Félix de Azúa
Muchos indigenistas parece que preferirían reducir nuevamente el mundo a Europa, África y Asia, ya que dan por supuesto que América estaba mucho mejor cuando no existía
Hay un célebre chocolate en polvo que no ha logrado disolver su harina de cacao en la leche, de modo que basa la publicidad en alabar los grumos que flotan como náufragos en el líquido tras removerlo con la cuchara. En sus anuncios aparecen niños gordos y hermosos bebiendo con deleite los coágulos flotantes, como si esa fuera la parte buena de su desayuno.
Lo mismo sucede con reaccionarios ontológicos como López Obrador cuando exige perdón a los españoles por haberle traído a la existencia. Muchos indigenistas parece que preferirían reducir nuevamente el mundo a Europa, África y Asia, ya que dan por supuesto que América estaba mucho mejor cuando no existía. Como casi todas las exigencias de la izquierda reaccionaria, muestran un profundo rencor contra el mundo, contra los humanos, contra lo que hay, contra todo lo que no comprenden.
Ya sucedió algo similar en el siglo XVIII, cuando comenzó a ser frecuente que la gente ilustrada e inteligente dejara de creer en el Dios de las iglesias. Alarmados, los que entonces formaban la izquierda reaccionaria pidieron a las autoridades que no prohibieran las religiones supersticiosas, ya que, decían, con ellas la gente analfabeta se quedaba más tranquila. Que hubiera un juicio final apaciguaba la sed de venganza.
También hoy en día se da un fenómeno de devoción oficial y farisaica. La ausencia de religión y el declive de la popularidad eclesiástica, deslustrada por su sexualidad y la codicia inmobiliaria, ha hecho posible una religión que enmiende las injusticias, a sabiendas de que ningún juicio final las remediará. Esa piedad laica, inventada, como es lógico, por los norteamericanos, difunde una fe en la cultura indígena y mágica que quiere dar esperanzas a aquellas agobiadas minorías que se creen colonizadas por la biogenética. Son los elogios del grumo.