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Foto de Emilia Gutiérrez

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Aprender a recordar

Cuando cuesta creer una noticia reciente, buscas más información y, aunque topes con el mismo hecho acompañado de nuevos datos que vienen a confirmar esa realidad, necesitas corroborarla una vez más, la enésima. El sábado pasado, día en que murió la autora de El corazón helado, durante el tiempo suspendido de la incredulidad, me crucé con el tuit de Enric Juliana: “Almudena Grandes vino aquí a estudiar y a escribir”. Una frase que, si la ponemos en relación con el último libro del periodista, nos recuerda que Grandes era de quienes pensaban que uno debía prepararse intelectualmente para mirar las caras de la verdad. Comprometida con la representación cultural de la Guerra Civil y la dictadura franquista, creía que el presente y el futuro de España, ambos, se descifran a partir del pasado, y a este dedicó una serie de novelas históricas que indagan en la ruptura entre el ayer y el hoy.

Si se estudia y se escribe, es para dejar un mundo mejor que el que se encontró, seas del bando que seas (por usar un término que de nuevo ilustra una parte del debate público actual). De lo contrario, ¿para qué molestarse? Ni estudiar ni escribir son el camino más fácil. Son actividades que, tomadas en serio, ponen a prueba tus límites físicos e intelectuales y te exigen, en la misma proporción, amor y dedicación.

Hace poco consulté la correspondencia entre Gustave Flaubert y una amiga escritora. El primero, después de excusarse por la tardanza en contestar, fue directo al grano: dado que su interlocutora se revolvía contra las injusticias del mundo, le prescribía su propia receta, que no era otra que estudiar, leer y solo luego escribir. “En el ardor del estudio hay grandes alegrías... A través del pensamiento únase a sus hermanos de hace tres mil años; recoja sus sufrimientos, sus sueños, y sentirá cómo se le ensanchan el corazón y la inteligencia”. Del estudio, le prometía, se sale deslumbrado y alegre, y añadía que la humanidad y el mundo eran como eran, que no se trataba tanto de cambiarlos como de conocerlos mejor. Diría que aquí Flaubert, en el fondo, jugaba con las palabras y que, de hecho, si entendemos algo mejor el mundo, en cierta medida ya lo estamos cambiando. Del legado –que trasciende lo literario– de Almudena Grandes pienso en su particular odisea, el ciclo Episodios de una guerra interminable. Para este proyecto, a la autora madrileña, con medio corazón gaditano, no le hizo falta viajar tres mil años atrás para dar con sueños y sufrimientos dignos de ser estudiados y escritos, tan cercanos que no se veían.

Luces y sombras crean relieve. Si quitas unas u otras, resulta un retrato plano, inánime. Maniquea para algunos, en universidades extranjeras, en cambio, estudian la obra de Grandes por su deseo de transmitir una aproximación más compleja de héroes y villanos y de explorar la zona gris entre unos y otros. Su tratamiento de la memoria es más plural de lo que algunos opinan, posiblemente lectores de columnas cazadas al vuelo sobre actualidad política, en las que ejercía su derecho a opinar y disentir con la responsabilidad de quien toma la palabra. El pasado no es un bloque homogéneo, ni un relato perfec­tamente trabado. Las novelas crean un espacio abierto de exploración, diálogo y entendimiento donde sondear nuestra memoria compartida. O descifrar un silencio de décadas, prorrogado luego con otras tantas de amnesia, porque preguntar no era moderno, sino revisionista y un signo de rencor, aunque en otros países europeos sí se hi­ciera. Aquí el momento adecuado sigue pareciendo ir ligado al “vuelva usted mañana”.

Mirar atrás no significa reabrir las heridas, del mismo modo que al conducir mirar por el retrovisor no es una pérdida de tiempo, sino un acto reflejo para darnos cuenta de lo que hemos dejado detrás y puede entrañar un riesgo. Dice Anne Carson en Nox que historia proviene de un antiguo verbo griego que significa preguntar, y que conlleva indagar, recopilar, dudar, anhelar, probar y culpar, además de asombrarse ante todo. Según Herodoto, no hay actividad más extraña, pues la gente se siente satisfecha con las respuestas más chocantes. Se estudia y se escribe también porque no se está satisfecho con algunas respuestas.

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3 de diciembre de 2021
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Santos y camaradas

“El pueblo italiano siempre ha despreciado a los hombres que no son sino hombres: es un pueblo que está siempre a la búsqueda de Dios, que arde siempre en el deseo de verlo con sus propios ojos, de tocarlo con sus manos, de besarlo con sus labios, de oírlo con sus oídos, en todas sus manifestaciones, en todas sus formas, en todos sus disfraces humanos. Los italianos saben muy bien que Dios existe”. Estas palabras son de Curzio Malaparte, una de las grandes figuras literarias del período de entreguerras mundiales seducida por la retórica sanguinaria de los dictadores; en su caso, él las refería a Benito Mussolini, y formaban parte de un retrato literario que Malaparte dejó inconcluso y publicó en sus dos secciones fragmentarias la editorial Sexto Piso bajo el título Muss/El gran imbécil.

Malaparte vivió menos años (1898-1957) que otro gran poeta fascista, Gabriele D´Annunzio (1863-1938), pero los vivió más tarde, por lo cual tuvo tiempo de ver con mayor profundidad de campo los estropicios y las baladronadas del Duce, a quien comenzó ya a atacar en la década de los 40, siendo expulsado Malaparte del partido de Mussolini antes de la Segunda Guerra Mundial, durante la que colaboró en tareas de informante y espía con los Aliados. Por el contrario, D´Annunzio fue plenamente, hasta su muerte, un seguidor contumaz aunque no dócil del dictador italiano, y es ese periodo final de la vida del escritor de Pescara la que refleja El poeta y el espía (Il cattivo poeta, Italia, 2020), la película de Gianluca Jodice: la vida de un santo (libertino) y un héroe (mártir de guerra), vista a través de los ojos del joven oficial al que el gobierno mussoliniano, celoso de las extravagancias visionarias que el gran poeta nacional llevaba a cabo en su micro Valhalla del Vittoriale, junto a las orillas del lago de Garda, envía como espía protector de alguien que, como se afirma en el verso de Gimferrer, “Tuvo el don de decir con verdad la belleza” (del poema Sombras en el Vittoriale del libro de 1966 Arde el mar). Y como, al decir de Malaparte en ese esbozo biográfico de Muss ya mencionado, “un santo y un héroe son lo mismo” para sus compatriotas, a la plebe italiana “le gusta vivir en la continua espera de un milagro, en el ansia continua de saber si el que aparecerá por la esquina de la calle será un gendarme o un ángel” (cito por la traducción de Juan Ramón Azaola en Sexto Piso). El actor y director de cine Sergio Castellitto lleva a cabo una composición magistral del histrión que probablemente fue D´Annunzio, siempre deseoso de la adoración, no toda ella nocturna, y de los favores femeninos, a los que respondía con su florido talento: varias de sus obras menos perecederas son las piezas dramáticas que le escribió a su amante Eleonora Duse, y la legendaria Duse estrenó.

