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¿Bomba o latido de corazón?

«Un hombre dormitaba en la Galería de la Academia de Florencia. Abría y cerraba los ojos para contemplar el cuerpo esmaltado del David de Miguel Ángel. Hay un banco para sentarse. Llevaba una flor mustia en el bolsillo de la camisa, quieto, ensimismado y feliz de tener los muslos del David tan cerca y exclusivos, curvas hipnóticas, erotismo de marfil. Pasada una media hora, en la que los habitantes comenzaron a despejar la sala y las luces se despedían, le escuché respirar fuerte. Se desabrochó la camisa, su pecho lagrimeaba. Se acurrucó en sí mismo. Murió allí, hecho una bolsa. Un infarto».

La primera vez que vi a Almudena tenía un ramo enorme de girasoles sobre su regazo. Imposible no fijarse en ella. Mujer bizantina. Pelo muy corto y una sonrisa fulgente de no querer ver más allá. Fármaco es una novela sobre cómo acabar con uno mismo. Novela de exilio, quizá también de regreso a la tierra quemada. Un cerebro yermo y un doctor que lo hace químicamente vivible. Lo llena de volcanes y buganvillas, golondrinas y océanos. ¿Será cierto que la depresión es una grieta en el amor? Llenémosla, pues, con lo primero que encontremos.

Sufrir es tradición. La literatura universal ha dejado claro que todos tenemos algo que nos persigue y se recluye en nuestro pecho. Quien conozca a Almudena sabrá que la literatura es su eje de vida. Un recorrido de treinta y cinco años alrededor de los versos amartelados de Vilariño, el agua viva de Lispector y los achaques mentales de Woolf. En su buhardilla de Madrid hay libros hasta en la puerta de la entrada. Una entra corriendo a saludarla y lo primero que encuentra es una caja con libros. Así es. Su relación con la literatura es tan erótica como había sido la de Theodor Kallifatides con el mar: «La vida continuaba estimulándome, pero no eróticamente como antes. Antaño veía el mar y quería hacer el amor con él». Claudicación y desesperanza.

¿Qué se nos pasará por la cabeza a los bruxómanos para que no nos importe destruir nuestros rasgos faciales? Se borran y ablandan hasta tocar hueso maxilar inferior. Debes renunciar a tu cara de niña platónica. Todo está unido. Fármaco es una confesión sobre lo endógeno, sobre aquello que habita en nosotros y nos destruye con sólo hacer ¡chas! y aparecer a nuestro lado. La depresión mayor endógena no tiene cura, pero sí tratamiento. Se debe a cambios fisiológicos de exacerbada inconveniencia en el cerebro por una descompensación de líquidos. Un día tienes cumulonimbos en la cabeza y al siguiente un nubarrón que inaugura la peor de las tormentas.

Ambientes enrarecidos y gárgolas isleñas. Casas de piedra y un selecto pedigrí de raza mallorquina. Dos niñas de archipiélago balear que sueñan con llamarse Aina o Xisca para encaixar con los niños del colegio. Propósito único. Nadie habla de lo difícil que es ser una niña en un pueblo del interior de Mallorca y que tus apellidos sean peninsulares o, mejor dicho, forasteros. El rechazo es inmediato. Cuando Almudena y yo nos conocimos, supimos detectar esa similitud alienígena que nos empujó a mudarnos a la capital. Estoy segura de que hay momentos en este libro que serán recordados como quien se arranca una piel de alrededor de la uña porque ya no tolera su perfección. Basta.

Fármaco es una novela genuina escrita por unas manos de brillante expresividad y franqueza. Dice Svetlana Alexievich que el dolor derrite cualquier nota de falsedad, la aniquila. Este es el relato de una cabeza occidental que estalla, que se declara en ruina y que agoniza desde el sofá de su casa. Cien visitas al psiquiatra y unas cuantas más a la farmacia. Y luego está el miedo a padecer algo más serio, peor que lo que ya lleva a cuestas. Algo permanente y muchísimo más endógeno todavía. ¡Almudena!, la vida es maravillosa, ¿es que no lo ves o no lo quieres ver? Frases inquisitivas y maternales que no valen nada. Una llamada al servicio de emergencias. Borrasca en el Hotel Sinatra. Puede que una mujer se abalance sobre un coche al transitar una calle mediocre. ¿Acaso se debate sobre salud mental? Abundan noticias, emisoras de radio y canales de televisión, pero nadie quiere oírlo. La autenticidad dejó de estar de moda hace ya demasiado.

La tiranía del éxito marca su camino. «Siempre seré una escritora que empieza», se repite en su cabeza. Le da miedo no llegar nunca a la cima. No ser suficiente. Justo en las primeras páginas se da la moraleja en forma de estrago meteorológico. ¡Pues sí! Tras un día espléndido, puede llover barro. ¿Cómo se escribe una segunda novela? Primero, debes concebir la idea. Luego, dar las gracias muchas veces. Entonces, se agazapan las paredes, los ojos se cierran y una fantasmagoría sensorial brota. La segunda novela se escribe así, exactamente así. Acaba un verano y se enciende otro mucho más angustioso que el anterior. Estoy segura de que, si Fármaco fuera una composición musical, sonaría al For Children Quasi Adagio de Béla Bartók.

