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Transfiguraciones de Octavio Paz

Por 1 de abril de 2014 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Julio Ortega

"Los poetas bajaron del Olimpo" (gracias a la irreverencia creativa de Nicanor Parra), y la noción de "poeta nacional" se convirtió en un gravamen. Tal vez por culpa de Víctor Hugo, multiplicado por sus monumentos, el único poeta que dejó incompletas sus obras completas: no cesan de aparecer nuevos manuscritos suyos. Antonio Machado fue casi canonizado como emblema trágico de la guerra civil española, y luego casi santificado por la naciente democracia. Un relativo olvido le ha hecho bien a su poesía, ahora podemos leerlo libre del ditirambo, ese mármol de todo oficialismo. No menos redundante es la idea de las "generaciones", casi un directorio telefónico reciclado. Los marcos locales de lectura periódica se han vuelto melancólicos; y los nacionales, museológicos. Hoy predomina un diálogo más civil, la posibilidad de una república literaria sin policías.

 

Hasta en México, donde el “poder cultural” (un oxímoron, porque si es cultural está exento de poder) era ejercido por una figura emplumada, una voz sumaria y una corte corifea, hoy ya no sería creíble la suma de asesor político, ganador de todos los premios, y responsable de todas las respuestas. El intelectual público se ha vuelto obsceno: casi un exhibicionista.  Lo reemplaza hoy el cronista, apremiado por testimoniar sus fáciles afectos.

 

"El presente es perpetuo", resumió Octavio Paz desde su fe radical en el lenguaje, que fue el centro de su poética. Hoy el presente es una enunciación: lleva la fuerza del instante. Pero el desafío de Paz declara su aventura: no hay sino presente. Los poetas demasiado fecundos nos resultan incómodos porque prolongan la charla. Nuestras normas se han hecho más civiles en los turnos del diálogo.  Gracias a esta economía  expresiva, Borges  ha sido recuperado como poeta de la concisión.  José Emilio Pacheco demostró que la voz y la escritura se funden en   el acto de devolvernos la palabra. Neruda, en cambio, es nuestro Victor Hugo: sintió la obligación de cantar la historia, el paisaje y los pueblos: su monólogo es planetario. Lo dijo mejor Paz : “la monotonía geográfica de Pablo Neruda.”

 

Con los buenos poetas hay que aprender a conversar.  La lectura es, al final, el aprendizaje de protoclos, modelos, y economías del diálogo. Y cada buen poeta nos educa en su propio sistema de convocaciones.  Vallejo, es verdad, espera demasiado de su interlocutor, y no sólo nos pone en dificultades sino que nos prueba que la poesía puede ser superior a nuestras fuerzas. La obra de Paz demuestra el largo diálogo con el lector como un auscultante, laborioso y honesto comercio con la poesía misma, con su historia moderna y su afincamiento histórico, con sus poderes prometidos y sus formas insuficientes: el poema, descubrió Paz, es la convocación de la poesía, el ritual de su deseo y, siempre, la búsqueda renovada de su felicidad expresiva. Como los grandes modernistas (Mallarmé, Eliot, Vallejo), Paz supo que la poesía no está en el poeta sino en el lenguaje, y que el poeta oficia entre el lenguaje y el lector. Por eso, la práctica poética de  Paz  está hecha por el doble movimiento de decir y desdecir. Y también por eso, corregía una y otra vez sus poemas, incluso los publicados. Su método de escritura pasaba por esas etapas de insatisfacción, autocrítica rigurosa, y pasión del oficio. La segunda edición de su poesía reunida fue más breve que la primera. Pero la autocrítica no fue una duda sobre la poesía sino, lo que es más interesante, afirmaba su fe en la poesía.

 

Por lo pronto, una parte de la crítica ha optado por leer en la poesía de Paz la confirmación elocuente de su teoría y crítica poéticas.  Opción equívoca, que maltrata la poesía con la glosa y que convierte al decir del poema en un sobredecir de la prosa.  Es preciso evitar esta fácil tentación para que el poema hable por sí mismo, más allá incluso de las opiniones de su autor.  Otro sector de la crítica se conforma con un rastreo de fuentes y circunstancias, explicando así el poema en su genealogía literaria.  Esta opción no es menos equívoca, porque hace causal al tiempo casual del poema, disolviéndolo en el repertorio escolar de la tipología de los estilos y los postulados.  Si la primera tendencia descuida notablemente la calidad específica de esta poesía, que contra-dice su propio proceso evolutivo a nombre del instante que retraza; la segunda tendencia olvida el carácter contradictor de esta poesía frente a los grandes movimientos poéticos europeos e hispánicos, a los que revisa y refuta más de lo que a simple vista parece.  Con Paz, tan ensayista como poeta, y en pugna en más de un punto entre ambas validaciones, la critica de la poesía, desde ella misma, se hace sistema. De inmediato reconocemos el ardor de su lenguaje, la tensión de su prosodia, la fuerza de su clara inteligencia.

