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Memoria de Paco Márquez Villanueva

Por 25 de octubre de 2013 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Julio Ortega

El "Homenaje afectivo a Francisco Márquez Villanueva"(1931-2013), compilado por Francisco Layna y Antonio Cortijo, incluye este tributo. 
  

Conocí a Francisco Márquez Villanueva en la primavera de 1988, en la Universidad de Harvard, cuando yo era profesor en la de Brandeis, en el vecindario académico de Nueva Inglaterra. Me habían invitado a dar un seminario de teoría literaria en la división de español del Departamento de Estudios de Lenguas y Literaturas Romances, y el chairman entonces, Per Nykrog, me pidió entenderme con el profesor Márquez, supongo que a cargo de estudios graduados de español. Tenía entonces la fama de crítico puntual de las flaquezas académicas y de severo polemista de la historiografía española y oficial. Yo había estudiado en Lima con Luis Jaime Cisneros, discípulo de Amado Alonso en el Instituto de Filología Española de la Universidad de Buenos Aires, y con Armando Zubizarreta, discípulo de Alonso Zamora Vicente en Salamanca. Ambos maestros eran, a su vez, discípulos de Menéndez Pidal. Pero lamentaba que Menéndez Pidal no hubiese reconocido más y mejor el trabajo de Andrés Bello con el manuscrito de El Cid, y tenía reparos a sus descalificaciones del padre De las Casas. Márquez Villanueva tenía una relación matizada con el gran maestro, con quien, de un modo u otro, uno no cesaba de dialogar. Al año siguiente me mudé a la Universidad de Brown, y esa conversación sobre las tradiciones críticas que dan forma a nuestra biografía, se fueron desplegando, y es probable que yo haya abrumado a Paco con toda clase de indagaciones sobre la historia intelectual hispánica y sus representantes en esta tierra. Había él empezado como historiador americanista, y cultivaba el gusto heterodoxo del grande Marcel Bataillon. “No sé por qué hablas de literatura colonial americana -me dijo-, si la colonia no existió. No pudo haber colonia donde no hubo imperio”.

Paco recordó siempre que aprendió a leer de mano de su madre, que era maestra de escuela, con el Quijote como texto abecedario. Esa escena del nacimiento del sujeto lector (un yo hispánico en el espejo cervantino) no es menos americana, le propuse: todos hemos aprendido a leer literatura en el Quijote. La criada le decía a mi madre al oírme reír: “El niño va a enloquecer si sigue leyendo ese libro”. Sin saberlo, era cervantina. Paco se divertía con la historia de la lectura quijotesca americana, que invariablemente nos llevaba a Borges. Una vez García Márquez me pidió averiguar por ahí cuántos ejemplares de la primera edición del Quijote fueron a América; le pasé la pelota a Paco, quien respondió que era imposible saberlo dado que la contabilidad autorizada era mínima comparada con la del contrabando. Le intrigó la historia que escuché de chico en mi pueblo: un amigo de mi padre me había contado, muy serio, que un hueso fémur de Don Quijote estaba enterrado en la ciudad vecina de Trujillo. Podría tratarse del eco carnavalesco de la primera parodia del Quijote en América: la pareja disfrazada de Don Quijote y Sancho en las fiestas de un pueblo peruano. ¿O una broma erudita de frailes nostálgicos de alguna reliquia sacra? Paco no creía posible que algún pueblo español se declarase dueño de un hueso triste y sin figura. No hubo tiempo ya de contarle que también en Chile hay un pueblo que se cree tumba del Quijote. Más le sorprendió a Paco que mi personaje favorito haya sido Ricote.