Ya nadie habla del corazón en los negocios de la tristeza. ¿Cuántas pastillas son necesarias para volver a enamorarse de habitar esta ficción? Hay de todos los colores. Se dice que, en más de la mitad de los pacientes, el color y la forma de un medicamento puede alterar su acción farmacológica. La potencia del color rojo agrava los tratamientos dermatológicos. El naranja siempre da energía, será que emula el zumo de naranja y su vitamina C. Si ansías sedarte rápidamente, lo mejor será que te decantes por una de color azul. Los psicotrópicos de carita feliz aceleran la caída en el amor y sus abismos. Juego peligroso sin final. Adoré todas y cada una de las palabras escritas en Prozac Nation por Elizabeth Wurtzel, un ejercicio hábil y fresco sobre lo difícil que es pedir auxilio cuando más lo necesitas: «Ese es el problema de la depresión: un ser humano puede sobrevivir a casi cualquier cosa siempre y cuando vea la luz al final del túnel. Pero la depresión es tan insidiosa, y se agrava a diario, que es imposible ver el final».

Leo en Almudena notas musicales y regresos a la infancia, azules abusivos en el cielo y soles muy altos, completamente empinados y amarillos, al caminar descalzos sobre roca bermeja ardiente. Colores argentinos y aceitunados. Leo en Almudena la extirpación de un bulto sobre un órgano de color rosa. Joven y alocada, ¿qué habrá hecho? ¿A qué se ha tenido que exponer ella solita para que la vida le regale una cicatriz tan larga? La violencia también puede estar contenida en un susurro.

Leo su predilección por la literatura y el exquisito deseo de crear belleza a pesar de lo que puedan decir los lectores. Muy a nuestro pesar, la familia y los amigos —ni qué hablar de los amantes— tienen voz y voto. No se trata de una mera visita al infierno, se trata de una forma de vida. La vida temporal, la dejadez y los pómulos bien hallados. Conviene elegir la mejor postura para escribir —cama, mesa o sofá—; nada importa mientras los dedos toquen tecla. El compromiso debe ser férreo si te atreves a escribir un libro rebosante de inteligencia y brusquedad. Pocos lo logran.

Talento y pureza. Es en Fármaco, y no en su estupendo primer libro, donde Almudena se acoge a su primera voz desgarrada —la de la niña asustada que no puede sacar el pie de la rueda de la bici—, la consume y deteriora, hasta crear este libro que se demuestra armonizado hasta en sus formas más oscuras.

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30 de agosto de 2021
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La novela en carne viva

Entre las reglas que más he respetado a lo largo de mi carrera de escritor está aquella que manda alejarse de los acontecimientos y de los personajes hasta lograr una especie de neutralidad. Nunca tomar partido. Quizás los asomos de fracaso que uno encuentra en la novela de denuncia que se escribió en América Latina en la primera mitad del siglo, está precisamente en que esa denuncia, demasiado obvia, llega hasta la imprecación discursiva. Novela militante, novela de tesis. Novela de partido.

Es por eso mismo que el lector siente que, por ejemplo, en El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría sobran muchas páginas dedicadas al discurso de protesta, que se hallaría mejor fuera de la trama que se intenta llevar adelante, y a la que más bien pone plomo en las alas. O cuando un gran poeta como César Vallejo se queda en el panfleto cuando intenta la novela El tungsteno, y se aleja de la riqueza verbal y del misterio de puertas secretas de sus poemas.

La intención deliberada de que la obra de ficción funcione como vehículo de propaganda política resulta condenada de antemano, porque la novela es el instrumento menos adecuado para esa tarea que se convierte en patética. La ahoga la obviedad, que es enemiga mortal de la complejidad, y el discurso narrativo arriesga a volverse infantil, por su simpleza didáctica, como la que pretendía el realismo socialista.

La neutralidad que el novelista busca para no perder las puertas de acceso a la complejidad de sus personajes, en los que campean las contradicciones que son propias de la condición humana, nada tiene que ver con su posición ética, que se convierte en una especie de piloto automático que debe estar siempre presente página tras página, haciéndose invisible en la textura de la narración.

Esa presencia invisible de los principios ilumina la escritura en lugar de arruinarla. En Humillados y ofendidos de Dostoyevski no hay una sola palabra de denuncia, y es una novela reveladora como pocas del poder que en la escritura llega a tener la injusticia, tan contraria a la bondad. Pero en una novela de verdad los buenos nunca son de una sola pieza, ni los malos tampoco.

