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Distinguir y conocer no implica tener idea

Decía en una reflexión anterior que no tenía seguridad de que cuando los manuales introductorios se refieren a los artefactos que emulan el funcionamiento del cerebro humano, sea lícito hacer referencia a lo que en este funcionamiento es dependiente del lenguaje. Indicaba así que si por “responder” se entiende una respuesta lingüística, no tenía yo mucha seguridad de que haya artefacto inteligente que efectivamente de respuestas. No se trata de una duda retórica, simplemente no lo sé: no sé hasta qué punto los prodigiosos logros de la inteligencia artificial nos permiten decir que hay ya entre nosotros inter-pares, entiendo por inter-par toda entidad que efectivamente esté dotada del don de la palabra.

El problema aparece entre líneas por todas partes, incluso cuando nos estamos refiriendo a cuestiones meramente de técnica. Un ejemplo recogido de uno de esos manuales introductorios a los que hecho alguna referencia:

El autor está presentando una red neuronal básica pero que permitiría clasificar los siguientes dígitos 504192 (imagine el lector que están escritos a mano). Se plantean dos problemas, en primer lugar hay hacer que la imagen total que constituye el conjunto de los dígitos se convierta en una secuencia, es decir, hay que introducir la diversidad, de tal manera que haya seis imágenes y no una. Tras esta segmentación se plantea el problema central de clasificar cada digito individual, es decir, realizar la acción de ubicar en un grupo u otro, por ejemplo reconocer en la imagen 5 un caso particular del dígito “cinco”. Pues bien, aquí el autor señala la conveniencia de abordar directamente el segundo problema, pues su solución acarrea la solución del primero, o sea: lograr clasificar implica lograr distinguir. Desde luego suena muy platónico, pero ¿lo es realmente? Todo depende de cómo clasifica la máquina: ¿cata-loga la máquina, es decir, subsume, a la manera platónico-aristotélica, por mediación del logos, reconociendo en lo dado una forma, una especie o idea? ¿O más bien a la manera como un animal no confunde un gato con un perro, es decir, sin idea de lo que está en presencia? Hemos visto que el John Searle que se encuentra en la cámara china no tiene idea de chino y sin embargo funciona como si la tuviera, es decir: a efectos prácticos una simulación de lenguaje parece funcionar como si el lenguaje estuviera presente.

Este es el problema filosófico de fondo que este titánico proyecto de la inteligencia artificial nos plantea, y que, como ya he indicado, hay que abordar sin apriorismos. Muchos seres carentes de lenguaje realizan complejísimas funciones que en nosotros son difícilmente separables del lenguaje, y ello simplemente porque el lenguaje lo empapa todo en nuestras vidas. Esta intrínseca porosidad del cuerpo humano al lenguaje hace quizás que tomemos como efecto de lenguaje lo que quizás podría tener lugar sin presencia del mismo. Nosotros no confundimos un individuo de una especie con un individuo de otra especie, pero un perro, sin poder (por hipótesis puesto que animal no racional) especificar, tampoco los confunde, de lo contrario no podría adaptarse al entorno. De ahí una vez más la sospecha: el lenguaje, que emerge en la vida, quizás no tiene como meta esencial fortificar la vida.

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5 de julio de 2021
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De repente, un novelón en valenciano

Desde su configuración la novela como género literario admite recursos narrativos prácticamente infinitos. Existen grandes corrientes temáticas, no obstante, que apuntan a modo de subgéneros más o menos obvios, desde las novelitas de pulp fiction al noir.

Hay caminos más íntimos pero igualmente clásicos y prolíficos, como las novelas de iniciación, de aprendizaje, la Bildungsroman que dicen los alemanes tomando un rotundo galicismo: la pérdida de la inocencia que transcurre en el mundo contemporáneo desde la infancia a la adolescencia, la juventud, el sexo y los desengaños de toda condición. Tantas cosas que solo existen desde la revolución industrial.

La modernidad, que no la vanguardia, ha dado obras maestras en dicho capítulo, como El guardián entre el centeno, el Retrato del artista adolescente, Demian, El joven Torless, Ada o el ardor, Rojo y negro, David Copperfield… y buena parte de las historias femeninas de Jane Austen o de las hermanas Brontë que tan bien viene reeditando en castellano la colección clásica de Alba editorial. En cambio, la literatura vanguardista, como la música del mismo frente, han resultado carreteras sin salida.

Existen también novelas de la tierra cuyo paisajismo ha fructificado mucho mejor en el cine. Entre mis películas favoritas de este capítulo: Dersu Uzala, Siberiada, Los emigrantes, Las aventuras de Jeremiah Johnson, El renacido, La llamada salvaje, La hija de Ryan, El hombre tranquilo, No man’s land, A años luz…

El relato audiovisual, sin embargo, no favorece los ambientes urbanos. La ciudad funciona de modo superior en la literatura, tal vez porque las historias verdaderamente intensas son siempre humanas, proporcionan mitos y leyendas antropomorfas, tienen poco que ver con la arquitectura.

Una cervecería corriente y moliente, sin valor estético alguno pero visitada en su juventud por James Joyce, se convierte en un espacio de culto para mitómanos del autor de Dublinesses, quien precisamente escribió esta obra entre los cafés literarios de la Trieste de Italo Svevo. Lo mismo ocurre con la Lisboa de Pessoa, el Brooklyn de Auster, el París de Cortázar, la manniana Muerte en Venecia alcanzando el Lido, la Barcelona de Mendoza o el Madrid de Ramón Ayerra.

Una ciudad que no trascienda literariamente no es una ciudad ni es nada que diría el fundador de Planeta, el legendario José Manuel Lara. La ciudad novelada llegó a ser una obsesión en algunos escritores del periodo naturalista. Emile Zola y sus obras sobre la misma París, Marsella o Roma. Oviedo que no existiría sin su Clarín. Blasco Ibáñez que igual narraba la epopeya de un pescador de la Albufera como la de un jornalero agrícola o un tendero del Mercado Central de Valencia.

Y es precisamente a raíz de Blasco, de su negación como escritor vigente, y también en el entorno menestral del Mercado ubérrimo de Valencia, el cuerno de la abundancia bajo sus bóvedas de modernismo agrarista, que una joven novela está causando furor en la capital levantina. Noruega, de Rafael Lahuerta.

