázar. Laten y respiran con su fluidez oral. Lo leemos, y somos parte de esa circulación del habla que podemos llamar tuya y mía.

 

 

(Leído en el homenaje a JC organizado por la Cátedra Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara, México, el 18 de setiembre de 2014 en la Maison de la Amérique Latine, París, en compañía de Aurora Bernárdez, Julián y Geneviève Ríos, Gustavo Guerrero, Dulce María Zúñiga, Carlos Álvarez, Erandi Barbosa, Florence Olivier, Carlos Henderson, Edgar Montiel, Armando Luigi Castañeda, entreotros)

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 



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24 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Viejas y nuevas hipótesis

  

¿Podemos seguir hablando de “generaciones” en literatura?

 

En América Latina hemos tenido la hipótesis de que la identidad es proveída, entre otras fuentes, por la nación, la raza, la ideología política, la clase social, por nuestro lugar en las migraciones. Sin embargo, desde fines de los años sesenta  todas esas postulaciones de construcción de un horizonte cultural a partir de un sujeto situado, entran en crisis. Hoy exploramos  la idea de que nuestros proyectos de identidad se dan en la literatura y en nuestra función de lectores. Entra en crisis el gravamen de literatura nacional, que aparece muy limitada y melancólica. Incluso emerge la idea de una literatura no solamente latinoamericana, sino diversa en la escena global de las lenguas. De un modo más específico, se trata de una literatura trasatlántica, esto es,  en interacción, diálogo, intercambio, reapropiación, parodia, intervención en las literaturas europeas y, con ello, en la disputa por otro mundo.

 

Si las literaturas nacionalistas están en crisis, ¿cómo podríamos entender entonces el entusiasmo de la delegación peruana en la última Feria del Libro de Bogotá?

 

Las ferias son como un “showcase” de lo que está sucediendo. El problema  es que el modelo de la feria es ilusionista. Crea un sentido de presente privilegiado que se diluye muy rápido. La retórica del discurso en las ferias es autocomplaciente, nada crítico, poco sobrio y más bien celebratorio. Quizá el problema sea que el aparato protocolar de las ferias, mesas de cuatro o cinco personas, ya se agotó. Es muy poco lo que se avanza en el sentido crítico y analítico de la lectura, más allá de la celebración retórica del escritor y su comarca. Me temo que ya no son una buena guía para la lectura porque prescinden de lo más nuevo y menos protocolar. Lo que propongo es que en vez de mesas masivas promovamos talleres reflexivos de lectura. Por ejemplo, talleres sobre  cuentos o poemas. El público se inscribe, leen antes el cuento, y ese espacio sirve para discutirlo. Una vez lo hice con “Casa tomada” de Julio Cortázar y el resultado fue impresionante. Se acabó con la pasividad del espectador, todos tenían algo que decir, y se barajaron hipótesis válidas. Prefiero esa intimidad del texto, y no la cola obscena de cien personas leyendo Cien años de soledad o el Quijote.

 

¿Se puede seguir hablando de géneros literarios?

 

Es difícil. Ahora la diferencia entre vida cotidiana y vida artística no es clara. Por ejemplo, en autores como César Aira o Mario Bellatín donde todo es más conceptual, autorreferencial y abismal. Además, aparecen estos espacios denominados no-lugares. Por ejemplo, en la última novela de Agustín Fernández Mallo, que termina con un capítulo dibujado en el que los personajes son el propio escritor y Enrique Vilas-Matas, quienes en la mera realidad no se conocen pero que en una isla flotante de Repsol, en un comic end, ­hablan de sus lecturas.

 

¿Cuál cree que es ahora la tradición de los jóvenes escritores latinoamericanos?

 

Ahora es muy difícil saber dónde está lo nuevo o por dónde va el proyecto de la escritura. Uno lee un libro y ya no sabe de qué nacionalidad es el escritor porque el lenguaje es contemporáneo, las historias tienen una cierta voluntad de objetividad, los relatos son conceptuales, y  se juega con ideas y parodias que no se declaran como tales. Al mismo tiempo, son proyectos que plantean comenzar todo de nuevo. Acabo de leer una antología de poetas jóvenes argentinos,  deliberadamente parecidos: micro-relatos contados con desapego, sin drama, que pueden ser de cualquier parte. ¿O serán personajes de Aira?

 

¿Qué opina de la “nueva” crónica latinoamericana?

 

Creo que es un género sentimental, en el que el cronista evidencia una fácil emotividad. Es un género menor que no tiene mayor virtud que su brevedad. Hay grandes cronistas, como Alma Guillermoprieto, Carlos Monsiváis, Edgardo Rodríguez Juliá, Tomás Eloy Martínez. Estos cronistas mayores seguían el modelo del periodismo investigativo. Los cronistas de hoy escriben sobre lo que ven en la calle y  testimonian sus estados de ánimo, bochornosamente personales. No hay en ello nada intelectual. 