En cambio, deportivamente, no coincidimos en la historia de la última batalla quijotesca: el juicio de Nabokov, cuando pretendió eliminar a la novela del sílabo de los Grandes Libros, el curso que Harry Levin le impuso. Paco no le podía perdonar a Nabokov semejante disparate, y celebraba que Levin le obligara a incluirlo en su clase. Escribió Paco un elocuente y sarcástico artículo sobre el tema, y le tentaba la idea de convertirlo en una monografía sobre las lecturas arbitrarias de Don Quijote. Yo me atrevía a defender no la quema del Quijote sino la última victoria de Cervantes: las notas de lectura de la novela que Nabokov publicó luego como libro de comentarios. Me parece que esa lectura pausada lo reconcilió con la novela y le reconoció sus méritos. No le reconoció mucho – protestaba Paco-, apenas y a regañadientes… Todavía conservo una cassete con la grabación del coloquio “La cervantiada: El Quijote y la literatura de innovación” que organicé en Brown, en 1993. En reconocimiento del juicio de residencia quijotesca emprendido por Francisco Márquez Villanueva, el encuentro empezó con una conferencia suya sobre “Cervantes, libertador literario”; contó con la presentación de Carlos Fuentes, “My Dinner with Don Quijote”; y con la participación, entre otros, de Alan Trueblood, querido colega nuestro, ya entonces jubilado; Carlos Rojas, novelista y memorialista catalán, entonces profesor de Emory; y Roberto Ruiz, escritor y erudito santanderino, a quien Paco me había sugerido varias veces invitar a nuestros coloquios; Ruiz había vivido en México, exiliado, y enseñó muchos años en Wheaton College, también en éste vecindario. Fue un encuentro memorable también por las contribuciones de varios escritores que proseguían “la tradición de La Mancha”; entre ellos José Balza, Edgardo Rodríguez Juliá, Carmen Boullosa, Julia Castillo, José Antonio Millán, Adolfo Castañón, Francisco Hinojosa, Javier Ruiz y Diamela Eltit. Este encuentro prefiguró el espacio de lectura trasatlántico que se desarrollaría en Brown como una hipótesis del hispanismo internacional del español de las mezclas.

Cada otoño hacíamos el trámite para el nuevo carnet de lector, que me permitía sacar libros de esa biblioteca. Y en cada visita a Cambridge comíamos en los alrededores, casi siempre, en Casa Portugal, su lugar favorito para compartir una botella de vinho verde y los temas de la hora y de siempre: la biografía de Cervantes, en primer lugar, pero también la suerte de Herrera y su libro perdido, de Fray Luis y la traducción, de Mateo Alemán y sus desventuras, de la Universidad y sus extravíos. Fue siempre un intelectual comprometido no sólo con el pensamiento heterodoxo sino con la gran tradición liberal, secular y crítica. Tenía una especial predilección por la prosa de Gabriel Miró y, ciertamente, por el papel crucial de Juan Goytisolo en una España plural y democrática. Había conocido la virulencia de las horas negras de España; y ante el recrudecimiento de esa tradición autoritaria, llegaba a temer por la suerte de los espacios ganados por la transición.

Con Juan Goytisolo acordamos que la jubilación reciente de Francisco Márquez Villanueva era el mejor pretexto, si alguno hacía falta, para dedicarle un coloquio en reconocimiento de su fecundo trabajo. Después de muchos años de investigaciones y novedosas interpretaciones de la historia intelectual española, por fin se daba la extraordinaria sintonía de ésta obra y el momento histórico español de una lectura que buscaba, más allá del historicismo positivista y la filología obligatoria, una imagen fecunda de la España de la mezcla como signo de lo moderno, una práctica crítica capaz de romper la matriz de la censura, y una revelación creativa de las posibilidades de articular las lecciones de la historia como memorias del porvenir. La vuelta de la figura de Francisco Márquez Villanueva a España, aunque extraña al canon crítico complaciente, se hacía lugar entre los estudiosos más alertas y las corrientes de apertura y relevo. Esa labor ilustrada de su trabajo la celebró, no sin gusto polémico, Juan Goytisolo. De manera que cuando Juan me prometió que estaría en Brown para celebrar los trabajos de nuestro amigo, convocamos al encuentro “La tradición crítica. Coloquio en Honor de Francisco Márquez Villanueva” (Mayo 3, 2002). Actualizando, con atención al entramado literario, la crítica y el ensayo de sus modelos, Américo Castro, Asensio y Bataillon, Márquez Villanueva le dio a su formación filológica e histórica una instrumentación analítica y un descernimiento de estilo capaces de revelar la forma cultural elaborada de la imaginación crítica española. Como Auerbach y Curtius, hizo de la crítica una forma de la plenitud que busca proyectarse en la mejor literatura. Goytisolo dedicó la conferencia central a La Celestina, que evocaba su temprana dedicación al Medioevo.

Participaron en el coloquio Beatriz Pastor, Randolph Pope, Ángel Sáenz- Badillos, Irene Zaderenko, Alan Smith, Lola Peláez, Antonio Monegal, Wadda Ríos- Font, Christopher Conway, Fermín del Pino, y recuerdo también la amistosa presencia de Teresa Gilman y Dinah Lida. He encontrado la presentación que leí esa mañana de mayo:

