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Heidegger, su esposa Elfride y Lacan, Cerisy, 1955

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El ruido y el silencio (tras una lectura de «Ser y tiempo»)

El ruido ensordecedor se puede confundir con el silencio justamente porque te deja sordo.

La acumulación de ruido es la característica de nuestro tiempo, que halla su fundamento en un ruido vacío de sentido, de aliento y de vida entendida como experiencia de la plenitud.

No hay plenitud, solo hay inquietud confusa y descentrada.

Ruido en la calle, ruido en los medios, ruido en la mente. El mundo convertido en un relato dodecafónico contado por un loco.

Y cuando el ruido impera el silencio se convierte en un refugio, pero en un refugio inalcanzable para los que no aciertan a despegarse de la feria atronadora que nos envuelve y nos desborda.

Y sin embargo, solo desde el silencio percibimos que algo se mueve por debajo de las palabras y los signos. Los antiguos lo llamaban el ser.

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5 de agosto de 2021
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El expolio

Llaman Manuel Terrín Illán a una persona enjuta, morena y fea que trabaja en el obrador de una de las más famosas confiterías toledanas, la de los mazapanes óptimos, y que, a veces, ayuda en el mostrador. De eso le conozco. Abstraído, no presta atención a la balanza que siempre resulta generosa, y así, como agradecimiento, quizá innecesario, trato de darle conversación. Digo que trato porque él no parece dispuesto a contar nada, nada sé de él pese a mis frecuentes visitas al establecimiento.

 

Ayer fue un día en que todo empezó mal, la cita con el proctólogo quedó anulada, el abogado Pedro tuvo que viajar con urgencia a Madrid, y mi hija Laura recibió un pelotazo en la cabeza. Visto el panorama me obsequié con una visita no guiada a la catedral, quería ver de nuevo (diez veces al menos desde que me destinaron a Toledo) el cuadro El expolio, para mí la mejor obra de El Greco.

 

Pocos quedaban en el recinto, iban a cerrar, y animado por una especie de fuego interior, un atrevimiento que no era propio en mí, me acerqué hasta una distancia que nunca hubiera imaginado. Me hallaba solo, sin las molestias del habitual gentío, en silencio, con buena luz, a pocos centímetros de una obra que me cautivaba. De repente, y acompañando a una voces que venían de afuera, tuve la sensación de que alguien había pasado a mi lado, casi rozándome y, antes de que la oscuridad lo ocupara todo, estaban apagando las luces, pude contemplar los rostros de los hombres que rodeaban a Jesús, villanos oscuros, pedigüeños asesinos y, entre ellos, justo pegado a su rostro, creí ver un espacio vacío, ahí faltaba, hice un esfuerzo por recordar, un hombre enjuto, moreno, feo, alguien, entendí en ese instante, cuya condena residía en amasar mazapán e introducirlo en el horno por toda la eternidad.

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5 de agosto de 2021
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La lágrima fácil

Una entrevista reciente, en la que el ensayista mexicano Ilan Stavans habla con gran perspicacia del melodrama y la literatura, me pone frente a un tema fascinante. Sus afirmaciones son provocadoras. Por ejemplo, la de que novelas de García Márquez y Vargas Llosa no son otra cosa que telenovelas literarias.

Los libretistas de las telenovelas, y de las radionovelas antes, aprendieron las reglas del género en ejemplos clásicos inamovibles, que van desde La Odisea, a las novelas de Dickens. Hay en la trama dramática de los culebrones tradicionales, capaz de sostenerse a lo largo de 300 capítulos, que toman meses en emitirse, reglas que son básicas: los obstáculos constantes que impiden la felicidad; y el suspenso al final de cada capítulo para que nadie abandone la trama.

La tarea del héroe no es posible, lo explica bien Joseph Campbell, sin los obstáculos, que forman la esencia de la aventura. Ulises, tras diez años de guerra en Troya, sólo quiere volver con buen viento a su vida doméstica en Ítaca.

Si su viaje de regreso hubiera sido feliz, no habría nada que contar; la saga está compuesta de interrupciones, y esa es la aventura. No sale a buscarlas, las encuentra en el camino. Al contrario, don Quijote quiere ser interrumpido, quiere enfrentarse a sus enemigos malandrines, y ese es el motivo de su viaje, y el motivo de la narración.

Algo está impidiendo siempre la dicha de los protagonistas. Esta regla no la descuida el prolífico Félix B. Caignet en El derecho de nacer, especie de gran matriz del género: a don Rafael del Junco, dueño del secreto capaz de resolver la trama, le da un derrame cerebral y pierde el habla. Mientras esté mudo, no habrá desenlace.