Me planteo esas reflexiones frente a mi última novela, que está ahora llegando a las librerías, Tongolele no sabía bailar, la tercera de un ciclo al que pertenecen El cielo llora por mí y Ya nadie llora por mí, que tienen como personaje al inspector Dolores Morales. No voy a referirme a ellas como novelas policiacas, o novelas negras, que en un sentido lo son, sino como novelas que exploran la realidad inmediata de Nicaragua; y, en este otro sentido, son también novelas realistas.

Cuando hablo de tomar distancia incluyo la inmediatez de los escenarios, porque es más fácil mal comprometerse con aquellos que son más cercanos en el tiempo, o son contemporáneos. En la medida que los hechos se alejan más hacia el pasado pueden juzgarse con menos pasión, y con menos riesgos de tomar partido.

Pero hay ocasiones en que vale la pena asumir los riesgos y acercarse al fuego sabiendo que se puede resultar quemado. En esta novela las circunstancias ponen al inspector Morales dentro de los acontecimientos que se desarrollan en Nicaragua a partir del mes de abril del 2018, hace apenas tres años, cuando se inicia una despiadada represión que deja como saldo la muerte de más de 400 víctimas, jóvenes y adolescentes en su inmensa mayoría.

Pero no se trata de denunciar en la novela estos hechos que están suficientemente denunciados, sino de meter al inspector Morales y demás personajes en el entramado de la represión, como si se movieran en una escenografía aún sin terminar; la historia verdadera sobre la cual se monta la novela aún sigue en movimiento y le espera su desenlace.

Y esto es parte del reto del novelista. Introducirse en una escenario inacabado, como está obligado a hacerlo un cronista de hechos reales que no puede sentarse a esperar que estos se alejen en el tiempo para tomar distancia de ellos. En ese sentido Tongolele no sabía bailar es también una crónica de los hechos que marcaron ese año de 2018, convertidos en episodios narrativos: los francotiradores cazando muchachos con rifles Dragunov desde el techo de un estadio de beisbol; el incendio de una fábrica de colchones que eran también vivienda de la familia propietaria, y donde todos, adultos y niños, murieron entre las llamas; el asalto de los paramilitares a la iglesia de la Divina Misericordia en Managua, con más muertos.

Tongolele es el apodo del jefe de sicarios al que se enfrenta el inspector Morales. Le dicen así porque el mechón blanco de su pelo recuerda al de la bailarina que hizo época en la edad de oro del cine cabaretero mexicano. Igual que el inspector Morales, fue combatiente guerrillero en la lucha para derrocar a la tiranía de Somoza; pero ahora sus caminos se han separado y deben enfrentarse, subidos a ese escenario donde la historia aún no ha dicho la última palabra, y no se sabe si al fin terminarán triunfando los buenos, o seguirán reinando los malos.

 

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30 de agosto de 2021
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Tres películas y un libro para entender (algo) Afganistán

No he tenido demasiado acceso a la literatura afgana. Su realidad siempre se ha narrado desde el lado extranjero. Por eso la sorpresa fue mayúscula cuando conocí la escritura de Khaled Hosseini. Su novela, Y las montañas hablaron (Salamandra, 2013), es un fascinante relato que se inicia en las estribaciones del doliente Hindukush. En realidad, Hosseini es un afgano privilegiado, hijo de un diplomático de carrera, que terminó asilado en California, donde cursó la carrera de medicina. No sé a día de hoy si Hosseini ha ejercido la medicina o ha seguido su pulsión novelística. Escribe en inglés aunque su lengua materna es esa especie de persa o farsi que se habla en Afganistán. Ha vendido miles de ejemplares y con razón. A veces los best sellers contienen valores serios para seducir a los lectores. Es el caso de Hosseini, un escritor de nervio, emotivo y profundo, sensible y descriptivo. Sus primeras novelas, de enorme éxito, eran más lacrimógenas: Y las montañas hablaron vive en equilibrio, mantiene la emotividad con lucidez. Se trata de un libro de aliento épico en el alma de personajes perdidos. No hay mejor fresco de la extrema cotidianidad en ese país montañoso, uno de los más agrestes del planeta, cruce baldío de caminos y religiones. Allí se muere por nada, por una tierra polvorienta habitada por alacranes y alimentada con cuajos de leche de cabra. Todavía desconozco la traducción española de su último libro, Sea Prayer.

Mientras llega recuperamos a Rudyard Kipling, sus impagables retratos de la aventura colonial británica. Uno de ellos se encuentra muy bien ilustrado en la excelente colección de la editorial Nordica, El hombre que pudo reinar, publicado originalmente en 1888 y llevado al cine con maestría por John Huston en 1975. Kipling se basó en historias reales de soldados y oficiales británicos perdidos por mundos olvidados para imaginar la aventura de dos de ellos en Kafiristán, un territorio perdido de Afganistán, más allá del paso del Noroeste por el que anduvo el ejército macedonio de Alejandro. La película, con los impecables y encanallados Sean Connery y Michael Caine desvela un territorio inhóspito, tan estúpido como violento, sin sombra de la concupiscencia occidental, sin honor ni complejos.