 

Para no dejar de leerlo, hay que recuperarlo como intelectual serio (hecho en la capacidad de dudar, incluso de sus propias opiniones); como poeta lúcido (siempre buscando el poema en el mar del lenguaje); como ensayista creativo (provocando un debate que casi nunca logró); y como polemista ardoroso (cuyo afán de actualidad era una verdadera pasión).  Al final de su vida llegó a la melancólica conclusión de que lo querían más en España que en México. Sus mayores intorlocutores, hasta donde soy testigo, fueron Carlos Fuentes, Haroldo de Campos, Severo Sarduy, Pedro Gimferrer, Juan Goytisolo, Julián Ríos, Eliot Weinberger; y, en México, el más sabio y mundano de todos, Alejandro Rossi, con quien uno sigue conversando.  Fue, no sin razón, crítico puntual del voluntarismo de las izquierdas tanto como del fundamentalismo del mercado. 

 

Esta poesía habla al final de la poesía misma.  No porque presuma que la poesía se ha hecho improbable sino porque está escrita como si la poesía fuese el último de los sentidos.  Sentido final, donde el lenguaje dice por primera vez todo lo que puede decirse por vez última, como si el desmentido de la promesa de la modernidad, que América Latina ilustra, nos dejara muy pocos, si alguno, discursos veraces.  Paz nos dice, una y otra vez, que somos una parte excéntrica de Occidente, pero no lo dice con entusiasmo sino con resignación: la modernidad es residual, nos ha hecho perder el mundo natural, y nos ha convertido en sujetos del mercado universal.  Dario habia escrito “Yo persigo una forma….”, significando el proceso de una identidad prometida plenamente por la poesía como cristalización del Sujeto en el lenguaje.  Paz, más bien, buscaba un centro articulatorio, un afincamiento en el sentido, no sólo en la convicción poética, sino en una significación que hicera del arte la verdadera conciencia del ser y del estar, del pensar y actuar, del hablar y callar.  Sus mejores poemas, por eso, son una pregunta por el poema, una búsqueda siempre más allá del lenguaje mismo, de la misma forma,  una estrategia desplegada como la convocación de la poesía. 

 

Paz debe haber sido el último poeta del modernismo internacional cuya fe en el poder de la poesía como eje central hacía del poeta una suerte de sacerdote responsable de la palabra, tanto de la privada como de la pública, y cuya idea de la autonomía  del arte–o, por lo menos, de su suficiencia- situaba a la poesía entre los lenguajes del esclarecimiento. Por lo mismo, quizá hoy podamos leer esta poesía en su horizonte dialógico, como el intento de una conversación con las grandes operaciones artísticas de la modernidad internacional, en cuya discusión y aclimatación Paz, al final, construyó otro modo de compartir la innovación artística, ensayando su traducción, apropiación y respuesta desde éstas orillas.  Casi siempre los poemas de Paz se sitúan frente a un interlocutor  o contexto poético del otro lado, de otra lengua, época o tradición, desde el himno y la elegía hasta el poema espacial y contrapuntístico. Por un lado, fue atraído por los poetas capaces de decir plenamente (Breton, William Carlos Williams); por otro, por los poetas capaces de decir cifradamente (Juana Inés de la Cruz, Góngora, Mallarmé); y todavía por otra parte, por los poetas capaces de exceder el habla y jugar con su grafía (los Toponemas, la Renga, el concretismo brasileño).  El Premio Nobel de Literatura (1990) reconoció la calidad internacional de ese diálogo latinoamericano.

 

Así como los objetos de Marcel Duchamp son un despojamiento de la tradición representativa y de la densidad semántica del arte, de su estatuto hermenéutico tanto como de su lugar en este mundo; la forma del poema paziano, ese cuerpo verbograficado de contrapuntos, antítesis, analogías, ese precipitado barroco que se contra-dice mientras se sobre-dice, actúa como la sustancia misma del acto poético, como una figura que la transfigura.  Blanco es el momento culminante de este proceso.  Porque la operatividad de una forma inductiva ocurre en la misma serialización fragmentaria, secuencial; y porque el espacio poético, se diría, es desplazado de la discursividad: en él es donde la enunciación tiene su código generativo.  Pocos poetas han logrado transformar a la modernidad creativa en parte de nuestro propio idioma literario.

         
El mejor tributo a sus muchos trabajos es leer su poesía en el horizonte dialógico que ayudó a forjar como el proyecto de una conversación inclusiva con las grandes operaciones artísticas de la modernidad, reapropiada como nuestra. Nos ha hecho contemporáneos de la comunidad de la lectura.

 

 

 

 

 

 

 

 
 

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Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

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