Dickens es el gran maestro del suspenso al final de cada entrega, y así se alimenta el deseo de seguir, para saber en qué va a terminar todo, aunque ese término esté lejano, al cerrarse el último capítulo impredecible.

Igual que la telenovelas, los libros de Dickens se publicaban por entregas. La gente se agolpaba en los muelles de Nueva York para esperar el barco donde llegaba desde Londres la revista con el nuevo capítulo de La pequeña Dorritt. Y los lectores querían saber si la niña Nell Trent, la heroína de La tienda de antigüedades, iba a sobrevivir o no a su enfermedad.

La agonía de Nell se prolonga en función de la necesidad de la novela. Morirá o no morirá según al autor le convenga; y mientras ese momento llega, las cartas de los lectores llueven en la redacción de la revista pidiendo a Dickens que salve a la protagonista. Pero, tras meditarlo en paseos solitarios por las orillas del Támesis, sentencia que debe morir. Es una decisión grave, que toma en función del poder de vida o muerte que tiene sobre sus personajes.

Los personajes pasan a ser de carne y hueso en las mentes. Cuando en Nicaragua se transmitió por Radio Mundial El derecho de nacer, y al final Albertico Limonta e Isabel del Río se casan, en los estudios de la emisora se recibieron numerosos regalos de boda.

Hay una tercera regla del melodrama: la carga lacrimógena. Y también lo hallamos en Dickens. No hay quien no derrame lágrimas por la suerte de todos esos seres, sobre todo niños, empujados a la miseria y el desamparo por la sociedad industrial, y la narración es conducida, a través de sus trampas, para provocar el llanto. La telenovela potencia este recurso y busca que quienes se sientan frente al televisor se ahoguen en un mar de lágrimas.

Cien años de soledad no tiene, de verdad, como cree Stavans, nada de telenovela. Me intriga lo que harán los guionistas ahora que el libro se convertirá en una serie de Netflix, para darle a esa narración que siempre se está mordiendo la cola porque vuelve sobre sí misma, las reglas necesarias de intriga y suspenso, y de aventura siempre interrumpida, de un capítulo a otro.

En cuanto a El amor en los tiempos del cólera, a la que también cita, es más bien la parodia deliberada de un melodrama, un amor entre viejos, narrado con sabia sutileza, y una carga mágica de palabras convertidas en imágenes. Florentino Ariza y Fermina Daza se salen del molde clásico del melodrama, donde los amores sufren interrupciones, pero nunca hasta la anticlimática llegada de la vejez. Ya la novela fracasó en el cine, en manos de Mike Newell, a pesar de su reparto de lujo.

Tampoco La tía Julia y el escribidor es un melodrama. Los amores entre un sobrino una tía que lo dobla en edad, se salen de los márgenes de lo que una telenovela requiere. Y la novela es una burla las radionovelas, con personajes que llaman a la risa más que al llanto, como el famoso libretista Pedro Camacho.

No creo, por fin, que el melodrama, como tendencia a exhibir las emociones hasta el llanto, sea asunto del ADN latinoamericano, como Stavans afirma también. La opera soap es una vieja industria en Estados Unidos, y ahora los culebrones turcos están invadiendo las pantallas, doblados al español.

Todos somos, de un modo o de otro, de lágrima fácil.

 

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4 de agosto de 2021
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Fernando

Noto que, últimamente, me llaman “Fernando”. Primero fue la peluquera Pacita, que me arregla el pelo: ‘Siéntese aquí, Fernando’, '¿Muy corto esta vez, Fernando?'. Luego, en el cartel anunciador de la Feria del Libro, en Jaca, veo que aparezco como ‘Fernando Ferrer Lerín, escritor y especialista en necrofagia’; menos mal, pensé, en un primer momento, que, con este segundo oficio que me han endosado, paso más desapercibido al cambiarme el nombre de pila, pero, la verdad, no deja de inquietarme esta insistencia en modificar mis credenciales. He consultado al Dr. Panchetti, psicólogo de masas, y me asegura que, en mi caso, el cambio de nombre se debe a la impresión que produce, entre las clases desfavorecidas, mi presencia física, que les lleva a considerar “Fernando” como atributo correcto dado mi porte distinguido. Incluso, entre los que conocen mi verdadero nombre, "Francisco", no les cabe la menor duda de que sí, que no está mal, pero que puede derivar fácilmente en el pachanguero “Paco”.