Lahuerta ha escrito una obra cenital. La gran novela de la ciudad histórica, de su decadencia a lo largo de los años 70 y 80 fruto del ensanche de la metrópoli y la llegada de legiones de turistas y cruceros. Ese es el contexto en el que su protagonista, un aspirante a escritor como el Martin Eden de London, irá desvelando el paso de la adolescencia en grupo a la subjetividad juvenil, salto decisivo en un novelista.

Noruega es un novelón, y así lo palpan los lectores, pues de boca en boca ha alcanzado ya una segunda edición a pesar de su publicación por una modesta editorial, Drassana, y hacerlo en un valenciano coloquial, perfectamente entendible por cualquiera. Lahuerta espera que alguna de las grandes editoras se interese por lanzarlo en castellano, o bien que el mercado catalán acepte su libro original plagado de modismos sureños.

Al respecto caben algunas reflexiones. La primera que Cataluña es endogámica en casi todos los niveles, incluyendo el literario. En el micromercado de las letras catalanas, que al menos existe como un pequeño mercado, no parecen caber los autores valencianos salvo entre minorías pírricas o cuando el escritor de turno se pasa el día en TV3 declarando su amor y su fe soberanista. Cataluña piensa en términos mentalmente expansivos y ortodoxamente ideologizados cuando habla de los Países Catalanes, pero en realidad ni entiende ni acepta la insularidad ni el sur de su propia cultura, demasiado diversa y criolla para convivir con la idea de una singularidad independiente.

El caso del cantante de Xàtiva, Raimon Pelejero, Al vent, es revelador al respecto: residente en Barcelona desde hace más de cuarenta años, considerado un genuino representante de la cançó catalana, pero conocedor de la realidad valenciana, se manifestó contrario al proceso independentista unilateral, por lo que padeció una excomunión en toda regla por parte del sanedrín nacionalista.

Lahuerta, por lo demás, es un buen ejemplo de convivencia fértil entre dos lenguas y dos culturas en un mismo territorio, cuya vecindad en todos los órdenes hace innecesarias más explicaciones sobre las contaminaciones lingüísticas. El individualismo valenciano, libre de posicionamientos políticos, tiende a la coexistencia cultural. De hecho, podría ser un buen ejemplo de cohabitación entre la castellanidad y la catalanidad a poco que se le propusieran los políticos en un gran acuerdo regional que afinara la enseñanza lingüística.

El autor de Noruega es todo un abanderado de ese tipo de mixturas. De joven fue el dirigente de la peña futbolística de la Universidad Politécnica, el llamado Gol Gran de Mestalla, donde cada domingo de partido se desplegaba una pancarta gigante con algún aforismo inteligente sobre el fútbol como materia de los sueños y emociones, escrita en castellano o valenciano, indistintamente. Igual citaban a Benedetti que cantaban como una de Pau Riba.

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2 de julio de 2021
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A vueltas con el físico

He recibido dos revistas que por su encuadernación, formato y gran número de páginas podrían considerase libros.

PARAÍSO. REVISTA DE POESÍA llegó la primera. Vistosa por la barroca ilustración de las cubiertas, es una publicación de periodicidad anual financiada por la Diputación Provincial de Jaén y en la que a los habituales poemas inéditos se suman algunos artículos y reseñas. La segunda, BARCAROLA. REVISTA DE CREACIÓN LITERARIA, más voluminosa, de periodicidad semestral, financiada por el Ayuntamiento y la Diputación Provincial de Albacete, dispone de un reparto de contenidos similar a PARAÍSO. Ambas podrían catalogarse como tipográficamente suntuosas y ambas me han llevado a recordar una de las secuelas, quizá poco estudiada, del cacareado mayo del 68.

PARAÍSO publica un breve trabajo, firmado por Noelia Díaz Viciedo, sobre la poetisa valenciana María Beneyto Cuñat (1925-2011), lamentando la poca atención crítica que mereció su obra y, para abundar en esta circunstancia, reproduce un párrafo de Max Aub, de su libro de memorias La gallina ciega, en el que se denuncia el silencio en torno a María Beneyto, párrafo que se abre y se cierra con dos declaraciones; la primera, 'Es una mujer hermosa', y la segunda, 'no hay razón para callarla aunque ella no diga nada'; declaraciones que merecen la siguiente consideración por parte de Díaz Viciedo: 'Pero, ¿qué había de decir y a quién?, ¿a alguien que empieza una crítica literaria por elogiar su físico?'.

BARCAROLA lleva en su cubierta una imagen del poeta manchego Ángel Crespo Pérez de Madrid (1926-1995) al que le dedica un elevado número de artículos, de hecho un sustancioso dossier. Pero aunque nos digan que Ángel Crespo es un poeta, y lo podamos ratificar leyendo sus composiciones, su aspecto, su figura, no corresponden a lo que se espera de un hombre con ese oficio. Ahí, retratado, en una buena fotografía en blanco y negro, comparece un individuo de mediana edad, entrado en carnes, sentado en equilibrio inestable sobre una piedra, vestido con un grueso y floreado jersey, pantalones de difusa hechura, y una expresión bonachona extrañamente acompañada por grandes manifestaciones de capilaridad en el cráneo, patillas y cejas; estamos ante el señor José de la tienda de ultramarinos de la plaza Mayor que, a regañadientes, se ha visto obligado, por sus sobrinos, a pasar un día en el campo.

No es ahora, con lo políticamente correcto, con Me Too y similares, cuando, por primera vez, yo corra el riesgo de ser crucificado; sabemos que a partir de 1968 fue vetado cualquier comentario acerca del aspecto físico de las personas, cualquier comentario acerca de la fealdad, de la belleza, de la vulgaridad, del señorío, de la falta de higiene... aquel terrorífico ‘cada uno hace lo que quiere con su cuerpo' quizá significara el más destacado santo y seña de la algarada.

 

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1 de julio de 2021
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Ni verlos

No es ideología ni moral, sino asco. El asco en Hungría se extiende a otros países excomunistas, por hablar hoy solo de esa parte de Europa. El presidente Orbán lo niega: no se trata de humillación, es por el bien de la infancia y el honor de los padres. A los homosexuales no les tenemos odio, dice; nos protegemos de ellos.

De las distintas facetas sexuales lgtbi, un acrónimo que crece, se habla mucho, pero luego bajas del léxico a la calle y encuentras otra cosa. Ni los ultracuerpos trans nos invaden ni los niños son violados a mansalva por los facinerosos del ambiente. Por cierto, sorprende que la iglesia de Roma pontifique al modo húngaro contra la tímida tentativa del gobierno Draghi de aliviar la condición del gay italiano, olvidando que el colectivo mundial donde se da la mayor proporción de pederastas es la Santa Madre.