La película de Jodice se ve con notable fascinación, en gran medida por su arte, y hablo aquí del arte que envolvía cada una de las fantasías o ensueños del poeta, tanto en su refugio lacustre del Vittoriale, ampliamente filmado, como en los trasfondos arquitectónicos, siempre lucidos, de la estética imperio-fascista del régimen, así como en sus desfiles y ceremonias; el rito fúnebre que le rinde el 1 de marzo de 1938 el propio Duce, dispuesto a superar en gesticulación dolorida y correajes marciales al fallecido es sin duda la escena más elocuente del film.

Se me hizo ameno pensar, mientras la veía, y siendo Konchalovski un peso pesado del cine soviético pujante en la época del Telón de Acero y posteriores deshielos, que Queridos camaradas imitase tal vez el formato, el color y el espíritu del polaco autor de Ida y Cold War Pawel Pawlikowski: el ocupante que le saca provecho al ocupado. El minimalismo en blanco y negro, el predominio de las escenas intimistas, la desolación del paisaje, funciona en Queridos camaradas como antídoto de la tradición lírico-telúrica del gran cine ruso post-revolucionario, que Andréi Konchalovski encarnó con gran efectividad al menos en su épica saga Siberiada (1979).La nueva película empieza con una escena de cama, aunque pronto se sabe que sus partenaires son gente de la política; la mujer, magníficamente interpretada por la actual esposa del director, Yuliya Vysotskaya, tiene un cargo de responsabilidad en el Partido, y le declara al amante entre suspiros su nostalgia del tiempo en que Stalin, muerto en 1953, mandaba. Pero nos hallamos en 1962, Kruschov está al frente del gobierno, y en la provincia donde sucede la acción sucedió realmente, en la ciudad de Novocherkassk, esta revuelta con más de treinta muertos a manos del ejército, desconcertado por unas órdenes superiores que empujaban al disparo de las armas de fuego y el uso de tanques contra la población civil salida a la calle para apoyar a unos obreros huelguistas. Es todo un contraste, tras el culto a las personalidades megalómanas que El poeta y el espía muestra con tanta prosopopeya, ver en Queridos camaradas en mero retrato de pared o imagen de noticiero la efigie de Kruschov.

Es sabido que los MijalKov Konchalovski, con y sin guión en sus apellidos, forman una dinastía cinematográfica, en cuyo árbol genealógico no vamos a adentrarnos aquí. Dejando de lado al padre de ambos, autor de libros infantiles y guionista, yo siempre fui incondicional del hermano menor, Nikita Mijalkov, aunque tanto éste como el mayor Andréi fueron sospechosos (y como tal, acusados) de connivencia con los gerifaltes de los regímenes anteriores a la caída de la Unión Soviética. Andréi hizo carrera en Hollywood, ya entrado en años (ahora tiene 83), y para mí, que no he seguido su filmografía puntualmente, este muy conseguido retrato de una disidencia y una pérdida de fe comunista se abre a dos interpretaciones: el ajuste de cuentas con el propio pasado político o la soterrada loa del estalinismo. Si elegimos la primera lectura, hay que destacar el brío de las secuencias de asalto y represión de los ciudadanos (con ecos de El acorazado Potemkin); la segunda añadiría a la personalidad de la mujer alto mando una capa de enigma y ambigüedad. En cualquier caso, la película progresa hasta una segunda mitad de largo viaje a la noche en la que la pesquisa (con final feliz) abre puertas a una reconciliación. ¿De una sola familia, la de ficción? ¿Del propio cineasta con su entorno natal?

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1 de diciembre de 2021
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Volver al escenario de las pesadillas

Escribí esta crónica en 2006, cuando volví a las Malvinas para escribir mi libro Los viajes del Penélope. Iba a ser un capítulo en el centro del libro, pero con mi editor Sergio Olguín decidimos que no tenía cabida allí. Sin embargo, me pareció siempre que en ella decía algo importante para mí. Se la ofrecí a la revista Puentes, editada por Juan Bautista Duizeide. Estoy muy contento con que haya salido a la luz allí. Ahora, a pocos meses de los 40 años de la guerra, quiero compartirla por aquí, con una muy buena foto de Tony Smith que tomó el escritor viajero Eddie Mulholland.

Tony Smith, guía turístico ‘kelper’, se especializó en llevar turistas, historiadores, periodistas y ex combatientes a los campos de batalla de la Guerra de las Malvinas. Tony es Clase 62, como yo, como la mayoría de los veteranos argentinos, y pasa parte del año en Buenos Aires porque está casado con una argentina. La suya es una mirada única para reflexionar sobre las heridas que dejó la guerra a ambos lados del Atlántico.