Otro film, menor pero muy bien documentado y también con grandes actores –Tom Hanks lo es, y también Julia Roberts, y no digamos el malogrado Philip Seymour Hoffman–. Se trata de La guerra de Charlie Wilson (dirigida por un excelente profesional, Mike Nichols, en 2007), basada en hechos más o menos reales. A saber, de cómo el comité de defensa del Congreso norteamericano termina apoyando a la guerrilla afgana contra los soviéticos gracias a la secreta ayuda israelí que proporciona a los muyaidines los lanzacohetes de propulsión individual con los que derribar los helicópteros y tanques rusos. La película, de aires progresistas, termina culpando al Congreso de los EEUU por financiar una guerra sin dar continuidad a la paz, sin financiar las escuelas que Charlie Wilson quiere introducir en Afganistán. Lo harán, y no lo cuentan en Hollywood, los wahabitas saudíes inundando de madrasas toda la frontera pakistaní, de Peshawar al Waziristán.

La tercera película para entender el largo conflicto afgano es una producción de Netflix, Máquina de guerra. Un film sin proyección comercial que deviene en una ácida comedia. Una comedia bélica, si eso es posible, superior incluso a aquella famosa Mash de Alan Alda. Protagonizada por el mejor Brad Pitt, narra la historia del general norteamericano que envía Obama a retirar las tropas de Afganistán. El general termina enredado en una trama militar paternalista y lejos de evacuar el país pedirá más refuerzos para terminar la “democratización” del territorio asiático. Un reportaje lunático de la revista Rolling Stone acabará con la carrera de Brad Pitt, cuyas escenas dialogando con los líderes tribales pastunes resultan impagables.

“Máquina de guerra –explicaba el periodista pakistaní Ahmed Rashid en un artículo publicado por El Mundo– nos ayuda a entender por qué la contrainsurgencia está fallando, por qué se extiende el terrorismo, y por qué las guerras han destruido tantos países. Ayuda a entender por qué, tras 16 años, Washington todavía debate sobre el número de soldados a desplegar”. Han pasado 20 y estos días leemos y vemos por televisión, cómo van las cosas en el desastre de Kabul.

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29 de agosto de 2021
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A menudo veo un perro

A menudo veo un perro. A mi derecha. No muy apartado. Anoche, saliendo de La Cartonera, allí lo tenía. Se lo dije a mi amigo Juáncar y contestó que estos perros no son ciertos, que él no lo veía, que era cosa de mi vista ya defectuosa. Pero ahora, con buena luz, caminando solo por la Ronda de Serrano, compruebo que me sigue un perro, al trote, un perro pequeño, blanquecino, algo sucio, de posible nombre Pipo, y compostura fatigada. Me cruzo con Pablo Neruda. Lo paro. Le pregunto qué le parece el perro y, me lo temía, responde con un descorazonador “de qué perro hablas". Me intranquilizo. Porque, además, lo grave, es que el perro nunca es el mismo, ni es de la misma raza, aunque siempre es pequeño, como si uno grande no cupiera dentro de mis ojos. Pienso que, en esta situación, antes de ingresar en el manicomio, o en la perrera, debiera investigar en una enciclopedia canina, que no fuera que existieran perros volátiles, personalizados, inherentes a la condición de individuos que, como yo, como los camaleones, viven del aire.

 

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21 de agosto de 2021
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Camino del destierro

Las arenas implacables del desierto de Chihuahua se extienden a ambos lados de la frontera entre México y Estados Unidos, y hasta allí, al oeste del estado de Texas, ha llegado Haydée Castillo, defensora de derechos humanos, ahora en el exilio, en busca de identificar compatriotas nicaragüenses entre los cadáveres de los migrantes que han sucumbido en la travesía. Hierbajos secos y cactus espinosos adornan las dunas. De algunos de los cuerpos sólo queda la osamenta cubiertas de harapos; otros se hallan aún en descomposición bajo el sol que arde implacable sobre las molleras.

La acompañan expertos de la Universidad de Texas que se encargan de tomar muestras de ADN para buscar como identificar a los migrantes en su base de datos. Entre las pertenencias hay alguna billetera con fotografías de familiares que quedaron atrás. Ella busca alguna pista, una cédula de identidad, algún billete de córdoba, una banderita de Nicaragua, alguna pulsera trenzada de azul y blanco.

 El éxodo hacia Estados Unidos ha venido creciendo dramáticamente desde 2018, cuando se dio la represión que dejó más de 400 muertos, sobre todo jóvenes, y en los últimos meses, tras la nueva ola de persecuciones, cárcel y asedio policial, ha tenido un repunte no menos dramático. “Con tristeza constatamos nuevamente la migración de nicaragüenses, en su gran mayoría jóvenes, por persecuciones políticas”, declara la Comisión Episcopal del Arzobispado de Managua.

En junio, la cifra de detenidos en la frontera con México, porque fueron sorprendidos cruzando, o se entregaron voluntariamente a las autoridades, fue de 7741, y en julio se duplicó, hasta alcanzar 13371. En enero había sido de 500.

