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Música, maestro

Por 13 de octubre de 2021 Sin comentarios

Luis de Pablo © EuropaPress

Vicente Molina Foix

Íbamos unos jóvenes ignorantes, pero curiosos, a unas dependencias ministeriales de la España de Franco, y un señor elocuente y no muy alto hacía a pecho descubierto y sin papeles una presentación de músicas que nunca antes habíamos oído: Pierre Boulez, Stockhausen, John Cage, Mauricio Kagel, y Carles Santos, que viniendo de Castellón hizo al piano una provocación dadaísta que no le pareció oportuna al presentador y a nosotros, inciertos estudiantes de Letras, de Económicas, de Derecho o de Ciencias, nos resultó fabulosa por lo inexplicable. Pero pasaron los años, casi veinte, los conciertos de ALEA en la imprevista sala del Instituto Nacional de Previsión dejaron de hacerse, o yo de ir, y un buen día de los primeros años 80 conocí, la noche del estreno de su primera ópera, Kiu, a Luis de Pablo, aquel hombre enjuto y hablador que estaba al frente de esas tardes de música rabiosamente contemporánea; entretanto yo había sabido que él mismo la practicaba, con muy amplio reconocimiento sobre todo fuera de España, a pesar o precisamente por razón de que uno de los mayores empeños de Luis era desactivar esa especie de autocastigo típicamente español que sostiene que nuestro idioma hablado no está hecho para el lenguaje elevado de la música seria, y la ópera española sería, según tal criterio, poco menos que un imposible metafísico, no dejando al drama vocal otra vida  más allá de la zarzuela.

En dichas ocasiones, que he podido presenciar de cerca más de una vez en los cuarenta años de amistad y colaboración con Luis, el dulce y bien templado maestro bilbaíno podía saltar como una fiera, dejando sus zarpazos muy bien argumentados en la piel del contendiente.

A todas estas, habiéndome yo aficionado, sin base teórica, a la música llamada clásica en dos de sus polos más extremos, el barroco y el siglo XX tonal y atonal, incurrí una noche de 1984 en uno de los errores más felices de mi vida, y por eso quizá nunca he olvidado la situación, la cena posterior a un curso de verano de la Universidad de San Sebastián en el que el cine era considerado en sus relaciones con la novela y la música. Luis, pensando en una segunda ópera, estaba leyendo novelas que le sirvieran de posible inspiración o armadura escénica para esa nueva obra de teatro cantado. Yo lamenté entonces en voz alta que al ser tan parva la nómina de las óperas actuales, sobre todo en nuestro país, la noble figura del libretista había prácticamente desaparecido. ¿Dónde estaban los Da Ponte, los Boito, los Hofmannsthal, los Béla Balazs, los Auden o los Forster, las Colette y las Gertrude Stein, los Brecht y los Cocteau españoles?

Luis de Pablo no se arredró, y tampoco debió de encontrar una novela o pieza teatral apropiada. Así que poco tiempo después recibí una llamada, larga de conversación y jugosa, como solían ser las suyas hasta que hace pocos meses dejaron de producirse y de ser largas, aunque nunca aburridas. Lo que el músico no perdió en el declive de su salud que le ha llevado a la muerte es el humor, la sonrisa y una buena cara, aunque uno le suponía sufriente, sobre todo de haber perdido ese don de la palabra fluida y rica que señalaba su conversación y sus diálogos, y le hizo, a partir de un momento dado de su carrera, volcarse en las palabras como si quisiera extraer de ellas, con el instrumental de la orquesta, todo aquello que el maestro tenía aún por decir.

Aparte de una música incidental para un montaje de un texto escénico mío que dirigió María Ruiz en la Sala Olympia, de unos poemas que él convirtió en piezas corales, tres fueron los libretos originales que yo escribí para él a partir de esa llamada telefónica, siendo uno inédito y no puesto en música. Pero la última colaboración, nuestra tercera ópera conjunta, ha supuesto para mí una reconsideración del libro y de su intervención en él, que hace ahora más hondo el dolor de su desaparición. Pocos años después de su publicación y del Premio Nacional de Literatura 2007 que el libro obtuvo, Luis me llamó (y hablamos también ese día mucho rato) para proponerme hacer de El abrecartas “mi última ópera”, dijo, “porque la España que describes es la España que yo conocí y quiero poner en música”.

Yo no he podido ver ni oír todavía su abrecartas, ya que no sé leer partituras. Los que saben y están preparando las representaciones de febrero de 2022 me hablan de su osadía, de su grotesco humor, de su rotunda mezcla de lo épico con lo lírico, dentro de lo dramático. Lo trágico es que el maestro no estará sentado en el Teatro Real cuando suene por fin todo lo que él imaginó y creó. Pero estará la voz de su música.

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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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