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Sobre naufragios

Por 19 de octubre de 2021 Sin comentarios

Sònia Hernández

«Náufrago», como «exiliado», aluden a condiciones con las que muchas personas pueden sentirse identificadas. Por lo menos, con algunos de los atributos que concitan esas palabras como metáforas o arquetipos. Pero en un momento como el que vivimos hay que andarse con mucho cuidado al utilizar una metáfora. Ya sabemos que esta figura literaria se basa con frecuencia en la exageración, como muestran –recordemos lo aprendido hace tantos años–, los dientes como perlas: una imagen que no deja de ser inquietante.

Sin embargo, necesitamos la metáfora para ampliar los significados, es decir, la vivencia imaginativa que convierte una palabra o idea en una sensación de límites difusos. Necesitamos la trampa que expande un término o un objeto a través de un territorio que parecía insondable y, de pronto, se ilumina y abre espacios nuevos.

En su riqueza conceptual, el atributo de “náufrago” puede contener algunos significados en los que nos encontramos definidos y, de pronto, nuestra manera de proceder o sentir lo que sucede a nuestro alrededor encaja mejor en un relato con el que más o menos podemos responder a esas insidiosas preguntas de “de dónde venimos y hacia dónde vamos”.

En los relatos de William Somerset Maugham reunidos en Lluvia y otros cuentos –manejo la edición publicada por Atalanta en 2016– no hay náufragos en el sentido estricto, ni literal. Lo que más podría acercarse al estereotipo lo encontramos en la escena del cuento “La nave de la ira”, en que Ginger Ted, borracho, pendenciero y, tal como lo describe el narrador, “desecho humano”, se ve obligado a pasar la noche en un islote junto con otros navegantes por una avería en la hélice de la pequeña embarcación en la que viajan, que les obliga a desviar su camino y atracar en el pedazo de tierra más próximo que encuentran.

Entre los náufragos se halla la señorita Jones (cercana a los cuarenta años), hermana del misionero responsable de velar por las almas en la isla de Baru, que forma parte del archipiélago de Alas en el Pacífico, bajo jurisdicción holandesa. Ella, se nos dice, está empecinada en ver el lado bueno de las cosas, pero sabe de la habilidad, las males artes y la agresividad de Ginger Ted para obtener lo que desea de las mujeres, por lo que es consciente de su vulnerabilidad en un islote precario ante tal depredador. Se prepara para la lucha, se sabe derrotada de antemano, aunque los lectores percibimos que Ginger Ted está mucho más interesado en los encantos del alcohol. No obstante, lo que sucedió aquella noche no deja de ser un misterio. Después de transmitirnos la angustia de la que cae presa la señorita Jones, Maugham nos traslada a las primeras horas de la mañana, cuando ella amanece tapada cuidadosamente con varios sacos de mercancía vacíos.

A partir de aquí, como agradecimiento ante lo que se interpreta como ejercicio de contención y muestra de respeto, todos los esfuerzos de la misionera, que tampoco tenía mucho más que hacer en Baru que rezar obsesivamente por la salvación de las almas ajenas, se encaminarán a redimir al náufrago Ginger Ted. La historia nos llega a través de la mirada complaciente e irónica del contrôleur de la isla, el señor Gruyter, un bon vivant al que solo le preocupa que nada altere el orden de la isla de la que está al mando para poder seguir su ritmo de grandes ágapes. Dar más detalles sería estropear el cuento para quienes no lo hayan disfrutado todavía.