En los dos últimos años han sido 31713 nicaragüenses los que, según el Servicio de Protección Fronteriza, han intentado atravesar la frontera, y 13 mil de ellos eran parte de familias que viajaban juntas, contando 1500 niños.

En el pasado los nicaragüenses no solían emigrar a Estados Unidos de la manera masiva que lo hacen los guatemaltecos, salvadoreños y hondureños, provenientes de los tres países centroamericanos del “triángulo del norte”, que han merecido recientemente un sonado programa de atención especial de inversión y desarrollo, a cargo de la propia vicepresidenta Kamala Harris.

Las razones tradicionales de la emigración desde estos tres países han sido sobre todos las penurias económicas y la inseguridad ciudadana. Y no es que los nicaragüenses no se desplazaran por esto mismo, pero lo hacían sobre todo hacia Costa Rica.

Pero ahora su número se multiplica, al sumarse la represión, y la incertidumbre a consecuencia de las políticas de aislamiento internacional que promueve la dictadura, y de las sanciones en su contra.

Según la ACNUR, cerca de 108.000 nicaragüenses han abandonado el país desde 2018. Sólo recientemente han entrado 11 mil a Costa Rica; y quienes se aventuran más lejos, buscan España.

El azaroso camino hacia la frontera de Estados Unidos se llena de huellas, urgidas y cada vez más numerosas. No todos logran llegar, y se quedan en algún trecho. Como Olivar Zeledón, quien el sábado 31 de julio se desnucó al caer del techo del vagón de un tren, atestado de migrantes, que iba de Zacatecas a Coahuila.

Al siguiente día, por la noche, Óscar Javier Fuentes fue asesinado a balazos por desconocidos que dispararon desde una motocicleta contra un grupo de migrantes que conversaba en las afueras del refugio de Jesus del Buen Pastor, en Tapachula.  Su hermano William había sido asesinado en 2018 por los paramilitares que reprimían las protestas en las calles.

Atravesar el territorio mexicano es toda una hazaña, aún antes de enfrentarse con las aguas del río Bravo, donde muchos mueren ahogados, o con las arenas del desierto, donde se puede extraviar el rumbo, y morir de sed, o insolación.

Mientras tanto, desde que los migrantes cruzan la frontera hacia Honduras, sus vidas comienzan a peligrar a merced de los “coyotes”, una red que a su vez está en manos de los carteles de la droga que dominan los diversos territorios a lo largo de la ruta.

A Meylin Obregón y su hijo Wilton de 10 años, las autoridades migratorias de Estados Unidos los devolvieron a territorio mexicano, donde ella fue secuestrada, y el niño quedó abandonado, y apareció llorando en un video que se hizo viral. Ahora, tras pagar su familia en Nicaragua un rescate, vendiendo y empeñando todo lo que tienen, la madre acaba de ser liberada.

Y algunos deben enfrentarse con la triste suerte de ser deportados de regreso a Nicaragua, donde van a dar directo a la cárcel si se hallan en las listas negras de la policía.

Anita Wells, de la Nicaraguan American Human Rights Alliance, afirma que “tenemos cantidades de gente, de muchachos en centros de detención. Algunos están heridos, algunos son expresos políticos y aun así no siempre los dejan entrar”. Su organización ayuda a los solicitantes de asilo a evitar su expulsión.

De ahora en adelante deberá hablarse del “Cuadrángulo del Norte” al referirse al desangre migratorio hacia territorio de Estados Unidos. Y mientras en Nicaragua no haya paz social y estabilidad democrática, la cifra de expatriados seguirá creciendo sin parar, hacia el norte, y hacia el sur.

 

 

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19 de agosto de 2021
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Los objetos estelares en el cine: lecciones de un trineo, un violín rojo y un Rolls-Royce amarillo