Tony Smith es el único malvinense que actuó en dos películas argentinas.
En la primera, Tony ni siquiera notó que lo estaban grabando. Recién cuando vio el producto terminado se dio cuenta que, sin saberlo, se estaban burlando de él y de su gente. La película se llamaba ‘Fuckland’, y cuando Tony la menciona se le tuerce la cara.
A pesar de esa experiencia, no lo dudó cuando, cinco años más tarde, una productora argentina le ofreció hacer un pequeño papel en otro film. Esta segunda película se llamaba ‘Iluminados por el fuego’.
Estamos tomando un café en una elegante confitería de Palermo. Tony está casado con una argentina y pasa parte del invierno en un departamento en esa zona elegante de Buenos Aires, donde brillan más carteles en inglés que en Puerto Stanley.
Soy un ex combatiente argentino, estoy haciendo un libro que en parte refleja mi experiencia de guerra, estoy a punto de viajar a las Malvinas y un colega y amigo me recomendó los servicios de uno de los pocos guías de las islas especializados en giras bélicas y visitas a los campos de batalla: Tony Smith.
Tony estará en Buenos Aires durante mi estadía en las islas. No podrá ser mi guía, pero aceptó verme y darme información y consejos. Poco a poco, antes pero sobre todo después de mi viaje, se transformará en mucho más que una ayuda para el viaje.
Es media mañana, tenemos el mapa de las Malvinas desplegado entre los cafés con leche y las medialunas, y no me acuerdo cómo fue que salió en la conversación el pasado cinematográfico de Tony.
Yo había visto las dos películas en Barcelona, donde vivo, y, como todas las películas sobre Malvinas desde Los chicos de la guerra en 1985, me dejaron angustiado y ofuscado.
Iluminados por el fuego se dio en los cines con mucha publicidad después de que ganara el festival de San Sebastián. Fuckland, por alguna extraña razón, apareció en un festival de cine ecológico en Gavá, un pueblo de los alrededores de la capital catalana. Fue muy comentada en su momento porque el director, José Luis Marqués, había decidido grabarla en gran parte con cámara oculta y siguiendo los principios de un movimiento danés llamado ‘Dogma’, que prohíbe el uso de la luz artificial y el trípode. El método busca un cine que se asemeje al documental, con mucho uso de actores no profesionales y de la improvisación.
La película fue vendida como una obra que “sienta los precedentes de un nuevo formato, la ficción/verdad, donde los límites entre la realidad y la ficción se desdibujan y el azar está presente casi como un protagonista más”.
* * *
“A fines de 1999 me llamaron desde Buenos Aires para pedirme que viniera a buscar a un turista argentino y le hiciera un tour por los campos de batalla,” recuerda Smith. En 1999 se firmó un acuerdo entre Argentina y Gran Bretaña que permitía por primera vez desde la guerra la visita de ciudadanos argentinos a las islas. El 5 de agosto se había realizado un muy mediático y accidentado primer vuelo con argentinos.
Cinco meses más tarde, el 11 de diciembre, desembarcaba en el aeropuerto de Stanley el actor Fabián Stratas, protagonista de la película. Stratas era un prestidigitador argentino que el director había encontrado trabajando en las calles de Nueva York.
Este es el argumento de Fuckland: Fabián, un argentino empecinado con la reconquista de las Malvinas, viaja a las islas para seguir la guerra usando un nuevo método: seducir y hacer el amor con la mayor cantidad de isleñas posibles, pinchar los condones y lograr así inundar las Malvinas de argentinitos, que en una generación lograrían lo que no pudieron Leopoldo Fortunato Galtieri y el efímero gobernador Mario Benjamín Menéndez.
El protagonista va grabando sus hazañas con cámara escondida, y en cada encuentro con un malvinense, comenta en voz baja a la cámara su desprecio por las ideas y las costumbres de los locales y su alegría por ser portador de la innata e inteligentísima gracia propia de los argentinos. Tal como prueban cada semana los programas de cámara escondida en la televisión, casi cualquier persona grabada con este método queda ante los ojos del espectador como un perfecto imbécil.
Además de Stratas, la película sólo contó con un participante ‘voluntario’: una joven actriz inglesa contratada por Internet, que hace el papel de la única kelper que el Don Juan criollo logra seducir. En una escena desagradable y con tintes violentos, Fabián apura el contacto sexual con su conquista en una playa ventosa y desierta. Cuando la ví en Barcelona me fue imposible desligarme de las noticias que todos los días habían traído los diarios y la televisión durante los últimos tres o cuatro años: las violaciones y abusos sexuales como arma de guerra por parte de las tropas serbias en el conflicto de la ex Yugoslavia.
En la primera escena, Fabián escucha en el aeropuerto la explicación de un oficial británico sobre la peligrosidad de las minas terrestres que quedan sembradas por las dos islas principales. Su personaje toma las advertencias como un insulto a los argentinos que vienen a bordo. “La culpa es nuestra. Nosotros pusimos las minas”, dice la voz en off de Fabián, como si no fuera cierto.
Saliendo de la Terminal se sube al Land Rover del guía que había contratado y, poniendo el bolso con el agujero por donde graba la cámara escondida dirigida al chofer y le va dando conversación mientras la voz en off sigue haciendo comentarios con tono sobrador: “¿Ya se habrá dado cuenta que soy argentino? Fucking Argie. Se cae de culo.”
Pero Tony dice: “¿Este paisaje te recuerda un poco al sur argentino, la Patagonia?”, demostrando que obviamente sabe de dónde viene el otro, y que el insulto está sólo en la cabeza del que cree que el otro también lo desprecia y tampoco se lo dice.
Su primera salida es al pub, siempre con la cámara oculta. Mientras toma cerveza y nadie le habla, el Fabián en off dice al espectador: “My name is Fabián. I’m from Argentina. Y me cagan a trompadas”.
Va a los baños y se mete en el de damas. “Hey, it’s ladies!”, le advierte en voz alta una señora que está saliendo del servicio. “¡Qué amorosa la gorda!”, nos dice el protagonista, como si nos diera un codazo cómplice.
La película da un giro al final, porque la chica que se había acostado con Fabián le deja grabado en su cámara ‘secreta’ un mensaje donde lo acusa de soberbio, egoísta y mentiroso, pero ya es tarde para que los espectadores desprevenidos den vuelta atrás y miren las islas y la aventura del intrépido visitante con ojos distintos que los suyos.
“Me metí en un cine de Buenos Aires a ver la película y no lo podía creer”, dice Tony Smith. “Hacían aparecer como si todo estuviera prohibido, como si estuvieran desvelando un gran secreto, y en realidad el único lugar donde está prohibido grabar es el aeropuerto, porque es un aeropuerto militar”.
Cuando volvió a Puerto Stanley, Tony se alegró de que sus vecinos no hubieran oído hablar de la película. “Ya desde el nombre es realmente fuerte. Se lo toman como un juego, en los carteles parece algo muy gracioso, pero no sé si se dan cuenta de lo fuerte que es la palabra, el concepto. O tal vez sí se dan cuenta, y es mucho peor”.
* * *
Tony Smith tiene mi edad, la edad de los ex combatientes argentinos de Malvinas. Nació en una pequeña estancia en la isla Gran Malvina, y estuvo trabajando de mecánico en Puerto Stevens durante todo el conflicto.
“Los únicos argentinos que vimos fueron unos pocos soldados que bajaron de un helicóptero pocos días después de la invasión. Yo estaba fascinado con el helicóptero. Los soldados no nos prestaban mucha atención. Mi amigo, el hijo del administrador, le preguntó al jefe: ‘¿qué van a hacer cuando vengas las tropas británicas?’ Y el oficial le dijo: ‘No, seguro que no vienen. En unas semanas todo va a volver a la normalidad, y el único cambio va a ser que nosotros estaremos a cargo’.”
Al rato el helicóptero se fue, y Tony y su amigo siguieron el resto de la guerra por la BBC y por los relatos de sus vecinos.
El chico ya había tenido contacto con la dura vida de trabajo en las islas en ese primer trabajo, a los 15 años, desmontando la planta de hierro corrugado con el mismo barco en el que yo pasé la guerra, la goleta Penélope.
En esa época sólo quería un trabajo donde pudiera estar al aire libre. “El campo malvinense es un lugar tranquilo y pacífico para vivir, pero para un adolescente es bastante aburrido. Yo estaba excitado con las operaciones militares, pero también tenía miedo. Sabía lo que la dictadura estaba haciéndole a miles de argentinos. Con todas sus fallas, nosotros siempre habíamos vivido en una democracia”.
Al final de la guerra, Tony y su amigo, el hijo del administrador, aprovecharon que las tropas de regreso a casa ofrecían lugares en los barcos. Hicieron el viaje hasta Inglaterra en el Norland y así conoció la metrópolis.
Yo también viajé en el Norland. Cuando terminó la guerra, nos quedamos una semana de prisioneros y el 20 de junio subí con cientos de soldados más a ese ferry que habitualmente hace la ruta entres Escocia y Holanda. A la mañana siguiente llegamos a Puerto Madryn, donde empezó mi vida de ex combatiente.
Apenas el Norland dejó a sus prisioneros argentinos, volvió a Puerto Stanley y embarcó a los Guardias Escoceses que habían combatido en el monte Tumbledown. Con ellos compartió viaje Tony Smith.
“Había pasado demasiado poco tiempo desde los combates y los soldados no habían bajado a la tierra. Yo no creía mucho de las historias que contaban, glorificaban todo. Una noche hubo una fiesta a bordo. Empezaron a emborracharse y decían ‘atacamos esta posición y los cuerpos volaban por todos lados’. En un momento un tipo se paró y tiró una botella al otro lado de la sala y empezaron una pelea. Nosotros estábamos en medio y estos locos se estaban tirando sillas. Le dije a mi amigo que me iba a dormir, y desde el camarote oía que empezaban a pelear otra vez. A la mañana tuvieron que traer al carpintero para que arreglara el desastre, pero ya los tipos se habían calmado mucho. Estaba sacándose todo eso del sistema. Al día siguiente empezaron a contar otro tipo de historias, menos gloriosas y mucho más terribles”.
Después de trabajar unos años como mecánico en Puerto Stanley, Tony decidió montar su propio taller. En 1989 el incipiente fenómeno del turismo le dio la idea de combinar su experiencia como conductor y mecánico con su deseo de vivir al aire libre. Sus primeras excursiones fueron a las colonias de pingüinos rey al norte de Puerto Stanley. “Empecé a buscar otras especies y otros lugares. Les pedía permiso a los dueños para visitar sus playas con turistas”. Al principio venían en los vuelos de la Fuerza Aérea Británica, unos 20 ó 30 por vuelo. Casi todos de Gran Bretaña o Europa del Norte.
“Estaba haciendo tours de vida silvestre cuando un primo mío le dio mi teléfono a un productor de la televisión inglesa que estaba preparando un programa para el décimo aniversario de la guerra. Así es como empezó todo”.
Smith trabajó con el equipo de filmación, el productor quedó satisfecho y le pasó su nombre a la BBC. El canal público trajo para el aniversario a tres ex combatientes británicos. El que más impresionó a Tony fue Simon Weston, un veterano corpulento y afable de los Guardias Galeses que sufrió severísimas quemaduras cuando se incendió el buque de transporte Sir Galahad durante el desembarco en San Carlos.