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4 de agosto de 2021
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Revisar la historia desde la demagogia ultranacional

Ir o no ir a que te palpen la cara retóricamente, esa es la cuestión que debía plantearse la diplomacia española con la visita real a la toma de posesión del nuevo presidente del Perú. Se trata de un maestro de escuela procedente del duro altiplano y reconvertido en líder de la izquierda peruana, cuyas raíces ya no se nutren del sueño maoísta revolucionario que representaba Sendero Luminoso.

En Perú, como en el resto de la América Latina, la utopía marxista teñida de animadversión colérica contra los Estados Unidos, la que inundó el continente en los años 60 y 70 del siglo pasado, ha dado paso a una reivindicación del indigenismo. Y dado que no cabe ninguna autocrítica respecto de la construcción del nuevo imaginario nacional peruano, se echa mano de los sueños románticos: un supuesto pasado edénico hasta la llegada de los malvados españoles, culpables y genocidas. Del guerrillero romántico al indio solidario en paz con la naturaleza.

El relato anticolonial y proincaico de Pedro Castillo no tuvo conmiseración del rey de España, Felipe VI, cortésmente presente para refrendar a un político que ha ganado las elecciones por la mínima, que tiene a limeños, liberales y conservadores totalmente en contra y que apenas ha podido configurar un gobierno estable ante los mercados económicos dada su decisión de apoyarse en el ala más radical de la formación que le propuso para la presidencia. Felipe de Borbón y Grecia, de espíritu más germánico que su padre, aguantó sin rechistar el chaparrón y volvió a España. Su progenitor, acordémonos, ya tuvo que mandar callar al autócrata Hugo Chávez, en pleno “vocinglerío” bolivariano del comandante venezolano.

En México, del mismo modo, la conmemoración del quinto centenario de la llegada de Cortés a Tenochtitlán, resulta ser un evento reivindicativo del pasado mexica y narración antiespañol, hasta el punto que el populista López Obrador ha solicitado del monarca Borbón que pida perdón por los desmanes de la hispanización. Más al norte, incluso, la corriente anticolonial recorre América, donde se criminaliza a Cristóbal Colón y al mismísimo frailuno mallorquín Junípero Serra por todos los males y pobrezas que sufren los hispanos. Suerte que además de fobia antiespañola en los USA la cuestión nuclear sigue siendo la racial afroamericana, sobre la que pesa toda la culpa inmoral de la esclavitud. El revisionismo de la historia que el problema de la negritud plantea se puede llevar por delante a figuras capitales como Thomas Jefferson o al mismísimo George Washington, íntimo amigo del alicantino Juan de Miralles, comerciante de Petrel y dedicado al textil y al transporte de esclavos entre otras prácticas mercantiles. En cambio, la actividad de los barcos negreros fletados por valencianos y catalanes, entre otros, con bases en puertos de Canarias o en Sevilla, resultan algunos de los episodios más silenciados de nuestro pasado.

Ese interés por legitimarse a través de la historia resulta, pues, un fenómeno universal, provocado por los avances en la igualdad de las personas, lo que genera un pensamiento simplificador que requiere buscar culpables para exonerar al nuevo grupo que se incorpora al liderazgo social de cualquier conducta criminal en el pasado. El proceso suele ir acompañado de una ensoñación sobre los mundos primitivos, y así, del mismo modo que el romanticismo alemán o el inglés recrearon leyendas germánicas o ciclos artúricos, los indígenas latinoamericanos piensan en una especie de feliz socialismo precolombino tanto entre las tribus incas como entre las colectividades mayas que soñó Miguel Ángel Asturias en su novela Hombres de maíz.

La corriente de revisionismo demagógico recorre el continente y sitúa en serio peligro los intereses empresariales y culturales españoles, como ya ocurriera en Argentina, entre otros motivos porque además de suponer un relato que desacredita la obra española en América, la nueva historia que elabora esa neoizquierda latina es el componente que justifica y legitima su posición política. No todos los latinos piensan que España fue una metrópoli cruel y desalmada, ni mucho menos, pero algunos políticos fomentan ese sentimiento antiespañol para que les facilite el camino hacia el poder.

La solución a este nuevo escenario americano no debe consistir en buscar alianzas con los sectores más reaccionarios y ultraderechistas que durante décadas han dominado autárquicamente el continente. Todo lo contrario. El felipismo fue muy inteligente en sus relaciones hispanoamericanas, y hasta Manuel Fraga fue brillante en su recordado periplo por la Cuba castrista. Se trata más bien de recuperar el prestigio del país desde el rigor, lo que supone un conjunto de políticas muy amplias que, en estos momentos, parecen ausentes.