Elogiemos hoy a los objetos que protagonizaron películas, brillaron ante las cámaras o crearon un giro sorprendente en un argumento.
El primer objeto que se me viene a la cabeza guía la sabia estructura de la ‘opera prima’ del joven genio Orson Welles, Ciudadano Kane. El exitoso magnate de la prensa y político fracasado Charles Foster Kane muere musitando “Rosebud”, y esa palabra es la clave del equipo del noticiero cinematográfico que se lanza a contar su vida de otra manera.
Como un alarde de su reinvención de la narración cinematográfica, Welles hace al equipo del noticiero ver entre la bruma de sus propios cigarrillos el primer borrador del perfil periodístico del magnate: ahí están todos los datos de su historia, pero ninguna de las respuestas del porqué de su grandeza y su tragedia. Entonces envían a un joven reportero del equipo a buscar las respuestas. Como un vidrio que se quiebra en trozos tornasolados, el periodista encargado de encontrarlas se reúne con quienes lo conocieron, lo quisieron y lo odiaron, y vuelve con una imagen compleja, fascinante del hombre que inventó el periodismo de masas.
En la última escena, ustedes seguramente lo recordarán, perdida – o ganada – la batalla por entender quién era en realidad Kane, los trabajadores que echan a la hoguera los objetos inservibles para limpiar de cachivaches la gigantesca mansión Xanadú, y los espectadores descubrimos con horror y deleite cómo crepita bajo las llamas el trineo del niño Charlie Kane, su único amigo en una infancia amarga que lo endureció para subir a la cima. Claro, Rosebud era el trineo. El objeto era la respuesta, la clave para entender una vida plagada de paradojas.
El cine muchas veces usó esta capacidad de acercar la cámara a algo minúsculo para tomarnos del cogote y dirigir nuestra mirada al detalle revelador. En la única escena que se conserva grabada del arte incendiario de la soprano María Callas, la diva se encuentra sobre el escenario del Covent Garden de Londres en una parte del segundo acto de Tosca, de Giaccomo Puccini. El malvado comisario y barón Scarpia le acaba de proponer el pacto asqueroso: debe entregarle su cuerpo a cambio de que no mate a su novio el pintor Mario Cavaradossi. Floria Tosca dice que sí, Scarpia escribe el salvoconducto que debe salvar al sentenciado Mario, y en ese momento, Tosca ve sobre la mesa un cuchillo.
La escena es en el blanco y negro granuloso de la televisión de mediados de los cincuenta, y la cámara no se acerca al objeto. Pero los carbones encendidos de la Callas nos obligan a mirar ese cuchillo. Y lo sabemos: ese objeto salvará su honra y la convertirá en una asesina. Es su salvación y su ruina, y sus finos dedos, los más expresivos de la historia de la ópera, se acercan inexorable y sigilosamente a tomarlo.
Cuando pienso en esta capacidad de los objetos de transportarnos a mundos y épocas, de transformar a las personas y revelarnos su verdadera naturaleza, de protagonizar aventuras, me vienen a la memoria dos películas que giran alrededor de objetos potentes de colores inusuales: El violín rojo y El Rolls-Royce amarillo. El primer film, del director canadiense François Girard, recorre en seis idiomas el camino de un violín rojo de impecable factura y bello sonido que perteneció a un luthier italiano, a un niño prodigio vienés, a un monje chino y a un músico ambulante gitano. En la actualidad, el instrumento se subasta en Montreal y acuden a adquirirlo personajes ligados a las distintas etapas de la “vida” del violín longevo. Así se construye sabiamente el guion: a partir de la entrada de los personajes a la subasta, cada uno da inicio a las aventuras del violín.
Una idea parecida de relato coral, la de vincular historias de personajes diversos que a lo largo de los años fueron dueños de un objeto precioso y vivieron aventuras memorables con él, había dado lugar en 1964 a El Rolls-Royce amarillo, película muy británica de Anthony Asquith. El vehículo perteneció entre otros a un aristócrata inglés, un mafioso de Chicago y una millonaria norteamericana que lleva a un patriota yugoeslavo en un peligroso paso de frontera. Cambian los escenarios, las épocas y las pasiones y el Rolls-Royce sigue siendo símbolo de distinción y riqueza, pero sin el vínculo con la locura artística y el rico juego de espejos que en el caso del violín produce la presencia en la puja por el mismo objeto de los herederos de cada una de sus historias.
Las dos películas comparten, sin embargo, el protagonismo de un objeto que al pasar de mano en mano se va convirtiendo en algo distinto, va mutando de naturaleza sin cambiar en su forma ni utilidad ni en su color característico. Para cada uno de sus dueños, “mi” violín o “mi” automóvil se convierte en la proyección de cada cuerpo, de cada personalidad y el aliado de tragedias y beatitudes. El Stradivarius y el Rolls-Royce son siempre los mismos, pero las cuerdas frotadas suenan distinto en el monasterio medieval y en la playa de los gitanos, y el potente motor del bólido ruge diferente en la carrera de Ascot y en los caminos de montaña de Eslovenia.
Cada personaje se apropia y cambia su objeto, y nuestra mirada los ve como la proyección de sus personalidades. De la misma forma, una misma casa es un hogar completamente distinto cuando es habitado por sus sucesivos dueños. Las cosas se nos van pareciendo hasta convertirse en autorretratos inanimados.
¿Cuántas películas que no he visto tendrán también su “momento Rosebud” escondido en la trama, para provocarnos deleite y pavor?

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15 de agosto de 2021

Roberto Calasso (Premio Formentor de las Letras 2016)

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Nuestra necesidad de consuelo

Hay un invento que, con una mínima inversión, te permite viajar más lejos que Jeff Bezos. Y no solo por el espacio, también en el tiempo. La poeta Emily Dickinson, que apenas se alejó de su pueblo de Massachusetts, escribió que para trasladarnos a tierras remotas no existe mejor nave que un libro: «Qué frugal es el carro que lleva al alma humana». Basta con una mano para sostenerlo y no precisa recarga, pero, al pasar la vista por la letra impresa, en nuestro cerebro se desata una tormenta eléctrica. Imaginar que hacemos algo y hacerlo es casi lo mismo. Lo corrobora la ciencia: las técnicas de neuroimagen muestran que, en ambos casos, se iluminan regiones similares. Y los libros no solo suprimen distancias físicas, sino que además favorecen un diálogo cercano entre personas de diversos orígenes. A partir de las diferencias la literatura crea afinidades.