 

¿Qué piensa de las sagas de literatura fantástica, por ejemplo, Game of Thrones?

 

La necesidad de la fábula la provee mejor el cine o la televisión. Es evidente que estamos en un época de anti-fábulas, y estas series responden a esa nostalgia. También creo que tiene que ver con el trasfondo de violencia de estas sagas, y con la idea de que vivimos en la época más violenta de todas, no por el número de muertos sino por el número de los marginalizados. Así se puede entender quizá Game of Thrones,  como la historia de un estado en formación que atraviesa la corrupción y la violencia buscando legitimarze, gracias al final feliz de un dragón. 

 

¿Quiénes estarían en su lista actual de mejores escritores latinoamericanos?

 

César Aira, Mario Bellatín, Diamela Eltit y Rodrigo Fresán. Ahí podríamos hacer un corte. Luego todo se hace más textual, el lenguaje cobra más independencia, la obra de arte es menos importante, y se busca un lector diferente. En Argentina, Matilde Sánchez; En Chile, Alejandro Zambra; en Perú, Carlos Yushimito; en México, Yuri Herrera y Luigi Amara.

 

Qué diría de los siguientes escritores…

 

Roberto Bolaño: Un fenómeno de la lectura: más que un autor, un mito.

Rodrigo Fresán: Escribe con mayor libertad y es el más creativo.

Daniel Alarcón: Un escritor global de lo peruano como bochornosa memoria afectiva.

Gabriel García Márquez: Nuestro narrador más clásico. Brujo mayor de la tribu lectora.

Julio Cortázar:  Su obra  se basa en el asombro, en la revelación, en lo desconocido. Es quien mejor ha explorado  el espacio de la subjetividad.

 

 

Entrevista de Manuel Sánchez (Universidad Católica del Perú)

 



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12 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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GGM: Teatro de la lectura

 

 

1.

 

            Ese jueves por la tarde debíamos concluir el abordaje de Cien años de soledad, la última de las novelas de Gabriel García Márquez en el curso, cuando vi  que los estudiantes compartían en sus portátiles, demudados, la misma noticia; de inmediato entendí que Gabo había muerto. Guardamos un rato largo de silencio. La semana anterior habíamos tenido un coloquio de estudiantes dedicado a Carlos Fuentes, y esa misma noche una de ellas presentaba su exposición de pintura a partir de Rayuela de Cortázar. Fuentes fue profesor visitante en Brown los últimos 15 años; y Gabo y Cortázar fueron aquí parte de una comunidad de la lectura inclusiva. Uno de los buenos lectores confirmó la lección del autor : “Nunca olvidaremos esta tarde,” dijo. Entre los mensajes que llegaron, otro escribió: “Gabo ha vuelto a Macondo.” Ahora podíamos retomar la clase.

            Les conté que en una de sus últimas visitas a la Universidad, Carlos Fuentes se aprestaba a dar una de sus conferencias cuando, de pronto, un señor viejísimo, pequeño, de pelo blanco, y casi transparente, se nos acercó y en un murmullo le preguntó:

            -Señor Fuentes, ¿ha publicado un nuevo libro Miguel Angel Asturias?

            Carlos se sorprendió y alzando los brazos respondió:

            - ¡Miguel Angel Asturias ha muerto hace mucho tiempo!

        El señor muy viejo al que sólo le faltaban alas enormes, no se amilanó y volvió:

            -¿Y Alejo Carpentier? Sigue escribiendo, ¿verdad?

            -¡No! –exclamó Fuentes-. ¡Carpentier también ha muerto!

            Imperturbable, el anciano insistió:

            -Pero con Julio Cortázar, Ud. sigue conversando...

    Carlos dió un paso gigantesco y entramos a la sala. Me dijo, sin aliento:

     -¡Yo creo que es un fantasma!

             Para tranquilizarlo, respondí:

            - Es obvio que no lee obituarios. Pero es el lector ideal. Cree que todos los autores que ha leído siguen vivos.

      Su charla estaba dedicada a  tres de sus mejores amigos escritores norteamericanos: Arthur Miller, William Styron y Arthur Schlesinger.

            Estuvieron más elocuentes que nunca.

 

II.