“Él no entró en combate. Lo hirieron antes de desembarcar. Le habían hecho al menos 60 operaciones para tratar de darle una cara. Fue uno de los más quemados. El director me decía que muchos no querían hablar ni interactuar con la gente, pero Simon contaba cosas. Sin embargo no se lo oía como una persona tranquila, actuaba y hablaba todo el tiempo. Decía que había perdido muchos amigos, que pensaba que no había valido la pena”.
En los años que siguieron a la contienda Simon Weston se había transformado en una voz – y una presencia – que denunciaba los terribles efectos de las guerras. “Me pidió perdón, porque sabía que yo sí pensaba que había valido la pena, pero me explicó por qué él pensaba que el precio había sido demasiado alto. Recuerdo que fue la primera vez que conocí a una persona que me hacía cambiar mi manera de ver las cosas. Podía entender qué veía, qué sentía él”.
En el grupo que trajeron para ese programa también había un oficial de los Marines. “Caminaba en frente de la cámara como si estuviera guiando a su tropa. Nos llevó desde abajo hasta arriba de la montaña, por todas las etapas de la batalla. En un momento dijo: ‘no, ahora me acuerdo de más cosas. Vamos a hacerlo todo de nuevo’. Hacía mucho frío y yo me imaginaba cómo debió haber sido esa batalla. Llegó a la cima y dijo: ‘Acá es donde nos paramos y vimos tan cerca las luces de Puerto Stanley, los autos con sus luces paseando por las calles’. Le pareció surrealista que en la montaña se estuvieran matando y ahí abajo hubiera un pueblo donde la vida seguía”.
Tony sentía mucha curiosidad y necesidad de entender lo que había pasado. Empezó a recorrer los campos de batalla. “Los isleños no van nunca a esos lugares, hay algunos que quedaron exactamente como estaban. Es increíble la cantidad de cosas que todavía están desparramadas en los pozos, en las montañas”.
Después del programa de la BBC lo empezaron a llamar veteranos británicos para que los llevara a los lugares donde habían combatido. Algunos de sus vecinos le recriminaron este costado ‘lúgubre’ de su oficio de guía, pero Tony lo ve como una experiencia fuerte y casi como un servicio público. “Algunos sufren un bajón emocional. Puede ser un minuto o dos, pero les ayuda a sacarse de encima una piedra pesadísima. En las Malvinas lo llamamos ‘enterrar los fantasmas’.”
“Una vez vino un marine. Estaba en un crucero por Sudamérica con su esposa y las islas estaban en el itinerario. Me escribió un e-mail diciendo que quería que lo llevara a San Carlos, donde su regimiento había sido bombardeado. Pedí un permiso especial, porque es zona restringida. Sólo tenía de 9 de la mañana a 5 de la tarde, a la noche tenía que estar de vuelta en el crucero, y el viaje es muy largo. El tipo parecía el típico soldado profesional, un tipo duro. Llegamos y me empezó a explicar lo que había pasado, cómo los soldados argentinos llegaron y tiraron una bomba donde estaba su grupo, y cómo la onda lo tiró a un pozo. Algunos de sus hombres murieron en la explosión. De uno de ellos no quedó prácticamente nada. En un momento el hombre se detuvo y me dijo: ‘Perdóneme. Tengo que alejarme un rato’. Y se fue por el campo”.
Cuando volvió, el marine le dijo que apenas acabado el bombardeo se puso a escribir en un papel la lista de los muertos. “Después del bombardeo sacó el papel y vio que había empezado a escribir la misma lista seis o siete veces. Ahí se dio cuenta de lo afectado que estaba. Creía que tenía el control de la situación, y en realidad estaba en estado de shock. Cuando me estaba contando la historia, de pronto le empezó a pasar lo mismo. Esa noche, tomándonos unas cervezas en el barco, me dijo que nunca se había imaginado volviendo al mismo lugar y que lo afectó mucho que todo estuviera exactamente como lo había dejado”.
Unos tres años después de su primera visita a las Malvinas, volvió Simon Weston. Ya se había convertido en una personalidad de la televisión, el ex combatiente mediático.
“Estaban haciendo un programa de Navidad conectando a militares que estaban en distintos lugares del mundo, y Simon era el anfitrión. Esa vez los militares organizaron todo y yo no participé, pero un día salí y ví a Simon caminando en una calle de Stanley. Se iba alejando, pero su cabeza con parchotes de pelo era inconfundible. No sabía si querría hablar conmigo, pero corrí a saludarlo y lo noté mucho más relajado, mucho más como una persona normal”.
La televisión volvió a traer a Simon Weston a las Malvinas por tercera vez, para un programa sobre héroes que salvaron vidas o hicieron algo notable y no fueron reconocidos. “Simon los iba presentando. Estuvieron una semana haciendo el programa y pasamos bastante tiempo juntos. Un día estábamos los dos sentados en un acantilado, mirando el mar. Era un precioso día de sol, y él me dice: ‘Me siento como si hubiera venido a las Malvinas por primera vez’. Ahí sentí que había dejado finalmente atrás el sufrimiento de la guerra”.
* * *
Estuvimos sentados toda la mañana en ese bar de Palermo y, si bien no pudo ser mi guía en Malvinas, Tony Smith fue el primer y el último embajador de su gente, me ayudó a preparar el viaje y encontrar a la gente que buscaba, y a mi vuelta, nos volvimos a sentar en la misma mesa. Ahora quería que me contara los viajes que hizo con ex combatientes argentinos.
“Llevé a docenas y docenas de británicos, pero sólo un puñado de argentinos. Sólo en 1999 pudieron empezar a ir, y casi ninguno sabía inglés. Yo había elaborado mapas con las posiciones de todos los regimientos de los dos ejércitos, y eso me ayudó mucho a guiar a los argentinos”.
Igual que con los británicos, los primeros ex combatientes argentinos que llevó Tony vinieron con un equipo de televisión. “Trajeron a dos que habían estado en pozos de zorro muy cerca el uno del otro. Los llevé al lugar y apenas reconocieron el sitio se olvidaron de las cámaras y la gente. Se pusieron a buscar como locos y no pararon hasta encontrar cada uno el pozo exacto donde habían pasado casi toda la guerra. Cavaron, trajeron piedras, movieron cosas, hasta que dejaron los pozos tal como los recordaban”.
Pero una vez terminado el trabajo, Tony Smith se extrañó por el comportamiento tan distinto de cada veterano.
“Uno quiso dejar el pozo como había estado en la guerra, con las cosas que acababa de poner y sacar. El otro volvió a poner cada cosa tal como lo había encontrado. No sé si necesitaba hacerlo así o porque creía que era cortés dejar las cosas como estaban. Parecían como una tumba abierta y una tumba cerrada”.
Tony también se acuerda de un oficial de ejército que manejaba un carro blindado. “Me pidió que lo llevara cerca de Moody Brook, donde había estado su grupo. Caminó solo y miró por todos lados. Levantó una plancha de hierro y ahí abajo encontró un guante de cuero. Estaba contentísimo, me dijo que esos guantes tenían un valor emotivo muy grande para él, y que encontrar uno había sido importante para él. Hicimos un picnic, era un día precioso. Cada tanto me manda mails. ¡Hasta un día me lo encontré de casualidad saliendo de un cine en Buenos Aires! No lo podíamos creer”.
* * *
En el 2005, cinco años después de ver atónito Fuckland en un cine de Buenos Aires, Tony Smith otra vez hizo de guía turístico en una película argentina, pero esta vez con su consentimiento.
Durante el viaje de 1999, la intensa semana en que viajó a las islas un grupo de argentinos, casi todos periodistas, Smith había conocido a Edgardo Esteban, el autor de las impactantes memorias de la guerra Iluminados por el fuego. Esteban era el único ex combatiente del grupo, y a su vuelta escribió un relato del viaje, que pasó a convertirse en un extenso prólogo de su libro a partir de entonces.
El cineasta Tristán Bauer tomó esa combinación – la experiencia del regreso y el dramático viaje de vuelta a las islas – como el tema de su película. Esteban Leguizamón, el protagonista y alter ego de Edgardo Esteban, es un periodista porteño de televisión cuyas pesadillas de la guerra vuelven a azotarlo en la vigilia de la larga agonía de su mejor amigo, que se suicida.
La película combina la muerte de Antonio Vargas, el ex combatiente suicida, el pedido de su viuda para que Leguizamón lleve su placa identificatoria a Malvinas y el viaje del periodista al lugar del que su amigo no pudo volver, con flash-backs de los violentos combates, los momentos de camaradería de los soldados y las actitudes soberbias y miserables del teniente a cargo de su regimiento.
Esteban, representado con emoción contenida por Gastón Pauls, llega a Puerto Stanley y se aloja frente al parque infantil con el barco que madera y los columpios. “Todo está listo para mañana. Tony te pasará a buscar a las 9,” dice la señora del hostal.
“¿Cuántas minas hay todavía enterradas?”, pregunta Leguizamón.
“Unas 25.000”, contesta Tony Smith.
“¿Y trataron de sacarlas?”
“Al principio, sí. Pero era demasiado peligroso y tuvimos varios heridos”, cuenta el personaje de Tony mientras maneja su Land Rover, y con el mismo tono con el que su persona genuina contestaba mis preguntas en la entrevista. “Es una pena, porque esta es la playa donde yo iba a jugar cuando era chico. Ahora toda el área es un gran campo minado”.
En la penúltima escena de la película, el ex combatiente que vuelve le pide al guía que lo deje solo, se mete en su pozo y encuentra la foto y el reloj que había dejado ahí en 1982. “Los viejos amores que no están, la ilusión de los que perdieron… todo está guardado en la memoria”, canta León Gieco, mientras Esteban llora abrazado a la vieja foto.
“No lo filmaron en el lugar mismo, pero no importa”, dice Tony. “Creo que muestra la realidad de la guerra y el sufrimiento de los ex combatientes argentinos, de lo que nosotros sabíamos tan poco”.
* * *
Volver. Siempre se vuelve, sobre todo por las noches, al corazón de la guerra, pero en el siglo XX empezó un fenómeno nuevo: empezaron a volver en masa los ex combatientes al lugar donde pelearon, donde mataron, donde una parte de cada uno quedó muerta y enterrada.
En los años treinta los ingleses y norteamericanos empezaron a volver a las trincheras de Francia y Bélgica donde habían sufrido la Gran Guerra. Tal vez a enterrar, revivir o visitar a sus fantasmas. Europa y Asia recibieron durante los cincuenta y sesenta la visita de los sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial. Muchos norteamericanos vuelven ahora a Vietnam a tratar de hacer las paces con el horror.
¿Para qué volver? Yo volví buscando la historia de una pequeña goleta de madera llamada Penélope, donde pasé los días más intensos de mi paso por la guerra. Fui a Malvinas como periodista, a pedirle a la gente que me contara cosas que salen en estos días en mi libro.
Pero también, es cierto, fui como los demás a ‘enterrar fantasmas’. Me estaba buscando, y me sigo reconociendo en las historias de los extraños turistas desorbitados que lleva Tony Smith hasta el escenario de sus pesadillas.
En sus historias me siento más angustiado y menos solo, y entiendo un poco mejor por qué quería volver a las Malvinas. Tal vez todos, de una u otra manera, tenemos alguna vieja guerra a la que necesitamos y tememos volver con un Tony Smith en el papel del Virgilio de la Divina Comedia. Solo así podemos emprender el descenso al infierno que necesitamos.

