Skip to main content
Escrito por

Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Transfiguraciones de Octavio Paz

"Los poetas bajaron del Olimpo" (gracias a la irreverencia creativa de Nicanor Parra), y la noción de "poeta nacional" se convirtió en un gravamen. Tal vez por culpa de Víctor Hugo, multiplicado por sus monumentos, el único poeta que dejó incompletas sus obras completas: no cesan de aparecer nuevos manuscritos suyos. Antonio Machado fue casi canonizado como emblema trágico de la guerra civil española, y luego casi santificado por la naciente democracia. Un relativo olvido le ha hecho bien a su poesía, ahora podemos leerlo libre del ditirambo, ese mármol de todo oficialismo. No menos redundante es la idea de las "generaciones", casi un directorio telefónico reciclado. Los marcos locales de lectura periódica se han vuelto melancólicos; y los nacionales, museológicos. Hoy predomina un diálogo más civil, la posibilidad de una república literaria sin policías.

 

Hasta en México, donde el “poder cultural” (un oxímoron, porque si es cultural está exento de poder) era ejercido por una figura emplumada, una voz sumaria y una corte corifea, hoy ya no sería creíble la suma de asesor político, ganador de todos los premios, y responsable de todas las respuestas. El intelectual público se ha vuelto obsceno: casi un exhibicionista.  Lo reemplaza hoy el cronista, apremiado por testimoniar sus fáciles afectos.

 

"El presente es perpetuo", resumió Octavio Paz desde su fe radical en el lenguaje, que fue el centro de su poética. Hoy el presente es una enunciación: lleva la fuerza del instante. Pero el desafío de Paz declara su aventura: no hay sino presente. Los poetas demasiado fecundos nos resultan incómodos porque prolongan la charla. Nuestras normas se han hecho más civiles en los turnos del diálogo.  Gracias a esta economía  expresiva, Borges  ha sido recuperado como poeta de la concisión.  José Emilio Pacheco demostró que la voz y la escritura se funden en   el acto de devolvernos la palabra. Neruda, en cambio, es nuestro Victor Hugo: sintió la obligación de cantar la historia, el paisaje y los pueblos: su monólogo es planetario. Lo dijo mejor Paz : “la monotonía geográfica de Pablo Neruda.”

 

Con los buenos poetas hay que aprender a conversar.  La lectura es, al final, el aprendizaje de protoclos, modelos, y economías del diálogo. Y cada buen poeta nos educa en su propio sistema de convocaciones.  Vallejo, es verdad, espera demasiado de su interlocutor, y no sólo nos pone en dificultades sino que nos prueba que la poesía puede ser superior a nuestras fuerzas. La obra de Paz demuestra el largo diálogo con el lector como un auscultante, laborioso y honesto comercio con la poesía misma, con su historia moderna y su afincamiento histórico, con sus poderes prometidos y sus formas insuficientes: el poema, descubrió Paz, es la convocación de la poesía, el ritual de su deseo y, siempre, la búsqueda renovada de su felicidad expresiva. Como los grandes modernistas (Mallarmé, Eliot, Vallejo), Paz supo que la poesía no está en el poeta sino en el lenguaje, y que el poeta oficia entre el lenguaje y el lector. Por eso, la práctica poética de  Paz  está hecha por el doble movimiento de decir y desdecir. Y también por eso, corregía una y otra vez sus poemas, incluso los publicados. Su método de escritura pasaba por esas etapas de insatisfacción, autocrítica rigurosa, y pasión del oficio. La segunda edición de su poesía reunida fue más breve que la primera. Pero la autocrítica no fue una duda sobre la poesía sino, lo que es más interesante, afirmaba su fe en la poesía.

 

Por lo pronto, una parte de la crítica ha optado por leer en la poesía de Paz la confirmación elocuente de su teoría y crítica poéticas.  Opción equívoca, que maltrata la poesía con la glosa y que convierte al decir del poema en un sobredecir de la prosa.  Es preciso evitar esta fácil tentación para que el poema hable por sí mismo, más allá incluso de las opiniones de su autor.  Otro sector de la crítica se conforma con un rastreo de fuentes y circunstancias, explicando así el poema en su genealogía literaria.  Esta opción no es menos equívoca, porque hace causal al tiempo casual del poema, disolviéndolo en el repertorio escolar de la tipología de los estilos y los postulados.  Si la primera tendencia descuida notablemente la calidad específica de esta poesía, que contra-dice su propio proceso evolutivo a nombre del instante que retraza; la segunda tendencia olvida el carácter contradictor de esta poesía frente a los grandes movimientos poéticos europeos e hispánicos, a los que revisa y refuta más de lo que a simple vista parece.  Con Paz, tan ensayista como poeta, y en pugna en más de un punto entre ambas validaciones, la critica de la poesía, desde ella misma, se hace sistema. De inmediato reconocemos el ardor de su lenguaje, la tensión de su prosodia, la fuerza de su clara inteligencia.

 

Para no dejar de leerlo, hay que recuperarlo como intelectual serio (hecho en la capacidad de dudar, incluso de sus propias opiniones); como poeta lúcido (siempre buscando el poema en el mar del lenguaje); como ensayista creativo (provocando un debate que casi nunca logró); y como polemista ardoroso (cuyo afán de actualidad era una verdadera pasión).  Al final de su vida llegó a la melancólica conclusión de que lo querían más en España que en México. Sus mayores intorlocutores, hasta donde soy testigo, fueron Carlos Fuentes, Haroldo de Campos, Severo Sarduy, Pedro Gimferrer, Juan Goytisolo, Julián Ríos, Eliot Weinberger; y, en México, el más sabio y mundano de todos, Alejandro Rossi, con quien uno sigue conversando.  Fue, no sin razón, crítico puntual del voluntarismo de las izquierdas tanto como del fundamentalismo del mercado. 

 

Esta poesía habla al final de la poesía misma.  No porque presuma que la poesía se ha hecho improbable sino porque está escrita como si la poesía fuese el último de los sentidos.  Sentido final, donde el lenguaje dice por primera vez todo lo que puede decirse por vez última, como si el desmentido de la promesa de la modernidad, que América Latina ilustra, nos dejara muy pocos, si alguno, discursos veraces.  Paz nos dice, una y otra vez, que somos una parte excéntrica de Occidente, pero no lo dice con entusiasmo sino con resignación: la modernidad es residual, nos ha hecho perder el mundo natural, y nos ha convertido en sujetos del mercado universal.  Dario habia escrito “Yo persigo una forma….”, significando el proceso de una identidad prometida plenamente por la poesía como cristalización del Sujeto en el lenguaje.  Paz, más bien, buscaba un centro articulatorio, un afincamiento en el sentido, no sólo en la convicción poética, sino en una significación que hicera del arte la verdadera conciencia del ser y del estar, del pensar y actuar, del hablar y callar.  Sus mejores poemas, por eso, son una pregunta por el poema, una búsqueda siempre más allá del lenguaje mismo, de la misma forma,  una estrategia desplegada como la convocación de la poesía. 

 

Paz debe haber sido el último poeta del modernismo internacional cuya fe en el poder de la poesía como eje central hacía del poeta una suerte de sacerdote responsable de la palabra, tanto de la privada como de la pública, y cuya idea de la autonomía  del arte–o, por lo menos, de su suficiencia- situaba a la poesía entre los lenguajes del esclarecimiento. Por lo mismo, quizá hoy podamos leer esta poesía en su horizonte dialógico, como el intento de una conversación con las grandes operaciones artísticas de la modernidad internacional, en cuya discusión y aclimatación Paz, al final, construyó otro modo de compartir la innovación artística, ensayando su traducción, apropiación y respuesta desde éstas orillas.  Casi siempre los poemas de Paz se sitúan frente a un interlocutor  o contexto poético del otro lado, de otra lengua, época o tradición, desde el himno y la elegía hasta el poema espacial y contrapuntístico. Por un lado, fue atraído por los poetas capaces de decir plenamente (Breton, William Carlos Williams); por otro, por los poetas capaces de decir cifradamente (Juana Inés de la Cruz, Góngora, Mallarmé); y todavía por otra parte, por los poetas capaces de exceder el habla y jugar con su grafía (los Toponemas, la Renga, el concretismo brasileño).  El Premio Nobel de Literatura (1990) reconoció la calidad internacional de ese diálogo latinoamericano.

 

Así como los objetos de Marcel Duchamp son un despojamiento de la tradición representativa y de la densidad semántica del arte, de su estatuto hermenéutico tanto como de su lugar en este mundo; la forma del poema paziano, ese cuerpo verbograficado de contrapuntos, antítesis, analogías, ese precipitado barroco que se contra-dice mientras se sobre-dice, actúa como la sustancia misma del acto poético, como una figura que la transfigura.  Blanco es el momento culminante de este proceso.  Porque la operatividad de una forma inductiva ocurre en la misma serialización fragmentaria, secuencial; y porque el espacio poético, se diría, es desplazado de la discursividad: en él es donde la enunciación tiene su código generativo.  Pocos poetas han logrado transformar a la modernidad creativa en parte de nuestro propio idioma literario.

         
El mejor tributo a sus muchos trabajos es leer su poesía en el horizonte dialógico que ayudó a forjar como el proyecto de una conversación inclusiva con las grandes operaciones artísticas de la modernidad, reapropiada como nuestra. Nos ha hecho contemporáneos de la comunidad de la lectura.

 

 

 

 

 

 

 

 
 


[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
1 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Certidumbres del poema

 
José Emilio Pacheco ha abandonado el lenguaje pero el lenguaje sigue hablando por él. Esta breve suma de lecturas de poesía publicada en 2013 es en memoria de su lector más íntimo y hacedor más fiel.

  

Diorama (Madrid, Amargord),  el espléndido libro de  Rocío Cerón (México 1972), cita al lector en una cámara oscura donde su mirada se ve refractada: lector, mirada y cámara transportados en milagro (que significa ver más) del lenguaje. Este libro lo espera todo del lector. Lo convoca a recuperar el verbo desde la acción del poema. Nos dice que la poesía es el lugar del lector en las palabras, restadas aquí por el rigor y el radicalismo de su demanda contra un mundo profuso y redundante. Tal proyecto de otro libro y otro lector, hace de la poesía el instrumento para forjar una nueva sintaxis de re-habitación. "La ofrenda: lengua en tierra propia," afinca en la materialidad emotiva y lúcida, que el poema reorganiza con la claridad del recomienzo,  allí donde la tersa enumeración recobra la fuerza primaria del nombre. Dolor y celebración del lenguaje, este libro refulgente despliega un horizonte de libertad por hacerse: una fe cierta en esa margen visionaria y lúcida:

 

Donde los náufragos cantan apunta el ojo. Hacia el rabillo austral de la

mirada -agua de la memoria- el tono plomizo del frío. Uno podría ser

entendimiento crepuscular, avanzada furiosa de jauría humana pero el

vórtice detiene la rebelión. Gotea aún el rompevientos. Y entre el invierno

de milnovecientosetenaydos y el presagio del dosmildocefindelmundo un

día y el otro. Gramática de Babilonia. Descenso.