Pero volvamos a la asquerosidad. Aclarado por fin, después de muchos siglos de anatema y pira, que se puede ser homosexual y buena gente en cualquier ramo (la enseñanza, la medicina, el comercio, entre otros), ¿qué baldón queda? El verlos. Porque, reconozcámoslo, los antiguamente llamados invertidos y bolleras hoy se muestran, y su mostrarse es lo que no se traga. Qué distinto sería si estos seres de otra esfera se limitaran a relacionarse entre sí a escondidas. Ya se les ha dado derechos laborales, el cobro de pensiones, la paternidad, y en selectas parroquias avanzadas los sacramentos incluso. Pero no, siguen dale que dale: ellas y ellos, algunos con tacones de aguja y boquitas pintadas algunos, con pelo a lo garçon y maneras hombrunas algunas. ¿No es exhibicionismo eso? Y encima van a la escuela a informar de que tú, adolescente confuso, o tú, niña dubitativa, podéis ser como ellos el día de mañana. Y como tal ser vistos. Sensibles o irascibles, irritables o amables, entrañables o insufribles. Todo eso sí. Todo menos visibles.

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1 de julio de 2021

El Palacio Pereira en Santiago, sede de la convención 

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La hora mágica de Chile

 

La víspera de la convención constituyente alumbra el sueño de un nuevo país

 

El 4 de julio se reunirán los 155 constituyentes para empezar el arduo camino de escribir la nueva carta magna chilena.

Primero, las advertencias. Va a ser un proceso durísimo, angustioso, donde nadie quedará totalmente satisfecho. No habrá ganadores absolutos: será un texto negociado, donde todos cederán algo. Una constitución, como dicen en Chile desde el inicio de la transición desde la dictadura de Pinochet, “en la medida de lo posible”.

Y el proceso mismo, con las ventanas abiertas, será una pesadilla. Como esas peleas internas hechas públicas que tanto conocen los seguidores del periodismo deportivo: cada día entrenadores, jugadores, dirigentes, representantes y hasta sus padres cuentan ante las cámaras qué se dijeron en cada entrenamiento.

Siempre pensé que con esas paredes de cristal sería imposible ensayar una obra de teatro, por ejemplo, con la directora, los actores, el escenógrafo y hasta la dramaturga opinando cada día ante los medios lo que pasó en la jornada. Los que negociaron la paz en Sudáfrica, en Irlanda del Norte, en El Salvador, dicen que con redes sociales tuiteando todo hubiera sido mucho más difícil.

Ni me quiero imaginar la agria discusión de cada palabra y las necesarias componendas y pactos de pasillo entre fuerzas contrarias, como pasa en todo proceso de escritura conjunta de un texto unificado, en la era de Twitter, Instagram, los memes, las fotos y frases virales.

Pero eso todavía no empezó. Estamos como en la semana antes de una boda, cuando el príncipe todavía no se convirtió en un sapo. Todo es sueño, posibilidad, potencia.

Estamos en la etapa de celebración de lo que el famoso periodista televisivo e incisivo columnista Daniel Matamala bautizó como una asamblea constituyente “mucho más parecida al país” que las Cámaras del Congreso.

Nos anunciaron a los actores, y es un elenco de ensueño para este drama que todavía no abrió el telón.

En primer lugar, el milagro de lo decidido el 15 de noviembre de 2019, menos de un mes después del estallido social de octubre de ese año. Con las calles en llamas, el gobierno del neoliberal Sebastián Piñera (en su segundo mandato, el único presidente de derecha desde la vuelta a la democracia en 1990) aceptó lo que sin protesta diaria nunca hubiera accedido: reformar la espuria constitución de 1980 pergeñada por un grupo de intelectuales de la dictadura.

En unas maratónicas sesiones legislativas, se aceptó que las mujeres tuvieran paridad en la asamblea, algo inédito en el mundo, y que todos los pueblos originarios reconocidos en Chile tuvieran 17 escaños reservados: siete para los mapuche, dos de los aimaras y uno cada uno para los changos, rapa nui, atacameños, diaguitas, quechuas, collas, kawashkar y yaganes. Solo no prosperó la moción de un asiento para los afrodescendientes.

La pandemia del Coronavirus postergó el referéndum en que los votantes debían aprobar o rechazar el cambio constitucional. Finalmente, el 24 de octubre de 2020, una semana después del aniversario de la revuelta que propició esta reforma, más del 80 por ciento de los votantes no solo aprobó la reforma, sino que, entre una convención mixta compuesta por legisladores en ejercicio y nuevos elegidos, y una compuesta totalmente por convencionales electos, se decantó abrumadoramente por la segunda opción.

Los partidos de derecha que apoyan a Piñera creían que se reservaban el control del contenido de la nueva constitución al lograr que en el pacto se aceptara que cada artículo debía aprobarse con más de dos tercios de los constituyentes.

Así es como este año (tras otro aplazo por la segunda ola del virus) se eligió a los 155 miembros de la asamblea.

Y vino la gran sorpresa: la derecha no llegaba al tercio que necesitaba para bloquear decisiones que acordara el arco que va de la centroizquierda (la ex Concertación de Patricio Aylwin, Eduardo Frei, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet) al Frente Amplio, Partido Comunista y movimientos sociales. De hecho, no fue ni la derecha ni la izquierda institucionales los que ganaron la elección, sino los independientes, fruto genuino del estallido del 2019 sin líderes ni pertenencia partidaria visible.

Inédito e insólito: la mayoría de los que se sentarán a escribir la nueva constitución son independientes en un sentido muy distinto a lo son habitualmente los candidatos exitosos de fuera de los partidos.

A diferencia de un Ross Perot, un Donald Trump o la plétora de millonarios latinoamericanos que se lanzaron a la política sin estructura partidaria, apelando a esa mentira de que hacer la campaña con su propio dinero los hace más independientes y menos proclives a la corrupción, estos gastaron mucho menos en campaña que sus contendientes, y no tuvieron el apoyo ni de los grandes medios ni de las estructuras anquilosadas de los partidos, que con el 2% de aprobación en encuestas, tienen todavía menos apoyo popular en Chile que el devaluado presidente Piñera, los carabineros o la Iglesia.