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1 de diciembre de 2021

Un grabado en color de Alonso de Ercilla.
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No solo oro

 

Es duro para la acelerada sociedad actual leer como si fuera una novela de aventuras las casi 800 páginas de imponentes octavas reales de ‘La Araucana’, de Alonso de Ercilla, pero ahí están

Cada vez que un grupo de beocios derriba una estatua de Colón o exige nuestro perdón, siento un abatimiento que supongo compartido no por ser español, sino como ciudadano de un país civilizado. Es el fascismo populista quien escupe odio y envenena a la gente. Los demás tenemos gran respeto por lo que hicieron los hombres de antaño. Hoy toca hablar de un conquistador.

Al cumplir los 15 años de edad entró a formar parte del grupo de pajes de Felipe II y como tal viajaría por Europa antes de embarcar para las Indias en 1555. Contaba Alonso de Ercilla 23 años cuando se sumó a la expedición que acudió al Chile austral, tras la muerte de Pedro de Valdivia a manos de los indios araucanos. Era como el joven Ismael embarcado a la caza de la Ballena Blanca. Participó en la guerra de Arauco entre indígenas y colonos y de esa experiencia nacería La Araucana, inmenso poema épico que desde el título evoca a Homero y Virgilio. En su obra, tan admirables son los indígenas como los españoles y tienen la nobleza colosal de la estatuaria clásica. El más famoso de los jefes araucanos, Caupolicán, perdura en un célebre soneto de Rubén Darío.

Lo asombroso es que Ercilla canta también el paisaje, la flora, la fauna y la dignidad humana de los nativos australes, como en la espléndida escena que describe a las mujeres araucanas recogiendo las armas de sus maridos muertos en combate y lanzándose fieramente al ataque. Hay momentos que anticipan la invención romántica del buen salvaje que tendría lugar siglos más tarde.