En la mayoría de los relatos que conforman este volumen, los personajes habitan paradisíacas islas de los Mares del Sur: misioneros, médicos, marinos, comerciantes, prostitutas… Y las habitan, inconscientemente, como si de náufragos se tratara. Casi todos han abandonado las metrópolis huyendo de algo y buscando una vida mejor, aunque sea para los demás, como es el caso de los misioneros. Han iniciado una nueva vida, pero que viven de una manera que me atrevería a calificar de vicaria, como si la vida que de verdad les correspondía se hubiese quedado en la patria abandonada o en el barco accidentado. Toca improvisar, superar los días hora por hora, aceptar las tormentas y las noticias que traigan los barcos del otro mundo, sin llegar a saber nunca si los fantasmas del otro lado son ellos mismos o son los que habitan en la tierra que abandonaron. De las irónicas y distantes descripciones de Maugham deducimos que las vidas que han construido en las islas a las que han arribado no son todo lo satisfactorias que esperaban. En la atmósfera hay siempre una tenue melancolía, un regusto pesimista que acaba encontrando algún detalle que revela la farsa. En algún momento, el camino la ruta marcada se frustró: la fuerza de los elementos, de la realidad, truncó el sueño que había empujado el inicio del viaje y la decisión de embarcarse. La frustración de las expectativas, la persistencia del dolor del que se pretende huir, la capacidad destructora de una anécdota o una decisión aparentemente trivial, son rasgos del arquetipo en el que nos reconocemos, porque asistimos a naufragios constantes, cada día.

En otro de los relatos, “Lluvia”, una epidemia de sarampión obliga a los viajeros de una goleta a permanecer confinados en la isla de Pago Pago. Una isla repleta de náufragos, un simulacro de ciudad habitada por sombras que visten como en Occidente y ridiculizan a los nativos ciñéndoles camisas y pantalones cuando creen adecentarlos. Durante el encierro, no deja de llover, una densa y atosigante capa de agua cubre el espacio para recordar el sometimiento del humano a la Naturaleza. De la misma manera, las diatribas del misionero nos recuerdan la amenaza continua del pecado: ese error que nos aleja del que ha de ser nuestro destino último: la comunión con Dios.

Igual que en “La nave de la ira” la perspectiva escogida por el narrador omnisciente era la del contrôleur, en esta ocasión es el médico Macphail quien da testimonio de los naufragios metafóricos que se suceden a su alrededor. No es el médico quien nos habla, sino que Magham nos pone en la piel del facultativo para que sepamos desde qué ángulo se perciben los hechos, cómo son asimilados por un personaje en apariencia anodino, que pasaba por allí, exactamente como lo estamos haciendo nosotros, por casualidad.

El caso es que el médico presencia el enfrentamiento entre el puritano misionero y la escandalosa prostituta que han coincidido en el encierro en la casa de un comerciante de la isla. El señor Davidson se propone entregar a Dios el alma reformada de la mujer libertina, ejemplo claro de quien naufraga en lo que ya era un naufragio. El reverendo utiliza todos los recursos e influencias de los que dispone. Y asistimos a la transformación milagrosa de la mujer en un proceso que a veces nos llega como una humillación insoportable y otras como una epifanía que nos acerca a una experiencia mística. Con la señorita Thompson, queremos limpiarnos el alma, sentir que todavía es posible empezar de cero y sentir ilusión por el camino que nos queda hasta llegar a la conexión con el ser supremo. El señor Davidson, aunque se deja la salud en ello, consigue que la prostituta mire de cara a su propio pecado, a los errores que le han llevado hasta allí, a la fuerza sobrehumana que la puso en un camino para probar la fuerza de su voluntad y la de su amor a Dios. Una experiencia mística no demasiado lejana al éxtasis de Santa Teresa o la oscura noche de San Juan de la Cruz.

El puritano también necesita la redención de la prostituta para que su trayecto llegue a buen puerto. Cuando creemos que la fusión de las almas con el bien supremo está a punto de consumarse, el desenlace se convierte en un ejercicio virtuoso de ingenio e ilusionismo. Las palabras siempre tienen más de un significado, así como los pensamientos, y con demasiada frecuencia lo que decimos no se corresponde con lo que hacemos para construir nuestra vida día a día, lo que no deja de ser otra suerte de naufragio.

Las razones del accidente de la nave en la que viajamos pueden ser muchas. Pero cuando uno se encuentra abocado a surcar una inmensa superficie indómita, solo regida por el movimiento de energías y corrientes cuyas normas no siempre conocemos, es probable que la mayor amenaza sea la Naturaleza en sí misma. Nos pasamos toda la vida sometiéndonos a sus caprichos, pero creyendo, sin embargo, que somos nosotros quienes controlamos la situación, y consiguiendo únicamente contaminarla y destruirla.

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Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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