Fueron las redes sociales, pero sobre todo el trabajo de lucha en las poblaciones, por los derechos humanos, por el ambiente, por las causas feminista, indígena, y el sostenido trabajo intelectual que estos extraños candidatos discutirán la letra y la música de la constitución con los abogados, economistas y ex ministros que presentaron los partidos.

Les doy cinco ejemplos de constituyentes electos, de los que más he seguido desde mucho antes de la campaña.

Primero, un ama de casa luchadora y con ideas claras, que creció desde el bullicio y el jolgorio de los disfraces del estallido social hasta ser vista como representante de las frustraciones y los anhelos del pueblo: junto con el Capitán Pare (por usar este signo vial como escudo) y el Sensual Spiderman, una de las imágenes más conocidas de las protestas era la Tía Pikachu, una señora ataviada con un gigantesco disfraz del más inofensivo de los Pokémon.

La Tía Pikachu será constituyente, y en recientes entrevistas en televisión se muestra como mucho más conocedora de lo que pasa en las calles y en las casas de sus vecinos que muchos encopetados académicos. Muchos votantes empatizaron inmediato con su historia de que su hijo usó la tarjeta de crédito familiar para comprar el costoso disfraz por internet y que cuando llegó el paquete le dio la vuelta al gasto innecesario y se vistió de bicho amarillo para reclamar justicia.

Segundo, entre los siete representantes del pueblo Mapuche, la Machi Francisca Linconao, que pasó años presa por un crimen del que fue declarada inocente. Su autoridad de líder religiosa-social y sabiduría en los conocimientos ancestrales de su pueblo hacen que su pueblo se sienta representado. Frente a siglos de robos de tierras y persecución policial y judicial, los mapuche decidieron creer en esta instancia, y le extienden la mano al estado chileno que tantas veces los engañó.

Y tres periodistas y escritores. Uno es el mediático historiador y divulgador de “La historia secreta de Chile” Jorge Baradit, un personaje similar a lo que en Argentina sería un Felipe Pigna, un best-seller de la historia no contada en los libros del colegio, desde la independencia hasta la dictadura.
Otro, Patricio Fernández, el célebre fundador y director por años de la revista The Clinic, que combina humor, escritura creativa e investigación en temas poco tocados por los medios tradicionales, como la lucha de las disidencias sexuales y los abusos contra el pueblo mapuche.

Y en tercer lugar, la periodista de investigación Patricia Politzer, autora entre otros libros de denuncia, de Batuta rebelde, una preciosa y escalofriante biografía del músico y víctima de la Caravana de la Muerte Jorge Peña Hen. Politzer, con una amplia y muy respetada carrera en prensa, radio y televisión, es uno de los nombres que circulan antes de la primera sesión como posible presidenta del órgano constituyente (hay consenso en que sea una mujer). Las otras son la académica mapuche Elisa Lancón y la científica Cristina Dorador. El domingo saldremos de dudas.

Ninguno de estos, como de más de la mitad de los constituyentes, habían participado en política: hay también más científicos, artistas, médicos y enfermeros, maestros y profesores, agricultores y comerciantes. Los apellidos son representativos del Chile real, no de las familias de la élite.

El perspicaz periodista Mirko Macari apuntó en uno de los muchísimos programas dedicados a hablar de este grupo esperanzador y variopinto que, como hecho inédito, los que se sienten en la mesa larga del Palacio Pereira (un palacete del siglo XIX que dará magnificencia al debate solemne) “no tienen jefe”. No responden órdenes. Eso es bueno y también peligroso.

Deberán hacer alianzas, ponerse de acuerdo en principios básicos, intentar honrar el sueño de un pueblo que se siente traicionado por las promesas incumplidas desde la vuelta a la democracia en 1990. Pero al mismo tiempo, lograr consensos que unan, que eviten confrontaciones estériles. Dar espacio a lo público para salir de la privatización de todo que instauró y permitió la constitución actual: volver a que el agua, la salud, la educación, la vivienda, el trabajo, las costas y los recursos naturales sean de todos. Que haya igualdad de derechos y oportunidades. Discutir, saber proponer consensos, pero también imponerse, entendiendo qué batallas son las esenciales.

Todo esto para lograr, como reza el lema más perdurable del estallido social, “que la dignidad se haga costumbre”.
Nos queda poco tiempo hasta que se prendan las luces y apunten las cámaras. Hoy es todo esperanza. Pero no es fácil poner en palabras y en normas los sueños. Se vienen días agitados. Se vienen tiempos fascinantes en Chile.

Este texto se publicó en el Número 100 de Revista Lento de Uruguay

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30 de junio de 2021
Maravillosa portada de Demian (Alianza Editorial)
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Hermann Hesse y el orientalismo

Hermann Hesse fue uno de los escritores más leídos por los jóvenes solitarios e inconformistas de los años 60 y 70. Debo incluir a mi padre en este grupo, le he robado hasta los puntos de lectura de esos ejemplares únicos que sacó Alianza Editorial. Demian, El lobo estepario, Viaje al Oriente... Qué ediciones más pulcras. Hesse nació en 1877 en Alemania, fue un niño meditabundo e independiente que desarrolló un fuerte apego por la poesía y la vida intelectual. Trabajó de aprendiz de relojero y librero. Siempre intentó llevar una vida al margen de la sociedad arquetípica y biempensante, nunca quiso entrar en el mundo académico. ¿Para qué ceder ante algunos académicos? Aficionado a la música, pintor y políglota. No se pierdan sus pinturas.

La obra de Hesse está cargada de simbolismo y constituye una síntesis de las filosofías de Oriente y Occidente. Especial predilección por según qué temas. La crítica a la educación escolar, vana e improductiva; el conflicto entre la libertad artística y el sistema burgués establecido; la búsqueda de la unidad estética espiritual frente a la disolución de la conciencia y la configuración de una armonía en los valores culturales.

La decadencia alemana de la Segunda Guerra Mundial supuso un punto de no retorno. Cualquier intento por encontrar una solución, por muy utópica que fuera, al problema del espíritu era insustancial; el trauma de las dos guerras irrumpió con fuerza en la escritura de Hesse. Hombre de una individualidad implacable, en una carta dirigida a su amigo André Gide, se despedía de la siguiente manera: “Reciba una vez más el saludo de un viejo individualista que no tiene intención de adaptarse a ninguna de las grandes maquinarias.”

Una única voluntad: ser libre. Un outsider que luchó a favor de la recreación de los valores espirituales de la mente. Podría decirse que fue inspirador del movimiento hippie. En un mundo patentado y economizado, la década de los 70 y el capitalismo imperante crearon una sociedad de consumo que provocó una tendencia contestataria. La materialización de la sociedad y la rápida industrialización eran los símbolos de un mundo moderno al que todos debían adherirse si no querían ser excluidos.