Roberto Calasso (Premio Formentor de las Letras 2016), fallecido hace una semana en Milán, fue el faro de la editorial Adelphi («hermanos», en griego) durante más de medio siglo. Comparaba el libro con la cuchara, dos objetos de diseño perfecto, inventados de una vez para siempre, para el propósito de alimentar. En su obra ensayística buceó en los mitos griegos, el mundo védico o la religión hindú en busca de un retrato completo de lo que una vez fuimos y de lo que aún somos. Hoy persisten la violencia, la crudeza y los sacrificios que se narran en ellos, pero ataviados con otros nombres. En uno de sus últimos ensayos enseñó cuál era el mejor orden para una biblioteca personal: la ausencia de este. Porque el conocimiento se asienta sobre terreno volcánico: por debajo siempre pasa algo y por eso es cambiante, promiscuo, caprichoso, transnacional y transversal. Sabía que el paradigma digital nos hace sentir falsamente sabios, expertos en todo, cuando más bien somos náufragos que bracean en un océano de datos y noticias intrascendentes. «Vivimos en un almacén de copias que han perdido sus moldes», leemos en Las bodas de Cadmo y Harmonía. Para Calasso, lo principal era asomarse a lo invisible, perseguir esos moldes.

La literatura no consiste en manuales de instrucciones. No pretende decir la última palabra. Acepta una pluralidad de lecturas y acrecienta nuestra comprensión de la vida, ese viaje imprevisible entre lugares inexistentes, según Stig Dagerman. Tras cruzar la Europa devastada de la posguerra, el escritor sueco concluyó que «nuestra necesidad de consuelo es insaciable». Por eso necesitamos a diario los libros. Como la cuchara.

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5 de agosto de 2021

Heidegger, su esposa Elfride y Lacan, Cerisy, 1955

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El ruido y el silencio (tras una lectura de «Ser y tiempo»)

El ruido ensordecedor se puede confundir con el silencio justamente porque te deja sordo.

La acumulación de ruido es la característica de nuestro tiempo, que halla su fundamento en un ruido vacío de sentido, de aliento y de vida entendida como experiencia de la plenitud.

No hay plenitud, solo hay inquietud confusa y descentrada.

Ruido en la calle, ruido en los medios, ruido en la mente. El mundo convertido en un relato dodecafónico contado por un loco.

Y cuando el ruido impera el silencio se convierte en un refugio, pero en un refugio inalcanzable para los que no aciertan a despegarse de la feria atronadora que nos envuelve y nos desborda.

Y sin embargo, solo desde el silencio percibimos que algo se mueve por debajo de las palabras y los signos. Los antiguos lo llamaban el ser.

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5 de agosto de 2021
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El expolio

Llaman Manuel Terrín Illán a una persona enjuta, morena y fea que trabaja en el obrador de una de las más famosas confiterías toledanas, la de los mazapanes óptimos, y que, a veces, ayuda en el mostrador. De eso le conozco. Abstraído, no presta atención a la balanza que siempre resulta generosa, y así, como agradecimiento, quizá innecesario, trato de darle conversación. Digo que trato porque él no parece dispuesto a contar nada, nada sé de él pese a mis frecuentes visitas al establecimiento.

 

Ayer fue un día en que todo empezó mal, la cita con el proctólogo quedó anulada, el abogado Pedro tuvo que viajar con urgencia a Madrid, y mi hija Laura recibió un pelotazo en la cabeza. Visto el panorama me obsequié con una visita no guiada a la catedral, quería ver de nuevo (diez veces al menos desde que me destinaron a Toledo) el cuadro El expolio, para mí la mejor obra de El Greco.

 

Pocos quedaban en el recinto, iban a cerrar, y animado por una especie de fuego interior, un atrevimiento que no era propio en mí, me acerqué hasta una distancia que nunca hubiera imaginado. Me hallaba solo, sin las molestias del habitual gentío, en silencio, con buena luz, a pocos centímetros de una obra que me cautivaba. De repente, y acompañando a una voces que venían de afuera, tuve la sensación de que alguien había pasado a mi lado, casi rozándome y, antes de que la oscuridad lo ocupara todo, estaban apagando las luces, pude contemplar los rostros de los hombres que rodeaban a Jesús, villanos oscuros, pedigüeños asesinos y, entre ellos, justo pegado a su rostro, creí ver un espacio vacío, ahí faltaba, hice un esfuerzo por recordar, un hombre enjuto, moreno, feo, alguien, entendí en ese instante, cuya condena residía en amasar mazapán e introducirlo en el horno por toda la eternidad.