“A la tradición –que un poeta llamó “llama viva”- le debemos la sabiduría de las formas y la justicia del reconocimiento. Nos debemos, en efecto, a esa memoria que, cada tanto, nos concede la extraordinaria posibilidad del agradecimiento. En esta casa hemos tenido la buena fortuna de celebrar el trabajo de nuestros colegas mayores; entre ellos, más recientemente, Alan Trueblood –que por feliz coincidencia hoy cumple 85 años- ; José Amor y Vázquez –quien a sus 80 años acaba de publicar una edición de amor erudito-; y a Geoffrey Ribbans, quien ha hecho del retiro un taller de excelencias. Como uno es hechura de sus maestros, y los escuchó hablar una y otra vez de los suyos, cree haber aprendido que la vida intelectual –o como dice el anglicismo, la “vida académica,” lo que es más conventual que ecuménico- está hecha en la convivencia del diálogo. Reconocer, por ello, el trabajo de un colega vecino, en su turno y a tiempo, es un plazo de tributos que, de paso, nos reconoce en el diálogo mayor. Hace cinco años en esta misma sala de música de Rochambeau House, pudimos dedicarle a Rodolfo Cardona, que se había retirado de Boston University, un cálido tributo.  Francisco Márquez Villanueva es, claro está, un vecino excepcional. Varios de los profesores de este Departamento de Estudios Hispánicos lo tenemos por interlocutor, maestro y amigo. Hablando con Juan Goytisolo de lo mucho que el pensamiento crítico español le debe a Márquez Villanueva, acordamos de inmediato que la ocasión de su retiro era propicia para reunirnos en torno a la suerte de la crítica hispánica. Un foro sobre la reflexión crítica iberoamericana sería la mejor forma de reconocer la calidad y riqueza de sus muchos trabajos. Goytisolo –el intelectual que más intensamente ha tratado de actualizar la diversidad de la tradición española, rescatándola del tradicionalismo y el conformismo- había ya prologado El problema morisco (desde otras laderas) (Madrid, 1991), uno de los libros en que Márquez Villanueva demuestra que la complejidad de la trama cultural hispánica está hecha también por el entramado árabe, tanto como por el hilo hebrero, según prueban otros tratados suyos, plenos de erudición, sabiduría y gusto. De modo que la presencia de Juan Goytisolo en este coloquio dedicado a su buen amigo y compañero de travesía no hace sino más vívido nuestro tributo al amigo sevillano, colega harvardiano, y maestro trasatlántico. Acompáñenme a dar la bienvenida a Paco y Teresa a esta su casa.”

Me complace especialmente, en esta melancolía retrospectiva, que Francisco Márquez Villanueva tuviera en Brown un lugar de acogida. Dos semestres, año de por medio, dictó aquí dos seminarios sobre Cervantes, el primero sobre el Quijote y el otro sobre las Ejemplares. Venía en el tren, uno de nuestros estudiantes lo esperaba en la estación, comíamos en el campus, y dictaba su clase a un grupo privilegiado. Pocas cosas le placían más que enseñar, hablar con los estudiantes de sus proyectos, comentar con detalle sus trabajos. Vino también, alguna vez con Teresa, la última a compartir una cena con Juan Luis Cebrián. Me acuerdo que hablando por teléfono para quedar en otra visita suya, le pedí que viniera con nuestro querido Luis Girón, en su coche. ¡Pero Luis no tiene coche, no conduce! -me respondió, y de inmediato escribí esta variación:

Si Luis tuviese coche

 y supiera conducir

 podría venir con Paco

 y comer tan contentos.

Categorías y portentos

de pausas y de afectos

nos gobiernan la vida

entre Harvard y Brown.

Sólo el moro Ricote

de la hora y la distancia

salvaría camino y cogote.

Académicos rimando

y buen vino para tanto.

Por esas simetrías en que la realidad se complace, como decía Borges, Paco Márquez había sido responsable casual del levantamiento de la censura del tratado celestino. Unos meses antes de su partida, cuando había vuelto de un viaje a Sevilla, donde le dedicaron justos reconocimientos de pródigo hijo, recordó que siendo estudiante había acudido a la Biblioteca de su escuela para pedir al bibliotecario el tomo de La Celestina. El buen hombre le respondió que estaba entre los “depurados” por la censura; pero como nadie lo había reclamado nunca y la guerra civil había terminado, era hora de sacarla a la luz. “Es probable que yo contribuyera- decía él, con humor- a terminar su depuración”. También recordó que cuando le negaron plaza en la Universidad de Sevilla, un funcionario del régimen conocido de la familia le había dicho a su madre: “Aconséjele a su hijo que se marche al extranjero, allí le irá mejor”. La madre sólo se lo contó muchos años más tarde, antes de morir. Calló la amenaza para dejar al hijo en libertad de elegir.

Como en el episodio de Ricote, se trata, al final, de la libertad.

 

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Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

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