Skip to main content
Blogs de autor

GGM: Teatro de la lectura

Por 27 de mayo de 2014 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Julio Ortega

 

 

1.

 

            Ese jueves por la tarde debíamos concluir el abordaje de Cien años de soledad, la última de las novelas de Gabriel García Márquez en el curso, cuando vi  que los estudiantes compartían en sus portátiles, demudados, la misma noticia; de inmediato entendí que Gabo había muerto. Guardamos un rato largo de silencio. La semana anterior habíamos tenido un coloquio de estudiantes dedicado a Carlos Fuentes, y esa misma noche una de ellas presentaba su exposición de pintura a partir de Rayuela de Cortázar. Fuentes fue profesor visitante en Brown los últimos 15 años; y Gabo y Cortázar fueron aquí parte de una comunidad de la lectura inclusiva. Uno de los buenos lectores confirmó la lección del autor : “Nunca olvidaremos esta tarde,” dijo. Entre los mensajes que llegaron, otro escribió: “Gabo ha vuelto a Macondo.” Ahora podíamos retomar la clase.

            Les conté que en una de sus últimas visitas a la Universidad, Carlos Fuentes se aprestaba a dar una de sus conferencias cuando, de pronto, un señor viejísimo, pequeño, de pelo blanco, y casi transparente, se nos acercó y en un murmullo le preguntó:

            -Señor Fuentes, ¿ha publicado un nuevo libro Miguel Angel Asturias?

            Carlos se sorprendió y alzando los brazos respondió:

            – ¡Miguel Angel Asturias ha muerto hace mucho tiempo!

        El señor muy viejo al que sólo le faltaban alas enormes, no se amilanó y volvió:

            -¿Y Alejo Carpentier? Sigue escribiendo, ¿verdad?

            -¡No! –exclamó Fuentes-. ¡Carpentier también ha muerto!

            Imperturbable, el anciano insistió:

            -Pero con Julio Cortázar, Ud. sigue conversando…

    Carlos dió un paso gigantesco y entramos a la sala. Me dijo, sin aliento:

     -¡Yo creo que es un fantasma!

             Para tranquilizarlo, respondí:

            – Es obvio que no lee obituarios. Pero es el lector ideal. Cree que todos los autores que ha leído siguen vivos.

      Su charla estaba dedicada a  tres de sus mejores amigos escritores norteamericanos: Arthur Miller, William Styron y Arthur Schlesinger.

            Estuvieron más elocuentes que nunca.

 

II.

 

            Gabo siempre estuvo fascinado por las interpretaciones de sus libros que los estudiantes elaboraban en mis clases. Una de las historias que lo entretuvo fue la de mi estudiante Marisa. Se las conté a él y a Mercedes en la terraza del Quinta Real de Guadalajara, cuando por fin nos dejaron solos. Esta historia empieza cuando Marisa, hija de una pareja de médicos, termina el colegio y sus padres la convocan a una ceremonia de la verdad revelada, que los niños norteamericanos deben temer como otra iniciación puritana. Sus padres le revelaron que ella había sido adopatada de un orfanato colombiano. De inmediato, Marisa decidió visitar Colombia y llamar a las puertas del orfanato. Descubrió en los archivos, me dijo, que su madre la había entregado cuando tenía dos meses, pero que al año la había recuperado; aunque unos meses después – precisé para Gabo, quien creía en los tiempos verbales como la gracia mayor del lenguaje –, ella la había vuelto a entregar al orfanato. La conclusión de Marisa  fue extraordinaria: los hechos documentados por las monjas (ahora no estoy seguro si había monjas, o si ésta es una memoria interpolada) demostraban, me explicó, que su madre la quería: la había recuperado pero no podía conservarla, y para protegerla la devolvió. Gabo me escuchaba inmóvil, con una mirada tarda y una sonrisa de humo. Me di cuenta de que la historia recorría los vericuetos de su memoria. Complacida de su hallazgo, asumiendo su orígen como una revelación, Marisa volvió a casa y solicitó admisión a la Universidad de Brown. No había imaginado que la esperaban las novelas de un tal García Márquez, y que en una de ellas encontraría lugar.