 

 

Alcools (Lima, Paracaídas), del peruano Mirko Lauer (1947), no sólo es su mejor libro de poemas sino el más cercano al lector, gracias a que si bien concibe el lenguaje no como la transparencia del mundo sino como su re-inscripción, esta vez el poema más que un acertijo cifrado es un flujo emotivo.  Desde el decurso y la fluidez  del soliloquio, el poema recompone una secuencia de imágenes, y aunque no requiere proveer un tema, busca recomponer fragmentos, ensayando una notación  músical, el fraseo asociativo que registra la deriva de lo vivido. Más que el sentido de los hechos, el poema cristaliza, por eso, la entonación de la época en el recuento del canto. Parte para ello de una mediación: los Alcools de Apollinaire. Pero no se trata del estilo del poeta que suma los puentes, sino de su dicción, de su capacidad de tramar en el canto la alarma de vivir en el lenguaje; esto es, en la memoria de uno mismo como otro hablante. El poeta, parece decirnos Lauer, no escribe poesía: trama una entonación, en este caso memoriosa de instantes sumarios. El poema ocurre como un plan de asedio y acopio, pero sobre todo como la voz devuelta a la ciudad, cuyo azar favorable el poeta asume como un discurso suficiente y libre. Poesía conceptual que refuta la lógica del lenguaje, que todo lo incorpora a su enciclopedia. Lo vivo, en cambio, es aquí la gratuidad del sentido, que cuaja en el juego que somete a prueba a las palabras, negándoles el beneficio de lo literal para ponerlas en duda, y darle la vuelta a la referencialidad desde el no-lugar del poema; ya no del poeta o del lector, sino de la poesía misma, liberada entre el vejamen del tiempo y  la acción del arte: ¨Pájaro sin más mente que su arte”. En Bird Charlie leemos:

 

            Una vez violentamente despojada el ave de su poderosa inteligencia,

                        La tarde se puede llenar de su sonido: gratuitos chirridos

                        Que no llegan a ser un canto, ni un consejo, ni una queja.

                        Sonido que nos invita a hacernos cargo

                        De la indiferencia instalada en el paisaje.

 

 

Tálamo (Madrid, Hiperión), de Minerva Margarita Villarreal (México, 1957), es de una inmediata enunciación: el poema se abre como una verdad más desnuda, tan breve como suficiente. Su elocuencia brota de lo que no dice. Las palabras nacen de otras palabras, anagramáticamente,  pero también con la urgencia de la confesión suscinta.  El poema pone a prueba a las emociones: su mesura se alimenta de la desmesura.  El lenguaje pasa por el poema con su timbre  intenso. Su función es pulir nombres como los huesos de un cuerpo verbal tierno y lúcido. El nombre es la osatura del mundo y sostiene lo real como una revelación. Este es un libro de horas, hecho por la oración más lúcida: al pie de la noche, entre la llamarada de lo vivo y el abismo de la tinta. No se puede decir más con menos:

 

                        La piedra

                        bajo la lluvia  

                        La piedra

                        que ve a Dios

 

  

Diario de la urraca (cuaderno paulista), (México: Universidad de Nuevo León), del cubano Rodolfo Häsler (1958), residente de Barcelona desde los diez años, es una impecable puesta en abismo de su peculiar y distintivo talento para dar a ver y, de inmediato, conocer, una zona inédita de la imaginación de lo real. Con una devoción puntual, ligeramente obsesiva, o sea, clásicamente persuasiva, RH nos ha convencido de que su lección de cosas trama lo visionario y lo mundano, la lírica que todo dice con la otra medida de natura, la mesura. Alguna de ambas hace de luz y la otra de sombra, en el claroscuro de su figuración, cuyo pulso analítico discurre con la lógica de una demostración improbable. Solo el poema (parece no decirnos pero nos dice) habla de la poesía citándola para que completemos su ecuación de ingenio, apetito y drama. Este “cuaderno” de cuaderna vía contempla con pasmo cierto, horror sutil, y humor íntimo la construcción de Sao Paulo, cuyas torres y parques deslumbran al lenguaje con su artificio abismal. Si el Diablo, como dicen, sostiene el artificio de la ciudad y no duerme para que ella sigue despierta y no regrese a la naturaleza, el poeta, no menos demiurgo, gozoso del artificio y capaz de perturbar al Apóstol con sus propias epístolas, imagina a la urraca como el pájaro cantor que trabajando para el Diablo (en las horas libres que le deja Rossini) irrumpe en el poema como una cita de esa Natura que sobrevive en sus aves musicales, algún gato literato y un perro arrollado por un coche. Los poemas asumen el papel de la urraca, la sobrevivencia del canto y el jardin: “El alma del mundo está atrapada en la naturaleza, /basta entrar en el reino del sol.” Al final, las torres, como en la tradición más ilustre, se alzan para caer:

 

                                                                        Cada piedra

                        alza una jerarquía, y calcinado por el sol

                        el edificio se desmorona y se convierte en vestigio

                        abandonado. Y sin embargo, seguimos sin indicar el alcance

                        de su misterio

  

 

Sínsoras (Barcelona, Seix-Barral) de José Luis Vega (Puerto Rico, 1948) declara con suficiencia que el poeta es producto privilegiado de la gran tradición que ha hecho de su Isla del idioma un término de las sumas fluidas de España y el Caribe, entre formas clásicas y decires de elocuencia mundana. Fresco de voces inmediatas y sabio de sílabas y mediciones, Vega preside en Puerto Rico (feliz metáfora y leve oxímoron) esa herencia de intercambios trasatlánticos. Se entrecurzan en su obra el sabor de la dicción de los siglos de oro y la sensorialidad del modernismo hispanoamericano con las lecciones del clasicismo callejero de Luis Palés Matos. Ser poeta en Puerto Rico implicaba pasar de los ritmos antillanos de Palés a los asombros de intimidad de Pedro Salinas. Estos tres liróforos alertas deben de haber convertido a San Juan en la capital de índice de población poética mayor del mundo. Por eso, en uno de sus poemas de sumas e intercambios modélicos, Vega imagina a Pessoa y a Luis Palés Matos caminando una calle de Lisboa que converge hacia el puerto de San Juan, como si la poesía fuese, precisamente, la vía transitiva de las reconciliaciones:

 

No es Palés, es Pessoa,

dirán los entendidos cargadores del muelle

al verlos, tambaleantes, calle abajo,

izados por un aire de marina,

de brazo rumbo al río.

 

  

Virtú (Lima, Hipocampo). Roger Santiváñez (Piura, 1956) forma parte del movimiento artístico peruano que hace suya, y no sin gracia irreverente, las formas del bien decir del repertorio retórico que Rubén Darío fue el primero en descubrir, en toda su extensión formal, en la memoria lírica del español. Carlos Germán Belli fue, sin duda, el poeta peruano que apropió la formidable retórica de los gongorinos menores (¿los hay mayores?), duchos no sólo en relajar el entrecejo del Maestro, como dijo Lezama. Con desenfado, Santiváñez propone, más que una laboriosa hipérbole, un límpido fraseo de estirpe garcilasiana, quizá en el ejemplo de Barahona de Soto, aunque es más claro su franco asalto de Cavalcanti y el petrarquismo. Con talento lúdico y goce festivo, Santiváñez habría aprobado con entusiasmo la genealogía de la Chica de Ipanema, que proviene del paso, no menos fugaz, de la dama florentina en el poema de Dante.  Dado el modelo, lo demás es cosecha del habla: “Regia en blue-jean a mi morada/ Volvió lejana al instante desaparecido/ Párpado desliz, curva deslizada.” Esa tensión del repertorio lírico y el habla urbana, logra un contrapunto tan fresco como tenso. El poema, al final, es una estrategia para convocar el ardor del deseo. Lo dice bien Benito del Pliego en su postfacio: “En Virtú la lengua (hablas que se cruzan con textura Pound) perfila con insospechadas cualidades un texto tangible, un cuerpo textual de respiración marina.” El poeta declara su nombradía: entre coloquialismos juveniles y maestros del arte de desear, canta a las ninfas como fauno urbano y memorioso. El Epílogo es “a la manera de José Maria Eguren”, el poeta que cantó a “La niña de la lámpara azul;” sólo que, nos alarma Santiváñez, se trata de un Eguren “erotizado.” Lo excusa el humor:

                                   

                                    En el jardín de Villacampa

                                    Dulce caramelo de limón

                                    Aparece la púber blanca

 

  

Los grandes almacenes (Barcelona, La Rosa Cúbica. Con una imagen de Frederic Amat y dieño de Estela Robles). Quisiera argumentar que David Huerta (México, 1949) no sólo ha probado ser, desde la diversa textura de su voz, jamás beneficiada por un estilo, uno de los poetas latinoamericanos cuya exploración abre, en sucesivos pasajes, la capacidad de la poesía de producir las imágenes de estas épocas interpuestas como un fin del mundo discursivo. Contra ese derroche verbal precario que manejan los poderes en juego, la poesía de David Huerta recomienza la hipótesis de una palabra tan incisiva como fecunda, afincada en su territorio lírico y alerta a la pérdida del lenguaje entre las jergas dominantes. Esta es una poesía de independencia radical, que resiste la socialización compulsiva de los lenguajes institucionales . Y, sin embargo, o por ello mismo, carece de programas, nada impone ni demanda. Leerlo  es recuperar la gratuita suficiencia del habla, su inmediatez rebelde, y su inteligencia dialógica. Su Prólogo a este libro es sintomático: cada párrafo excusa el protocolo, para decirnos  lo que no dirá. Y concluye: “Basta. Procedo a la consideración asistemática de los grandes almacenes y al cántico de su sabor extraordinario.” Ya en en el primer poema, el libro se anuncia como evento: “No se dónde están los grandes almacenes pero sé, en cambio, que yo estoy en ellos...No estoy en todo almacén simultáneamente...sino de manera alternada...A saltos de esdrújula, de rotos y desgarbados dáctilos, el silencio y el cántico de los almacenes se buscan con denuedo en mi boca.” De inmediato recordamos el desafío de Tzara: “El pensamiento se hace en la boca.” Esto es, la poesía está siempre por hacerse. Los almacenes se transforman: “Son todo lo que ignoro y todo lo que rodea. Y a ellos debo mi sabiduría de fugitivo, mi sedentarismo de vagabundo contradictorio...”. En ese “cosmos autosuficiente pero dudoso” Balzac, Walt Whitman y Kafka, son parte del paisaje funambulesco y, a la vez, de la escritura y la lectura. Es un paisaje Ilimitado y periódico, como la Biblioteca borgeana; pero también una naturaleza artificiosa y una población primaria, registrada por esta historia  de un sistema irrisorio y, además, regido por la ley y la abogacía.  La implosión del poema da cuenta de la zozobra del mundo almacenero. Pero más que una alegoría traducible a situaciones contemporáneas, el libro (una primera cartografía de esos almacenes omínvoros) sugiere una puesta al revés de las galerías y las avenidas donde Walter Benjamin creyó ver en la forma de la mercancía el espíritu de la época. En los almacenes de hoy, parece sugerir David Huerta, se trata, más bien, de los hombres como la mercancía rizomática: el almacén sería, así, el alma-ceniza, la pérdida de la forma humana en la melancolía de la ciudad residual, tumba activa de la compra-venta universal. El evento del poema, sin principio ni final,  despliega la violencia fantasmática que la escritura  confronta y discierne:

 

                        Es un olor de tinta y toga, de martillazo y venda, sobre los ojos.