Para empezar, las estrategias americanas de España deberían constituir un asunto de Estado, que uniera en un frente común a los grandes bloques ideológicos del país, dejando a un lado tanto el prochavismo de la antigua Podemos como el ultraespañolismo de Vox. España ha de consensuar una sola voz para apoyar a las verdaderas fuerzas democráticas latinas, al tiempo que se ha de favorecer la integración de sus inmigrantes en nuestro país, invertir en cultura allí, fomentar la redistribución económica, la reinversión de los beneficios y la constante presencia de políticos, intelectuales y creadores para poner en valor el patrimonio común más honorable.

La historia debe revisarse, claro está, pero sabiendo contextualizarla, huyendo de posiciones maniqueístas o de usos aviesos. Resulta obvio que España actuó como una potencia colonial y que murieron millones de indios, aunque más por culpa de las nuevas enfermedades europeas que por la fuerza de las armas, a las que, no lo olvidemos, se unieron muchas tribus sojuzgadas por los estados teocráticos anteriores a la llegada de carabelas y galeones.

Fue un catalán, Xavier Rubert de Ventós, quien escribiera El laberinto de la hispanidad, una reivindicación de la colonización española de América, donde también se construyeron ciudades, catedrales o universidades, donde lejos de reagrupar a las partidas indias en reservas como hicieron los anglosajones, los españoles se mezclaron con ellas y dieron lugar al fenómeno del criollismo, además de escuchar las arengas éticas de Bartolomé de las Casas o la reivindicación del derecho indígena por parte de Francisco de Vitoria. Y todo eso, ya sería hora de que los españoles lo aprendiésemos a narrar para mejorar la cada día más deteriorada imagen de la civilización hispana. Porque en su tiempo fueron escritores españoles, precisamente, los que inauguraron una literatura testimonial denunciando las vilezas morales que cometieron los propios conquistadores hispánicos.

A estas alturas, y en todos los órdenes nacionales, no hay otro camino que una nueva miscelánea por más que perdamos identidades locales. Ese fue el rumbo que tomaron escritores contemporáneos como Augusto Roa Bastos, cuya visión alucinada de la aventura colombina procedía de un mundo de cruces y entreveramientos culturales y mitológicos como los anotados por Octavio Paz. Ahora a lo que asistimos –por televisión– es a una oleada de emigrantes atléticos que actualizan el mito del mestizaje en torno al deporte: una tenista negra que enciende la antorcha olímpica japonesa, saltadores y gimnastas de color caribeño que compiten por España, magrebíes y centroafricanos que juegan al fútbol o al baloncesto por Francia, el hijo de un americano de color y una italiana que corre más que nadie los cien metros lisos, turcos que ya son alemanes, gambianos convertidos en daneses o griegos negros de más de dos metros arrasando en las pistas de la NBA… Pero en España, por lo que parece, no nos enteramos, o mejor, no lo reflexionamos, salvo cuando nos despiertan con provocadoras emisiones por twitt. Todavía no hemos aprendido a entender qué es eso de ser español, o ser cualquier otra cosa, hoy.

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3 de agosto de 2021
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A vueltas con la pregunta de Turing

¿Pueden las máquinas pensar? Ante  esta pregunta, formulada por Alan Turing ya en 1950 (Computering Machynery and Intelligence)  lo primero que pasa por la cabeza es la de que todo depende de lo que entendemos por pensar. El propio Turing escribe en el arranque “Deberíamos  empezar definiendo lo que significan los términos máquina y pensar” No parece que esta exigencia se haya siempre respetado.

Etimológicamente pensar es sopesar, alzar, relevar, hacer que algo destaque a fin de pesarlo o pensarlo, dirimir respecto a sus posibilidades con vistas a obtener un resultado que se espera. Pero, obviamente, esto corresponde tanto a la compleja reacción que tiene un animal que  valora opciones  de fuga ante la presencia de un depredador como a la disposición   de un político que  tantea o calibra los beneficios y perjuicios de adoptar tal posición. Y cuando Turing plantea la pregunta se está refiriendo a algo más que esto.