 

            Gabo siempre estuvo fascinado por las interpretaciones de sus libros que los estudiantes elaboraban en mis clases. Una de las historias que lo entretuvo fue la de mi estudiante Marisa. Se las conté a él y a Mercedes en la terraza del Quinta Real de Guadalajara, cuando por fin nos dejaron solos. Esta historia empieza cuando Marisa, hija de una pareja de médicos, termina el colegio y sus padres la convocan a una ceremonia de la verdad revelada, que los niños norteamericanos deben temer como otra iniciación puritana. Sus padres le revelaron que ella había sido adopatada de un orfanato colombiano. De inmediato, Marisa decidió visitar Colombia y llamar a las puertas del orfanato. Descubrió en los archivos, me dijo, que su madre la había entregado cuando tenía dos meses, pero que al año la había recuperado; aunque unos meses después – precisé para Gabo, quien creía en los tiempos verbales como la gracia mayor del lenguaje –, ella la había vuelto a entregar al orfanato. La conclusión de Marisa  fue extraordinaria: los hechos documentados por las monjas (ahora no estoy seguro si había monjas, o si ésta es una memoria interpolada) demostraban, me explicó, que su madre la quería: la había recuperado pero no podía conservarla, y para protegerla la devolvió. Gabo me escuchaba inmóvil, con una mirada tarda y una sonrisa de humo. Me di cuenta de que la historia recorría los vericuetos de su memoria. Complacida de su hallazgo, asumiendo su orígen como una revelación, Marisa volvió a casa y solicitó admisión a la Universidad de Brown. No había imaginado que la esperaban las novelas de un tal García Márquez, y que en una de ellas encontraría lugar.

            Marisa quería ser fotógrafa y deduzco que formó parte del grupo de estudiantes que seguían clases en RISD, la escuela de arte y diseño  que está al otro lado de Benefit Street, la magnífica calle gótica del siglo XIX por la que circula la película “Providence,” de Resnais. Ya que no viene al caso, salvo a este ejercicio asociativo, vale la pena recordar que en esa esquina tomaba el té Edgard Allan Poe con su novia local, Sarah Ellen Whitman; y más allá, al fondo, flotaban las rancherías donde vivió su pobreza H.P. Lovecraft. El caso es que para su trabajo final en nuestro curso, ella me propuso un proyecto creativo: fotografiar el árbol genealógico de los Buendía. Lo aprobé profusamente. Sospecho que a Gabo la idea de derivar de su novela otro árbol genealógico debe haberle parecido que mi idea de una biografía de la lectura presupone una Enciclopedia de los afectos.  Nunca me ha convencido que sus libros se deban a la genealogía. No se explican como la derivación de un paradigma original arcaico. Más bien, sospecho que  huyen del orígen, que es inexplicable, y  somete al lenguaje a una relación perversa de causas y efectos. Estoy por creer que sus novelas se apresuran por traspasar el horizonte que abren de futuro. Nos proponen, como el árbol de Marisa, una familia por venir. Después de todo, Cien años de soledad empieza cuando ya la historia ha terminado, porque el único modo de imaginar el futuro es como ciclo: aquello que sucumbe da la vuelta, y retorna. Además, el último lector no es el último Buendía sino uno mismo, el lector, que sustituye a Mauricio Babilonia, leyendo detrás de su hombro. La lectura, nos dice, está hecha por todos, como la verdad aristotélica.  Por eso, le dije,  Marisa  iba a construir un árbol sustitutivo: los personajes de la novela eran los estudiantes de la clase, fotografiados por ella con alguna leve caracterización. Gabo,  aliviado, reconoció el artificio. No en vano fue sabio en reformular la orfandad.

            Yo temía que Marisa en sus exploraciones de familias colombianas que migraron a Providence encontrara a una señora que le dijera, “Mi’ja”, y que ella lo tomara literalmente. Pero la protegía la novela: en verdad, buscó a su familia entre los personajes de la novela, y los descubrió ente los lectores de su edad.

            Al final, Marisa me entregó un gran cartel con las fotos de sus amigos mirando todos al espectador como en un espejo que los nombrara. Pero vi a un chico repetido y con distintos nombres, y le pregunté si le había faltado modelos. Lo que pasa, dijo ella, ya en pleno  fraseo garciamarqueziano, es que ilustran el incesto.

           Yo quiero estar en tu clase, me dijo Gabo, a modo de epílogo de esta historia. Pero quiero ir sin que me reconozcan, entrar y sentarme en silencio en la última fila. Así puedo escuchar, sin que me vean, sus versiones y comentarios.

            Me doy cuenta, al día siguiente de su muerte, que nada de lo que ha dicho Gabo, como si jurara, es en vano. En cada curso sobre sus libros, frente a la clase, poseídos todos por la promesa siempre abierta de una interpretación  feliz, la idea de que Gabo está sentado, como un Pepe Grillo caribeño, en un rincón de la clase, me ha hecho más liviana la aventura de demostrar que somos lo que hemos leido. Como Cervantes, García Márquez nos enseña que el mejor lector es el que no sabe leer; y aprende, leyendo, que la mejor lectura incluye otra novela. Nos ha dado lugar en esa biografía de la lectura.

 

            



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27 de mayo de 2014
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