Comprendo que es duro para la acelerada sociedad actual leer como si fuera una novela de aventuras las casi 800 páginas de imponentes octavas reales, pero ahí están, recién editadas por la Biblioteca Castro, para quienes América no sea sólo codicia, crueldad y oro, sino también grandeza, alabanza y creación.

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30 de noviembre de 2021
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Un deseo como la sed – Almudena Grandes

 

Tras su escueta mesa de madera clara, en la pared, cuelgan figuritas de mujeres gordas que colecciona desde hace veinte años. Sobre la mesa, un Samsung –“mi hijo es programador y es antiMac–, puñados de llaves, calderilla, un paquete de Camel Essential, una taza donde se lee “Feliz Navidad”. Escribe en una silla sueca –”nunca me ha dolido la espalda”– y corrige en la butaca roja. Las estanterías están abarrotadas de traducciones de sus novelas en todos los idiomas. Coloca pequeños altares laicos con souvenirs, como un autógrafo de John Irving o la foto de Dionisia Manzanero, una de las trece rosas. Preside el despacho otra de Don Benito Pérez Galdós. / Emilia Gutiérrez

Almudena Grandes vive a un par de manzanas de la casa donde nació, en la calle Churruca, y con su ronquera quebradiza resume la sensación de eterno retorno: el periplo vital por el cual acabó regresando a un paso de la casa del abuelo, allí donde empezó a escribir. “Me hizo escritora el fútbol; toda la casa estaba comunicada, no tenía pasillos, y para que mi padre y mi abuelo pudieran ver el partido sin ruidos nos ponían a los niños a pintar. A mí no se me daba bien, y una tía abuela animó a que escribiera cuentos. Tendría 8 ó 9 años. Desde ese momento quise escribir, es lo que más me gusta en este mundo. Soy muy feliz cuando escribo, aunque a veces lo pase mal. Es un deseo similar a la sed: te sientes muy desgraciada cuando tienes sed y no bebes. Escribir es una actividad especular, como cruzar el espejo”.

Almudena Grandes (Madrid, 1960) lo atraviesa a diario, sea domingo o fin de año, en la habitación más pequeña de la casa pintada de verde pistacho. Las medidas sí importan: todo está pensando para evitar la dispersión. Escribe sin teléfono, bebe un té largo después de desayunar tostadas, zumo, yogur y nueces. Se quita el pijama y se pone “uno de esos conjuntos de homewear que pido que me regalen por Reyes, con los que pueda abrirle la puerta a un mensajero”. Calza unos Crocs forrados de lana de borrego: no se puede escribir con frío en los pies. A lo largo de la conversación, Grandes se definirá en varias ocasiones como “prusiana”, tranquila, nada ansiosa. De 9 de la mañana hasta las 15.00 pica y pule la piedra de su escritura (“Soy mas lista por la mañana que por la tarde”). Tiene las novelas pensadas y estructuradas en cuadernos: esquemas, apariciones de los personajes en cada capítulo, anotaciones en cuatro colores diferentes. Un detallada guía de instrucciones para avanzar con método. Se considera controladora, y no se desvía de su plan. Tampoco pone música, la distrae. En cambio no la alteran los ruidos que entran por el balcón ni las pausas obligadas a fin de despejar la cabeza: sea hablando con su amigo editor, Juan Cerezo, o poniendo al fuego un cocido.

Confiesa que no hay momento más perfecto en su vida que el de empezar una novela y saber que tiene tres años por delante. “Acabarla, en cambio, me produce una sensación de desahucio terrible, igual que si me expulsaran del mundo que tenía para mí”. De nuevo las medidas, tiempo y espacio, que en la escritura de Almudena importan igual que los bucles: todos sus títulos proceden de versos de poetas españoles, y sus novelas recogen la historia de la España del siglo XX. Los epílogos de ‘Los aires difíciles’ coinciden con los principios de Lulú de la misma forma que una cronología invertida”. Desconfía de las tendencias que apuntan a la brevedad: “Hay grandes propuestas que fracasan, la realidad no es siempre tan plástica como se supone. Los seres humanos siempre han necesitado que les cuenten cuentos, y más cuando todo es tan fugaz”.

Mauro, Irene y Elisa, sus tres hijos, la alientan y le muestran los quilos de papel de ‘Juego de tronos’ cuando tiene alguna crisis de formato largo. Ella lo paladea, se dice: “Voy a estar otra hora aquí, en este mundo lento”. Confiesa que la suya es una vida aburrida, pero bucea y escarba para lograr que “el lector sienta que le estás contando su vida, cuando en realidad estás contándole la tuya”. Nunca ha escrito la palabra ‘orgasmo’ porque le parece horrible: “Esquivo las palabras que no me gustan”. Siempre ha sido ahorradora, “austera antes que la Merkel”, no tiene vicios caros. “Al escribir, vivo dos vidas a la vez. Cuando la novela tira de ti vas con la lengua de fuera detrás del argumento. Es un estado de ánimo”. A veces confunde coches rojos que ve por la calle con sus propios recuerdos, como una especie de déjà vu, hasta que se da cuenta de que no le ocurrió a ella sino a uno de sus personajes.

Cuando visité a Almudena Grandes en su casa para describir su escritorio, me encontré con una mujer que amaba profundamente la literatura, con la que era capaz de vivir dos vidas a la vez. Impactada por su muerte, ha entrado demasiado pronto en la eternidad. Mis condolencias a Luis García Montero, familia y amigos.

Esta es la pieza que escribí para Cultura/s en La Vanguardia.

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29 de noviembre de 2021
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En el principio fueron las cosas

 

Ya está en las librerías el primer libro colectivo que tuve la dicha y el privilegio de dirigir, pensar y soñar, convocar autores, editar, prologar. En un principio quise llamarlo Contar desde las cosas, pero el sagaz director de Editorial Carena José Membrive me propuso uno mucho mejor: La voz de las cosas.

Ya hicimos tres presentaciones presenciales, en Madrid, Barcelona y Bariloche, con cinco de sus 23 autores. Seguiremos lanzando campanas al vuelo y celebrando sus voces; el libro está siendo leído, citado y comentado en varios países y siento que es un hermoso objeto que celebra las historias que nos regalan las cosas que nos rodean y nos dan sentido.

Quiero compartirles hoy este texto, que juega con el Evangelio según San Juan y con las obras de media docena de autores que admiro. Es el comienzo de la introducción. Desde este elogio de las cosas y sus “miradas” desde los cinco sentidos, me lanzo a aventurar teorías sobre la descripción, sobre la arqueología, sobre las cuatro partes del libro.

Me costó mucho pulir este breve inicio. Espero que les guste.

En el principio fueron las cosas. El espíritu estaba en las cosas y de las cosas surgió la vida, de ellas brotaron los poemas, con ellas se construyeron las ciudades, se irguieron las catedrales y se diseñaron los silenciosos jardines. De las cosas venimos, pero de ellas nos desentendimos, para nuestra perdición.

Cuando los primeros humanos comenzaron a darles nombres, las cosas se asombraron, porque llevaban millones de años innominadas y orgullosas, felices y relucientes. Antes de la entronización del verbo y antes de que supiéramos qué hacer con ellas, ya estaban aquí.