De hecho Turing se está refiriendo  a un ser (“una cosa que piensa” Descartes dixit) cuya reacción ante el entorno fuera homologable a la de los humanos cuando actúan racionalmente. Y quisiera al respecto hacer una precisión. En ocasiones se presenta la cosa así: Turing nos estaría pidiendo que juzguemos a la invisible entidad de la misma manera que usualmente juzgamos a los humanos: si estos responden a nuestras preguntas de un modo que nos parece razonable diremos que están pensando. Pero la cosa no es exactamente así: cuando nos dirigimos a un ser humano, tenemos como punto de arranque, presupuesto o condición que estamos dirigiéndonos a un ser pensante. Si responde mal o caóticamente, diremos que es un ser pedante, confuso o claramente estúpido, pero no esperamos la respuesta para determinar que se trata de un ser pensante.

 Pero con independencia de este problema cuando Turing se está refiriendo a una potencial máquina  inteligente, está pensando en una inteligencia que se activa incluso cuando nada concierne en lo relativo a las  condiciones de posibilidad de su existencia, es decir al soporte material de la misma. Una máquina cuya percepción sensible fuera actuada por entidades que no son ellas mismas sensibles, como en todo caso son los conceptos, una máquina que respondiera al campo eidético. Una máquina que a partir de de un conjunto finito de elementos potencialmente pudiera desplegar una pluralidad infinita. Obviamente no se trata de elementos del mismo nivel. Conjunto finito de elementos físicos, es decir significantes, versus -conjunto infinito (potencialmente, pues los elementos  no se dan al mismo tiempo) de elementos eidéticos, es decir significados. Pero el pensar al que se refiere Turing va quizás más allá.

En la intersección de la ciencia y la filosofía, el proyecto de Turing abre el siguiente interrogante. Siendo el hombre un animal de razón y de lenguaje, ¿llegará él mismo a ser creador de razón y lenguaje? ¿Conseguirá un  artificio que sea cabalmente inteligente, es decir, que incluya los aspectos emocionales y creativos de la inteligencia? ¿O aquello que llamamos inteligencia artificial no es verdaderamente algo que (parafraseando a Descartes) afirma, niega, siente, conjetura, concluye  teme, se motiva y sobre todo duda, aspectos todos ellos que son expresión de inteligencia?

Los  cerebros artificiales solucionarán  mucho mejor que el hombre ciertos problemas aquí ya  evocados, reemplazándonos en  tareas tecnológicas. Pero ¿serán  émulos de Dante  o Calderón, compondrán como Mozart o Vivaldi? A lo cual cabe añadir:

¿Serán esos nuevos seres  capaces  de formular algo análogo al principio de equivalencia de la relatividad general o al principio de incertidumbre de Heisenberg de la Mecánica Cuántica?  ¿Serán capaces de “interesarse” por algo como las figuras cónicas que fascinaban al pensamiento griego y que sin embargo no tuvieron durante siglos utilización técnica alguna? ¿Serán  susceptibles de ser movidos por la pura exigencia de inteligibilidad que, desde la física elemental de los jónicos hasta las discusiones sobre los fundamentos de la física cuántica  (¡que se prolongan desde hace un siglo!)  son un aspecto esencial de la ciencia (no el único por supuesto)? ¿Serán capaces de sentir ese estupor (según Aristóteles punto de  arranque de la filosofía) que experimenta un científico cuando constata algo que, funcionando perfectamente, parece escapar a los principios mismos de la ciencia, ese estupor que -por mucho que  hubiera previsto el resultado- no dejó de experimentar Alain Aspect ante su experimento de no localidad? En suma:

¿Dará el hombre lugar a un ser artificial dotado de la inteligencia a la vez conceptual y sentiente (por utilizar la expresión de Zubiri) que ha posibilitado un Garcilaso,  pero también un Descartes o un Einstein, y que además tenga esa trágica   certeza de la propia finitud que acompañaba a esos  creadores, como acompaña a todo ser de palabra.

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30 de julio de 2021

RAQUEL MARIN

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Sonrisas ubicuas

Las sonrisas, y aún más en verano, se prodigan, se exhiben, se cuelgan en los labios como un trofeo. Pero no fue así siempre ni en todas partes. Recuerdo que, a finales de los noventa, antes de viajar por primera vez a Rusia como estudiante de lenguas eslavas, me advirtieron: “No sonrías a los desconocidos, allí no es un signo de cortesía”. Y, sin embargo, hay pocas novelas tan pobladas de sonrisas como Anna Karénina. Ya sea en forma de nombre o de verbo, ese gesto universal aparece 613 veces en la obra de Tolstói. Es la ventana al alma de los personajes. Ninguno se salva de sonreír, cada uno a su manera, por un motivo u otro. Como durante el primer contacto visual entre Vronski y Anna en la estación de tren. A él le da tiempo a apreciar la animación que irradia la sonrisa que curva los “labios de grana” de la desconocida.