 

 

 

 

 



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
17 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Para Juan Gelman


1. Gelman y la voz rota del exilio

 

En sus memorias, Gabriel García Márquez recuerda “el diario hablado del profesor José Pérez Doménech, que seguía dando noticias de la guerra civil española doce años después de haberla perdido.” La conciencia de derrota fue otra lección política que los españoles republicanos forjaron y, a veces, transformaron, como ocurre con el utopismo de Juan Larrea, de estirpe visionaria y cultural; y con la respuesta de María Zambrano y José Bergamín, quienes recobraron, desde el exilio, un lenguaje restitutivo, esencial y poético. Paralela, aunque de otro orden, es la conciencia de derrota que los exiliados argentinos y chilenos dirimieron frente a la violencia de la “guerra sucia” en Argentina, y ante  la destrucción del gobierno democrático de Salvador Allende. Juan Gelman había de proseguir su batalla perdida más allá de las peores noticias, convirtiendo a la derrota en un lenguaje que la asumía para excederla. Gelman perdió a su hijo en la “guerra sucia” y su nuera desapareció embarazada. Después de haber sido secretario de prensa de los Montoneros en Roma, renunció al partido, por la vía inversa a la lógica de la violencia, y dedicó muchos años a la búsqueda de su nieta, no hace mucho finalmente localizada en Uruguay. El país es otro, los generales asesinos fueron a la cárcel,  pero la cruzada de Gelman, tanto como su poesía, reveló las estaciones del luto, ese via crucis del purgatorio, que el exilio preserva como un pensamiento  del escándalo. La pérdida, al final, no es la de una batalla sino la de los países, que asumiéndose como otros, eligen la cura de sueño del perdón y el mercado. Por eso, algunos de los que regresaron, como el chileno Armando Uribe Arce, hablaron desde la orilla extrema de los muertos a muerte.  

En la voz fracturada de Gelman aparece la subjetividad a flor de piel del exilio latinoamericano como tragedia: su desborde verbal ardiente, su intimidad dolorosa, su exasperación ante la sociedad mercantil, y su desasosiego con la política. No menos importante es su erosión irónica, cuando no satírica, del oficio literario y sus pasiones superfluas. Todos somos, al final, exiliados, parece decirnos, sólo que en las furias del lenguaje unos terminan en la otra orilla, buscando recuperar la voz. En el exilio Juan Gelman forjó, sin embargo, un espacio súbito de horizonte habitable: el regusto por lo cotidiano, el humor y el amor de la pareja, la amistad como fruto del tiempo fidedigno, y la poesía de los afectos, que late y respira como un cuerpo salvado de la historia por amor de las palabras.

 

2. Juan Gelman a duras penas 

Juan Gelman (1930-2014) debe haber sido el poeta contemporáneo que asumió más que otro alguno la violencia de su país y su tiempo. Sufrió en carne propia la desaparición de sus seres queridos, y entre las cortes de justicia y la prédica de los derechos humanos, buscó desentrañar la memoria y los huesos de sus muertos, y recobrar a su nieta secuestrada. Sólo la poesía y la solidaridad le permitieron sobrevivir la tragedia. Su poesía fue una conversación con sus hijos, hecha en el habla de una intimidad lúcida y desolada. Pero fue también un desentrañamiento del lenguaje en cuyos registros, fronteras, dicciones y denudez buscó a los suyos y los encontró hechos palabra. La poesía, sin hipérbole, le salvó la vida. No en vano habló largamente con la obra de Vallejo, en castellano y también en sefardí. En su Arte Poética escribió: “Nunca fui dueño de mis cenizas, mis versos, / rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte.”

  

¿Cómo s e reconoció en diálogo con la poesía?

 

Soy el único argentino de una familia ucraniana que emigró de la URSS en 1928. Boris, mi hermano mayor, me recitaba a Pushkin en ruso cuando yo tenía 4 o 5 años. No entendía una sola palabra, pero el ritmo y la música de esos versos me causaban una extraña felicidad. Durante años acosé a mi hermano para que me recitara a Pushkin una y otra vez y creo que allí nació mi fascinación por la poesía. Luego vinieron las lecturas. Nunca termina uno de hacerse poeta.

  

A sus lectores les gustaría seguramente conocer su biblioteca,  esa ilusión de un árbol genealógico. ¿El poeta, inventa a sus precursores o, mas bien, imagina a sus lectores?

  

En mi biblioteca de poesía se entremezclan clásicos como el Dante y Shakespeare, místicos como San Juan de la Cruz y Sor Juana, poetas provenzales anónimos del siglo XII y XIII,  Quevedo, Góngora y Garcilaso, modenistas –digamos- como López Velarde y Lugones, surrealistas como Eluard y Breton, vanguardistas,  poetas que me marcaron como César Vallejo y Raúl González Tuñón. Allí los poetas jóvenes viven con Blake, Hölderlin, Ossip Mandelstam, Pavese,  Neruda, Maiacovsky, Drummond de Andrade, Borges, Octavio Paz, Baudelaire,  Rimbaud, Mallarmé, Ezra Pound, Eliot, Zanzotto y tantísimos otros. Hay poetas que imaginan a sus lectores. No es mi caso.  Creo que cada poeta busca lo mismo que buscaron sus precursores, como decía Basho. Y hay efectos que iluminan causas, que dijera Lezama Lima.

 

¿Se ha encontrado a sí mismo en su propia voz? ¿O la voz es siempre la de otro, la imagen en el espejo del lenguaje?¿Qué es primero, la imagen o el ritmo?

  

El que escribe es otro, desconocido para uno mismo, sorprendente para uno mismo. Habría que abolir el mundo para escribir poesía. Lo primero, para mí, es la obsesión. Ella impone el ritmo cuando la imagen llega.

 

¿Le ha tentado alguna vez la necesidad de formular una poética? O de alguna manera ¿su poesía es una reflexión sobre el poema?

  

Un poeta crea su poética en sus poemas. Algunos logran formularla teóricamente y los envidio.  Parece que me atengo a una suerte de fábula rusa que una vez me contó mi madre:  un arañita ve pasar a un ciempiés y lo detiene. “Dígame, señor ciempiés, ¿cómo hace usted para caminar? ¿Avanza con las 50 patas de la derecha y luego con las 50 de la izquierda? ¿O  una y una, o 10 y 10 o 25 y 25”?. El ciempiés se detuvo a reflexionar y nunca más caminó.  Cada poema, ajeno o propio, es una reflexión sobre la poesía.

 

¿Frecuenta Ud. la primera persona? ¿O prefiere dejar el "yo" a los novelistas? Puede, en definitiva, el lenguaje representar al "yo" asignándole una identidad cierta?

  

Difícilmente comienzo un poema en primera persona, aunque ésta –no el “yo”- a veces aparece en el decurso del poema. Maiacovsky decía que su “yo” expresaba el de millones de personas. Quién sabe.  Como usted bien dice, el lenguaje puede otorgar una identidad cierta al “yo”. Hace al “yo”.  

 

¿Que sintonías cree Ud. haber establecido con otros poetas y escritores de su país y su lengua?¿Cómo definiría la opción de pertenencia de su obra?

  

Con la llamada “generación del 20”. en especial con Raúl González Tuñón, y con grandes poetas del tango como Homero Manzi. Y luego, Borges, Bioy Casares, Juan L. Ortiz, Andrés Rivera, Osvaldo Soriano, Jorge Boccanera, Sarmiento, Echeverría, Daniel Moyano, Enrique Molina, Olga Orozco, Francisco Urondo,  Rodolfo Alonso, Edgar Bayley,  Francisco Madariaga, Miguel Angel Bustos, Joaquín Gianuzzi, y más. La otra pregunta: no pretendo dar ejemplos ni lecciones con mi obra, y supongo que pertenece a la poesía en castellano.

 

¿Qué papel, si alguno, le concede Ud. al poema entre las formas de discurso que se disputan hoy el  significado de nuestro plazo en este globo?

  

La poesía no se pelea con ninguna otra clase de discurso. Es. Viene del fondo de los siglos, ninguna catástrofe natural o fabricada por el hombre ha podido extinguirla y sólo desaparecerá cuando el mundo acabe.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
8 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Mi lista de mejores libros, segunda parte

MANUEL VILAS. El luminoso regalo. Madrid, Alfaguara  

Entre los escritores españoles actuales, Vilas (1962) es de los más audaces y capaces de romper barreras entre el habla vivencial y el lenguaje escrito, entre los códigos de la representación sexual y su pulsión verbal desnuda. Pero la suya, más que un mero repertorio de tabúes rotos, es una práctica del arrebato, cuya hipérbole hace del cuerpo y la vida material el centro de su indagación alucinatoria del lenguaje más realista, aquel que busca no sólo ser verídico sino remplazar a sus referentes a cuenta de la violencia transgresora del deseo. El “luminoso regalo” es la metáfora de la sexualidad, de su ardor y urgencia de prolongar y, de paso, degradar el placer. Desvelada y revelada, la sexualidad se torna perversa y una subyugación lúcida y feroz de la pareja. Como en el mito del héroe desmembrado cuya hermana recompone su cuerpo, pero al no encontrar su órgano fabrica un sustituto mecánico, el falo ilusorio, el héroe del sexo es aquí la víctima de su pareja, la ¨bruja,” que lo convierte en el sustituto mismo, en la máquina sonámbula de su poder. Siguiendo la lección de Bataille sobre el Eros como gasto, exceso y pérdida pura, el “lujo gratuito” conduce al desafío de la muerte, al “exceso de nada.” Esta es una novela que exorcisa fantasmas y fantaseos; hecha con valor y escrita con agonía, excenta de respuestas y libre de explicaciones, nos convence de su escándalo lúcido y su canto melancólico, y más allá de la retórica narrativa construye una apasionada escena de desamor loco y deseo sin fondo.

  

ANTONIO LÓPEZ ORTEGA. La sombra inmóvil. Caracas, Seix Barral-Planeta   

Estos relatos demuestran la extraordinaria ductilidad del género en manos de un notable narrador quien es, en un sentido, clásico (sus relatos exploran un asunto excepcional) y, en otro, característico de la actual deriva trasatlántica  (una historia en Isla Margarita está interpolada con otra en Ohio, otras se remontan a París o Barcelona). Pero la cartografía de López Ortega (Venezuela, 1957) no traza sólo las simetrías del azar por mediación de un periódico, una fotografía o un viaje, sino que grafica el pálpito del mundo afectivo, precipitado por accidentes capaces de sumirnos en una secuencia de revelación y desamparo.  Estos cuentos nos llevan entre espacios de tránsito donde un episodio fortuito o sintomático suscita la puesta en crisis del tiempo, revelándonos lo que somos.  Pero lo distintivo es lo que el relato rehace desde esa fuerza esclarecedora. El accidente irrumpe en la escena doméstica o cotidiana y, en seguida, se abren otros escenarios de significación e intriga. La elocuencia confesional y la exploración auscultante hacen del cuento el revelado de una imagen conmovedora.  La materia emotiva es la naturaleza latente del tiempo incierto que nos somete a prueba. Esa dimensión de lo vivo exige atención, obediencia, compañía. No terminamos de aprender, nos dice éste libro, la calidad del entramado familiar y tribal. No en vano el cuento del título es la historia del perro bienamado, cuyo luto todos hemos conocido. En “Los árboles,” el primero y una suerte de prólogo, un hombre cuya mujer ha sido asesinada en la violencia de Caracas, la recobra en las plantas que cultiva, buscando en la naturaleza la lógica de lo vivo que la sociedad le niega. En el último, un epílogo,  en una foto de su infancia el autor descubre, entre su mirada y la del fotógrafo, “la duplicidad que toda escritura necesita para saberse existente.” Un tratado de las emociones que es un canto a la posibilidad del asombro mutuo.