En el principio fueron las cosas. De ellas surgía un aura misteriosa, una luz entre opaca y fluorescente, un sonido de un picor entre ácido y sibilante, un color a fruta a punto de caer del árbol. O tal vez un color a perro que huye, como dice Robert Hughes que es el color de la ciudad de Barcelona. O incluso un color parecido al amarillo ámbar, una luminiscencia tenue que decía Jorge Luis Borges que lo acompañaba cuando la ceguera se cerraba en sus ojos.

Las cosas también cantan. ¿A qué suenan las cosas? El sonido de las cosas tal vez se manifiesta al caer, como afirma el novelista colombiano Juan Gabriel Vázquez, o empieza a hablarnos en el momento en que se terminan de formar, o cuando alguien las mira con atención. O no suena a nada de eso, sino al dulce silbido que surge de la garganta del alfarero, de la costurera, de los exquisitos artesanos que transforman la materia inerte en cosa.

¿A qué les huelen las cosas? El olor de las cosas nos recuerda decididamente a sus antiguos dueños, o al fondo de las entrañas de la tierra de donde surgieron sus materiales, o a la profundidad de los dolores que acompañaron su abismo. Las cosas huelen a miedo, a deseo, a inicio y a catástrofe.

Al tacto, las cosas son tan suaves o tan ásperas como las yemas de nuestros dedos. Nos tocamos a nosotros mismos cuando acariciamos las cosas.

Las cosas nos interpelan, nos llaman, nos preguntan, nos traen a la memoria a los que no están y nos indican quiénes somos y quiénes dejamos de ser hace tiempo.

Somos nuestras cosas. Las cosas están vivas. Laten. Lloran. Ríen. No nos dejan mentir.

Sin las cosas no sólo no podríamos construir el mundo. Tampoco podríamos contar una historia: por eso, en este encuentro de relatos y miradas, un grupo de cronistas de América latina nos hemos propuesto contar desde las cosas.

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28 de noviembre de 2021
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Los amigos de las cosas

 

La realidad sigue siendo eso que se nos escapa. Cada vez más. Por eso es necesario construirla constantemente. El problema debe ser grave y urgente, puesto que cada vez son más los filósofos y pensadores que coinciden en dirigir nuestra atención hacia la relación que mantenemos con la materia que nos rodea y que nos permite habitar el mundo.

‘Habitar’ se perfila como un verbo clave. Un buen punto de partida para no caer en excesivas especulaciones que nos empujen a una espiral vertiginosa. Para poder habitar un espacio terreno es necesario reconocer las cosas que dan forma a nuestro entorno. Esta es la constatación de la que arranca el ensayo No-cosas. Quiebras del mundo de hoy, del filósofo Byung-Chul Han (Seúl, Corea del Sur, 1959), publicado por Taurus con traducción de Joaquín Chamorro Mielke. Con el estilo directo y la claridad expositiva que acostumbra y que le han convertido en uno de los pensadores más populares del momento, son muchos los argumentos que utiliza para denunciar de qué manera la creciente digitalización de nuestras prácticas, la inteligencia artificial y los smartphones nos están transformando en una especie cada vez menos empática, más pobre y más triste. La solución que propone, de modo más inmediato, es que, como los niños pequeños que empiezan a formar parte del mundo, nos aferremos a los objetos de transición, a las cosas que nos hacen imaginar y soñar, nos conectan con la historia, la memoria y con el dolor que también es necesario conocer.

Afirma el pensador que, en los objetos de transición se encuentran una de las primeras materializaciones del otro, del mundo que se extiende más allá de ellos mismos, sus percepciones y sus sensaciones. También las cosas que poseemos nos ayudan a percibir y a relacionarnos con el otro, con la realidad que se alza a nuestro alrededor. La materia de los objetos nos obliga a establecer pactos de convivencia, de aceptación y de superación, pero sobre todo, nos ayuda a crear una narración que da significado a buena parte de nuestra existencia, a nuestra memoria: “Solo las narraciones crean significado y contexto –escribe Byung-Chul Han–. El orden digital, es decir, numérico, carece de historia y de memoria, y, en consecuencia, fragmenta la vida”.

La gran amenaza reside actualmente en que la digitalización está eliminando las cosas, esa materia que vibra para conectarnos con la esencia capaz de dar un sentido al ser. El smartphone y el smarthome filtran para nosotros cualquier relación conflictiva con los objetos, porque todo se convierte en información que desfila con facilidad y placenteramente ante nuestros ojos. Afirma Byung-Chul Han que los algoritmos son una caja negra, que el smartphone nos convertirá en ejemplares de Phono sapiens que no trabajarán, que no disfrutarán del misterio del arte –porque los objetos artísticos van a desaparecer disolviéndose en mera representación y discurso– y que sólo sabrán jugar, entregados a la adicción de consumir incesantemente imágenes e informaciones que no dejarán ninguna huella en su pensamiento. Jugar en el vacío. Perderemos las manos porque habrán perdido su razón de ser cuando esos ejemplares de Phono sapiens hayan perdido la capacidad de con-tactar con lo que reivindica ser tocado y percibido. Solo tendremos dedos para dar likes.

El panorama sería desolador si el filósofo no tratara de ofrecer algún tipo de alternativa o resistencia. Está, exactamente, en las cosas, en los objetos con los que todavía somos capaces de establecer vínculos porque están asociados a vivencias, no a experiencias pasajeras. Coleccionar puede ser una buena estrategia de resistencia. Él mismo se compró una gramola que instaló en su estudio minimalista. En esa reivindicación de lo más inmediato, de lo que está al alcance de la mano, no tiene reparos en acudir a El Principito para recordar la importancia del afecto a la hora de aprehender el mundo. Lo primero, es la emoción, después el sentido de esa sensación, algo de lo que todavía no parecen ser capaces los algoritmos. El niño que encuentra el piloto durante su accidente aprendió que la rosa que él había cuidado era especial precisamente por las atenciones que le había procurado. Así, tal vez la realidad se vuelve más habitable si comprendemos que hay una parte de nosotros y de los que nos precedieron en cada una de las cosas con las que interactuamos y que condicionan nuestros actos y actividades. Si valoráramos los objetos también seríamos más capaces de apreciar el planeta, la tierra sobre la que caminamos.

Saint-Eixupéry es una más de las escogidas referencias en las que Han se basa para argumentar su discurso. También están Deleuze, Barthes –resulta especialmente conmovedor el acercamiento a la descripción de la fotografía como objeto casi mágico, capaz de resucitar a los seres amados–, Peter Handke, Hegel, Benjamin, Arendt, Agamben y, con una presencia destacada, Heidegger y su análisis del estremecimiento que provoca en el ser el contacto con el mundo. Es obvia su predilección por el autor de Ser y tiempo, para quien "la existencia humana hace pie en la tierra. El pie en Heidegger representa la estabilidad del suelo". Contra la virtualidad, necesitamos tan solo unos metros de tierra firme para crear el espacio que ocupamos y por el que nos desplazamos, de la misma manera que las manos, como contrapunto, hacen posible que podamos tocar y percibir la realidad que se sustenta sobre él, sea lo que sea esa realidad.

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24 de noviembre de 2021

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El año del récord

La depresión es un país extranjero. Quien la padece, sé de lo que hablo, cree que es su único habitante. Las fronteras, si se divisan, quedan tan lejos que uno piensa que nunca podrá escapar. Parece situado muy al norte porque las noches, insomnes, se encabalgan como en un invierno boreal. Allí se vive a la intemperie, aislado. No es que no puedas comunicarte, es que ya no hablas el idioma de antes, con el que, bien que mal, te hacías entender.