Para los estudiosos de las emociones humanas, la complejidad de la sonrisa ha sido, y es, su piedra de Rosetta, aunque esté disfrazada de sencillez. Melville escribió que es el vehículo predilecto de la ambigüedad. Se ha constatado, aun así, que hay una sonrisa genuina, identificada en 1862 por un médico francés.

La sonrisa de Duchenne, que recibió el nombre de su descubridor, transmite emociones espontáneas, como la diversión, el alivio o el placer, y nos desarma en décimas de segundo. En ella participan los labios, pero también se contrae el músculo que rodea los ojos, más esquivo a nuestro control. “La inercia al sonreír desenmascara al falso amigo”, concluía el médico.

En culturas con pautas marcadas de comportamiento, como las eslavas o las orientales, el foco para interpretar una sonrisa se encuentra precisamente en los ojos. Allí de nada sirve prender en la boca una sonrisa a lo gran Gatsby, una de esas capaces de “tranquilizarnos para toda la eternidad”. El fingimiento prefiere los labios, así que elevar sus comisuras puede ser también un signo de vergüenza, sarcasmo o fría expresión de estatus. En 2001 se describieron más de 18 tipos de sonrisas, incluidas las que se esgrimen como máscara. Maquiavelo, en su tratado de teoría política, no aludió a la sonrisa, pero en el retrato que Santi di Tito pintó de él, con el que lo identificamos, está representado con una más misteriosa y perturbadora, si cabe, que la de su compatriota la Gioconda.

La globalización y las redes sociales han colonizado con esas muecas afables el mundo físico y virtual. Ahora incluso Putin sonríe para seducir e inspirar confianza, algo que habría sido impensable en sus predecesores. Ya han pasado casi tres décadas desde que McDonalds aterrizó en Moscú, introdujo la comida rápida y las sonrisas como herramienta comercial, aquellas que David Foster Wallace bautizó como sonrisas profesionales “que se activan como interruptores a nuestro paso”.

En Muerte de un viajante, su protagonista, Willy Loman, da la clave para ser un buen vendedor: “No es lo que uno hace, sino a quiénes conoce y qué sonrisa hay en tu cara”. Estaba convencido de que en Estados Unidos uno podía hacerse rico por el mero hecho de agradar a los demás. Al autor de la obra, Arthur Miller, le preguntaron qué vendía exactamente Loman, y este respondió que a sí mismo. Basta con asomarse a Instagram para topar con un ejército de Lomans. El inventario de sonrisas congeladas en cualquier muro es inagotable.

Cuando alguien nos apunta con una cámara, sonreímos. Es un acto reflejo que ha traspasado todas las fronteras. Aunque la riqueza humana se halla en todo el espectro de sentimientos, hoy se ha impuesto la exposición de uno solo, la alegría. Y si puede ser permanente, mejor. No importa dónde nos encontremos. Hace poco, en el museo en memoria de las víctimas del Holocausto de Jerusalén, vi a una pareja que, antes de entrar en el edificio, enseñaban la dentadura ante su teléfono móvil, bien elevado para que la localización saliera en el encuadre. Dependemos más que nunca de la fotografía, no tanto para enriquecer nuestras experiencias como para certificarlas, no para capturar un momento, sino para construirlo. Hecha la autofoto, la sonrisa a menudo se esfuma.

Al cabo de pocos días, en Belén, reparé en una familia que posaba risueña delante de los grafitis del muro de casi 10 metros de altura que separa Palestina de Israel. Preferimos que nuestros recuerdos sean positivos, alegres, y al final le hemos dado la razón a Tolstói, que decía que “todas las familias felices se parecen”, construyendo estereotipos de momentos dichosos que se asemejan todos entre sí.

Hubo un tiempo en el que nadie sonreía en los retratos. En la historia del arte encontraremos pocas sonrisas y normalmente aparecen en retratos de niños, ancianos, campesinos, bufones, marginados o ebrios. Cuando irrumpió la fotografía, las expresiones no eran menos sobrias.

Daba la impresión de que, en lugar de con una cámara, a los retratados se les apuntara con un fusil.

El material sensible necesitaba largos tiempos de exposición. Los modelos aguantaban inmóviles durante minutos, pues, si sonreían, corrían el riesgo de pasar a la posteridad con la boca borrosa. Además, un recuerdo imperecedero como un retrato requería de una expresión grave y concentrada, una aceptación serena de la mortalidad. La salud bucal de la época tampoco animaba a desvelar esas interioridades. Por muy cuidada que fuera la puesta en escena, la dentadura desenmascaraba el implacable paso del tiempo.