El orientalismo se difundió por Europa a finales del siglo XIX, aunque se presentaba bajo una mera función ornamentalista. La catarsis literaria de Hesse fue la piedra angular de esta nueva perspectiva para el mundo occidental. Una de sus novelas más emblemáticas fue Siddhartha, escrita en 1922 tras el abismo que dejó la Primera Guerra Mundial. No trata sobre la vida de Buda -aunque está presentada en situaciones análogas a la vida de Gautama-, trata sobre el hijo de un brahmán que ansía encontrar la satisfacción total y el equilibrio entre su vida y el mundo. Es más, Siddhartha significa «aquel que alcanzó sus objetivos». Sus tres habilidades son la paciencia, la meditación y el saber escuchar. Junto a su amigo Govinda, emprende un viaje espiritual y se une a los samanas, los ascetas del bosque para buscar el samsara. De ellos, aprende el arte de abstraerse e insensibilizarse contra el hambre. Siddhartha o el firme reflejo de un Hesse que se debate entre la lucha incesante por preservar su espíritu y la fenomenología de una conciencia supeditada a los estragos de la vida europea. Hesse y sus ideas fijas: la insatisfacción vital puede vencerse gracias a la espiritualidad.

El desequilibrio entre el progreso espiritual de la sociedad y el avance a pasos de gigante del ámbito científico, económico, industrial y tecnológico contribuyen a impulsar una tendencia, siempre en una sola dirección, hacia un último fin vacío de misticismo y sensibilidad. El hombre y su consecución de logros no va acompañado de un sentimiento de felicidad, sólo se contempla la ganancia monetaria y un sentimiento de mejora gradual y continua en la comodidad cotidiana. El espectro de posibilidades e idearios que confluyen en la obra de Hesse aspiran a una armonización de este progreso dinámico para que puedan verse reflejados en el cultivo de la espiritualidad humana y lograr la famosa insustancialidad (Anātman). Somos espectadores de una degeneración irreversible de la mundología interna y su privación del sentimiento de realización.

El corpus antropológico de esta brusquedad se da en el declive del hombre occidental. Necesitamos sentirnos dioses. En estos últimos dos siglos, el hombre ha sido capaz de desafiar las leyes de la gravedad, crear máquinas que detectan la verdad y la mentira, alargar la esperanza de vida, viajar a la luna, postergar la muerte y crear vida mediante técnicas artificiales. Glorificamos el ego, lo aplaudimos. Nuestro sesgo: no nos sentimos parte de la naturaleza. El hombre occidental cree estar por encima de ella, ser sobrenatural pues es el artífice de un progreso que nunca se creyó posible. Todavía no hemos interiorizado nuestras limitaciones, no hemos aceptado nuestra mortalidad ni respetamos la naturaleza. La perspectiva budista aparece en contraposición a este supuesto porque la vida sólo debe ser entendida una vez nos hemos concienciado sobre la muerte y su imperativo. El sufrimiento es connatural al acto de vivir.

 

 

El pájaro pelea hasta que consigue salir del huevo. El huevo es su mundo. Todo ser debería intentar destruir el mundo.

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30 de junio de 2021

Londres, 1917. Fotografía: Getty.

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Un museo portátil

Si leer es soñar de la mano de otro, como decía Pessoa, los bibliófilos y lectores omnívoros viven encadenando sueños. Para ellos, lo que pasa en el mundo es una confirmación de lo leído. Y, cuando no, la fascinación surge de pensar que quedan más libros por leer y, por lo tanto, se seguirá cumpliendo, inexorablemente, la primera máxima. Para los bibliofrénicos, juntar libros (prestados, adquiridos, olvidados, sustraídos o regalados) en un único lugar es cumplir el anhelo de toda una vida. Así lo confiesa Geoff Dyer en Desembalo mi biblioteca, un homenaje al ensayo homónimo de Walter Benjamin. En ese texto sobre el arte de coleccionar y la bibliomanía, el filósofo alemán nos invita a acompañarlo mientras coloca sus libros en los estantes, antes de que los envuelva el tedio del orden. Esos objetos aparentemente inánimes suscitan una cascada de recuerdos: ciudades, librerías de anticuario, bibliotecas, su cuchitril de estudiante en Múnich, su habitación de Berna, la soledad en el lago de Brienz e, incluso, su cuarto de la infancia. No es que esos títulos cobrasen vida en él, sino que era él quien vivía en ellos. El destino final del escritor en Portbou puede leerse como una metáfora de la fragilidad de los libros y, por consiguiente, de la cultura. Aunque consideraba su biblioteca su posesión más preciada e hizo todo lo posible, pese a sus múltiples mudanzas, para que no se disgregara, una mitad fue destruida en Berlín; la otra (media tonelada de libros contenida en cinco o seis cajas), después de viajar hasta París, fue parcialmente vendida por necesidad, mientras que el resto de volúmenes acabaron confiscados o perdidos.

El esfuerzo por intentar conservar lo que nos hace humanos, los libros, es una evidencia precisamente de nuestra humanidad. Al ver nuestra biblioteca, nos invade una suerte de pensamiento mágico. Nuestra finitud se diluye, presos de la quimera de que las páginas son invulnerables al fuego, a los parásitos, a los hongos, a las guerras, las bombas, a la humedad. Pienso en los testimonios de los supervivientes del sitio de Leningrado, cuando el único combustible a mano durante el asedio alemán eran las bibliotecas, cuya quema resultaba tan dolorosa como la negación de la propia identidad, la misma disyuntiva que abordó Amélie Nothomb en su pieza teatral Les combustibles. Aldous Huxley fantaseó con la idea de que una noche ardiese su biblioteca para contarnos con qué autores la reharía: Shakespeare, Homero, Dante, Rimbaud… Concluyó esa pieza de 1947 afirmando que, en tiempos difíciles, lo que alimenta la mente es una colección de buenos libros sin saber que, catorce años después, su casa en Los Ángeles sería pasto de las llamas.