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5 de agosto de 2021
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La lágrima fácil

Una entrevista reciente, en la que el ensayista mexicano Ilan Stavans habla con gran perspicacia del melodrama y la literatura, me pone frente a un tema fascinante. Sus afirmaciones son provocadoras. Por ejemplo, la de que novelas de García Márquez y Vargas Llosa no son otra cosa que telenovelas literarias.

Los libretistas de las telenovelas, y de las radionovelas antes, aprendieron las reglas del género en ejemplos clásicos inamovibles, que van desde La Odisea, a las novelas de Dickens. Hay en la trama dramática de los culebrones tradicionales, capaz de sostenerse a lo largo de 300 capítulos, que toman meses en emitirse, reglas que son básicas: los obstáculos constantes que impiden la felicidad; y el suspenso al final de cada capítulo para que nadie abandone la trama.

La tarea del héroe no es posible, lo explica bien Joseph Campbell, sin los obstáculos, que forman la esencia de la aventura. Ulises, tras diez años de guerra en Troya, sólo quiere volver con buen viento a su vida doméstica en Ítaca.

Si su viaje de regreso hubiera sido feliz, no habría nada que contar; la saga está compuesta de interrupciones, y esa es la aventura. No sale a buscarlas, las encuentra en el camino. Al contrario, don Quijote quiere ser interrumpido, quiere enfrentarse a sus enemigos malandrines, y ese es el motivo de su viaje, y el motivo de la narración.

Algo está impidiendo siempre la dicha de los protagonistas. Esta regla no la descuida el prolífico Félix B. Caignet en El derecho de nacer, especie de gran matriz del género: a don Rafael del Junco, dueño del secreto capaz de resolver la trama, le da un derrame cerebral y pierde el habla. Mientras esté mudo, no habrá desenlace.

Dickens es el gran maestro del suspenso al final de cada entrega, y así se alimenta el deseo de seguir, para saber en qué va a terminar todo, aunque ese término esté lejano, al cerrarse el último capítulo impredecible.

Igual que la telenovelas, los libros de Dickens se publicaban por entregas. La gente se agolpaba en los muelles de Nueva York para esperar el barco donde llegaba desde Londres la revista con el nuevo capítulo de La pequeña Dorritt. Y los lectores querían saber si la niña Nell Trent, la heroína de La tienda de antigüedades, iba a sobrevivir o no a su enfermedad.

La agonía de Nell se prolonga en función de la necesidad de la novela. Morirá o no morirá según al autor le convenga; y mientras ese momento llega, las cartas de los lectores llueven en la redacción de la revista pidiendo a Dickens que salve a la protagonista. Pero, tras meditarlo en paseos solitarios por las orillas del Támesis, sentencia que debe morir. Es una decisión grave, que toma en función del poder de vida o muerte que tiene sobre sus personajes.

Los personajes pasan a ser de carne y hueso en las mentes. Cuando en Nicaragua se transmitió por Radio Mundial El derecho de nacer, y al final Albertico Limonta e Isabel del Río se casan, en los estudios de la emisora se recibieron numerosos regalos de boda.

Hay una tercera regla del melodrama: la carga lacrimógena. Y también lo hallamos en Dickens. No hay quien no derrame lágrimas por la suerte de todos esos seres, sobre todo niños, empujados a la miseria y el desamparo por la sociedad industrial, y la narración es conducida, a través de sus trampas, para provocar el llanto. La telenovela potencia este recurso y busca que quienes se sientan frente al televisor se ahoguen en un mar de lágrimas.

Cien años de soledad no tiene, de verdad, como cree Stavans, nada de telenovela. Me intriga lo que harán los guionistas ahora que el libro se convertirá en una serie de Netflix, para darle a esa narración que siempre se está mordiendo la cola porque vuelve sobre sí misma, las reglas necesarias de intriga y suspenso, y de aventura siempre interrumpida, de un capítulo a otro.

En cuanto a El amor en los tiempos del cólera, a la que también cita, es más bien la parodia deliberada de un melodrama, un amor entre viejos, narrado con sabia sutileza, y una carga mágica de palabras convertidas en imágenes. Florentino Ariza y Fermina Daza se salen del molde clásico del melodrama, donde los amores sufren interrupciones, pero nunca hasta la anticlimática llegada de la vejez. Ya la novela fracasó en el cine, en manos de Mike Newell, a pesar de su reparto de lujo.

Tampoco La tía Julia y el escribidor es un melodrama. Los amores entre un sobrino una tía que lo dobla en edad, se salen de los márgenes de lo que una telenovela requiere. Y la novela es una burla las radionovelas, con personajes que llaman a la risa más que al llanto, como el famoso libretista Pedro Camacho.

No creo, por fin, que el melodrama, como tendencia a exhibir las emociones hasta el llanto, sea asunto del ADN latinoamericano, como Stavans afirma también. La opera soap es una vieja industria en Estados Unidos, y ahora los culebrones turcos están invadiendo las pantallas, doblados al español.

Todos somos, de un modo o de otro, de lágrima fácil.

 

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4 de agosto de 2021
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El Boomeran(g)
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