Sònia Hernández
La melancolía es inevitable. Siempre será fácil encontrar una causa para que aparezca, pero no es menos cierto que también emerge sin motivo, sencillamente porque forma parte de nuestra naturaleza. Algo parecido sucede con la esperanza. Ambas son pulsiones que forman parte de esa Naturaleza que nunca deja de ser un misterio, se crea en lo que se crea o se estudie lo que se estudie. Esa Naturaleza que nos funde, indefectiblemente, con la materia y la esencia –visible o invisible– que nos rodea.
Esta idea de intimidad con lo no humano y nuestra capacidad para hospedarlo como parte de nosotros es la que vertebra los siete breves y brillantes ensayos que conforman el librito Extraños. Ensayos sobre lo humano y lo no humano de la poeta, profesora y ensayista Rebecca Tamás, publicado por Anagrama y traducido por Álex Gibert. En uno de ellos, confiesa que abandonó la lectura de una novela que estaba disfrutando porque en las conversaciones del grupo de jóvenes protagonistas no encontró ni rastro de preocupación por el colapso ecológico. El comentario me recordó una conversación con una amiga en la que me contó que, a veces, en el sopor del tren que la devuelve a casa después de la jornada laboral, le entran ganas de gritar y preguntar a todo el mundo cómo pueden permanecer tan pasivos ante todo sabiendo que todos vamos a morir. Creo que todavía no se ha atrevido a montar tal escena.
Tamás es una más de las voces que se suma al esfuerzo de alertarnos sobre la catástrofe que, inconscientes, estamos viviendo, y que nos impele a escuchar los alaridos de la Tierra. Sin embargo, la suya es mucho más eficaz y conmovedora porque precisamente renuncia a cualquier tono dogmático o alarmista. La realidad es tan brutal y es tan presente que de nada van a servir los aspavientos que señalen la emergencia, de lo que se trata es de sentir en la propia piel el colapso y aprender a vivir de una manera útil para uno mismo y para el planeta, que son la misma cosa. De este modo, la depresión que la propia autora sufrió en su adolescencia es tratada como un reflejo del malestar de la Naturaleza. A veces se nos olvida que nosotros también somos la Naturaleza. Esas son las palabras mágicas que obran el milagro de hacernos conscientes.
La principal virtud de la escritura de Tamás, por la que consigue atarnos a sus ensayos, es la empatía. Allí, el calentamiento global no es una noticia catastrofista en la televisión, en los diarios o en las redes sociales, sino que es un pequeño suceso, inesperado y más o menos anecdótico, que estropea el día de alguna persona, que provoca la aparición de la melancolía y el dolor, a veces insalvables. La autora consigue ubicarnos en un punto en el que hacemos nuestras todas esas emociones, que, en un instante ella las transforma en fenómenos de la Naturaleza que, como ávidos suicidas estamos destrozando.
Pero de todo lo anterior no hay que deducir que la visión de la poeta sea victimista. Aunque no queramos aceptarlo, formamos parte de un continuo histórico, matérico y espiritual (o anímico, o psíquico, como se prefiera), que a la vez nos convierte en pasado, futuro y presente. Para entenderlo es imprescindible no renunciar a la memoria. Por ello, la autora reivindica la experiencia del colectivo conocido como Los Cavadores, del siglo XVII, que defendían la colectividad de la tierra y otras formas de vida en libertad, pero, ante todo, la libertad de amar y no tener que poseer la tierra. Otras comunidades indígenas aparecen en estos ensayos. Sobre todo, para sentir con ellos el desgarro de ver cómo desaparece el entorno natural donde se ha desarrollado desde siempre la existencia del colectivo del que son parte.
Mientras se está inmerso en la lectura de los trabajos de Tamás y se piensa en la intimidad con lo no humano que defiende, se comprenden mucho mejor algunos conceptos que a veces se nos resisten, como siempre, comunión o compasión. Si nos dirigimos inevitablemente hacia el abismo, cualquier palabra a la que podamos agarrarnos o pueda iluminarnos se convierte en absoluta. De eso se trata, de analizar cada palabra y cada gesto que trazamos para aprehender esa realidad que no acabamos de entender y por eso precisamos que la educación y la cultura le den forma. Admitimos que sean los demás quienes nos impongan cómo debemos vivir y experimentar nuestra naturaleza. Ese es uno de los grandes triunfos del capitalismo, al que ya casi es absurdo intentar combatir, puesto que está tan adherido a la realidad construida como lo está la enfermedad en la Tierra. Se trata de saber mirarlo y ponerle nombre para aprender a relacionarse con él y buscar el sitio que le corresponda.
Cuando Tamás fija su atención en la obra de Ana Mendieta, especialmente en aquella en la que la malograda artista cubana se nos presenta como una “mujer verde”, un ser donde la naturaleza se manifiesta a través de diferentes lenguajes, nos hace entender a qué se refiere cuando nos impele a ser más conscientes de nuestra condición. De la misma manera, su lectura del cuento “La pasión según G.H.”, de Clarice Lispector, es traído a colación como un ejemplo más de hasta qué punto son difusas las fronteras entre los demás seres, por minúsculos o repulsivos que sean, y nosotros. De lo minúsculo a lo inmenso, así nos zarandean los textos de la poeta, para llevarnos del abismo del sinsentido a la grandeza de la lucidez y la luminosidad de sentirse parte de una Naturaleza que todavía late y por la que todavía merece la pena luchar: “A través de su experiencia con la cucaracha, G.H. llega a persuadirse de que las ideas humanas de la razón y el progreso no son más que envolturas para la inefable falta de propósito de la existencia. Una falta de propósito que no tiene nada de deprimente, por otro lado: es la misma falta de propósito de una gran pieza musical o un magnífico paisaje montañoso. Tiene sentido, pero es un sentido que no puede determinarse o explicarse cabalmente, y que es insustituible. Carece de propósito, pero tiene sentido.”