Cada vez que me he separado de mi biblioteca, a veces durante años, he sentido su ausencia como un desarraigo. Una vez me siguió íntegra, en furgoneta, a Bruselas y me hizo compañía mientras me encerraba a traducir a Grossman, Ulítskaya, Aravind Adiga o Tolstói. Pero, después de tener que saldar la mitad de los volúmenes en la librería de lance Pêle-Mêle para agilizar mi mudanza, decidí que nunca volvería a cruzar una frontera con mis libros, para evitar otra escabechina. Desde entonces, cuando he cruzado el Estrecho o he volado al Este, solo me ha acompañado una pequeña comitiva. El primer biógrafo de Quevedo, Pablo de Tarsia, escribió acerca de la conocida bibliofilia del autor que, «en todos los viajes que se le ofrecieron, llevaba un museo portátil de más de cien tomos de letra menuda» y cifraba su biblioteca en «cinco mil cuerpos». Quizá sorprenda la manera de referirse a los libros («cuerpos»), pero acaso evocara su origen vivo (del latín liber, la parte interior de la corteza de los árboles, la «memoria vegetal» a la que alude Umberto Eco). ¿Cómo no pensar en ellos, e incluso no preocuparnos, cuando los perdemos de vista y no tenemos noticias suyas? Algo parecido preguntaba Canetti en Auto de fe: «Los libros no son seres vivos, de acuerdo. Carecen de sensibilidad y, por lo tanto, ignoran el dolor tal como lo sienten los animales y, probablemente, también las plantas. Pero ¿quién ha demostrado la insensibilidad total de lo inorgánico? ¿Quién sabe si un libro no es capaz de anhelar, de un modo que nos es extraño y que, por eso, no advertimos, la compañía de otros libros con los que convivió un tiempo?».

En las ocasiones en que ni siquiera pude facturar mi museo portátil, he añorado tanto ese espacio propio de libros (sencillísimo en su arquitectura, como la cabaña a orillas del Walden) como si fuera mi auténtica patria. ¿De dónde soy? Podría decir que de Barcelona, o del último lugar que dejó huella en mí, o de los escenarios de la traducción en la que trabajo, o tal vez de mis lenguas maternas y adquiridas… Pero la respuesta más razonable, la que incluye todas las demás, es que soy de allí donde esté mi biblioteca, una pequeña república sin bandera, de fronteras líquidas, habitada por autores cuyas palabras y consejos cobran más sentido cada día que pasa. Ahora que tengo mi biblioteca repartida entre tres ciudades, sobrevivo como una apátrida. No será hasta este verano cuando recupere su unidad y, mientras llega ese momento, pienso en Dyer que durante los años de viajes y cambios de domicilio guardó su colección de libros en un almacén. No tenerlos a mano, escribió, le obligó a depender menos de las referencias a obras de otros y a confiar en su voz. Vivir en el extranjero, afirmó, es como «mudarse de los entrecomillados». Y pone el ejemplo de Erich Auerbach, autor de Mimesis: la representación de la realidad en la literatura occidental. Con el ascenso del nazismo, el filólogo y crítico literario de origen judío, empleado de la Biblioteca Estatal de Prusia, se refugió en Estambul. A pesar de no tener a su alcance la bibliografía para acometer ese proyecto, sintió que esa carencia fue una bendición, pues tener acceso siempre a todo posterga sine die el momento de enfrentarse a la hoja en blanco.

Los libros deberían ser una inspiración, no la última palabra. «Libro» y «libre» suenan de un modo muy parecido, por eso prefiero una imagen del «individuo libresco» menos tristona que la descrita por Virginia Woolf en Horas en una biblioteca: una «figura pálida e incluso ojerosa, delgada, con una bata de vestir, perdida en sus especulaciones, incapaz de levantar una sartén del hornillo… ignorante de las noticias del día». Para la autora de La señora Dalloway, el verdadero lector es aquel que entiende la lectura no como una dedicación sedentaria, sino como un brioso ejercicio al aire libre, una ascensión por los montes que casi quita el aliento. Porque las novelas, los mapas, los diccionarios, las enciclopedias y los poemas nos arman para seguir con la lectura de otros textos, ya sea el de la naturaleza, el de las ciudades o el del firmamento. Una y otra cosa se intrincan, son vasos comunicantes. Por eso, para algunos, el San Petersburgo de Crimen y castigo, el Dublín de Ulises o la Lisboa de Libro del desasosiego son tan reales (o más) como cuando pisan las aceras de sus calles.

Quienes sufren de bibliopesía cuentan con una red de refugios eventuales cuando están lejos de su biblioteca personal. A fin de cuentas, la biblioteca borgiana, con sus infinitas galerías hexagonales, está desperdigada por todo el mapa. En mi caso, asocio los lugares donde he vivido con las bibliotecas cuya visita ha formado parte de mi rutina: en Barcelona, la Biblioteca Nacional de Catalunya; en Tánger, la de la Legación Americana; en Bruselas, la Biblioteca Real, en el Mont des Arts; en Quito, la Eugenio Espejo; en San Petersburgo, la Biblioteca Nacional, etc. A simple vista, al entrar en ellas, nos encapsulamos en un espacio aislado del mundo, pero, con solo abrir las páginas de un libro, comprobamos que nos acercan íntimamente a él. El matemático hindú Ranganathan, teórico de la clasificación bibliotecaria, tenía claro su ideario, que tiene visos de manifiesto. Los fundamentos de su filosofía, propuesta en 1931, dicen así: 1. Los libros están para usarse. 2. A cada lector su libro. 3. A cada libro su lector. 4. Hay que ahorrar tiempo al lector. 5. La biblioteca es un organismo en crecimiento.

Así como ignoramos en qué pensaremos al iniciar un paseo, no sabemos qué descubriremos al entrar en una biblioteca, pues los libros, decía Umberto Eco, «son máquinas que producen nuevos pensamientos». Los bibliófagos se reconocen entre sí. Coleridge se refería a sí mismo como cormorán de biblioteca. George Steiner lo consideraba el paradigma de los bibliógrafos y, según él, pertenecían a esa misma especie los lectores cuyos nervios hace vibrar una nota a pie de página. Nabokov llevó más lejos que nadie esas notas aclaratorias y las convirtió incluso en un género. Sus comentarios a Pushkin constituyen una obra literaria por derecho propio. Pero, por encima de filias, está el idioma universal que los libros (gracias a los traductores) establecen. En La buena novela, Laurence Cossé escribió que, de entre todas las cosas para las que sirve la literatura, «una de las más gratificantes es la de conseguir que personas hechas para entenderse se reconozcan entre sí». Pienso en las anotaciones que encontramos en algunos libros de segunda mano o de una biblioteca, obra de lectores que sintieron la pulsión de escribir en los márgenes, que se convierten en mensajes para el siguiente lector. En 84, Charing Cross Road leemos que Helene Hanff escribió a su librero en Londres: «Me encantan esos libros de segunda mano que se abren por aquella página que su anterior propietario leía más a menudo. El día que me llegó el ejemplar de Hazlitt se abrió por una página en la que leí: “Detesto leer libros nuevos”, y saludé como a un camarada a quienquiera que lo hubiera poseído antes que yo».