Y así fue hasta que, con los avances de la técnica, George Eastman, un genio del marketing, lanzó al mercado, en 1888, la primera cámara con el fin de crear un mercado amateur, la Kodak 1, tan sencilla que, según la publicidad, incluso una mujer —qué tiempos aquellos— podía utilizarla.

No era preciso tener conocimientos técnicos, el usuario solo tenía que concentrarse en pulsar un botón. El resto corría a cargo de la compañía, que te devolvía la cámara recargada para hacer cien nuevos disparos y las fotografías reveladas.

Se cumplía así el perpetuo anhelo de abundancia sin esfuerzo. Y con inteligentes campañas publicitarias, década tras década, con apoyo de la iconografía cinematográfica de la época y la emergente estética dental, Kodak construyó un mercado de masas para el que no solo vendía cámaras y carretes, sino también la apariencia prescrita de los recuerdos, de aquello que era digno de incluirse en los álbumes familiares. Asoció el uso de la cámara con los momentos felices, nos enseñó a borrar los fracasos y el dolor, a editar el pasado para poder volver a él —o a una versión— con la retórica dulcificante de la nostalgia.

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29 de julio de 2021
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Los dos reyes

 

Érase una vez un país donde reinaba un padre recto que había llegado al trono por vías torcidas y tenía un hijo que le salió tarambana. Pero el viejo rey cayó enfermo, y el príncipe, sin dejar su vida tabernaria y faldera, tuvo la presunción de la majestad y sentó la cabeza bajo la corona del padre, que estaba adormecido en su alcoba y se la había quitado. El padre murió pronto, los compañeros de farra del heredero, uno de ellos muy grueso, fueron apartados de la corte, el joven rey ganó una batalla y se hizo el monarca más amado por su pueblo. Esos dos reyes existieron, y los cronistas de su verdadera época narraron sus hechos de guerra y sus controversias, que un poeta, el más grande que hubo en aquel país tan ininterrumpidamente monárquico, convirtió doscientos años después, con la bravura del drama histórico y el espíritu de la comedia, en tres obras maestras: las dos partes de Enrique IV y Enrique V.

Ahora mismo vivimos los españoles, que también sabemos lo nuestro de reinas licenciosas y reyes arrebatacapas, un drama en el que hijo y padre intercambian papeles en un cast familiar con estrella invitada: un joven rey sensato, una discreta reina plebeya, un cuñado preso, unas hermanas borrosas (o borradas), y dos princesas, todavía niñas pero ya con aplomo, que han visto a su abuelo en la picota y lo verán, seguramente, hacer mutis o irse al destierro. Tampoco nos han faltado cronistas, no todos del mismo calibre; unos investigando pagarés, otros pescando en el lío revuelto de las sábanas sucias. Para que la historia de estos seres humanos poderosos y en parte descarriados se cerrase con plena justicia pero evitando el gore de la venganza, ayudaría un Shakespeare que captara en ellos su verdad profunda, sus engaños, los servicios prestados, dirigiendo una mirada final a los inocentes de una familia rica e infausta.

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29 de julio de 2021

La filósofa Simone Weil

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La queja y el saco roto

El mundo parece una oficina de reclamaciones colapsada. En cualquier rincón, por alejado y pacífico que parezca, habita un malestar. Pequeñas desesperaciones que engordan con su lamento. La oposición se lamenta de las acciones del Gobierno, sean cuales sean; los trabajadores se quejan ante sus jefes; hijos, madres y padres se quejan los unos de los otros, algunos por vicio, otros con desesperación. La queja no te deja tranquilo, siempre hay un motivo: que el vino blanco esté caliente, que el taxista equivoque la ruta y nos robe diez minutos de nuestra vida; que debamos operar digitalmente –cita previa mediante– con la administración porque ya no hay nadie al otro lado del teléfono.

O que, con la quinta ola, tengamos que volver a encerrarnos en casa a las diez en plena noche de verano; que nuestros hijos empiecen a contagiarse, atemorizados al dar positivo pues veían el virus tan lejano a ellos como la muerte, algo que solo les sucede a los otros.

