
Eder. Óleo de Irene Gracia
Julio Ortega
MANUEL VILAS. El luminoso regalo. Madrid, Alfaguara
Entre los escritores españoles actuales, Vilas (1962) es de los más audaces y capaces de romper barreras entre el habla vivencial y el lenguaje escrito, entre los códigos de la representación sexual y su pulsión verbal desnuda. Pero la suya, más que un mero repertorio de tabúes rotos, es una práctica del arrebato, cuya hipérbole hace del cuerpo y la vida material el centro de su indagación alucinatoria del lenguaje más realista, aquel que busca no sólo ser verídico sino remplazar a sus referentes a cuenta de la violencia transgresora del deseo. El “luminoso regalo” es la metáfora de la sexualidad, de su ardor y urgencia de prolongar y, de paso, degradar el placer. Desvelada y revelada, la sexualidad se torna perversa y una subyugación lúcida y feroz de la pareja. Como en el mito del héroe desmembrado cuya hermana recompone su cuerpo, pero al no encontrar su órgano fabrica un sustituto mecánico, el falo ilusorio, el héroe del sexo es aquí la víctima de su pareja, la ¨bruja,” que lo convierte en el sustituto mismo, en la máquina sonámbula de su poder. Siguiendo la lección de Bataille sobre el Eros como gasto, exceso y pérdida pura, el “lujo gratuito” conduce al desafío de la muerte, al “exceso de nada.” Esta es una novela que exorcisa fantasmas y fantaseos; hecha con valor y escrita con agonía, excenta de respuestas y libre de explicaciones, nos convence de su escándalo lúcido y su canto melancólico, y más allá de la retórica narrativa construye una apasionada escena de desamor loco y deseo sin fondo.
ANTONIO LÓPEZ ORTEGA. La sombra inmóvil. Caracas, Seix Barral-Planeta
Estos relatos demuestran la extraordinaria ductilidad del género en manos de un notable narrador quien es, en un sentido, clásico (sus relatos exploran un asunto excepcional) y, en otro, característico de la actual deriva trasatlántica (una historia en Isla Margarita está interpolada con otra en Ohio, otras se remontan a París o Barcelona). Pero la cartografía de López Ortega (Venezuela, 1957) no traza sólo las simetrías del azar por mediación de un periódico, una fotografía o un viaje, sino que grafica el pálpito del mundo afectivo, precipitado por accidentes capaces de sumirnos en una secuencia de revelación y desamparo. Estos cuentos nos llevan entre espacios de tránsito donde un episodio fortuito o sintomático suscita la puesta en crisis del tiempo, revelándonos lo que somos. Pero lo distintivo es lo que el relato rehace desde esa fuerza esclarecedora. El accidente irrumpe en la escena doméstica o cotidiana y, en seguida, se abren otros escenarios de significación e intriga. La elocuencia confesional y la exploración auscultante hacen del cuento el revelado de una imagen conmovedora. La materia emotiva es la naturaleza latente del tiempo incierto que nos somete a prueba. Esa dimensión de lo vivo exige atención, obediencia, compañía. No terminamos de aprender, nos dice éste libro, la calidad del entramado familiar y tribal. No en vano el cuento del título es la historia del perro bienamado, cuyo luto todos hemos conocido. En “Los árboles,” el primero y una suerte de prólogo, un hombre cuya mujer ha sido asesinada en la violencia de Caracas, la recobra en las plantas que cultiva, buscando en la naturaleza la lógica de lo vivo que la sociedad le niega. En el último, un epílogo, en una foto de su infancia el autor descubre, entre su mirada y la del fotógrafo, “la duplicidad que toda escritura necesita para saberse existente.” Un tratado de las emociones que es un canto a la posibilidad del asombro mutuo.
BASILIO BALTASAR. Pastoral iraquí. Madrid, Alfaguara
Stendhal hizo que su personaje cruzara la batalla de Waterloo (nunca pensé en Waterloo como una derrota, dijo Borges) de lejos, para no tener que describirla. En su tensa y analítica versión de la parte que le tocó al destacamento enviado por España a apoyar la invasión norteamericana de Irak (todavía no se han excusado los que apoyaron esa matanza y su secuela), Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) nos confronta, en esta novela de sorprendente pulso vivo y tersa escritura, con una verdadera lección de anatomía moral. La orgánica estructura (cuatro cuartetos de simetría barroca y obsesiva pulsión analítica) es la de una pastoral melancólica sobre la memoria herida de la destrucción de los hombres que acompañaron esa guerra, no sólo injusta sino irresoluble más allá del lamento. El coronel agonista que los lidera, el cura grandilocuente que los alienta, el traductor, local e intraducible, el sargento Arnal, inmediato y brutal, convocados por el narrador que hace las cuentas del error ajeno para vengar su culpa, configuran una corte de los milagros que evoca la inmeditez de Baroja, remite al ardor crítico de Juan Goytisolo, y despliega la imperiosa, dura y a la vez desolada visión de una España más que negra, gris; cainita e implacable entre humillados y ofendidos. Se impone, así, la autoconciencia como una sabiduría del mal; y hasta la oración asume el sentido contrario: “Prodigioso velador, disturbio salvador, potencia que teme el impío, santa paciencia, absuelve al iracundo, al déspota, al cretino.” En un “mundo avergonzado,” cerca de la muerte, “la imaginación del hombre adquiere una fomidable pericia.” Lúcida e impecable, esta novela es un lamento fúnebre a la pérdida del “rostro del hombre.” Contra la prosaica prosodia dominante, lleva la fuerza de una demanda irrenunciable.