 

 

BASILIO BALTASAR. Pastoral iraquí. Madrid, Alfaguara

  

Stendhal hizo que su personaje cruzara la batalla de Waterloo (nunca pensé en Waterloo como una derrota, dijo Borges) de lejos, para no tener que describirla. En su tensa y analítica versión de la parte que le tocó al destacamento enviado por España a apoyar la invasión norteamericana de Irak (todavía no se han excusado los que apoyaron esa matanza y su secuela), Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) nos confronta, en esta novela de sorprendente pulso vivo y tersa escritura, con una verdadera lección de anatomía moral. La orgánica estructura (cuatro cuartetos de simetría barroca y obsesiva pulsión analítica) es la de una pastoral melancólica sobre la memoria herida de la destrucción de los hombres que acompañaron esa guerra, no sólo injusta sino irresoluble más allá del lamento.  El coronel agonista que los lidera, el cura grandilocuente que los alienta, el traductor, local e intraducible, el sargento Arnal,  inmediato y brutal, convocados por el narrador que hace las cuentas del error ajeno para vengar su culpa, configuran una corte de los milagros que evoca la inmeditez de Baroja, remite al ardor crítico de Juan Goytisolo, y despliega la imperiosa, dura y a la vez desolada visión de una España más que negra, gris; cainita e implacable entre humillados y ofendidos.  Se impone, así, la autoconciencia como una sabiduría del mal; y hasta la oración asume el sentido contrario: “Prodigioso velador, disturbio salvador, potencia que teme el impío, santa paciencia, absuelve al iracundo, al déspota, al cretino.” En un “mundo avergonzado,” cerca de la muerte, “la imaginación del hombre adquiere una fomidable pericia.” Lúcida e impecable, esta novela  es un lamento fúnebre a la pérdida del “rostro del hombre.” Contra la prosaica prosodia dominante, lleva la fuerza de una demanda irrenunciable. 

DIAMELA ELTIT. Fuerzas especiales. Santiago de Chile, Seix Barral–Planeta  

Sólo Eltit (Santiago de Chile, 1946) podría haber asumido el omnipresente universo paralelo de la tecnología digital en una novela que es una fábula del fin de la idea de la Técnica. Porque aun si el ciberespacio es una segunda naturaleza, nos dice esta novela, sólo despierta de su pausa cuando alguien pulsa la señal, y ese sujeto que aquí controla, manipula, distorsiona, y subvierte el teclado es una operadora, pero no una experta sino una mujer del pueblo, un agente cultural capaz de convertir el aparato del mundo en una agencia de su contradicción o contrateclado. Nos remplaza la tecnología y adquirimos la forma de su operatividad, es cierto, pero contamos con la novela, con las mujeres, con la parte de libertad no socializada que lo femenino aun preserva contra todas las prácticas de disuasión.  Esa agramaticalidad de la mujer, sin embargo, no es otra hipótesis de género sino una actualización de la rebeldía. Sólo esta novela podría producir una operadora capaz de sexualizar la técnica y someterla a su cuerpo, al erotismo explícito, sarcástico y festivo, cuya habla popular está libre del lenguje procesado. Las “fuerzas especiales” son el armamentismo, la otra cara del ciberespacio, el control policial, la violencia de un sistema que requiere retroalimentarse a bajo costo. Es cierto que la tecnología no es en sí misma ni buena ni mala: depende de para qué sirve; Eltit nos dice que sirve para sojuzgar mejor a las mujeres, para convertirlas en nueva mano de obra barata, y para reforzar la multiplicación de las armas y la vigilancia  policial. Es la otra cara de lo moderno: cada nueva tecnología ha requerido el turno de las Makilas; ésta vez la privación de los celulares, la pérdida de la familia, la esclavitud del trabajo, el fin de la comunidad. Desde sus márgenes, la obra narrativa de Diamela Eltit sigue disputando nuestro lugar en el lenguaje.  

JAVIER VÁSCONEZ. Estación de lluvia. Madid y Quito, Dinediciones 

Este año ha visto el reconocimiento pleno de la compleja y exquisita calidad narrativa de Vásconez (Ecuador, 1946), uno de los escritores que busca sacar a su país del destino geográfico y dotarlo de un horizonte creciente en el lenguaje. El Centro de Arte Moderno de Madrid publicó un libro de arte con un manuscrito suyo. Una de sus novelas, tal vez la más característica de su estilo memorioso y sutil, La piel del miedo, se relanzó en México y Colombia. Estación de lluvia  adelanta  lugares de desencuentro y azar, el secreto propósito de una pérdida. Todo parece transicional, y cada rostro es el reflejo de otro rostro. Son cuentos que comienzan con las promesas del alba, arriban a la melancolía del crepúsculo, y se funden en la tinta  del sueño. Sus héroes afectivos  convergen en el balance y la alabanza. Las tardes amigas se deben a la charla memoriosa, y nos incluyen entre sus interlocutores. Y en los sueños, despierta la fábula del tiempo  circular del relato. Son cuentos donde la historia se  rehace mientras es escrita. Asistimos al proceso mismo de la composición del cuento mientras se arma la trama y se perfilan sus sujetos. Pero más que del juego de personajes en pos de su relato, se trata de la larga sombra de los pequeños héroes del mundo emotivo, marcados a hierro por los afectos perdidos, y salvados por la pasión de la fábula que alienta en  estos relatos memorables.   

RICARDO PIGLIA. El camino de Ida. Barcelona, Anagrama  

Esta espléndida novela de desventuras es una crítica aguda del campus norteamericano, la historia del asesinato de una bella colega, y la crónica especulativa del caso del profesor americano que se convirtió en el terrorista conocido como el Unabomber. En el proceso, Piglia (Argentina, 1940) logra la proeza de atraparnos y comprometernos en su saga de policial falso y calado cierto. Como suele ocurrir con su ficción, al ingresar a su programa narrativo sabemos que la lectura discurre en un territorio de zozobra, donde el lector se convierte en un detective privado que investiga, sin prisa pero con lógica circular, las apariencias que configuran lo real. En esa zozobra sabemos que nada se definirá con la objetividad social de una representación suficiente, sino que cada escenario tiene un piso liviano; y avanzamos con cuidado, tentando el camino de las evidencias, entre las sentencias irónicas de Ida Brown, profesora de cine y sociedad en la  evidente Universidad de Princeton. Su asesinato  declara la desmesura del enigma. Si el encuentro con Ida es premonitorio, el peregrinaje de certezas pasa por asumir la vida de otros, y hacer sentido de sus muertes. La novela no declara la trama que la sostiene bajo lo casual, la que el lector debe deducir en un campo de intervenciones sintomáticas. En su propio tribunal, sillón clínico o tratado político, el lector recibe el cargo de juzgar por su cuenta el sentido de los hechos. Un escritor desmotivado, que en lugar de atar los hilos los desata, aprende que la realidad está hecha de pistas falsas y que nada parece lo que representa. Al final, el escritor que ha sobrevivido la violencia de su país, vive el asesinato de su colega como la dimensión de su propia vulnerabilidad entre las muertes que hacen sombra en su vida. Por ello, decepcionado por su presencia y ausencia del asesinato, el testigo-profesor-escritor se transforma en otra máscara: entrevistar al científico terrorista establece el inquietante programa de asumir la vida vivida por otro (la de Ida, la del Unabomber, la de Hudson, la suya propia). La culpa y la expiación  (una transferencia argentina frente a las desventuras de su historia política) hacen de esta novela, más que una de campus u otra policial, la parábola del no-lugar del escritor en la pregunta por la sobrevida. Un viaje (de ida y vuelta) contra el tiempo  del luto recurrente.

 

 



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
17 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Mis mejores libros del año (Narración,1)

 

El New York Times Book Review incluyó en su lista de los mejores libros del año dos traducciones del español: Los enamoramientos de Javier Marías y El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez, ambas publicadas por Alfaguara. En cambio, las listas distraídas de los diarios españoles ociosamente han ignorado la narrativa latinoamericana. Debe ser parte de la economía de la crisis, que apura fronteras provincianas. No importa: las listas que hacemos no proponen un canon ni disputan la posteridad. Más bien, testimonian el gusto literario, esto es, nuestra propia fugacidad.  Si algo distingue a la novela escrita en español es su actual conciencia transatlántica, que libera a la letra nacional de su genealogía melancólica y adelanta  escenarios del futuro: una geotextualidad más crítica y afectiva.

 

MARINA PEREZAGUA. Leche. Barcelona, Los libros del lince.

 

En el notable grupo de nuevas narradoras españolas (Mercedes Cebrián, Lolita Bosch, Carmen Velasco, Lara Moreno, Elvira Navarro, casi todas ignoradas por la siesta dominante), Marina Perezagua (1978) destaca, como bien dice Ray Loriga en el prólogo, por “una voz inquebrantable, el ritmo austero y preciso de quien sabe por dónde anda, aunque camine por la oscuridad.” En efecto, la mirada capaz  de discernir la lumbre y lo tenebroso  de la economía Gótica, distingue la fuerza de estos relatos extremados. Si en su primer libro, Criaturas abisales (2011) predominaba una estética de lo insólito, capaz de asumir la violencia desde una impecable voz narrativa, en éste la narración avanza en lo excepcional y hace del relato la forma discernible de la violencia deshumanizadora. Esa intimidad con el riesgo atrapa al lector en una trama donde la misma naturaleza humana es intervenida y puesta a prueba por la transgresión metódica de los casos que con fervor diseña. Estos informes son parábolas que la autora expone en su gabinete de desasosiegos de la razón y escándalos de la excepción (“Los restos de una resta que no suma una vida sin borrar otra”). La originalidad del riesgo, ese arrebato preciso, tiene profundas raíces en la tradición literaria de los límites (de Bataille a la teoría transgenérica); vencidos, en este libro, por el desconsuelo y la lucidez de una escritura por demás inquietante, de un realismo orgánico y una poesía lacónica. Los relatos de Marina Perezagua no tienen explicación fuera del libro, y adelantan, como la mejor narrativa actual, una literatura sin fronteras y por venir.  

 

FEDERICO GUZMÁN RUBIO. Será mañana. Madrid, Lengua de Trapo. 

 

En su primer libro, Los andantes (1911) Guzmán Rubio (México, 1977), había demostrado su capacidad de desplegar un nuevo mapa territorial de la condición posnacional del relato del nuevo siglo. Entre el desierto y la narración, el libro es el mapa de una geotextualidad alterna, ignota, transicional. En su formidable debut, el narrador sin amparo deambula por una serie de burdeles fronterizos en búsqueda de su mujer perdida. Otro trayecto es rehecho en esta nueva fábula, donde el antihéroe es ahora un guerrillero latinoamericano que visita los países donde ha habido una revolución para intervenir en ellas.  Esta Ucronía (rescritura de la historia para desmentir su complacencia) es una sátira poética (esa forma actual de un mapa alternativo); de modo que la novella acontece como otro viaje de rescate, tan heroico como farsesco. Sólo que ahora no se trata de la mujer extraviada sino de la Utopía perdida. “¿Para qué querría vivir sino para rebelarme?, ” se pregunta este sobreviviente de la revolución permanente. A las puertas de Madrid, “en el año en que estallará la nueva revolución,” la viva sátira trazada es, al final, una audaz biografía del lector imaginario. 