            Marisa quería ser fotógrafa y deduzco que formó parte del grupo de estudiantes que seguían clases en RISD, la escuela de arte y diseño  que está al otro lado de Benefit Street, la magnífica calle gótica del siglo XIX por la que circula la película “Providence,” de Resnais. Ya que no viene al caso, salvo a este ejercicio asociativo, vale la pena recordar que en esa esquina tomaba el té Edgard Allan Poe con su novia local, Sarah Ellen Whitman; y más allá, al fondo, flotaban las rancherías donde vivió su pobreza H.P. Lovecraft. El caso es que para su trabajo final en nuestro curso, ella me propuso un proyecto creativo: fotografiar el árbol genealógico de los Buendía. Lo aprobé profusamente. Sospecho que a Gabo la idea de derivar de su novela otro árbol genealógico debe haberle parecido que mi idea de una biografía de la lectura presupone una Enciclopedia de los afectos.  Nunca me ha convencido que sus libros se deban a la genealogía. No se explican como la derivación de un paradigma original arcaico. Más bien, sospecho que  huyen del orígen, que es inexplicable, y  somete al lenguaje a una relación perversa de causas y efectos. Estoy por creer que sus novelas se apresuran por traspasar el horizonte que abren de futuro. Nos proponen, como el árbol de Marisa, una familia por venir. Después de todo, Cien años de soledad empieza cuando ya la historia ha terminado, porque el único modo de imaginar el futuro es como ciclo: aquello que sucumbe da la vuelta, y retorna. Además, el último lector no es el último Buendía sino uno mismo, el lector, que sustituye a Mauricio Babilonia, leyendo detrás de su hombro. La lectura, nos dice, está hecha por todos, como la verdad aristotélica.  Por eso, le dije,  Marisa  iba a construir un árbol sustitutivo: los personajes de la novela eran los estudiantes de la clase, fotografiados por ella con alguna leve caracterización. Gabo,  aliviado, reconoció el artificio. No en vano fue sabio en reformular la orfandad.

            Yo temía que Marisa en sus exploraciones de familias colombianas que migraron a Providence encontrara a una señora que le dijera, “Mi’ja”, y que ella lo tomara literalmente. Pero la protegía la novela: en verdad, buscó a su familia entre los personajes de la novela, y los descubrió ente los lectores de su edad.

            Al final, Marisa me entregó un gran cartel con las fotos de sus amigos mirando todos al espectador como en un espejo que los nombrara. Pero vi a un chico repetido y con distintos nombres, y le pregunté si le había faltado modelos. Lo que pasa, dijo ella, ya en pleno  fraseo garciamarqueziano, es que ilustran el incesto.

           Yo quiero estar en tu clase, me dijo Gabo, a modo de epílogo de esta historia. Pero quiero ir sin que me reconozcan, entrar y sentarme en silencio en la última fila. Así puedo escuchar, sin que me vean, sus versiones y comentarios.

            Me doy cuenta, al día siguiente de su muerte, que nada de lo que ha dicho Gabo, como si jurara, es en vano. En cada curso sobre sus libros, frente a la clase, poseídos todos por la promesa siempre abierta de una interpretación  feliz, la idea de que Gabo está sentado, como un Pepe Grillo caribeño, en un rincón de la clase, me ha hecho más liviana la aventura de demostrar que somos lo que hemos leido. Como Cervantes, García Márquez nos enseña que el mejor lector es el que no sabe leer; y aprende, leyendo, que la mejor lectura incluye otra novela. Nos ha dado lugar en esa biografía de la lectura.

 

            

[ADELANTO EN PDF]

profile avatar

Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

Obras asociadas
Close Menu