Esta es una imagen de tantas para ilustrar la angustia y el desconcierto que acompañan la depresión. Conozco más. Mías, leídas y oídas a otros: infierno portátil, compañera invisible, túnel sin salida, campana de cristal… Dice la literatura científica que las metáforas más empleadas tienen que ver con la oscuridad, el peso, los espacios cerrados o una fuerza que tira hacia abajo. En realidad, la enfermedad y el ­dolor son experiencias radicalmente privadas e intransferibles. Frente a la depresión uno depende de que sus palabras tejan una narrativa que dé sentido a algo invisible cuyos síntomas no son contrastables con el microscopio o analíticas. Para Alphonse Daudet, autor de En la tierra del dolor, el sufrimiento, “como la pasión, deja a un lado el len­guaje”, y así cada paciente encuentra su propia teoría del dolor –físico o existencial– que varía como la voz de un cantante según la acústica de la sala. Y siempre queda la sensación de no saber decirlo todo, que lo importante permanece mudo y se­creto.

Desde hace un tiempo, en campañas como “Hablemos de #SaludMental” o tribunas de opinión, se nos anima a visibilizar nuestro estado psíquico. Es decir, antes de poner todos los medios, se nos pide que saltemos sin red. Y con profusión de datos se nos explican, además, cosas ya sabidas: que las cifras muestran un deterioro de la salud mental en nuestro país y que la asistencia psicológica y psiquiátrica del sistema público arrastra una carencia crónica de recursos. Esto es particularmente preocupante con respecto a los adolescentes, porque –leo en un estudio en el que ha participado el hospital Clínic– “el inicio de la mayoría de los trastornos mentales se produce a los catorce años”. Ahora mismo, al margen de la edad, quien quede encallado en las arenas movedizas de la depresión, si quiere seguir activo ha de ir a un centro de atención primaria para que le receten pastillas y luego, las más de las veces, rascarse el bolsillo para la terapia.

Llevan tiempo encendidas las luces de alarma. El mecanismo de negación (hacer como si nada hubiera pasado, interiorizar que lo peor ya había pasado) funcionó en gran medida para la crisis del 2008. El mercado se alimenta de optimismo, no de sujetos alicaídos. Si preguntas a los farmacéuticos, hablan de una sociedad medicada. Las cajas de ansiolíticos, antidepresivos, somníferos e hipnóticos se prodigan en los mostradores. También estaban ahí los datos comparativos de la UE, claros y diáfanos, con España a la cola: la salud mental no ha sido una prioridad. Ahora las administraciones anuncian “planes de choque” y, si solo se planifican para mejorar las ratios, pienso en el efecto rebote de una mala dieta.

Los factores estresantes del año pasado vinculados a la pandemia contribuyeron a que las muertes por suicidio en España alcanzaran un récord histórico. Aun así, algo estructural debe de estar fallando también para que ascendieran a 3.941 los decesos por esa causa en el 2020. Aunque nuestra tasa de suicidios no es de las peores en Europa, se constata una tendencia al alza que debería hacernos reaccionar. Además, por cada muerte consumada, conforme estimaciones, se producen veinte tentativas. ¿Cuántos a nuestro alrededor habrán fantaseado con el final para atajar su sufrimiento? Que la condición humana es vulne­rable nos lo ha explicado profusamente el pensador Joan-Carles Mèlich a lo largo de su obra ensayística. “Nadie puede ocupar el lugar del otro ni nadie puede sentir su dolor, su experiencia, su pérdida. […] Ser compasivo es situarse al lado del que sufre, escuchándolo, atendiéndolo, cuidando su cuerpo maltratado, sus heridas, su soledad. Ser compasivo es estar a la altura de lo que el otro nos pide. A menudo es una demanda no explícita, silenciosa. Ser compasivo es estar ahí ”. Una expresión sencilla, estar ahí, que aglutina una ética para tiempos inciertos y debería ser una brújula permanente para la política sanitaria.

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24 de noviembre de 2021
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Muera Caín

En un país que sólo mercadea con la Guerra Civil, los de Ciudadanos son necesarios

¿Nunca nos libraremos del pasado? Cuando éramos jóvenes nos atraía la izquierda porque miraba al futuro, prometía ayudar a los más débiles si perseveraban por mejorar, veían la educación como una escala de ascenso gracias al talento y el esfuerzo, el porvenir tenía una luminosidad que guiaba nuestra esperanza. La izquierda, ahora, sólo se interesa y se identifica con el pasado, sólo le importa lo acaudalado en memorias sectarias y fanáticas, quiere regresar una y otra vez a viejos fracasos como las repúblicas (dos) o las revoluciones (un montón), hay incluso apologistas del comunismo, una superstición tan rancia como la alquimia. Nuestra izquierda es profundamente reaccionaria: no ve posibilidad alguna de mejora en aquellos jóvenes que deseen formarse, educarse, aprender y lanzarse a mejorar la sociedad. Todo lo contrario, premia a los gandules, considera que suspender es de derechas, que el esfuerzo es facha y que lo mejor que puede uno hacer es no tener la menor ilusión de mejora. Está paralizada por una ausencia total de ideas para el futuro.

En el otro lado de la trinchera, las fuerzas conservadoras se guían fielmente por lo mismo, aunque con el signo cambiado para polarizar con éxito a la población. Si las izquierdas parece que lo único que pretenden es volver a perder la Guerra Civil, las derechas aceptan el envite y se enfrentan para ganar de nuevo. De modo que, por ejemplo, maltratan a la judicatura y aplastan al modo leninista a quien tenga ideas propias, igual que las izquierdas.

Hubo un tiempo en que se podía votar a un partido de centro y liberal. Lo hicieron mal, como todos los partidos, pero son imprescindibles. En un país que sólo mercadea con la Guerra Civil, los de Ciudadanos son necesarios. Ya sé que se están suicidando. Me da igual. Yo les votaré hasta que se extingan.

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23 de noviembre de 2021
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Trabas a la escritura

Es sabido que la familia, cuando está viva y próxima, dificulta, si no imposibilita, la escritura de una novela. En la actualidad, a ese escollo, habría que añadir la omnipresencia de las cámaras callejeras de seguridad. Mi hermano pequeño, Carlos, sale libre del penal de El Dueso el 14 de marzo de 1985. Lo recojo en el Chrysler 180 y a los pocos metros me pide que pare en una gasolinera, baja, y la asalta. Entrando en Santoña repetimos la maniobra, y llegamos a casa más contentos que Chupilla. Hoy sería imposible. Hay cámaras por todas partes y, para más inri, mi hermano vive ahora con Antoñita, menuda pécora la tía, ya estaría tardando en amenazarme con llamar a la pasma si me volviera a ver con Carlos, que yo le llevo la mala vida a él, y la desgracia a todos. Este cambio en las costumbres, queda claro, no me permite avanzar en la escritura de Sangres, la novela biográfica que he de entregar en marzo al editor; temo que lo que cuente exaspere a mis padres, hermanos, cuñados, sobrinos... además qué trama verosímil le doy al polar con todos los badulaques de la zona videovigilados, quizá que el héroe sea el Hombre Invisible, pero célibe y casto.

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22 de noviembre de 2021
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El Boomeran(g)
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