 

CLAUDIA SALAZAR JIMÉNEZ. La sangre de la aurora. Lima, Animal de Invierno

 

Esta es la primera novela de Salazar Jiménez (Perú, 1976), quien hizo el doctorado de literatura en NYU y es profesora en un college del estado de Nueva York.  Pertenece, como Yuri Herrera, Carlos Yushimito, Ezio Neyra, José Ramón Ortiz y Marina Perezagua, a una promoción de nuevos escritores emigrados, cosmopolitas y trashumantes, pero íntimamente vinculados a la cultura y los dilemas de sus países. Quizá son la próxima generación de escritores libres del panteón canónico y, a la vez, afincados en un habitat imaginario, no menos propio, y de mayor horizonte creativo. De entre ellos, CSJ revela un inmediato talento para reformular la intolerable heredad peruana, la de la violencia de la “guerra sucia.” Emprende, por lo mismo, el camino más arriesgado  y lo hace con parejos valor y horror. Pero su manejo del fragmento, la cita, la fotografía, el testimonio, y las voces de unos y otros, convierte a su escenario de muerte en una recuperación de la experiencia femenina. Son las mujeres las que protagonizan aquí la suma de voces rotas como un coro trágico, capaces de tejer entre ellas el relato de su sacrificio y recobrar su sentido desde el linaje materno de una historia del rostro peruano.  Las caras heridas, borradas por la violencia, que se alimenta de rostros, son recobradas por la imagen, la memoria, y la imaginación de una textualidad restitutiva.  En la lección trágica, compartimos horror y piedad.

 

NICOLÁS POBLETE. En la Isla/On the Island. Santiago de Chile, Ediciones CEIBO

 

En la extraordinaria constelación de nuevos narradores chilenos (Lina Meruane, Andrea Jeftanovic, Alejandra Costamagna, Mike Wilson, Alejandro Zambra, Álvaro Bisama, Claudia Apablaza, Carlos Labbé, Felipe Becerra Calderón…), en la que cada quien ejerce un territorio de la lengua que refuta la genealogía de las grandes articulaciones locales, irrumpen los ensayos narrativos de Poblete (1971), quien en No me ignores (2010), debutó rescribiendo la robusta tradición chilena de la familia y el crimen, esas dos formas del relato de la institucionalidad, una y otra vez puesta a prueba por la pasión de esclarecimiento que anima a esta narrativa.  En la Isla la alegoría, sin embargo, ocurre por cuenta del lector, ya que la novela ofrece más bien un cuadro sintomático: vemos la escena de la violencia, la ausencia del padre, la pérdida del lugar, pero se nos escamotea su relato. El lector debe deducirlo, entre la madre histérica, la hija que la cuida, y la otra hija, abogada ella, que visita la casa, esa isla de sobrevivientes arruinados por la culpa.  La crueldad mutua las mantiene furiosamente vivas, en una naturaleza hostil y primaria, donde la víctima y el victimario intercambian sus armas. Escrita con brío y gusto, esta pesadilla matrilineal de las brujas que asolan la literatura nacional, está aliviada por su desenfado, el cual supone la complicidad del lector.  El hecho de que este libro incluya su traducción al inglés (página al frente, como un espejo) sugiere una irónica guía de viaje al interior de un mundo bilingue y, a la vez, afásico.

 

ARMANDO LUIGI CASTAÑEDA. La fama, o es venérea, o no es fama. N.Y., Sudaquia

 

Es su Guía de Barcelona para sociópatas (2007), Luigi Castañeda (Venezuela, 1970) encontró en la autoficción el decurso informalista que le permitía 1), una novela escrita para expulsar a la novela; 2), una biografía del emigrado en este siglo, hecho por el exceso de lugares que abandona sin pena; y 3), la poética actual del sociópata que renuncia a la biografía institucional de la novela procesada, consumida y reciclada, y opta por la refutación anárquica de la sociedad tal cual. De modo que esta post-novela o guía de la no-novela, discurre casual, indistinta y feliz en un flujo dinámico, de recurrencia erótica puntual, como un diario de viaje del narrador que la vive, dice y desdice. Esa vivacidad la convierte en evento performático, cuya pura ocurrencia es un presente de la escritura que se quiere fractal, y cuya teoría es la “inteculturalidad”. La novela, así, remite a una biblioteca en línea, el sitio www. immi.se/intercultural, de donde deriva la lección de una libertad en la comunicación abierta. La literatura sería la hipótesis del lenguaje apátrida en el nomadismo celebratorio. Un lenguaje que sueña con su desocialización. Dos nuevos y talentosos narradores venezolanos exploraron con destreza otras entonaciones de esa refutación del pasado: Gabriel Payares (1982) en Hotel ,  y Jesús Ernesto Parra (1979) en Piernas de tenista rusa.

 

YURI HERRERA. La transmigración de los cuerpos. Cáceres, Periférica 

 

Uno de los más originales escritores latinoamericanos recientes, Herrera (México, 1970)  recupera la Comala de Rulfo en un paisaje fronterizo, no menos desértico y corrupto, donde la violencia es la única intimidad de los sobrevivientes, sonámbulos del purgatorio mexicano que perpetúan. El Cacique ha sido remplazado por el Capo, y el mundo de los muertos por el submundo de la mutua negación. La excesiva frecuentación de la violencia organiza la vida social, y el lenguaje es lo poco que queda del mundo roto. Se trata de un desvivir vulnerable en una realidad primaria.  Ya la primera imagen anuncia un “día horrible.” Asolado por una epidemia,  el pueblo es un oficio de tinieblas.  La fábula gira en torno al Alfaqueque, cuyo trabajo de mediador es limpiar la sangra derramada. Sólo que el pueblo todo es la escena del crimen, y el mediador el último héroe de la razón práctica, a cargo de curar heridos y desaparecer muertos. “Ayudaba al que se dejaba ayudar.” Su registro reconstruye el mapa de la violencia: ¨lo suyo no era tanto ser bravo como entender qué clase de audacia exigía cada brete.” Si en la primera novela de Herrera (Trabajos del reino) el héroe era un cantante de corridos que trabaja para un capo de la droga,  y busca pasarse a las filas del nuevo capo que remplazará al suyo; en la segunda (Señales que precederán al fin del mundo) se trataba de la hermana que cruza la frontera con integridad y audacia para encontrar al hermano. Imposible no ver en una la sátira del intelectual mexicano trabajando para el poder de turno; y en la otra,  la saga de los peregrinos fronterizos entre la vida y la muerte. En ésta, se trata de otra clase de intermediario, aquel que negocia las treguas de la matanza. Un héroe de la cultura popular busca sobrevivir a nombre de la comunidad más improbable, restañando la sangre residual. Esos roles precarios sostienen, en su escaso margen, la sobrevivencia trágica de las palabras en la zozobra de sus acuerdos. Al final, esta novela  nos enseña a hablar el español mexicano como si fuera el lenguaje del fin del mundo.

 

RICARDO SUMALAVIA. Mientras huya el cuerpo. Madrid, Casa de Cartón

 

Sumalavia (Perú, 1968) ha cultivado la ficción persuasivamente, y en su prosa de varia brevedad, así como en su primera novela, Que la tierra te sea leve, prueba ser un narrador capaz de convertir lo más literario en evidencia cotidiana y lo más específico en linaje ficcional. Pero en ésta novela esas convicciones internas de su prosa adquieren la proeza de otra instancia, el evento de la lectura como la complicidad mayor entre el autor, los personajes y el lector.  La novela policial, por un lado, y el relato de estar escribiéndola, por otro, desdoblan la lectura en vasos comunicantes, que prolongan la intriga y multiplican el crimen, en una novela breve y a la vez sumaria, que incluye la memoria, la reflexión literaria, y las alternativas desencadenadas en un mapa de la lectura, tan placentera como inquisitiva. El narrador, se diría, se construye como lector de una novela (que proviene de una frase de Beckett) para hacerse personaje y, con las velas desplegadas, poder escribirla. Tampoco es casual que se trate de una narración trasatlántica (entre lugares, lenguas, y derivas del presente) donde Lima, Madrid y París, ocurren en Burdeos, en el pleno presente de la rescritura. Ese presente que en manos del lector, en la lección de Beckett, “no cesa de arder.”

 

JUAN CARLOS MÉNDEZ GUÉDEZ. Arena negra. Madrid, Casa de Cartón           

 

Entre los escritores latinoamericanos que han hecho su oficio literario en España, Méndez Guédez (Venezuela, 1967) es el más exploratorio de formatos narrativos, no sólo desde el juego autoreferencial sino desde el peregrinaje de una tribu expatriada que debe a su  capacidad de diálogo la forma de su libertad. Su exploración, por ello, no es circular ni melancólica sino hecha en horizontes que se abren en un discurrir aventurado de asombros felices y afectos inspirados. Pero más que un escritor cosmopolita, Méndez Guédez está afincado en su memoria oral (Barquisimeto) y en su trance español (MAD). De esos trayectos cruzados, que son puntos de fuga y arribos de paso, ésta novela  breve explora el tiempo dado por perdido para actualizar la memoria y hacer del relato la sintaxis atlántica de sus mundos discordantes. No en vano, la memoria se define como la economía del olvido. Aquí es, además, la vuelta de lo suprimido. El monólogo de una compatriota inmigrante y la anotación de su amigo escritor giran en torno a la madre, al padre dos veces desaparecido, y a la hipótesis de que la mujer es la parte del lenguaje que no acabamos de cifrar y, mucho menos, descifrar. El abecedario se reparte los fragmentos del libro en un andante con bravura, cuyos temas de asedio se interpolan. “Escribir en el presente es el mayor acto de ficción,” leemos. Un presente, en efecto, hecho posible por la escritura.  

 

ÁLVARO ENRIGUE. Muerte súbita. Barcelona, Anagrama 

 

A Enrigue (México, 1969), más bien, le interesa el comienzo del mundo moderno. Su proyecto narrativo pasa por reordenar la robusta Biblioteca Mexicana con mano libre y humor empático. Con un despliegue literario tan ilusionista como creativo, realiza la proeza de subvertir el Panteón nacional no sólo con la reescritura de la historia, que fue practicada con desenfado por Carlos Fuentes, en Cristóbal Nonato, y con faustos del detalle por Fernando del Paso en su Noticias del imperio, sino desde la lección de cosas y casos que la historia cultural propicia en su visión del proceso histórico como relato fortuito y construcción relativista. No es que la historia se haya hecho ficción sino que la ficción se ha vuelto una forma de la historicidad. Por ello, Muerte súbita es otra enciclopedia, que parte  del juego de tenis (el más deportivo de todos: da igual quien gane), el barroco sonámbulo de Caravaggio (para quien Cristo y Judas se deben, según la leyenda, al mismo modelo) y el regreso de la Malinche (que ya ha leído todo lo que se ha escrito sobre ella). Esta conciencia transatlántica no es, sin embargo, acumulativa sino restada y ejemplar. Su lectura asume que la historia de México o de Roma tal como la conocemos nunca existió (Levi Strauss),  ya que sabemos de ella más que sus protagonistas. Contar de nuevo la edad moderna y barroca demanda, por eso, el coloquio desembozado, más compartido que glosado. Enrigue nos dice que nuestra primera modernidad es parte de un mundo global en cuyo delirio sigue irrumpiendo el arte plumario indígena.

 

JORGE EDUARDO BENAVIDES. Un asunto sentimental. Madrid, Alfaguara. 