Hace poco visité la biblioteca de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada. Tras un zigzagueo encontré la sección de literatura rusa, una sala de fría luz verdosa un tanto claustrofóbica. Me situé frente al primer anaquel y fui ojeando los lomos. Ajmátova, Aksiónov, Andréiev… Llegó la B: me reencontré con Bábel, un apellido de lo más apropiado para un autor tan traducido. Otra vez tenía ante mí ese enjundioso libro de lomo finísimo que es Diario de 1920. Ciento cincuenta páginas escritas durante la guerra polaco-soviética. Sobre la base de estas anotaciones tomadas sobre el terreno a lo largo de cuatro meses, Bábel compuso Ejército de caballería, un ciclo de relatos que empezó a publicar en 1923. Ese año aprendió a expresar sus pensamientos «de una forma clara y concisa». Víktor Shklovski explicó que la principal estrategia literaria del autor era utilizar el mismo tono tanto para describir las estrellas como para hablar de gonorrea.

Isaak Bábel llevaba una vida nómada, era su manera de recopilar material para sus textos. Su amigo Iliá Ehrenburg decía que lo devoraba la curiosidad. En una ocasión confesó que las cartas privadas eran su lectura favorita y que más de una vez había pagado para que alguien le explicara cómo había sido su primera experiencia amorosa. El detalle y la precisión eran su manera de atacar sorpresivamente al lector. Su vocación lo llevó desde Odesa, donde nació en el seno de una familia de origen judío, hasta la capital, San Petersburgo, donde no se admitía a «traidores, insatisfechos y judíos». Allí conoció a Gorki, su protector, que lo aconsejó «salir al mundo» antes de sentarse a escribir, lo que se convirtió en su obsesión. En 1920 acompañó al Primer Ejército de Caballería del Ejército Rojo bajo una identidad falsa. Integrado en un ejército antisemita, captó la brutalidad en su diario para plasmarla en una obra literaria tan afilada como una shashka cosaca. El propio Bábel desveló la clave de su estilo en el relato «Guy de Maupassant»: «Una frase nace bien y mal a la vez. El secreto consiste en darle un giro apenas perceptible. La manivela debe estar en tu mano y calentarse. Y hay que darle la vuelta una vez, no dos». Para él, el estilo literario era «un ejército de palabras, un ejército que moviliza todo tipo de armamento. Ningún hierro puede penetrar el corazón humano de forma tan heladora como un punto puesto a tiempo». Los apuntes de su diario parecen tentativas de poemas: «Han talado muchos árboles, secuelas de la guerra, los alambres de espino, las trincheras… La lluvia en el bosque, los caminos forestales empapados». Y su exigencia de describir cada objeto, hasta el más común, alcanza el rango de imperativo: «Voy al molino, qué es un molino de agua»; «Lo esencial de esta jornada es describir a los soldados y el aire»; «Describir a la gente, el aire». Bábel insiste varias veces en ese propósito: describir el aire. No quiere que nada se le escape, ni siquiera la materia invisible.

Al pasar las páginas del ejemplar de la biblioteca, observo que varias frases están subrayadas. Espío los pasajes que despertaron la curiosidad de ese otro atento lector que me precedió: «Quieren apoderarse de todas las tierras eslavas, qué viejo es todo esto»; «Una becerra degollada. Las ubres azuladas bajo el sol… ¡Qué desconsuelo! Una joven madre ha sido asesinada» o «Todo ha quedado mancillado por la guerra». Además, no pudo evitar escribir, con caligrafía temblorosa, en los márgenes: «Pobres mujeres», «violación», «HORROR», «asco», «codicia»… No cabe duda de que el hierro babeliano había penetrado en el corazón de aquel lector anónimo.

En 1934, Bábel le contó a Ehrenburg cómo se destruían los libros prohibidos en una fábrica de Moscú. Con qué facilidad se tachaba a un autor de la lista, se suprimía un libro de la estantería. Quien se calificaba irónicamente de «maestro del género del silencio» dejó una obra cuya brevedad simboliza el siglo XX, ese siglo sobre el cual se preguntaba si fue «el de la pérdida del alma». Cuando lo arrestaron en 1939, a todos sus manuscritos y correspondencia se los tragó un «agujero de la memoria». Los restos del escritor yacen en una fosa común en el cementerio de Donskói, necrópolis construida muro con muro con un monasterio medieval del mismo nombre. Visité ese lugar en busca del memorial a las víctimas represaliadas. En torno a una estela funeraria se apiñaban, junto con guirnaldas de flores, decenas de pequeñas placas con fotografías, nombres y fechas. En un proceso sumario respaldado por las confesiones del reo extraídas bajo tortura, Bábel fue sentenciado a la pena de muerte. Su última súplica, cargada de fe en la literatura, fue: «Dejen que termine mi trabajo». Sus manuscritos confiscados, así como las obras proyectadas en su imaginación, pasaron a engrosar el catálogo de la biblioteca de los libros perdidos.

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29 de junio de 2021
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Gran tipo

Del Molino, un hombre grande, del género úrsido, tiene el puño de hierro cuando le da la gana, pero en general trata con cariño a su prójimo, aunque lo deteste

En un capítulo de su último ensayo, Contra la España vacía (Alfaguara), en el que amplía a la política su popular ensayo anterior sobre pueblos deshabitados y zonas desérticas de España, Sergio del Molino trata el más grave problema nacional. Es en un capítulo que se titula “Contra la idiotez” y en él menciona la entrevista que tuvo con la simpática Ana Iris Simón. Al comentarle la cantidad de cosas contra las que se manifestaba en su grato libro Feria, ella contestó: “Yo estoy en contra de la idiotez”.

Sergio del Molino es uno de los escasos intelectuales españoles que cuando alguien le pregunte si vive en contra de las derechas o de las izquierdas, estoy persuadido de que contestará que él sólo está en contra de la idiotez. En primer lugar, porque es un hombre inteligente, sensato y honrado. En segundo lugar, porque en este incisivo ensayo no busca culpables, sino dar cuenta de las cosas tal cual son entre nosotros, sin máscaras ideológicas que disimulen el odio y el resentimiento. Es un trabajo que alivia de tanta idiotez como se vomita desde la política oficial.