Las quejas tienen categoría. Las hay de todo a cien y de alta costura. Unas se sobreactúan, mientras que otras se silencian. Grandes pensadores de la talla de Kant o Nietzsche –un verdadero quejica– alertaron de la infertilidad del lamento y las lágrimas, que continúan siendo noticia cuando asoman públicamente. La razón debería controlar aquella emoción, reducirla y disiparla. Restañar la herida en lugar de respirar por ella. En más de una ocasión, cuando he estado a punto de quejarme a las altas instancias, algún colega masculino cargado de buenísima intención me ha di­suadido: “Déjalo estar, no merece la pena: quedará en nada”. Pero la ofensa acallada acaba generando desprecio, e incluso inquina.

Simone Weil concebía la queja “como algo hermoso, incluso sagrado”, según cuenta la investigadora Deborah Casewell, codirectora del Simone Weil Network. Y resume su pensamiento, tan vigente: “Siempre que una persona llora por dentro –“¿Por qué me lastiman?”–, le están haciendo daño. A menudo se equivoca al tratar de definir el agravio, por qué y quién se lo inflige. Pero el grito en sí es infalible”. Weil, junto a Spinoza, Leibniz, Descartes, Olympe de Gouges, Tomás Moro, Voltaire o Émilie du Châtelet forman parte del interesantísimo libro de Víctor Gómez Pin El honor de los filósofos (Acantilado). La pensadora murió con apenas 34 años, y todos sus libros se publicaron póstumamente. T.S. Eliot y Albert Camus, que la distinguió como “el único gran espíritu de nuestro tiempo”, alabaron su lucidez y honestidad intelectual. Hoy se la recuerda por haber indagado las tonalidades del dolor. Supo discernir entre sufrimiento ordinario y aflicción, un sentimiento que acaba convirtiéndose en una pregunta interior: ¿por qué me pasa esto?

Weil, que se había conmovido hasta el llanto ante las hambrunas en China, le espetó en una ocasión a Simone de Beauvoir, defensora a capa y espada de la revolución: “¡Cómo se nota que nunca has pasado hambre!”. Para ella, la ética implica una actitud de atención, de compasión y amor hacia el otro. Y afirmaba que, si bien no tenemos la capacidad de crear un mundo mejor, sí debemos conducirnos en esa dirección.

En la actual saturación de quejas –y de señalamientos en busca de chivos expiatorios, malignos conspiradores culpables de las calamidades que padece la humanidad–, nadie escucha ni se detiene ante la aflicción de los demás, demasiado acuciados como estamos por imponer nuestros puntos de vista, reglas y procedimientos. Un gigantesco dique del que cuelga un cartel: “No se atiende a razones”.

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28 de julio de 2021
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Hasta pronto

Una niña de nueve años les dice a sus perplejos padres que ella de mayor quiere ser salvaje, pero que los demás no le dejan ser todo lo salvaje que ya es

Una niña de nueve años les dice a sus perplejos padres que ella de mayor quiere ser salvaje, pero que los demás no le dejan ser todo lo salvaje que ya es. ¿Quiénes son los demás?, pregunta su madre. Pues la gente. Y nosotros, ¿también somos la gente? Hombre, pues claro, todos los padres son la gente. Y se pone a caminar por el hotel a cuatro patas apoyándose en los nudillos.

La cuestión había comenzado cuando, paseando por un sendero boscoso, la niña se empinó para coger una manzana que colgaba entre muchas de un pomeral, pero había aparecido un labrador como por encanto y le había afeado la conducta en un idioma apenas comprensible. Tras salir disparada, la niña preguntó a sus padres si en la naturaleza todo era de alguien. Sí, respondió el padre, ahora ya todo tiene dueño. Entonces, ¿esto no es la naturaleza? No, hija, ya casi no queda naturaleza. ¿Dónde queda? Pues un poco en las selvas del Amazonas, pero no te lo puedo asegurar. Caviló un poco y por la tarde es cuando dijo que ella era salvaje Y que sólo le interesaba lo salvaje.

Iba yo leyendo entonces El día que empezó la Guerra Civil, de Pilar Mera (Taurus), un buen resumen de los funestos días de julio del 36, y andaba horrorizado de nuevo por las salvajadas que cometieron izquierdas y derechas. El libro es bastante ecuánime, aunque no figura nunca ni el partido comunista ni la URSS, pero sí Alemania e Italia, lo que resulta un poco raro (p.195). Pero, en fin, lo que intimida son las barbaridades que cometieron ambos bandos.

¿Por las manzanas? ¿O por un salvajismo natural que aún nos posee en estado latente? No lo sé. Tendré que preguntárselo a la niña cuando sea un poco más mayor. Mientras tanto, que tengan ustedes unas considerables vacaciones. Nos volveremos a ver en septiembre.

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27 de julio de 2021
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El Boomeran(g)
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