 

Hace tiempo que una novela no se imponía a la lectura con su sentido de anticipación (placentero), suspenso (discreto) y dinámica del relato de vida (el del último escritor inocente). Discurriendo entre escritores y periodistas que compiten en banalidad profesional, el novelista a pesar suyo (que preferiría no escribir otra novela premiable) deambula en ésta de Jorge Eduardo Benavides (Perú, 1964) revelando el gran simulacro de su vida de personaje; sólo  que ya no escribe su relato sino que lo vive narrado por un escritor español (impositivo, fecundo y trivial), en el juego  de cajas chinas que postula la gran simulación de la buena narrativa. Pero ponto emerge el drama ético del escritor como sujeto civil, abismado por el dilema de ignorar su propia hechura. Una mujer que aparece y desaparece entre opciones políticas radicales, encarna la nostalgia de una certeza improbable. El desapego de sus conviciones (más bien, opiniones) políticas revela la agonía ética del escritor frente a la apuesta radical de una mujer tan huidiza como la conciencia y la adultez civil. Una vuelta de tuerca hace que la ficción (aquí trivializada con humor) del oficio, y la verdad siempre inasible (la nostalgia de lo genuino) gesten esta novela sobre la urgencia de leer novelas que diriman su propia irresolución.  Se trata de un auto de fe impecable. Y es ya sarcástico que la vida del desamparado narrador (que ha perdido su sentido de pertenencia, la mujer que le devolvería el alma, y hasta la novela que podría escribir) se convierta en la materia prima de la novela de un escritor español tan banal como celebrado: en otro producto del mercado residual.  Benavides nos propone, sin que le tiemble el pulso, una sátira ilustrada de la novela como objeto del mercado deprimido y subproducto de un oficio sin alma. 

 

 



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
16 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Pliego suelto

Pliego suelto, que editan Julio Hardisson y Ricardo Iván Paredes en Barcelona, es una ventana al campo mayor de la literatura actual, y es capaz, por ello, de sumar voces de extramares que remontan fronteras y guardianes sombríos de puertas onerosas. Su última entrega celebra la Summa de restas propuesta por Agustín Fernández Mallo y su Proyecto Nocilla. Reproduzco aquí esas voces y parabienes ( http://www.pliegosuelto.com/?p=9165). 
 

 

Jorge Carrión (Tarragona, 1976). Escritor, crítico literario y personaje de Nocilla lab.

Yo leo la publicación del Proyecto Nocilla en una serie reciente y posible, la que conforman la Obra reunida de Mario Bellatin y los Relatos reunidos de César Aira. Se trata de tres obras muy distintas, pero que tienen en común su inconformismo y su dificilísima clasificación. Si tenemos en cuenta los puntos de origen de los autores (España, México, Argentina) podemos trazar un triángulo intercontinental. Tres de los ángulos más significativos de la literatura innovadora en nuestra lengua.

Releer ahora la trilogía de Agustín Fernández Mallo es darse cuenta de que su dislocación fue sistemática. En primer lugar: te descoloca, tres veces, a ti como lector. Pero, sobre todo, descontextualiza lo que en este cambio de siglo se aceptaba como “literario”. Así, inyecta buenas dosis de Robert Smithson y de situacionismo a la literatura (y dadaísmo: un árbol con zapatillas deportivas en medio del desierto). Y poesía (post-poética). Y ciencia (sea eso lo que sea). Y apropiación (collage y cita y corta y pega). Y tecnología (a menudo anacrónica). E imagen (casi siempre pixelada). Y viñetas (en la traca final). No se sale de la tradición porque no se puede trabajar desde fuera de la tradición. Su ruta es la de Borges, Cortázar o Vila-Matas, autores a los que ha homenajeado de modos muy diversos. A los que ha releído novedosamente y ha sacado de quicio. Porque de eso se trata.

Juan Feliu Sastre. Miembro de Vacabou y Frida Laponia, proyecto musical que desarrolla junto a Fernández Mallo.

Con cada página de esa exuberante sucesión de Polaroids que es Nocilla Dream, me decía a mí mismo que ése era el libro que yo hubiera escrito de haber tenido talento, y que al fin alguien había hecho eso por mí. Tal fue el impacto. Porque yo sabía que tras las cifras, fórmulas o lenguaje científico-tecnológico, se escondía una gran belleza, pero nunca imaginé que tanta, y mucho menos que alguien fuera capaz de decodificarla en su totalidad; eso es lo primero que me fascinó. Pero había mucho más –y aquí ya incluyo la vuelta de tuerca que a todo esto significó Nocilla Experience–, como ese tempo misterioso e hipnótico, una fuga de Bach para batería libre en un fondo perfecto de Chris Ware, o esa estupefacción al descubrir a estas alturas que la belleza está en todas partes si uno ajusta el foco adecuadamente, algo que sólo ahora podría llegar a parecerme sencillo.

Con Nocilla Lab sentí un cambio de latitud que me trasladaba a la tierra de Supertramp, pero con David Lynch al bajo de 5 cuerdas: cambios de ritmo, de instrumento, carretera y celda, inquietud y belleza, todo nuevo sin serlo. Hasta que, al terminar, intentas entender qué y cómo ha ocurrido todo.

Pere Joan (Palma de Mallorca, 1956). Historietista e Ilustrador. Autor de Nocilla Experience, la novela gráfica y del cómic final de Nocilla Lab.


Narrar como quien construye una chabola. Esa es la forma de ensamblaje que me sugieren los Nocillas. La chabola, la acumulación, una forma perfectamente digna y muy pertinente para contar según nuestro sistema perceptivo actual.

De hecho, tres personajes de Nocilla Experience viven en modestas casetas situadas en azoteas. Esas azoteas constituyen atalayas desde donde individualidades suficientemente peculiares construyen proyectos con los que se reafirman e intentan además sumar su visión de la realidad al ruido ya existente. Pasan por melancólicos pero no lo son porque están esperanzados con su proyecto.

 

En esa forma, a menudo sorprendente, de chabola narrativa hay conexiones ocultas que transforman lo que pasa por prosa en un artefacto poético con links estéticos y conceptuales que dan sentido a esa acumulación. Sé de lo que hablo porque yo también construí así mi versión en novela gráfica. A pedazos, ensamblando las múltiples referencias. Para hacerlo y visualizar el nuevo/mismo libro gráfico tuve que hacerle la autopsia. Poco a poco iba descubriendo esas conexiones estéticas y de sentido que no se ven a simple vista. Se trata, en definitiva, de algo que puede releerse, incluso a pedazos, sin agotar su caudal de sugerencias.

 

Gabi Martínez

 (Barcelona, 1971). Escritor, guionista y periodista. Ha escrito Solo para gigantes (2012) y Ático (2004).

 

El primer Nocilla fue un impacto que me dejó vagando varios días por un mundo de creación, feliz de estar ahí y lo bastante agradecido como para, en un arrebato de empatía más bien raro en mi historial, contactar con el autor para prolongar la experiencia. Porque eso es lo que aportaba aquel primer Dream, lo que aportan los libros tocados por la poesía. Además de las preciosas o desafiantes imágenes, de las situaciones simbólicas o la absorbente cadencia, en Nocilla fluía la información con la caótica naturalidad cotidiana, y a través de aquel grumo espacial reconocí un mundo propio. Mío.

Agustín bebía del arte conceptual y la ciencia recordando que un escritor es mucho más que letras. Fue un refresco. Refresco al que en su día llamé “hombre del saco posmoderno”, con aquel petate donde igual cargaba un árbol lleno de zapatos que más tarde un palacio siberiano ideado para jugar al parchís. Un saco lleno de bocetos del que sacaba cuerpos. Así que quería ver a aquel hombre. Porque no es habitual que alguien, de una manera tan clara, influya en ti. Lo primero que hice al verle fue dar las gracias. Luego, la experiencia siguió.

Pablo García Casado

 (Córdoba, 1972). Director de la Filmoteca de Andalucía, poeta, periodista y gestor cultural.

“Está en otra cosa”. Como argumento literario quizá no vale. Tampoco es muy riguroso. Pero algo así me dije a mí mismo cuando leí su Joan Fontaine Odisea (2005). Este tipo viene de otro lugar, maneja otros discursos fuera de la filología. Todo esto fue algunos años antes de Nocilla Dream. Las fuentes de alimentación eran otros lenguajes, un extrañamiento asumido, nada fatuo. Fernández Mallo procuraba un ejercicio generoso como es el de atraer a la escritura regiones del conocimiento y de la cultura que están fuera de ella.

Un proyecto ambicioso que tuvo su plasticidad narrativa en Nocilla Dream. Un fenómeno que cristalizaba en un libro algunos de los muchos intentos que otros coetáneos habían sólo teorizado. Él los puso en práctica desde una ingenuidad primigenia: la de los que están y estarán siempre fuera. La literatura española le debe a Fernández Mallo todo el territorio que le ganó a la nada, abriendo campo a otros que también pueden atreverse. Porque hay vida más allá de los círculos concéntricos de la novela decimonónica y la poesía aburrida y de baja intensidad.

 

Julián Hernández

 

 

(Madrid, 1960). Músico y fundador de Siniestro Total. Articulista y autor de ¿Hay vida inteligente en el Rock & Roll? (1999).

 

Historia verdadera de La Gran Novela de Agustín Fernández Mallo

El escritor catalán Eduardo Mendoza expresaba en una entrevista su admiración por los escritores de la estrambóticamente llamada Generación Nocilla. Puntualizaba, sin embargo, que aún no había llegado “la gran novela” de ese grupo de escritores. Unos días después de estas declaraciones, tomando unas cañas tras una presentación, un grupo de amigos, capitaneados por el también escritor Germán Sierra, jaleamos a Agustín para que fuese él quien cubriese el vacío. La idea era sencilla: bastaba titular el texto La Gran Novela para que Mendoza no pudiera afirmar que tal cosa no existía.

 

 

Desde ese día, Agustín no es el mismo. Sigue publicando y dando recitales con la solvencia de siempre, sí, pero una serie de detalles nos hace sospechar que se trata de un doble muy bien entrenado para suplantar al verdadero Agustín, que está sin duda desterrado en la isla en la que también viven Michael Jackson, Hitler, Elvis, Jesús Gil y Sor María. Escribe compulsivamente La Gran Novela. Creemos que se ha vuelto loco y nos sentimos todos muy culpables. Eso sí: la Historia de la Literatura Española nos lo agradecerá algún día.

 

Julio Ortega (1942). Escritor y crítico. Profesor de Literatura en Brown U. Autor del epílogo de Proyecto Nocilla.

El realismo español (esa pala de tierra, completamente seria, que dijo Machado) es refutado cada tanto con furia poética y gracia contemporánea por algunos actos narrativos tan internacionales como post-nacionales. Es el caso de Reivindicación del Conde Don Julián de Juan Goytisolo, de Larva de Julián Ríos y, ahora, del Proyecto Nocilla de Fernández Mallo. Son eventos sin principio ni final que contaminan de brío e invención a la lectura saturada; pero son también instrumentos de ruptura, que abren espacios de respiración. Que el mundo esté todavía por ser hecho, en español y desde la novela, es un proyecto que nos hace contemporáneos del futuro.

 

 

Entrevistas con escritores, editores y críticos panhispánicos:


[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
26 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Memoria de Paco Márquez Villanueva

El "Homenaje afectivo a Francisco Márquez Villanueva"(1931-2013), compilado por Francisco Layna y Antonio Cortijo, incluye este tributo. 
  