Es, además, valedor de la vida provinciana y de esas ciudades que pone bajo el gentilicio general de “Vetusta”, en referencia, claro, al Oviedo que describía Clarín en La Regenta y que ahora, pasado siglo y medio, han perdido su aire sepulcral, han caído los amos medievales y son urbes envidiables. Lo subraya con un juicio de notable lucidez sobre su ciudad, Zaragoza. Y remata el libro con una pertinente vindicación de Azaña, admirable modelo de ciudadano.

Del Molino, un hombre grande, del género úrsido, tiene el puño de hierro cuando le da la gana, pero en general trata con cariño a su prójimo, aunque lo deteste. Esta rara cualidad le hace único y perfecto.

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29 de junio de 2021
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Libra de carne

Habla una mujer joven disfrazada de hombre de leyes en la Venecia del siglo XVI; está el Senado reunido y lo preside el Dux, responsable de dictaminar el proceso que divide a la población. Su célebre alegato empieza así: “La clemencia no es cualidad forzosa. / Cae como la lluvia, desde el cielo / a lo que está debajo. Su bendición es doble: / bendice al que la da y al que la obtiene. / Más poderosa es en los más poderosos.” Las palabras justas de la falsa abogada despiertan el recelo del acusador, el prestamista judío Shylock, que de ningún modo se quiere mostrar clemente con el acusado, el mercader cristiano Antonio.

La escena no ocurrió en la república véneta sino en la cabeza de Shakespeare, donde el dramaturgo mezcló, como solía hacer, un dilema moral, una historia de amor y una tragedia entreverada de comedia de enredo delicioso. Me he acordado de la obra por el problema que ahora tenemos, y probablemente seguirá; no hace falta contarlo. Prefiero dar, en traducción propia, una parte del discurso que Porcia, la disfrazada, inventa sobre una base legal relacionada con una libra de carne humana y una sangre imposible de verter: una fábula sobre el desgajamiento corporal y el odio al que no piensa ni cree lo que tú.

“La clemencia supera la potestad del cetro”, dice Porcia, “y el poder terrenal más se acerca al de Dios / si la clemencia suaviza la justicia […] ninguno de nosotros se salvaría / pidiendo solo justicia. Rogamos la clemencia, / y esa misma plegaria nos enseña a emprender / acciones de clemencia”. La obra, El mercader de Venecia, acaba bien y mal. La falsificación de Porcia salva una vida inocente, la de Antonio, que se queda solo pero vivo, como el inclemente Shylock; los jóvenes marrulleros se salen con la suya, y se casan todos. La carne no es cortada, y no hay derramamiento de sangre. ¿Quedan heridas?

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28 de junio de 2021
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Hijo sin madre

Destiempo, de Silvia Bardelás,  es una novela coral con una voz dominante. Hay saltos en el tiempo y alternancia de descripciones con diálogos y monólogos interiores.

Cada capítulo es como un lago donde puedes sumergirte. Su mayor logro es la configuración del protagonista: un joven que fue criado por su abuela, y por lo tanto un hijo sin madre, o con una madre que parece su hermana (pag. 93).

Los etólogos piensan que los hijos sin madre podrían estar despojados de cierta seguridad primordial, que solo puede procurar la madre, y que asienta sus pilares en la infancia. Son individuos más libres, pero también más dubitativos. Parecen extranjeros en todas partes. El protagonista tiene ese perfil psicológico.

Destiempo es un relato denso y bien estructurado, con un desenlace acertado: el exilio, el declinar del ruralismo y los cambios que atañen al fundamento de la personalidad. La Galicia rural es el escenario. A pesar de la sentencia final que incluye la palabra “nada”, no es una novela nihilista, y se apoya en la teoría de las pasiones de Spinoza.

A continuación reproduzco algunas de las frases más memorables con las que me fui encontrando en el trascurso de la lectura, indicando la página de la que fueron extraídas:

¿Ya no existen los muertos? 20

Aquella capa oscura que se presentaba todas las noches delante de la cama. 21

Los cambios no son fáciles, son necesarios. 30

Hay que tomar la iniciativa y moldear lo que hay. 32

Ese despertar sin quererlo, a flashes, a tiros de luz que rechazas. 34

No está mal saber que hayas matado a alguien nada más nacer. 37

Vivían en una falsedad evidente que aceptaban como su medio natural. 39

Os pasáis la vida dejando cosas y personas. 47

No hay vida si no participas en la construcción del mundo. 42

Lo que yo daría porque el mal se manifestase tan claro y poder luchar contra él. Pero no, cuando lo ves ya es tarde. 69

Más se niega el mal, más se piensa en él. 69

Si pudiéramos ver detrás de las paredes, todo estaría solucionado. 85

Mi madre es mi hermana. 93

No podemos ser menos que nuestros antepasados. 99

La vuelta de los desaparecidos nunca es buena, porque el pasado vuelve y deja de ser pasado, que es donde debe estar. 103

¿Cuál es el sentido de vivir cada momento como si fuese el último? 118

Culpa de lo que pudimos hacer y no hicimos. 127

Lo que dice Espinosa: todo lo que no nos deja ir hacia adelante es una pasión triste. 123

Las palabras hacen de frontera contra la oscuridad. 125

La vida es como un océano que saca a la superficie todo lo que quieres enterrar.130

Tiene pasado, mucho pasado, pero no vida pasada. 131

Todo lo que valía ya no vale. 133

La muerte siempre es un remate más que un final. 135

Hay una manera de estar en la tierra diferente, sin prisa, sin tener que llegar a ninguna parte, sin tener que ser reconocido por nadie, sin tener que pertenecer a ningún territorio. 164

Quererlo hasta el infinito y al mismo tiempo necesitar salir corriendo. 167

Una no tiene por qué querer a su madre. 178

Sentir a un niño dentro que no quieres, que golpea contra ti y rechazas esas patadas. 183

Este niño es hijo de toda la locura que estamos creando en este mundo. 185

No era una tristeza triste, era una tristeza elegante. 191

El pasado sin cerrar es una tortura, por eso mucha gente tiene Alzheimer.

Cuánta soledad da fingir. 224.

Por fin ya no creemos en nada. 224.

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27 de junio de 2021
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El Boomeran(g)
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