DIAMELA ELTIT. Fuerzas especiales. Santiago de Chile, Seix Barral–Planeta
Sólo Eltit (Santiago de Chile, 1946) podría haber asumido el omnipresente universo paralelo de la tecnología digital en una novela que es una fábula del fin de la idea de la Técnica. Porque aun si el ciberespacio es una segunda naturaleza, nos dice esta novela, sólo despierta de su pausa cuando alguien pulsa la señal, y ese sujeto que aquí controla, manipula, distorsiona, y subvierte el teclado es una operadora, pero no una experta sino una mujer del pueblo, un agente cultural capaz de convertir el aparato del mundo en una agencia de su contradicción o contrateclado. Nos remplaza la tecnología y adquirimos la forma de su operatividad, es cierto, pero contamos con la novela, con las mujeres, con la parte de libertad no socializada que lo femenino aun preserva contra todas las prácticas de disuasión. Esa agramaticalidad de la mujer, sin embargo, no es otra hipótesis de género sino una actualización de la rebeldía. Sólo esta novela podría producir una operadora capaz de sexualizar la técnica y someterla a su cuerpo, al erotismo explícito, sarcástico y festivo, cuya habla popular está libre del lenguje procesado. Las “fuerzas especiales” son el armamentismo, la otra cara del ciberespacio, el control policial, la violencia de un sistema que requiere retroalimentarse a bajo costo. Es cierto que la tecnología no es en sí misma ni buena ni mala: depende de para qué sirve; Eltit nos dice que sirve para sojuzgar mejor a las mujeres, para convertirlas en nueva mano de obra barata, y para reforzar la multiplicación de las armas y la vigilancia policial. Es la otra cara de lo moderno: cada nueva tecnología ha requerido el turno de las Makilas; ésta vez la privación de los celulares, la pérdida de la familia, la esclavitud del trabajo, el fin de la comunidad. Desde sus márgenes, la obra narrativa de Diamela Eltit sigue disputando nuestro lugar en el lenguaje.
JAVIER VÁSCONEZ. Estación de lluvia. Madid y Quito, Dinediciones
Este año ha visto el reconocimiento pleno de la compleja y exquisita calidad narrativa de Vásconez (Ecuador, 1946), uno de los escritores que busca sacar a su país del destino geográfico y dotarlo de un horizonte creciente en el lenguaje. El Centro de Arte Moderno de Madrid publicó un libro de arte con un manuscrito suyo. Una de sus novelas, tal vez la más característica de su estilo memorioso y sutil, La piel del miedo, se relanzó en México y Colombia. Estación de lluvia adelanta lugares de desencuentro y azar, el secreto propósito de una pérdida. Todo parece transicional, y cada rostro es el reflejo de otro rostro. Son cuentos que comienzan con las promesas del alba, arriban a la melancolía del crepúsculo, y se funden en la tinta del sueño. Sus héroes afectivos convergen en el balance y la alabanza. Las tardes amigas se deben a la charla memoriosa, y nos incluyen entre sus interlocutores. Y en los sueños, despierta la fábula del tiempo circular del relato. Son cuentos donde la historia se rehace mientras es escrita. Asistimos al proceso mismo de la composición del cuento mientras se arma la trama y se perfilan sus sujetos. Pero más que del juego de personajes en pos de su relato, se trata de la larga sombra de los pequeños héroes del mundo emotivo, marcados a hierro por los afectos perdidos, y salvados por la pasión de la fábula que alienta en estos relatos memorables.
RICARDO PIGLIA. El camino de Ida. Barcelona, Anagrama
Esta espléndida novela de desventuras es una crítica aguda del campus norteamericano, la historia del asesinato de una bella colega, y la crónica especulativa del caso del profesor americano que se convirtió en el terrorista conocido como el Unabomber. En el proceso, Piglia (Argentina, 1940) logra la proeza de atraparnos y comprometernos en su saga de policial falso y calado cierto. Como suele ocurrir con su ficción, al ingresar a su programa narrativo sabemos que la lectura discurre en un territorio de zozobra, donde el lector se convierte en un detective privado que investiga, sin prisa pero con lógica circular, las apariencias que configuran lo real. En esa zozobra sabemos que nada se definirá con la objetividad social de una representación suficiente, sino que cada escenario tiene un piso liviano; y avanzamos con cuidado, tentando el camino de las evidencias, entre las sentencias irónicas de Ida Brown, profesora de cine y sociedad en la evidente Universidad de Princeton. Su asesinato declara la desmesura del enigma. Si el encuentro con Ida es premonitorio, el peregrinaje de certezas pasa por asumir la vida de otros, y hacer sentido de sus muertes. La novela no declara la trama que la sostiene bajo lo casual, la que el lector debe deducir en un campo de intervenciones sintomáticas. En su propio tribunal, sillón clínico o tratado político, el lector recibe el cargo de juzgar por su cuenta el sentido de los hechos. Un escritor desmotivado, que en lugar de atar los hilos los desata, aprende que la realidad está hecha de pistas falsas y que nada parece lo que representa. Al final, el escritor que ha sobrevivido la violencia de su país, vive el asesinato de su colega como la dimensión de su propia vulnerabilidad entre las muertes que hacen sombra en su vida. Por ello, decepcionado por su presencia y ausencia del asesinato, el testigo-profesor-escritor se transforma en otra máscara: entrevistar al científico terrorista establece el inquietante programa de asumir la vida vivida por otro (la de Ida, la del Unabomber, la de Hudson, la suya propia). La culpa y la expiación (una transferencia argentina frente a las desventuras de su historia política) hacen de esta novela, más que una de campus u otra policial, la parábola del no-lugar del escritor en la pregunta por la sobrevida. Un viaje (de ida y vuelta) contra el tiempo del luto recurrente.