Conocí a Francisco Márquez Villanueva en la primavera de 1988, en la Universidad de Harvard, cuando yo era profesor en la de Brandeis, en el vecindario académico de Nueva Inglaterra. Me habían invitado a dar un seminario de teoría literaria en la división de español del Departamento de Estudios de Lenguas y Literaturas Romances, y el chairman entonces, Per Nykrog, me pidió entenderme con el profesor Márquez, supongo que a cargo de estudios graduados de español. Tenía entonces la fama de crítico puntual de las flaquezas académicas y de severo polemista de la historiografía española y oficial. Yo había estudiado en Lima con Luis Jaime Cisneros, discípulo de Amado Alonso en el Instituto de Filología Española de la Universidad de Buenos Aires, y con Armando Zubizarreta, discípulo de Alonso Zamora Vicente en Salamanca. Ambos maestros eran, a su vez, discípulos de Menéndez Pidal. Pero lamentaba que Menéndez Pidal no hubiese reconocido más y mejor el trabajo de Andrés Bello con el manuscrito de El Cid, y tenía reparos a sus descalificaciones del padre De las Casas. Márquez Villanueva tenía una relación matizada con el gran maestro, con quien, de un modo u otro, uno no cesaba de dialogar. Al año siguiente me mudé a la Universidad de Brown, y esa conversación sobre las tradiciones críticas que dan forma a nuestra biografía, se fueron desplegando, y es probable que yo haya abrumado a Paco con toda clase de indagaciones sobre la historia intelectual hispánica y sus representantes en esta tierra. Había él empezado como historiador americanista, y cultivaba el gusto heterodoxo del grande Marcel Bataillon. “No sé por qué hablas de literatura colonial americana -me dijo-, si la colonia no existió. No pudo haber colonia donde no hubo imperio”.

Paco recordó siempre que aprendió a leer de mano de su madre, que era maestra de escuela, con el Quijote como texto abecedario. Esa escena del nacimiento del sujeto lector (un yo hispánico en el espejo cervantino) no es menos americana, le propuse: todos hemos aprendido a leer literatura en el Quijote. La criada le decía a mi madre al oírme reír: “El niño va a enloquecer si sigue leyendo ese libro”. Sin saberlo, era cervantina. Paco se divertía con la historia de la lectura quijotesca americana, que invariablemente nos llevaba a Borges. Una vez García Márquez me pidió averiguar por ahí cuántos ejemplares de la primera edición del Quijote fueron a América; le pasé la pelota a Paco, quien respondió que era imposible saberlo dado que la contabilidad autorizada era mínima comparada con la del contrabando. Le intrigó la historia que escuché de chico en mi pueblo: un amigo de mi padre me había contado, muy serio, que un hueso fémur de Don Quijote estaba enterrado en la ciudad vecina de Trujillo. Podría tratarse del eco carnavalesco de la primera parodia del Quijote en América: la pareja disfrazada de Don Quijote y Sancho en las fiestas de un pueblo peruano. ¿O una broma erudita de frailes nostálgicos de alguna reliquia sacra? Paco no creía posible que algún pueblo español se declarase dueño de un hueso triste y sin figura. No hubo tiempo ya de contarle que también en Chile hay un pueblo que se cree tumba del Quijote. Más le sorprendió a Paco que mi personaje favorito haya sido Ricote.

En cambio, deportivamente, no coincidimos en la historia de la última batalla quijotesca: el juicio de Nabokov, cuando pretendió eliminar a la novela del sílabo de los Grandes Libros, el curso que Harry Levin le impuso. Paco no le podía perdonar a Nabokov semejante disparate, y celebraba que Levin le obligara a incluirlo en su clase. Escribió Paco un elocuente y sarcástico artículo sobre el tema, y le tentaba la idea de convertirlo en una monografía sobre las lecturas arbitrarias de Don Quijote. Yo me atrevía a defender no la quema del Quijote sino la última victoria de Cervantes: las notas de lectura de la novela que Nabokov publicó luego como libro de comentarios. Me parece que esa lectura pausada lo reconcilió con la novela y le reconoció sus méritos. No le reconoció mucho - protestaba Paco-, apenas y a regañadientes... Todavía conservo una cassete con la grabación del coloquio “La cervantiada: El Quijote y la literatura de innovación” que organicé en Brown, en 1993. En reconocimiento del juicio de residencia quijotesca emprendido por Francisco Márquez Villanueva, el encuentro empezó con una conferencia suya sobre “Cervantes, libertador literario”; contó con la presentación de Carlos Fuentes, “My Dinner with Don Quijote”; y con la participación, entre otros, de Alan Trueblood, querido colega nuestro, ya entonces jubilado; Carlos Rojas, novelista y memorialista catalán, entonces profesor de Emory; y Roberto Ruiz, escritor y erudito santanderino, a quien Paco me había sugerido varias veces invitar a nuestros coloquios; Ruiz había vivido en México, exiliado, y enseñó muchos años en Wheaton College, también en éste vecindario. Fue un encuentro memorable también por las contribuciones de varios escritores que proseguían “la tradición de La Mancha”; entre ellos José Balza, Edgardo Rodríguez Juliá, Carmen Boullosa, Julia Castillo, José Antonio Millán, Adolfo Castañón, Francisco Hinojosa, Javier Ruiz y Diamela Eltit. Este encuentro prefiguró el espacio de lectura trasatlántico que se desarrollaría en Brown como una hipótesis del hispanismo internacional del español de las mezclas.

Cada otoño hacíamos el trámite para el nuevo carnet de lector, que me permitía sacar libros de esa biblioteca. Y en cada visita a Cambridge comíamos en los alrededores, casi siempre, en Casa Portugal, su lugar favorito para compartir una botella de vinho verde y los temas de la hora y de siempre: la biografía de Cervantes, en primer lugar, pero también la suerte de Herrera y su libro perdido, de Fray Luis y la traducción, de Mateo Alemán y sus desventuras, de la Universidad y sus extravíos. Fue siempre un intelectual comprometido no sólo con el pensamiento heterodoxo sino con la gran tradición liberal, secular y crítica. Tenía una especial predilección por la prosa de Gabriel Miró y, ciertamente, por el papel crucial de Juan Goytisolo en una España plural y democrática. Había conocido la virulencia de las horas negras de España; y ante el recrudecimiento de esa tradición autoritaria, llegaba a temer por la suerte de los espacios ganados por la transición.

Con Juan Goytisolo acordamos que la jubilación reciente de Francisco Márquez Villanueva era el mejor pretexto, si alguno hacía falta, para dedicarle un coloquio en reconocimiento de su fecundo trabajo. Después de muchos años de investigaciones y novedosas interpretaciones de la historia intelectual española, por fin se daba la extraordinaria sintonía de ésta obra y el momento histórico español de una lectura que buscaba, más allá del historicismo positivista y la filología obligatoria, una imagen fecunda de la España de la mezcla como signo de lo moderno, una práctica crítica capaz de romper la matriz de la censura, y una revelación creativa de las posibilidades de articular las lecciones de la historia como memorias del porvenir. La vuelta de la figura de Francisco Márquez Villanueva a España, aunque extraña al canon crítico complaciente, se hacía lugar entre los estudiosos más alertas y las corrientes de apertura y relevo. Esa labor ilustrada de su trabajo la celebró, no sin gusto polémico, Juan Goytisolo. De manera que cuando Juan me prometió que estaría en Brown para celebrar los trabajos de nuestro amigo, convocamos al encuentro “La tradición crítica. Coloquio en Honor de Francisco Márquez Villanueva” (Mayo 3, 2002). Actualizando, con atención al entramado literario, la crítica y el ensayo de sus modelos, Américo Castro, Asensio y Bataillon, Márquez Villanueva le dio a su formación filológica e histórica una instrumentación analítica y un descernimiento de estilo capaces de revelar la forma cultural elaborada de la imaginación crítica española. Como Auerbach y Curtius, hizo de la crítica una forma de la plenitud que busca proyectarse en la mejor literatura. Goytisolo dedicó la conferencia central a La Celestina, que evocaba su temprana dedicación al Medioevo.

Participaron en el coloquio Beatriz Pastor, Randolph Pope, Ángel Sáenz- Badillos, Irene Zaderenko, Alan Smith, Lola Peláez, Antonio Monegal, Wadda Ríos- Font, Christopher Conway, Fermín del Pino, y recuerdo también la amistosa presencia de Teresa Gilman y Dinah Lida. He encontrado la presentación que leí esa mañana de mayo:

“A la tradición –que un poeta llamó “llama viva”- le debemos la sabiduría de las formas y la justicia del reconocimiento. Nos debemos, en efecto, a esa memoria que, cada tanto, nos concede la extraordinaria posibilidad del agradecimiento. En esta casa hemos tenido la buena fortuna de celebrar el trabajo de nuestros colegas mayores; entre ellos, más recientemente, Alan Trueblood –que por feliz coincidencia hoy cumple 85 años- ; José Amor y Vázquez –quien a sus 80 años acaba de publicar una edición de amor erudito-; y a Geoffrey Ribbans, quien ha hecho del retiro un taller de excelencias. Como uno es hechura de sus maestros, y los escuchó hablar una y otra vez de los suyos, cree haber aprendido que la vida intelectual –o como dice el anglicismo, la “vida académica,” lo que es más conventual que ecuménico- está hecha en la convivencia del diálogo. Reconocer, por ello, el trabajo de un colega vecino, en su turno y a tiempo, es un plazo de tributos que, de paso, nos reconoce en el diálogo mayor. Hace cinco años en esta misma sala de música de Rochambeau House, pudimos dedicarle a Rodolfo Cardona, que se había retirado de Boston University, un cálido tributo.  Francisco Márquez Villanueva es, claro está, un vecino excepcional. Varios de los profesores de este Departamento de Estudios Hispánicos lo tenemos por interlocutor, maestro y amigo. Hablando con Juan Goytisolo de lo mucho que el pensamiento crítico español le debe a Márquez Villanueva, acordamos de inmediato que la ocasión de su retiro era propicia para reunirnos en torno a la suerte de la crítica hispánica. Un foro sobre la reflexión crítica iberoamericana sería la mejor forma de reconocer la calidad y riqueza de sus muchos trabajos. Goytisolo –el intelectual que más intensamente ha tratado de actualizar la diversidad de la tradición española, rescatándola del tradicionalismo y el conformismo- había ya prologado El problema morisco (desde otras laderas) (Madrid, 1991), uno de los libros en que Márquez Villanueva demuestra que la complejidad de la trama cultural hispánica está hecha también por el entramado árabe, tanto como por el hilo hebrero, según prueban otros tratados suyos, plenos de erudición, sabiduría y gusto. De modo que la presencia de Juan Goytisolo en este coloquio dedicado a su buen amigo y compañero de travesía no hace sino más vívido nuestro tributo al amigo sevillano, colega harvardiano, y maestro trasatlántico. Acompáñenme a dar la bienvenida a Paco y Teresa a esta su casa.”

Me complace especialmente, en esta melancolía retrospectiva, que Francisco Márquez Villanueva tuviera en Brown un lugar de acogida. Dos semestres, año de por medio, dictó aquí dos seminarios sobre Cervantes, el primero sobre el Quijote y el otro sobre las Ejemplares. Venía en el tren, uno de nuestros estudiantes lo esperaba en la estación, comíamos en el campus, y dictaba su clase a un grupo privilegiado. Pocas cosas le placían más que enseñar, hablar con los estudiantes de sus proyectos, comentar con detalle sus trabajos. Vino también, alguna vez con Teresa, la última a compartir una cena con Juan Luis Cebrián. Me acuerdo que hablando por teléfono para quedar en otra visita suya, le pedí que viniera con nuestro querido Luis Girón, en su coche. ¡Pero Luis no tiene coche, no conduce! -me respondió, y de inmediato escribí esta variación:

Si Luis tuviese coche

 y supiera conducir

 podría venir con Paco

 y comer tan contentos.

Categorías y portentos

de pausas y de afectos

nos gobiernan la vida

entre Harvard y Brown.

Sólo el moro Ricote

de la hora y la distancia

salvaría camino y cogote.

