Francisco Ferrer Lerín
A menudo veo un perro. A mi derecha. No muy apartado. Anoche, saliendo de La Cartonera, allí lo tenía. Se lo dije a mi amigo Juáncar y contestó que estos perros no son ciertos, que él no lo veía, que era cosa de mi vista ya defectuosa. Pero ahora, con buena luz, caminando solo por la Ronda de Serrano, compruebo que me sigue un perro, al trote, un perro pequeño, blanquecino, algo sucio, de posible nombre Pipo, y compostura fatigada. Me cruzo con Pablo Neruda. Lo paro. Le pregunto qué le parece el perro y, me lo temía, responde con un descorazonador “de qué perro hablas». Me intranquilizo. Porque, además, lo grave, es que el perro nunca es el mismo, ni es de la misma raza, aunque siempre es pequeño, como si uno grande no cupiera dentro de mis ojos. Pienso que, en esta situación, antes de ingresar en el manicomio, o en la perrera, debiera investigar en una enciclopedia canina, que no fuera que existieran perros volátiles, personalizados, inherentes a la condición de individuos que, como yo, como los camaleones, viven del aire.