Académicos rimando

y buen vino para tanto.

Por esas simetrías en que la realidad se complace, como decía Borges, Paco Márquez había sido responsable casual del levantamiento de la censura del tratado celestino. Unos meses antes de su partida, cuando había vuelto de un viaje a Sevilla, donde le dedicaron justos reconocimientos de pródigo hijo, recordó que siendo estudiante había acudido a la Biblioteca de su escuela para pedir al bibliotecario el tomo de La Celestina. El buen hombre le respondió que estaba entre los “depurados” por la censura; pero como nadie lo había reclamado nunca y la guerra civil había terminado, era hora de sacarla a la luz. “Es probable que yo contribuyera- decía él, con humor- a terminar su depuración”. También recordó que cuando le negaron plaza en la Universidad de Sevilla, un funcionario del régimen conocido de la familia le había dicho a su madre: “Aconséjele a su hijo que se marche al extranjero, allí le irá mejor”. La madre sólo se lo contó muchos años más tarde, antes de morir. Calló la amenaza para dejar al hijo en libertad de elegir.

Como en el episodio de Ricote, se trata, al final, de la libertad.

 



[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
25 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Javier Vásconez contra la geografía

  

Javier Vásconez (Quito, 1946) es uno de los narradores latinoamericanos que con mayor agudeza ha sido capaz de contaminar de literatura no sólo a lo real sino, lo que es más decisivo, al lenguaje mismo. Sus relatos son precipitados químicos que desencadenan versiones alternas y secuencias interpuestas de la Ciudad, que se bifurca como si creciera en el lenguaje, rehaciéndose entre rutas contrarias y escenarios fantasmáticos.  Esa construcción de un ámbito emotivo ocurre como un escenario de Eschner o de Magritte, donde la “mirada oblicua” desata las formas de un relato tácito.  

             

En un discurso sobre las paradojas de la escritura, ha dicho: “A veces he llegado a pensar que Ecuador no es un país, sino una línea imaginaria cuyo nombre fatídico y abstracto se lo debemos a los geodésicos españoles y franceses del siglo XVIII...Este sentimiento contradictorio y equívoco, con el que los ecuatorianos nos hemos habituado a vivir, curiosamente posee su lado enigmático y luminoso.” Como los mejores escritores de su país, Vásconez ha remontado la pesadumbre geográfica, y es de los que mayor horizonte ha abierto para sus lectores.  No es casual, por ello, que la diáspara ecuatoriana, hecha de varias migraciones traspuestas, se encuentre ahora con sus ficciones, donde el Ecuador ocurre como un escenario que se despliega,  imaginativamente. 

 

No está solo en esa navegación contra la corriente. Acabo de compilar una amplia antología de cuento ecuatoriano que me ha permitido poner al día mis lecturas de tres grandes narradoras de ese país, Hilda Holst, Liliana Miraglia y Gabriela Alemán; recuperar, además a escritores de aliento y destreza poética, como son Leonardo Valencia y Abdón Ubidia; y, sobre todo, sumar a novísimos narradores, de talento, ironía y gracia. Los relatos de Javier Vásconez son un feliz tránsito hacia las otras orillas que el cuento abre en la geo-grafía. Para los más jóvenes es ya un geo-graffiti.

 

Este martes 15 se presenta en el Centro de Arte Moderno, en Madrid (Galileo 52) un libro-objeto con el manuscrito de uno de los relatos más celebrados de  Vásconez, “Un extraño en el puerto” (publicado por Alfaguara en un tomo que lleva ese título, en México, 1998). Y la ocasión es buena para volver a ese puerto dotado por el escritor a un Quito libre, por fin, de la geografía.  En ese bautizo del libro que es un puerto, estará su autor, recién desembarcado. 

 

“Un extraño en el puerto” se despliega en nuestra lectura como una ciudad de los espejismos. Pocas veces la narración depende tanto de su lectura, como si el cuento sólo pudiese existir en la leve suspensión de nuestro asombro. La mirada palpita en este relato como el eje del claroscuro de una escena ritual y vital, donde se decide el sentido de los comienzos sin final posible, de procesos revelados como rutas de acceso del deseo y su ritual convocatorio.

 

Leyendo este cuento insondable uno abre otras puertas de la ciudad virtual, aquella que se debe a la magia urbana del azar, que ya no es nuestra, ni siquiera del habla que puntualmente la asedia. Las palabras son la materia emotiva de la que está hecha tanto la ciudad como nuestra aventura.

    

Un cuento que se hace mientras se escribe y se rehace mientras se lo lee, se resuelve, finalmente, como la construcción de una mirada que desde el crepúsculo comprueba que el velo de la melancolía (la distancia acrecentada ente el deseo y lo real) cae sobre la página.  Esa sombra prolongada es la tinta del duelo, la herida de una pérdida. El  “extraño” es el viajero que desembarca con una carta en la mano para el narrador. Ese personaje anuncia la misión poética de recrear la voz narrativa. Pero al narrador sólo podría salvarlo la perspectiva de una mirada alternativa, más libre que la geografía y más grande que los nombres.Sueño, pesadilla, imaginación, son los actos de un pensamiento sobre el narrador como producto de su relato.

 

Este “extraño en el puerto" es, al final, el mismo autor, Javier Vásconez, en una de sus voces más arriesgadas al sobresalto estético de lo nuevo.  O, para el caso, cualquier lector es el autor de su propio extravío en las voces de una Ciudad sin mapa. Al final, el narrador no es sino el pretexto que tiene una ficción para convertirse en real.

 

Y todo ello para que un barco atraque en el muelle de una ciudad, Quito, que no tiene puerto. Todo para que lo imposible sea sólo improbable, y en esa brecha vuelva María, recuperada por el deslumbramiento del deseo, aunque perdida para siempre en el sueño de "una espera de algo que nunca iba a llegar."

Pero lo que llega y está aquí para siempre es este relato haciéndose cargo de la rebeldía mayor:rehacer las tiranías de lo real con el desmentido dellenguaje. 

 

    

 


[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
7 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Eduardo Lalo y la novela del luto

  

Eduardo Lalo, ensayista, poeta, fotógrafo, artista del grabado, y escritor puertorriqueño, es autor de reflexiones de agudeza melancólica sobre su isla, una paradoja de la geopolítica colonial, cuyo excepcionalismo él asume como un enigma del lenguaje. ¿Cómo escribir sobre Puerto Rico? parece preguntarse, pero no para reafirmar sus convicciones, lo que sería trivial, sino para poner en duda a la escritura, lo que es más arriesgado porque empieza por el escritor mismo, por su lugar o, más bien, ausencia de lugar en la página sobreescrita de las ideologías y su buena conciencia. No en vano la gran literatura puertorriqueña ha propuesto la ilegibilidad de la condición colonial en metáforas de irresolución, en un exceso alegórico y vacío semántico: el incendio da cuenta de la representación en Maldito amor de Rosario Ferré; el embotellamiento de coches (“tapón” en el idioma local) es un apocalipsis social en La guaracha del Macho Camacho, de Luis Rafael Sánchez; el detective que persigue al asesino de su hermano, que puede ser él mismo, en Sol de medianoche, de Edgardo Rodríguez Juliá.

 

Forjado en contra de la historia que le ha tocado, Eduardo Lalo (nació en Cuba en 1960, vive en Puerto Rico desde niño) se ha ido convirtiendo en una suerte de artista postmoderno, sin fe en la historia,  que recorre su ciudad, San Juan, como si reconociera las ruinas de una naturaleza cuya presencia excesiva es una resta permanente.  En esos márgenes de la sustitución, donde hasta el lenguaje encubre el vacío que nombra, el artista es el brujo sin oficio de una tribu sin atributo.  La escritura, por lo mismo, se hace a mano y andando, en la desnudez de los signos, dentro del vacío de la comunidad improbable.

 

Leyendo su última novela, Simone (Buenos Aires, Corregidor, 2012) me pareció que más que otra novela era una novela menos: un proyecto narrativo sobre la pregunta más seria de todas: ¿por qué escribir otro libro? La respuesta de Lalo parece ser: para buscar otra novela, a partir de un narrador que en lugar de cederle su identidad a la ficción,  hace de la ficción el espacio de su identidad. Buscar la verdad en la ficción lleva el precio de encontrar la ficcionalidad de la certeza. Salvo que la novela termine siendo la huella de ese debate, felizmente irresuelto.

 

El narrador que escribe asume una persona incierta, tanto en su aventura como en su escritura. Es una suerte de grado cero de la autoría, alguien que se lee leído, viviendo lo que cuenta, registrando su perplejidad. Pronto, el lector entiende que es parte de una comedia de la lectura. Nada tiene ello, sin embargo, de gesto vanguardista sino, más bien, de propuesta conceptual: la escritura se produce leída, la lectura es la escena del relato. Una mirada  se construye entre fragmentos visuales y pistas borradas.

 

Esta es una novela silenciosa, escrita en voz baja, en un diálogo confidencial, donde los personajes saben menos que el lector de una trama elusiva y postergada.  Simone, por cierto, es y no es Simone Weil, cuya palabra tácita, sin embargo, gravita sobre la escena social de esta novela: los migrantes pobres, esos cristianos primitivos de hoy, tienen en Li Chan, la huidiza amante china, su breve representación tentativa. Ella pertenece a la otra historia de la ciudad: la de los indocumentados, que en este caso no son solo trabajadores explotados sino la nueva fibra de lo humano, irónicamente tal vez la más libre. La novela, al final, se resuelve en esta muchacha  controlada por distintos agentes de poder, todos poseídos por la convicción retórica de su lenguaje.  Ella, en cambio, apenas habla, porque las palabras ya no la representan.

 

Y sin embargo, en esa elusiva promesa late la demanda de una ética ardiente: no la que nos mejora la autoestima sino la que nos pone en entredicho.  Aquella que se revela como el lugar del otro en tí.

 

Por lo demás, esta es una novela que intermitentemente ensaya la posibilidad de dejar de serlo. Su demanda ética es también una conducta cultural.  Y asume con valor el riesgo de una polémica levemente anacrónica: el papel de las editoriales españolas en la construcción de un cánon de narrativa latinoamericana. Como libro, Simone se busca en un margen fuera de los libros, en una literatura donde las palabras sean objetos, hechos, y no sólo lenguaje. Documenta la ficción y noveliza la denuncia.  No deja de ilustrar su postura en un debate con un narrador español de poca monta que representa el éxito del mercado. Este arrebato de actualidad, sin embargo, se distiende ante la crisis editorial actual, dominada por los grandes conglomerados alemanes e italianos y por el mercado de saldos del Intenert.

 

Simone obtuvo el último Premio Rómulo Gallegos, el más ilustre premio a la novela en español.  El jurado contó con Ricado Piglia, uno de los novelistas latinoamericanos de mayor agudeza crítica en el escenario narativo contemporáneo. Es un reconocimiento que se extiende, más allá de la misma novela, al colectivo puertorriqueño actual, un grupo valeroso de escritores y artistas que resisten y responden al destiempo histórico más abatido por la dependencia colonial y la complicidad de una clase política que ha corropido y reprimido casi toda alternativa de horizonte.  La breve llama de esta novela late en esa oscuridad.

 

La escritura ya no puede redimir al narrador, tampoco a Li, siendo la novela misma otra forma del luto actual. Un luto que se cierne requerido de certidumbre, y que sostiene la apuesta estética de una verdad suscitada por la ficción. 

 




[ADELANTO EN PDF]
Leer más
profile avatar
28 de septiembre de 2013
Close Menu